EL PASADIZO SECRETO
Los niños estaban aún medio dormidos cuando tomaron el desayuno. Timy no conseguía arrancarles una palabra.
—Qué raros estáis esta mañana —dijo mientras les servía café con leche—. Bostezáis, reís, os frotáis las manos con cara de satisfacción, y volvéis a bostezar. ¿Estáis planeando alguna travesura?
—¡Oh, no, Timy! —respondieron todos.
—Bueno, pues que no se os ocurra hacerla —les advirtió Timy.
—Oye, Timy —dijo Jack—, ¿nos podrías preparar unos bocadillos? Te lo agradeceríamos mucho. Nos gustaría comer en la playa, ¿sabes? Volveremos a la hora de la merienda.
—Bien —aceptó Timy—. Os haré bocadillos de tortilla de patatas y un pollo frío. Os pondré limonada y fruta. ¿Tendréis bastante?
—¡Claro! —exclamaron todos.
Timy les preparó la comida mientras buscaban las linternas. Por si éstas les fallaban cogieron también cerillas y velas. Hablaban con gran excitación. ¡Sería tan divertido buscar un pasadizo secreto!…
Timy les puso la comida en dos bolsas. Jack se echó una a la espalda y Mike se encargó de llevar la otra. Dijeron adiós a Timy y se dirigieron a la playa por el camino del acantilado.
La marea había borrado las huellas que los niños habían visto la noche anterior. Pero todos recordaban la cueva en que habían estado Boroni y su amigo, y se dirigieron a ella, después de asegurarse de que no había nadie en la playa.
Llegaron a la cueva. La entrada era muy ancha, pero la caverna se internaba profundamente en el acantilado, y cuanto más avanzaban los niños, mayor era la humedad y la oscuridad que los rodeaba. Las paredes estaban empapadas y, en el suelo, las rojas anémonas esperaban el momento de abrirse, cosa que ocurriría cuando volviese a subir la marea.
Los niños, con las linternas encendidas, exploraban detenidamente la cueva, con la esperanza de encontrar la entrada del pasadizo. Pero no la encontraban.
—Aquí no hay nada más que paredes, suelo y techo —dijo Mike, paseando la luz de su linterna por las algas que revestían la roca—. Y al final, otra pared que cierra la cueva. Empiezo a creer que aquí no hay ningún pasadizo.
—¡Mirad! —exclamó de pronto Jack—. ¿Qué es eso?
Su linterna enfocaba la parte superior de una de las paredes. Sus compañeros se acercaron a él inmediatamente y vieron unos rudimentarios escalones tallados en la roca. En ellos había algas arrancadas y pisoteadas recientemente.
—Mirad esas algas —dijo Jack—. Alguien ha pasado sobre ellas. Aquí está el principio del pasadizo. ¡Hala! Subamos todos.
Alumbrando con sus linternas el camino, los niños intentaron subir la rocosa escalera. Pero estaba tan resbaladiza, que la ascensión era casi imposible.
De pronto, Peggy vio algo que parecía un largo y negro gusano que colgaba sobre los escalones. Dirigió a él el foco de su linterna y exclamó:
—¡Aquí hay una cuerda! ¡Nos ayudará a subir!
Todos se quedaron mirando la cuerda. Mike la atenazó con sus manos. Colgaba a través de un agujero que se abría en el techo de la cueva. Estaba bien sujeta, pues resistió perfectamente los tirones de Mike. Éste exclamó:
—No cabe duda de que la han puesto aquí para facilitar la subida por esta resbaladiza escalera. Voy a subir. Luego subiréis vosotros.
En efecto, la subida con ayuda de la cuerda fue muy fácil. Mike desapareció por la negra abertura bajo la que terminaba la escalera y paseó en torno de él el haz luminoso de su linterna.
Estaba en otra cueva mucho más pequeña que la anterior. Esparcidos por el suelo, vio cofres y barriles vacíos y desvencijados. Mike dijo a sus compañeros:
—Esta caverna la debieron de utilizar los antiguos contrabandistas. Todavía están aquí los cofres y los viejos barriles en que traían licores, sedas y todo lo que pasaba de contrabando en aquella época. ¡Subid!
Uno tras otro, los niños subieron a la segunda cueva. Jack movió los cofres. Todos estaban vacíos.
—Debe de hacer años y años que los vaciaron los contrabandistas —dijo, y añadió, dirigiendo hacia el fondo la luz de su linterna—. ¿A dónde conducirá esta pequeña cueva? ¿Hay alguna puerta o algo parecido?
—Sí —repuso Mike—: hay una recia puerta de roble llena de cerrojos. Sería una pena que no la pudiéramos abrir.
Pero pudo. La puerta se abrió pesadamente, y quedó al descubierto un estrecho pasadizo excavado en la roca.
—¡Aquí está el pasadizo! —gritó Mike—. ¡Qué emocionante!
—No grites tanto —le reprochó Jack—. Puede haber alguien en el pasadizo. Yo iré delante; mi linterna es más potente.
Siguió avanzando por el estrecho túnel. En algunos puntos el techo era tan bajo, que los niños tenían que agachar la cabeza para evitar el coscorrón. El pasadizo se prolongaba, describiendo curvas. A veces subía, y a veces era completamente llano. Siguieron avanzando y de pronto vieron que ya no estaba excavado en la roca, pues sus paredes eran de tierra. A los quinientos metros ya no había ni gota de humedad.
El silencio era tan profundo, que sólo se oían los pasos de los niños. Más adelante el pasadizo empezó a ensancharse y acabó por formar una especie de cámara subterránea. Allí encontraron más cofres, algunos enormes, pero todos vacíos.
—¡Imaginaos a los antiguos contrabandistas sentados en los cofres y bebiendo ron! —exclamó Peggy—. Luego abren cajones y barriles, venden la mercancía, y otra vez a navegar en plena noche.
—Debemos de estar ya muy cerca del viejo caserón, ¿verdad, Jack? —preguntó Nora—. Hemos andado tanto, que tenemos que estar al final del pasadizo.
—Yo creo que nos hallamos exactamente debajo del caserón —dijo Jack—. Aquella puerta debe de dar a los sótanos.
—Abrámosla. Así lo sabremos —propuso Mike.
Empujó suavemente la puerta, y ésta se abrió sin ruido.
Mike miró hacia el interior y vio en el fondo una escalera de piedra que terminaba en el techo.
Los niños subieron sigilosamente dieciocho escalones y llegaron a un espacio cerrado. La linterna de Jack permitió ver estanterías vacías, botellas y barriles.
—Debemos de estar en la bodega del caserón —dijo Jack—. ¡Mirad! Esa escalera debe de conducir a la casa.
Su linterna iluminaba los escalones. Eran pocos y sobre ellos había una puerta entreabierta, que dejaba pasar una brillante franja de luz.
—Quedaos aquí —dijo Jack—. Voy a ver si oigo algo.
Nadie se movió mientras Jack empezaba a subir silenciosamente la corta escalera. Abrió la puerta y permaneció inmóvil, escuchando. No oyó nada. Asomó la cabeza y vio una alacena. No había nadie. Jack trató de recordar dónde estaba la torre. Naturalmente estaría cerca de la despensa, y quizá se comunicara con ésta por una puerta que permitiera a la servidumbre llevar la comida a las habitaciones de los pisos de la torre.
Jack se deslizó en la despensa y miró en todas direcciones. Sí, habían cruzado en otra ocasión para entrar en la torre. Sin duda, daba paso a esta parte del edificio.
Después de haber llegado tan lejos, Jack se sintió impulsado a seguir adelante. Silenciosamente cruzó la despensa en dirección a la puerta. Jack la abrió y se encontró en la escalera de la torre. Subió hasta la habitación más alta, ante cuya puerta se detuvo, sorprendido.
Alguien lloraba en aquella habitación. Parecía el llanto de un niño. Trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Llamó débilmente con los nudillos.
La persona que estaba dentro dejó de llorar y preguntó:
—¿Quién es?
Pero antes de que Jack pudiese responder, oyó un rumor de voces. ¡Alguien subía la escalera! Estuvo un momento sin saber qué hacer. No podía esconderse en aquella habitación, pero quizá sí en la de abajo. Con tal que no entrasen…
Bajó rápidamente la escalera y entró en la pieza elegida como escondite. Estaba amueblada con gran sencillez: sólo había allí una alfombra, una silla y una mesa. Jack se quedó al lado de la puerta, que dejó entornada, como la había encontrado. Jack se pegó a la pared, temblando de emoción.
Los pasos se detuvieron ante la puerta.
—Un momento. Voy a ver si me he dejado aquí los papeles —dijo la voz de Luis.
¡El cual empujó la puerta y asomó la cabeza!