EN EL VIEJO CASERÓN
Los niños pasaron felizmente los primeros días de sus vacaciones. Se dedicaron a explorar la pintoresca pero peligrosa playa. La marea subía con gran rapidez e inundaba la mayor parte de las cuevas del acantilado.
—Tendremos que llevar cuidado —dijo Jack—. Si la marea sube cuando estemos dentro de una cueva, no podremos salir.
La señorita Timy les advirtió también de este peligro, y les contó que se habían dado muchos casos de personas que habían explorado las cavernas sin pensar en la marea y a las que los pescadores habían tenido que rescatar.
Durante la bajamar era delicioso bañarse. Los niños habían prometido a Timy no entrar en el agua cuando su nivel subiera, pues entonces las olas crecían y tenían tal fuerza que podrían arrojarlos contra las rocas. En cambio, cuando bajaba el nivel del agua, se formaban deliciosos remansos entre los escollos, y una arena dorada y suave se ofrecía a sus pies desnudos.
—No hace falta que os pongáis zapatillas para andar por la playa —les dijo Timy—. Aquí nadie deja en la arena latas vacías ni botellas rotas.
El hortelano que cuidaba de «La Mirona» les prestó su bote, y los niños lo pasaron estupendamente recorriendo las rocas y explorándolo todo. ¡Qué vacaciones tan magníficas!
Un día no pudieron ir a la playa. El nivel del mar había subido mucho y las olas azotaban con furor el acantilado, llenando las cuevas de agua, que cubría igualmente la arena. Andar sobre las rocas era peligroso, pues estaban mojadas y resbaladizas. Por eso decidieron no ir a la playa.
—Bueno, ¿qué podemos hacer? —preguntó Jack, arrancando una cereza de un cerezo del huerto, por el que paseaban.
—¡Tengo una idea! —exclamó Mike—. Vayamos a explorar el jardín del viejo caserón. ¡Hala, vamos!
Al pasar cerca de Jorge, el hortelano, que estaba enfrascado en su tarea, Nora le dijo:
—¡Vamos a explorar el viejo caserón! Está deshabitado, ¿verdad?
—Desde hace veinte años —repuso Jorge—, o quizás más. El jardín está tan descuidado que parece una selva.
—Mejor —dijo Peggy—. Así nos divertiremos más.
Por la suave pendiente de la colina corrieron hacia el caserón. Hacía mucho calor y la subida fue fatigosa, pero pronto llegaron al alto muro que rodeaba el jardín del viejo edificio.
—No podremos escalarlo —dijo Jack, midiendo con la mirada el muro, que era tres veces más alto que él—. ¿Qué hacemos?
—¿Por qué no entramos por la puerta? —propuso Mike—. ¿Acaso te parece más emocionante romperte una pierna al trepar por este muro?
Todos se echaron a reír. Jack dio a Mike una amistosa palmada en la espalda mientras decía:
—Desde luego, creo que es más emocionante escalar el muro, pero busquemos la puerta.
La encontraron. Aunque estaba cerrada, era tan fácil trepar por ella que pronto estuvieron en el interior del jardín. Ante ellos empezaba una avenida que terminaba ante la puerta de la casa. El abandonado camino se había ido cubriendo de ortigas y zarzales.
—¡Uf! —exclamó Jack—. Para pasar por aquí hay que llevar botas y unos pantalones fuertes como el cuero. Esos hierbajos nos van a destrozar las piernas.
—Mirad —dijo Nora, señalando a su izquierda—. Aquel camino es mucho mejor. En él hay hierbas altas, pero no espinosas. Vamos por allí.
Se pusieron en marcha a través de las altas hierbas. El jardín era enorme y estaba lleno de árboles frutales. Éstos rebosaban de fruto, ya que nadie lo había recogido desde hacía años.
Los niños arrancaron algunas manzanas y las saborearon con deleite.
—Como aquí no vive nadie, no hacemos nada malo con esto —dijo Nora—. Si no nos comemos nosotros las manzanas, se las comerán los insectos y los gusanos… ¡Huy, qué calor hace en este jardín!
—¿Vamos a ver la casa? —preguntó Jack.
Todos aprobaron la idea y, abriéndose paso entre las altas hierbas, llegaron al edificio. Era una sólida construcción de piedra blanca. Sus ventanas, pequeñas y sucias, permitían ver unas habitaciones oscuras, lúgubres…
Rodeando la casa, llegaron a la torre, muy parecida a la habitada por ellos, pero mucho mayor.
—¡Qué torre tan enorme! —exclamó Mike—. Es tres veces mayor que la nuestra. Me gustaría subir hasta arriba de todo. La vista debe de ser maravillosa.
—Intentemos entrar en la casa —dijo Peggy.
Probó a abrir las ventanas, pero todas estaban bien cerradas. Mike empujó con fuerza la puerta de la torre. Tampoco cedió: estaba cerrada por dentro.
De pronto, Jack lanzó un grito. Acababa de encontrar una desvencijada escalera de mano. La apoyó en el muro de la torre y vio que por ella podía llegar a una pequeña ventana que le había llamado la atención.
—Intentaré abrir esa ventana y creo que lo conseguiré —dijo Jack—. Ven, Mike. Sujeta la escalera. Está carcomida y no me fío.
Mike sujetó la escalera y Jack empezó a subir poco a poco. Uno de los escalones se rompió y fue un milagro que Jack pudiera conservar el equilibrio. Después la escalera osciló amenazadoramente, pero Mike consiguió dominarla y Jack pudo llegar hasta arriba. Entonces empujó la ventana.
—¡El pestillo está roto! —gritó—. Creo que, si empujo con fuerza, la podré abrir.
—Sujetaremos bien la escalera —le respondió Mike desde abajo—. Tú empuja fuerte. ¡Nora, sujeta tú también! Jack da unos empujones tan tremendos que la escalera se bambolea. No quiero que me caiga sobre la cabeza.
De pronto, Jack exclamó:
—¡Ya está abierta! ¿Veis que pronto?
—¡Subamos! ¡De prisa! —apremió Nora, emocionada.
—No —replicó Jack asomando la cabeza por la ventana—. Vosotras no debéis exponeros. Iré a abrir la puerta.
—De acuerdo —dijo Mike.
Poco a poco fue inclinando la escalera y la volvió a dejar en el suelo en posición horizontal. Jack desapareció. Le oyeron bajar la escalera de la torre y, poco después, descorrer los cerrojos. Finalmente, hizo girar la oxidada llave. Mike empujó con todas sus fuerzas y la puerta se abrió tan repentinamente, que Jack cayó hacia atrás, quedando sentado en el suelo, mientras Mike entró en tromba en la torre.
Las chicas entraron seguidamente, lanzando alegres carcajadas. Jack se levantó y se sacudió los pantalones.
—Ante todo, subamos a la torre —dijo—. ¡Mirad qué paredes! Tienen un metro de espesor por lo menos. En aquellos tiempos se construía a conciencia.
La torre era sólida de verdad. Una escalera en espiral subía y subía hasta lo más alto, pasando junto a cuatro habitaciones sobrepuestas.
—Todas son redondas —comentó Jack—, igual que las muestras. ¡Qué vista tan maravillosa se abarca desde aquí!
Los niños acudieron en silencio a la ventana y contemplaron el mar. Era nítidamente azul y aparecía salpicado aquí y allá de la blanca espuma de las olas que rompían contra las rocas.
—¡Qué bien se ve la torre de «La Mirona»! —dijo Mike—. Supongo que la situarían así para que los contrabandistas pudieran hacerse señales de una a otra. Si uno de nosotros se hubiese quedado en nuestra torre y ahora agitara un pañuelo, lo veríamos perfectamente.
—¡Mike! ¡Jack! ¡Oigo algo! —dijo Nora de pronto.
Todos la miraron sorprendidos.
—¿Qué tiene eso de particular, Nora? —exclamó Jack—. Yo también oigo algo: el canto de los pájaros, el rumor de las olas…
—No me refiero a eso —dijo Nora—. Lo que he oído han sido voces.
—¿Voces? ¿Voces en una casa que está deshabitada desde hace tantos años? —respondió Jack entre risas.
—Te aseguro que he oído voces —afirmó Nora.
De pronto, señaló el jardín a través de una ventana.
—¡Mirad!… ¡Venid!… ¿Veis la puerta del jardín?
Peggy y los dos chicos miraron y sus ojos se agrandaron con una expresión de sorpresa.
—¡Está abierta! —exclamó Mike—. Y cuando la hemos escalado estaba cerrada y bien cerrada. Nora tiene razón. Se comprende que haya oído voces.
—Puede ser que alguien quiera comprar esta casa y haya venido a verla —dijo Nora—. Hemos hecho mal en entrar, y peor en arrancar manzanas. ¡Vámonos!
En esto, los demás oyeron también las voces, y Jack exclamó, alarmado:
—¡Creo que ya los tenemos aquí! Deben de haber entrado por la puerta de la casa, y de la casa pasado a la torre.
—¡Ya suben! —musitó Peggy, tapándose la boca con la mano—. Callemos todos. ¿Vendrán a esta habitación?
Las voces seguían oyéndose, ya con toda claridad, en la escalera. Una era de hombre, la otra de mujer.
—Esta torre es el sitio ideal —dijo la voz de hombre, con acento extranjero.
—Sí, un sitio del que no sospechará nadie —respondió la mujer, riendo de buena gana.
Pero su risa no era simpática: tenía un algo siniestro. Los desconocidos llegaron a la habitación que estaba debajo de la ocupada por los niños.
La mujer exclamó:
—¡Qué vista tan maravillosa! ¡Y qué lugar tan solitario! En varios kilómetros a la redonda no hay más casa que aquélla que se ve allá. La llaman «La Mirona», ¿verdad? Y la granja está a más de seis kilómetros de aquí. ¿Qué te parece, Felipe?
—Muy bien —respondió Felipe. Y añadió—: ¡Anda, vámonos! Ya hemos visto todo lo que queríamos ver.
Al oír esta orden, los niños respiraron. ¡Menos mal que no se les había ocurrido subir! Pero, de pronto, oyeron decir a la mujer:
—Me gustaría echar un vistazo a la habitación de arriba. Desde ella la vista será más hermosa aún. Además, es la habitación que tenemos que utilizar, ¿no?
—Sí. Subamos —contestó Felipe—. Pero date prisa. Tenemos el tiempo justo.
Inmediatamente, los niños oyeron pasos en la escalera, cada vez más próximos. No supieron qué hacer: permanecieron inmóviles, esperando a que se abriese la puerta. Y cuando se abrió, apareció una mujer rubia que se detuvo, pasmada, al verlos, y, detrás de ella, un hombre moreno.
—¡Vaya! —exclamó la rubia, evidentemente enojada—. ¿Qué hacéis aquí?
—Hemos venido a ver el jardín y la torre —repuso Jack—. Estamos de vacaciones y nos hospedamos en «La Mirona».
Felipe entró y empezó a gritarles.
—¿Con qué derecho habéis entrado aquí, aunque no viva nadie? Vamos a comprar esta casa. Si os vuelvo a encontrar aquí, o en el jardín, os daré una paliza que no podréis olvidar. ¿Entendido? ¡Hala! ¡Ya os estáis marchando!
Los niños estaban asustadísimos. Bajaron volando las escaleras y cruzaron como rayos el jardín. Nadie les había hablado nunca de aquel modo.
—Se lo contaremos a Timy —dijo Nora—. ¡Corramos!