CAPÍTULO V

UNA LUZ EN LA TORRE

Desde entonces, los niños no cesaron de vigilar el viejo caserón. Vieron salir humo de la chimenea y dedujeron que las mujeres que tenían que limpiar la casa ya estaban trabajando. Jorge fue también a dejar el jardín libre de zarzas y ortigas, y dijo a los niños que los nuevos propietarios de la casa llegarían a la semana siguiente.

—Por lo visto —añadió—, tienen mucha prisa por venir. La casa necesita un arreglo general, pero ellos sólo han hecho arreglar una parte.

Los niños siguieron bañándose, haciendo excursiones, pescando y remando, como de costumbre, pero el día en que los nuevos propietarios tenían que llegar al viejo caserón, treparon a un gran árbol próximo a la puerta del jardín y se ocultaron en su frondosa copa.

Bien sentados en las gruesas ramas y apoyados en el tronco, permanecieron al acecho. Al cabo de un rato vieron llegar un gran camión de mudanza, y luego otro. Pero ya no llegó ninguno más.

—¡Qué raro! —exclamó Jack—. Sólo dos camiones de muebles para una casa tan grande. Deben de querer amueblar sólo una pequeña parte.

Los camiones cruzaron la puerta del jardín y se detuvieron ante la casa. Los hombres que iban en ellos bajaron y empezaron a descargar muebles y objetos. Poco después apareció el coche del señor Boroni. El auto se detuvo exactamente debajo del árbol en que estaban ocultos los niños. Hizo este alto para dejar pasar a uno de los camiones, que emprendió el regreso, ya vacío.

En el coche estaba su dueño, el señor Boroni, y también la mujer rubia, el conductor y un joven que en aquel momento conversaba con la dama.

—Bueno —dijo Boroni al joven mientras bajaba del auto—, ya hemos llegado. Vete a la casa, Ana. Luis y yo vamos a inspeccionar los muros del jardín para ver si se conservan en buen estado.

El coche entró en el jardín y los dos hombres se quedaron debajo del árbol. Hablaban en voz baja, pero los niños los oían perfectamente.

—En todo el país no hay un sitio más seguro que éste —dijo Boroni—. El barco puede permanecer anclado sin que lo vean. En el momento oportuno, nosotros, desde esa torre, le haremos la señal convenida con una linterna. ¿Comprendes Luis? Obraremos como los antiguos contrabandistas… Pero nuestras mercancías son muy diferentes. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

Luis se echó a reír también.

—Ven —dijo—. Quiero inspeccionarlo todo. ¿Cuándo llegarán los perros?

El señor Boroni murmuró algo que los niños no pudieron oír, y los hombres se alejaron sin apartarse del muro del jardín. Los niños, que apenas se habían atrevido a respirar mientras los hombres estaban debajo de ellos, se miraron con inocultable emoción.

—¿Habéis oído? —musitó Mike—. ¡Llegará un barco y ellos harán señales con una luz desde la torre! ¡Todo como en los tiempos de Spiggy!

—¿Entonces son contrabandistas? —preguntó Nora sin salir de su asombro—. ¿Y qué mercancías serán ésas que, según dicen, han de llegar?

—No lo sé —contestó Mike—. pero te aseguro que lo averiguaremos. Esto es lo más emocionante que nos ha sucedido desde que huimos a la isla secreta.

—Me encantan las aventuras —dijo Jack—. Pero hay que llevar mucho cuidado con esos tipos. Si se enteran de que sospechamos de ellos, los pasaremos muy mal.

—Procuraremos que no se enteren —dijo Nora mientras bajaba del árbol—. ¡Vámonos! ¡Ya estoy cansada de espiar!

—¡Nora! ¡No seas estúpida! —le increpó Jack, levantando la voz sólo un poco, pues no se atrevió a más—. No sabemos aún si podemos bajar sin peligro.

Pero Nora estaba ya deslizándose por el tronco. Y llegó al suelo en el preciso momento en que Boroni y Luis aparecían, una vez inspeccionado el muro. Inmediatamente vieron a Nora. Boroni lanzó un gruñido.

—¡Ven aquí!

Nora estaba tan asustada, que no pudo ir hacia él ni huir: se quedó clavada en el suelo. Jack y sus dos hermanos la observaban, procurando no hacer el menor ruido, y preguntándose cómo saldría Nora del aprieto. El señor Boroni se acercó a ella y empezó a gritarle y a zarandearla.

—¿Qué haces aquí? ¿No os he dicho que no quiero veros rondando mi casa? ¿Dónde están los demás? Seguro que no andarán muy lejos.

Nora sabía que el señor Boroni no la había visto bajar del árbol y esto la tranquilizó. ¡Con tal que no se le ocurriera mirar hacia arriba!…

—¡Por favor, déjeme marcharme! —dijo, a punto de echarse a llorar—. Sólo he venido a dar un paseo. No he entrado en su casa: se lo aseguro.

—Pero intentabas entrar —exclamó el señor Boroni, furioso y zarandeándola de nuevo—. Ahora ve a decirle a tus compañeros que como los vea merodeando por aquí se arrepentirán.

—Ahora mismo voy a hacerlo —dijo Nora, y salió disparada colina abajo.

—¡Le has dado un buen susto! —dijo Luis a Boroni con una cruel sonrisa—. Has hecho bien. Hay que alejar a esos niños curiosos. En fin, cuando lleguen los perros, nadie se atreverá a acercarse a esta casa. ¡Son verdaderas fieras!

Los dos amigos, sin interrumpir su charla, desaparecieron por la puerta del jardín.

—¡Qué par de granujas! —comentó Jack en voz baja—. Nora ha demostrado ser muy lista al salir corriendo como si quisiera transmitirnos sin pérdida de tiempo la advertencia de Boroni. ¡Qué lejos estaba este señor de sospechar que le habría bastado levantar la cabeza para vernos!

—Bajemos ya —dijo Peggy, pensando en que si los veían en el árbol estarían perdidos—. ¿Puedo bajar, Jack, o crees que es peligroso?

Jack apartó una rama y miró en todas direcciones.

—No hay peligro —dijo—. ¡Todos abajo!

Uno a uno fueron deslizándose por el tronco. Seguidamente echaron a correr colina abajo, procurando esconderse detrás de los árboles para que nadie los pudiera ver desde el viejo caserón. En «La Mirona» los esperaba Nora, deshecha en lágrimas.

—No te pongas así —le dijo Jack, rodeándole los hombros con el brazo—. Te has asustado, ¿verdad?

—No llo…o…ro del sustoooo —sollozó Nora—. Llo…o…ro por lo to…on…ta que he sidoooo… He bajado del árbol sin pensar en nada, y casi lo echo todo a perder.

—Desde luego, ha sido una imprudencia —dijo Mike—, pero, afortunadamente, no nos has descubierto. Has demostrado que eres una chica lista, Nora. ¡Anda, anímate! Pero de ahora en adelante, ten más cuidado.

—Jack será nuestro capitán —dijo Peggy—, como lo fue cuando estábamos en la isla. Él dirigirá esta aventura. Todos haremos lo que él ordene.

—De acuerdo —dijo Nora, ya más animada y guardándose el pañuelo en el bolsillo—. Yo haré siempre lo que mande el capitán.

—¿Creéis que debemos explicarle a Timy nuestra aventura? —preguntó Mike.

—No, ni pensarlo —repuso en el acto Jack—. Es una mujer valiente, pero podría asustarse y prohibirnos investigar. Mantendremos el secreto entre nosotros. Tal vez más adelante nos aliemos con Jorge para que nos ayude.

—Ya habéis oído lo que han dicho de las mercancías —dijo Mike—. Hay que vigilarlos. Montaremos guardia por turno en nuestra habitación, que es la más alta, y así podremos vigilar durante toda la noche. Si vemos que se enciende una luz en la torre del caserón, nos deslizaremos silenciosamente hasta la playa, nos esconderemos en una cueva y veremos desembarcar las mercancías. Entonces sabremos con qué artículos hace contrabando el señor Boroni.

—Esto se pone cada vez más emocionante —dijo Peggy, sin saber si estaba contenta o atemorizada—. Tendremos que llevar mucho cuidado. Hemos de evitar que nos descubran.

Jorge les dijo que sólo habían amueblado ocho de las veinte habitaciones del viejo caserón.

—Las ocho habitaciones de la torre —precisó—. Me lo ha dicho una de las mujeres que hacen la limpieza. O sea, que sólo utilizarán la torre.

—Desde luego, la utilizarán —afirmó Mike.

Pero no dijeron a Jorge lo que habían averiguado. Era joven y simpático, pero para ellos era una persona mayor. Tal vez opinara que debían contárselo todo a Timy. Nada deseaban tanto como continuar la aventura y descubrirlo todo ellos solos, sin que se mezclara ninguna persona mayor…

Aquella noche, los niños se fueron a dormir con el ánimo en tensión. Jack haría la primera guardia, de diez a doce; Mike la segunda, de doce a dos, y Nora la última, de dos a cuatro. Después amanecería y ya no haría falta vigilancia. A la noche siguiente, la primera guardia correría a cargo de Peggy.

—Nos sentaremos junto a esta ventana y no quitaremos los ojos de la torre del viejo caserón —dijo Jack—. Si el que esté de guardia ve encenderse una luz, despertará inmediatamente a los demás y nos iremos todos a la playa, para escondernos en una cueva y ver si llega algún bote cargado.

Peggy y Nora se fueron a su habitación. Les fue muy difícil dormirse. Mike y Jack siguieron hablando, pero pronto se quedaron dormidos. Jack había puesto el despertador a las diez, hora en que debía empezar su guardia.

—¡Rrrrrriiiiinnggggg! —sonó el despertador, y Jack se levantó para pararlo. Eran las diez en punto.

—Menos mal que Timy nos ha alojado en la torre —dijo, hablando consigo mismo—. Si hubiéramos dormido más cerca de ella, la habría despertado el timbre… Mike, ¿estás despierto? ¿Sí? Pues vuelve a dormirte. Yo voy a vigilar. Ya te despertaré a las doce.

Jack se puso su bata, se asomó a la ventana y miró hacia el lugar donde se hallaba el caserón. Pero la noche era tan oscura, que no se distinguía ni siquiera la silueta de la torre.

«Sin embargo —pensó—, si se enciende una luz la veré».

Un búho ululó a lo lejos. Después un insecto chocó con el cristal de la ventana, dando al observador un buen susto. Jack bostezó. Transcurridos cinco minutos, el aburrimiento empezó a apoderarse de él. No es, pues, extraño que sintiera una gran alegría cuando llegó la hora de despertar a su compañero.

Mike se levantó medio dormido, se puso la bata y se acercó a la ventana. Jack se acostó de buena gana, e inmediatamente se quedó dormido.

Mike observó la torre, cuya negra silueta se recortaba ya en el cielo, más despejado. Los ojos se le cerraban, y se levantó para no quedarse dormido en la silla.

Cuando su turno se acercaba a su fin oyó un ligero ruido en la habitación y sintió que una mano se posaba en su hombro. Mike recibió tal susto, que dio un salto y poco faltó para que rodara por el suelo. Pero en seguida reaccionó y se arrojó sobre su adversario.

—¡Ay, ay! —se quejó Nora—. ¡Quieto, Mike! He venido a ver si era la hora de mi turno.

—¿Y para eso te acercas sin hacer ruido? —protestó Mike—. ¡Vaya susto que me has dado! Creí que eras un contrabandista o algo así.

Nora se echó a reír y se sentó junto a la ventana.

—Vete a la cama —le dijo—. Ahora me toca a mí. Me siento persona importante.

Aquella noche no sucedió nada de particular. Tampoco a la siguiente. Ni a la otra. Pero a la cuarta noche se encendió en la torre una luz. ¡Sí, allí estaba, parpadeando en la oscuridad!