CAPÍTULO IV

¿SERÁN CONTRABANDISTAS?

Los cuatro niños salieron por la puerta del jardín a todo correr y no se detuvieron hasta que llegaron a «La Mirona». Qué alivio verse de nuevo en casa y en compañía de Timy, que estaba recogiendo fruta en el huerto.

—¡Timy! —gritó Nora, corriendo hacia ella—. Van a comprar el viejo caserón.

—¿Para qué? —preguntó Timy, asombrada—. El lugar es demasiado solitario y la casa demasiado grande para una familia. Sólo sirve para escuela, hotel o algo por el estilo.

—Es una gente muy rara —dijo Jack. Luego le contó todo lo que les había sucedido, y preguntó—: ¿Crees que nos pegarán, como han dicho, si nos vuelven a encontrar en el caserón?

—No me cabe duda —repuso Timy, entrando en la casa con el cesto lleno de fruta. Si lo compran, les pertenecerá, y no tenéis derecho a entrar en una propiedad ajena. Creedme y no os acerquéis por allí. Podéis divertiros de mil modos lejos de ese viejo caserón.

—¡Es tan misterioso! —dijo Jack—. Viéndolo, uno piensa que allí pueden suceder las cosas más increíbles. Por eso seguiré vigilándolo de cerca.

—Y yo —dijo Nora—. No me gusta espiar a nadie, pero puede más que todo mi curiosidad por saber lo que pasa allí.

—¡Qué tontería! —exclamó Timy—. Esa gente sólo querrá explotar esa casa como lugar de veraneo.

—Bueno, vamos a bañarnos —propuso Mike—. No pensemos más en el caserón. ¡Qué gente tan antipática! Lo mejor será que la olvidemos.

Cogieron sus toallas de baño en silencio. Estaban extrañados. Nunca se habrían imaginado que alguien pudiera tratarlos con tan malos modos. Pero apenas estuvieron en el agua, nadando y jugando, se olvidaron del viejo caserón y de la extraña pareja que se proponía comprarlo.

Al volver a casa, recibieron una gran sorpresa. En el jardín había un coche, y en su interior estaba la mujer rubia que habían visto en el caserón, y que los miró muy seria.

Los niños entraron en la casa extrañados y casi tropezaron con el hombre moreno. Estaba en el comedor, hablando con Timy.

—¡Oh perdón! —se excusó Jack—. No sabía que tenías visita, Timy.

—Ya hemos terminado —dijo Timy, que parecía enfadada—. Id a arreglaros para la merienda.

Los niños se dirigieron al cuarto de baño, y desde él oyeron la voz del hombre que decía:

—¿Pero por qué no quiere venderme esta casa? Le ofrezco mucho más de lo que vale.

—Pertenece a mi familia desde hace doscientos años —dijo Timy con firmeza—, y aunque sólo la habito durante el verano, le tengo mucho cariño y no quiero desprenderme de ella.

—Entonces alquílemela por un año.

—No. Nunca la he alquilado y no pienso alquilarla —respondió Timy.

—Está bien —dijo el hombre moreno, visiblemente enojado—. Haga lo que quiera, pero comete usted un error.

—No lo creo —dijo Timy, sonriendo—. Ahora haga el favor de marcharse. Los niños han de merendar.

—¡Ya! ¡Los niños! —exclamó el visitante con aspereza—. Tengo que decirle algo de ellos. No les permita que se acerquen al caserón si no quiere que tengan un disgusto.

No quiero volver a ver a esos mal educados correteando por mi jardín y menos por mi casa.

—No tienen nada de mal educados —dijo Timy—. No sabían que usted va a comprar la casa. Buenos días.

Acompañó al hombre moreno hasta la puerta. Éste subió al coche, cerró violentamente la portezuela y arrancó armando un estrépito infernal.

—Me fastidia esa gente que hace tanto ruido con su coche, que más que un automóvil parece una escuadrilla de bombarderos —dijo Mike, que estaba asomado a la ventana—. Oye, Jack. Hay algo raro en ese hombre. ¿Por qué querrá comprar no sólo el viejo caserón, sino también esta casa? ¿No será que quiere hacer algo que no le conviene que se sepa? Este sitio es ideal para hacer cosas ilegales.

—No sé, no sé —dijo Jack—. No tengo la menor idea de lo que busca por aquí. Pero me gustaría saberlo. Si ese señor Felipe, o como se llame, piensa hacer algo anormal, podríamos intentar descubrir de qué se trata.

—¡Eso; indaguemos para descubrirlo! —dijo Nora, entusiasmada—. Presiento que aquí va a pasar algo. ¿Vosotros no?

—Yo también lo presiento —dijo Jack—. Pero podría ser algo completamente normal.

—¡Niños! ¿Bajáis a merendar, o no? —les gritó Timy—. ¿Es que no tenéis ganas de pasteles?

—¡Claro que tenemos ganas! —exclamaron los niños a coro. Y se lanzaron escaleras abajo.

Timy les había preparado una estupenda merienda. Los cuatro niños se sentaron a la mesa. Sus ojos brillaban, se diría que de apetito.

—Timy, ¿quién era ese hombre? —preguntó Jack.

—Ha dicho que se llama Felipe Boroni —dijo Timy—. ¡Proponerme que le vendiera «La Mirona»! Por nada del mundo vendería mi casa a un hombre como el señor Boroni.

—No nos gusta nada ese hombre —dijo Jack, entre bocado y bocado—. Si sus intenciones no son buenas, nosotros averiguaremos lo que pretende.

—Os prohíbo que hagáis eso —exclamó Timy—. Ese hombre cumplirá su palabra y os dará una paliza si os encuentra en casa. Alejaos de ella. Que no se os ocurra ni siquiera espiar desde el muro.

Los niños no contestaron. No querían hacer promesas que no habían de cumplir. Si decían a Timy que no pensaban volver al caserón, mentirían.

Sobre la mesa no quedó ni el más insignificante resto de pastel.

—Lo has hecho demasiado pequeño, Timy —dijo Jack, levantándose.

—Nada de eso. Lo que ocurre es que coméis demasiado —respondió Timy—. Tanto, que he decidido no hacer cena. Después del atracón que os acabáis de dar es imposible que tengáis apetito esta noche.

Los niños se echaron a reír: sabían que Timy estaba bromeando.

—Vamos a dar una vuelta en el bote de Jorge —dijo Jack—. ¿Por qué no vienes con nosotros, Timy? Nos encantaría que nos acompañaras.

—Tengo mucho trabajo —repuso Timy, moviendo negativamente la cabeza—. ¡Marchaos y que os divirtáis! El ejercicio os abrirá el apetito y cenaréis a gusto.

Los niños corrieron hacia el bote de Jorge. Estaba amarrado en su pequeño embarcadero. Era un bote muy sólido y su dueño lo utilizaba para pescar.

—Jorge, ¿has visto a esa pareja que ha venido a comprar el viejo caserón? —le preguntó Jack.

—Sí —repuso Jorge, sin interrumpir su trabajo de reparar las redes—. Han venido a pedirme que les arregle el jardín. También quieren que les busque dos mujeres en el pueblo para que les limpien la casa ¡Y me han hecho mil preguntas sobre esta costa!

—¡Ah! ¿Sí? ¿Y para qué? —preguntó Mike.

—Eso no me lo han dicho, y me gustaría saberlo —dijo Jorge—. Ese hombre me da muy mala espina. Cuando le dije que mi bote era el único que había en las Cuevas de Spiggy, se empeñó en comprármelo.

—Pero usted no se lo ha vendido, ¿verdad? —preguntó Jack, alarmado.

—¡Claro que no! —exclamó Jorge—. Ni por todo el oro del mundo me desharía de mi bote. No creo que lo quieran para pasear. Estoy seguro de que sólo desean que yo no pueda salir con él e ir y venir por estas aguas…

—¡Ya sé lo que quiere decir, Jorge! —exclamó Mike—. ¡Usted sospecha que son contrabandistas! Yo creía que esta gente empleaba ahora aviones, no barcos.

—Algo deben de estar tramando —dijo Jorge, mientras colocaba cuidadosamente las redes en el fondo del bote—. Pero no pienso ayudarlos vendiéndoles mi barca. ¡Y estaré muy alerta!

—Nosotros también, Jorge —dijeron los niños.

Y contaron al hortelano su aventura en el viejo caserón. Jorge los escuchó atentamente. Luego saltó a su bote, que cabeceaba suavemente en el agua, y los invitó a embarcar.

—Venid. Os enseñaré una cosa.

Los niños se distribuyeron en la barca. Jack empuñó un remo y Mike otro. Jorge se encargó de los dos restantes. El mar estaba en calma. Un oleaje apenas perceptible los mecía suavemente.

—Tenemos que recorrer un buen trecho remando —dijo Jorge—. Cuando volvamos, será la hora de cenar. Lo que quiero que veáis está allí, detrás de aquella punta, en una pequeña ensenada.

El mar era una delicia. Los niños se iban turnando en la tarea de remar. Se ponía el sol. El bote rodeó el saliente de la costa, se internó en la ensenada y se detuvo junto a una enorme roca que se internaba en el mar, partiendo del acantilado, el cual era allí tan bajo, que quedaba casi al nivel del agua. Pero a ambos lados se iba elevando gradualmente hasta alcanzar su nivel normal.

Jorge volvió a conducir el bote mar adentro. De pronto, soltó los remos, se llevó la mano a la frente a modo de visera y miró hacia tierra.

—¡Mirad hacia allí! —exclamó—. ¿Qué veis?

Los niños miraron en la dirección que les indicaba Jorge, y Jack dijo:

—¡Fijaos! Desde aquí se ven las dos torres: la del viejo caserón y la nuestra. El acantilado es aquí tan bajo, que se ven perfectamente.

—Es verdad —dijo Jorge—. En la época en que el contrabando estaba a la orden del día, los barcos podían anclar aquí sin que los viesen desde el pueblo, y desembarcar el material por la noche, cuando desde las torres les indicaban que podían hacerlo sin peligro. La señal consistía en encender una linterna, y de ello se encargaba el viejo Spiggy.

—¡Qué emocionante! —exclamó Jack—. ¿Cree usted que el señor Boroni querrá las torres para hacer lo que hacía Spiggy?

—¡Cualquiera sabe!… En fin, lo que debemos hacer es tener los ojos bien abiertos.

—¡Eso es! —dijeron los niños.

Y empezaron a remar con todas sus fuerzas. Había que estar en casa a la hora de la cena.