CAPÍTULO II

LOS NIÑOS SE INSTALAN

Los niños se asearon ligeramente, mientras charlaban sin cesar.

La habitación de los chicos era la de arriba. Tenía cuatro ventanas, una a cada lado de la torre y con vistas diferentes.

—Esta ventana da al mar —dijo Jack, asomándose—. Esta otra, a los acantilados. Esta queda frente al viejo caserón, y ésta, en fin, se abre sobre el tejado de «La Mirona».

—El caserón tiene un algo misterioso —dijo Mike—. ¡Y qué grande es! Me gustaría saber quién lo habita.

—¡Ya podéis bajar! —oyeron gritar a la señorita Timy—. ¡La merienda está preparada!

Todos bajaron al comedor hablando y riendo. Estaban contentos. ¡Era tan divertido estar todos juntos después de tres meses de colegio! ¡Era tan emocionante hacer planes para las vacaciones que acababan de empezar!

La merienda era estupenda. Había pasteles de todas clases y miel que la misma señorita Timy había extraído de las colmenas del jardín. Unos vasos de leche cremosa ayudaron a ingerir la abundante comida.

La señorita Timy se sentó a la cabecera de la mesa y empezó a hacer a los niños preguntas sobre su viaje. A todos les fue simpática, especialmente porque celebraba con risas sus bromas y no prestaba atención al crecido número de pasteles que se estaban comiendo.

—Los he hecho yo —dijo—. Veo que os gustan y estoy encantada.

—¡Ya lo creo que nos gustan, Timy! —exclamó Nora.

Los otros tres niños se tocaron con el pie por debajo de la mesa y miraron a la señorita. Temían que se enfadara por la familiaridad con que Nora se había dirigido a ella.

—¡Qué ilusión! —dijo Timy—. Así me llamaban en el colegio. Es magnífico que le vuelvan a hablar a una como en aquellos tiempos.

Desde este momento y hasta que terminaron de merendar, todos la llamaron Timy a secas. Finalizado el festín, Timy quitó la mesa y se puso a fregar los cacharros.

—¿Quieres que te ayudemos? —le preguntó amablemente Peggy.

—¡Oh, no, gracias! Habéis venido a divertiros, no a trabajar. Pero habréis de someteros a ciertas reglas.

—¿Cuáles son? —preguntó Mike, alarmado.

—¡Bah! Es poca cosa —repuso Timy, sonriendo—. Cada cual se hará su cama por la mañana. Tenéis que llegar puntualmente a todas las comidas. Pero si queréis comer fuera, me lo decís y os prepararé unos bocadillos. La tercera condición es cosa de vuestra madre: ella me pidió que os la impusiera. Es la de que tendréis que estar en la cama a las diez y media.

—De acuerdo, Timy —dijo Mike—. Las cumpliremos todas. Llevamos reloj; de modo que podremos ser puntuales. ¿Podemos irnos? Queremos explorar los alrededores.

—Tenéis una hora para ir adonde queráis. Pero ya sabéis: a las diez y media, en la cama. Os sacaré las cosas de las maletas.

—¡Estupendo! —exclamó Peggy—. Muchas gracias, Timy. ¡Hala! ¡Vámonos!

Salieron corriendo de la casa y se dirigieron a la playa. Para ello tuvieron que bajar por un camino que, a trechos, se convertía en escalera tallada en la roca.

El sol se estaba poniendo. En el oeste, al azul del mar se cubría de maravillosos matices purpúreos. Los niños bajaron saltando los últimos escalones y se dejaron caer sobre la arena, riendo. En la playa había conchas de todas clases.

—Voy a hacer la mejor colección de conchas del mundo —dijo Mike, al que le encantaba coleccionar cosas, fueran las que fuesen.

—¡Eh! ¡Mirad esas cuevas! —dijo de pronto Jack.

Señalaba con el dedo un rincón del acantilado. Todos siguieron con la vista la dirección que Jack les indicaba y vieron una serie de grandes agujeros abiertos en la roca.

—Vayamos a verlas de cerca —dijo Nora, corriendo hacia las negras bocas y asomándose a una de ellas—. ¡Oh! ¡Qué oscuridad y qué frío!

Tenía razón. El sol no llegaba hasta el interior de aquellas cavernas lúgubres, misteriosas…

—¿Hasta dónde llegarán? —preguntó Mike—. Me gustaría averiguarlo. Pero para eso hace falta una linterna.

—Ya lo averiguaremos —dijo Nora—. Pero ahora remojémonos los pies. ¿No os parece?

Se quitaron las sandalias y empezaron a chapotear en el agua, caldeada por el sol. Estuvieron un rato saltando, bailando, persiguiéndose… Nora se cayó y se mojó el vestido. Poco después, Peggy consultó su reloj.

—¡Caramba! —exclamó—. Ya es hora de que nos vayamos. Si no nos damos prisa, no llegaremos a tiempo.

Corrieron hacia el acantilado y subieron rápidamente por los escalones esculpidos en la roca. Jadeaban: no estaban entrenados para aquel ejercicio. Llegaron al jardín y entraron en la casa. La señorita Timy estaba poniendo en la mesa una apetitosa ensalada y una gran tortilla de patatas.

—¡Nos vamos a hinchar! —exclamó Mike—. Timy, este lugar es maravilloso. La costa está llena de cuevas.

—Ya lo sé —dijo Timy—. Las llaman las Cuevas de Spiggy, porque un famoso contrabandista de este nombre vivió aquí hace unos ciento cincuenta años. Habitaba en el viejo caserón y venía a esta casa para ver llegar a los barcos que le traían el contrabando.

—¡Oh! ¡Qué emocionante! —exclamó Mike.

—Me gustaría que aún hubiera contrabandistas —dijo Peggy—. Así podríamos dedicarnos a descubrirlos. ¡Cómo nos divertiríamos!

—Pues aquí ya no hay contrabandistas —dijo Timy—. ¿Habéis terminado de cenar? Lo digo porque ya es hora de que os vayáis a la cama. Supongo que no hará falta que os vigile para que os lavéis la cara, os limpiéis los dientes y hagáis todo lo que debéis hacer.

—Oye, Timy: ¿crees que en el internado los profesores van detrás de nosotros para ver si hacemos lo que debemos? —dijo Jack en son de burla—. Has de saber que hemos pasado ya de los cinco años.

Timy se echó a reír y corrió hacia el bromista blandiendo un gran cazo. Jack huyó escaleras arriba. Mike y las dos niñas lo siguieron.

—Timy es un encanto —dijo Nora, mientras empezaba a quitarse la ropa—. Le gustan las bromas. Me tiene chiflada este dormitorio con sus cuatro ventanas. ¿Te gusta a ti, Peggy?

—Sí, pero la habitación de los chicos es mucho mejor. Está más alta. Vamos a darles las buenas noches.

Se pusieron los pijamas y subieron la escalera camino del cuarto de Jack y Mike. Éstos estaban ya en la cama.

—Venimos a daros las buenas noches —dijo Peggy—. Este lugar es maravilloso para pasar las vacaciones, ¿verdad, Mike?

—Verdad —repuso éste, dando un bostezo—. Me encantan estas habitaciones. Sol desde que sale hasta que se pone, y cuatro ventanas para mirar hacia todas partes y verlo todo.

Peggy se asomó a una de las ventanas.

—¡Qué extraño es ese caserón! —dijo al verlo—. No me gusta nada. ¿Os habéis fijado en la torre? Es igual que ésta, pero mayor. Parece estar amenazando a nuestra torre con caer sobre ella y aplastarla.

—¡Se te ocurren unas cosas!… —dijo Mike, medio dormido—. Iremos algún día a explorar el caserón. ¡Qué suerte si no hubiese nadie y pudiéramos subir a la torre!

—Me pregunto cómo sería Spiggy, el contrabandista —dijo Nora.

—Si no os vais a la cama, veréis aparecer a Timy con el cazo en la mano —les advirtió Jack, tapándose la cabeza con la almohada—. No me explicó cómo no estáis muertas de sueño. ¡Hala, a la cama!

—¡Bueno, hombre; ya nos vamos! Buenas noches. ¡Hasta mañana, dormilones!

Y las dos niñas salieron, bajaron la escalera, entraron en su habitación y se acostaron. Las camas eran estrechas, pero cómodas.

—Voy a recordar todo lo que hemos hecho hoy —dijo Nora.

Pero antes de que pudiese recordar nada, se quedó profundamente dormida, y ya no se despertó hasta la mañana siguiente. Ya entraba el sol por una de las ventanas, cuando Peggy y Nora notaron que les hacían cosquillas.

—¡Basta! —gritó Nora—. ¡Estate quieto, Mike! ¿Qué quieres?

—Vamos a bañarnos antes del desayuno. ¡Arriba, perezosas! Son las siete, y el desayuno no se sirve hasta las ocho. Así que nos sobra tiempo para ir a la playa.

Nora y Peggy se levantaron. Por las abiertas ventanas se veían jirones de un cielo intensamente azul. Todo el grupo, cantando alegremente, bajó la escalera, tomó el estrecho camino que conducía a la playa y se metió en el agua sin pérdida de tiempo.

—¡Ahora empiezan nuestras vacaciones! —exclamó Mike, rociando la cabeza de Nora—. ¡Qué bien lo vamos a pasar!