El único nativo de Interzonas que ni es maricón ni está disponible es el chófer de Andrew Keif, lo cual no constituye afectación ni perversidad por parte de Keif, sino un pretexto cómodo para romper relaciones con cualquiera a quien no tenga ganas de ver:
—Anoche se insinuó usted a Arácnido. No quiero volverle a ver por casa.
La gente de la Zona siempre anda sin control, lo mismo si han bebido que si no, así que nadie puede asegurar que no se ha insinuado al poco apetecible Arácnido.
Arácnido es un chófer muy malo, difícilmente capaz de conducir. En cierta ocasión atropello a una mujer preñada que bajaba de las montañas con una carga de carbón a la espalda, y la mujer abortó un sanguinolento niño muerto en plena calle, y Keif se bajó y se sentó en el bordillo de la acera, removiendo la sangre con un palo mientras la policía interrogaba a Arácnido y finalmente arrestaba a la mujer por violar el Código Sanitario.
Arácnido es un joven horrible nada atractivo con una cara alargada de un extraño color azul pizarra. Tiene una nariz enorme y grandes dientes amarillos de caballo. Cualquiera es capaz de encontrar un chófer agradable, pero sólo Andrew Keif pudo haber encontrado a Arácnido; Keif, el brillante, el joven novelista decadente que vive en un urinario público reconvertido de la zona de las putas del Barrio Indígena.
La Zona es el único edificio enorme. Las habitaciones están hechas de un cemento plástico que se comba para acomodar a la gente, pero cuando hay demasiadas personas en una habitación se produce un suave ¡PLOF! y alguien pasa a través de la pared hasta la casa de al lado, es decir, a la cama de al lado, dado que las habitaciones son fundamentalmente camas donde se llevan a cabo los negocios de la Zona. Un rumor de sexo y comercio agita la Zona como si fuera una vasta colmena.
—Dos tercios del uno por ciento. No me muevo de esa cifra, ni por mis muertos.
—Pero ¿dónde está la documentación de la carga, amor mío?
—No donde tú estás mirando, cariño. Es demasiado evidente.
—Un cargamento de pantalones vaqueros con petos falsos incorporados. Fabricado en Hollywood.
—Bueno, de tipo norteamericano.
—¿Cuánto es la comisión?… La comisión… La comisión.
—Sí, guapo, un cargamento de vaselina hecha de auténticos desechos de ballena del Atlántico Sur, de momento puesto en cuarentena por la Junta de Sanidad de Tierra del Fuego. ¡La comisión, querido! Si sacamos adelante este asunto nadaremos en la abundancia. (Los desechos de ballena son el material que se acumula en el proceso de despedazar y cocer una ballena. Una apestosa masa que se huele a kilómetros de distancia. Nadie ha encontrado aplicación para ella.)
Importaciones Ilimitadas de Interzonas, formada por Marvie y Leif El Malasuerte, ha cerrado el asunto de la vaselina. De hecho, su especialidad son productos farmacéuticos y la complementan con un centro (Profiláctico) abierto las veinticuatro horas del día, seis tratamientos distintos de proa a popa (hasta ahora se han identificado seis clases diferentes de enfermedades venéreas).
Marvie y Leif caen sobre el negocio. Prestan servicios innombrables a un consignatario griego, y a un turno completo de inspectores de aduanas. Los dos socios riñen y se denuncian mutuamente en la Embajada que los manda al Departamento de No Queremos Oír Hablar de Eso y allí son despedidos por una puerta de servicio que da a un vertedero lleno de mierda donde buitres se pelean por las cabezas de pescado. Discuten histéricamente.
—¡Estás tratando de joderme la comisión!
—¡Tu comisión! ¿Qué comisión? ¿La tuya? ¿Quién olió este negocio primero?
—Pero la documentación de la carga la tengo yo.
—¡Monstruo! Pero el cheque lo extenderán a mi nombre.
—¡Hijoputa! No verás la documentación de la carga hasta que ingreses mi parte en mi cuenta.
—Bueno, besémonos y hagamos las paces. Nadie puede hablar mal de mí.
Se estrechan las manos sin entusiasmo y se besuquean las mejillas. El negocio se prolonga durante meses. Contratan los servicios de un Expedidor. Por fin, Marvie aparece con un cheque de 42 kurdos turquestanos extendido contra un banco anónimo de Sudamérica, a liquidar a través de Amsterdam, un procedimiento que llevará once meses más o menos.
Ahora pueden descansar en los cafés de La Plaza. Marvie muestra una fotocopia del cheque. Nunca mostraría el original, claro está, temiendo que algún ciudadano envidioso eche borratintas sobre la firma o estropee el cheque de algún modo.
Todo el mundo le pide que pague unas copas y lo celebre, pero él sonríe jovialmente y dice:
—La cuestión es que ni yo mismo puedo tomármelas. Ya me gasté todos los kurdos comprando estreptomicina para las purgaciones de Alí. Está invadido otra vez. Casi saco volando al hijoputa a través de la pared hasta la casa de al lado, es decir, a la cama de al lado. Pero todos sabéis que soy un viejo sentimental.
En cualquier caso, Marvie pide un corto de cerveza para él, y se saca de la bragueta una moneda renegrida poniéndola en la mesa.
—Quédate con el cambio —dice.
El camarero retira la moneda con el recogedor de basura, escupe encima de la mesa y se aleja.
—¡Mal perdedor! Tiene envidia de mi cheque.
Marvie llevaba en Interzonas desde «el año antes del primero de todos», como él decía. Había sido despedido de algún cargo poco claro del Departamento de Estado, «agradeciéndole los servicios prestados». Era evidente que en algún momento de su vida había sido un joven universitario, pero su cara se ha vuelto fofa y la piel le forma bolsas como de parafina fundida bajo la barbilla. Y tiene michelines en la cintura.
Leif el Malasuerte era un noruego alto y delgado con un parche sobre un ojo, la cara congelada en una permanente mueca obsequiosa. Tras él quedaba una saga épica de empresas fallidas. Había fracasado criando ranas, chinchillas, luchadores de Siam, raminas y perlas cultivadas. Había intentado varias veces y sin ningún éxito, montar un Cementerio de Pichoncitos Los Dos En El Mismo Ataúd, monopolizar el mercado de condones durante la crisis de la goma, dirigir un prostíbulo por correspondencia, vender penicilina como producto patentado por él. Había utilizado sistemas de apuestas desastrosos en los casinos europeos y en los hipódromos norteamericanos. Sus reveses en los negocios se equiparaban con las increíbles desdichas de su vida personal. Unas bestias de matinos le habían arrancado a patadas los dientes de delante en Brooklyn. Unos cuervos le habían sacado un ojo cuando, después de beberse casi un litro de paregórico, quedó sin sentido en un parque de Panamá capital. Estuvo cinco días atrapado en un ascensor entre dos pisos mientras padecía una crisis de carencia de heroína, y sufrió un ataque de delirium tremens durante una travesía clandestina escondido entre la carga. Después, también estaba la vez que tuvo oclusión intestinal, perforación de estómago y peritonitis, todo al mismo tiempo, en El Cairo, y como el hospital estaba tan lleno, lo ingresaron en una letrina, y el cirujano griego le metió un mono vivo dentro por error y luego le cosió, y fue violado por varios auxiliares, y uno de los empleados robó la penicilina sustituyéndola por detergente; y la vez que cogió unas purgaciones culeras y un médico inglés muy puritano le curó con un enema de ácido sulfúrico caliente, y también estaba el profesional de la Medicina Tecnológica, un alemán que le quitó el apéndice con un abrelatas oxidado y unos trozos de hojalata (consideraba la teoría de la asepsia «una estupidez»). Animado por el éxito comenzó a dar tijeretazos y a cortar todo lo que veía delante:
—El cuerrpo humano está lleno de parrtes innesesarias. Se puede vivirr con un riñón. ¿Porr qué tenerr dos? Sí, esto es un rriñón… Las parrtes interriorres no deben estarr tan serca unas de otras. Nesesitan lebensraum, como la Vaterland.
Aún no había pagado al Expedidor y Marvie encaraba la perspectiva de mantenerlo durante once meses, hasta que cobrara el cheque. Se decía que el Expedidor había nacido en el ferry que iba de la Zona a la Isla. Su cometido consistía en acelerar el envío de mercancías. Nadie sabía con seguridad si sus servicios tenían alguna utilidad o no, y mencionar su nombre siempre provocaba discusiones. Se citaban casos en los que se demostraba su milagrosa eficiencia, y casos donde quedaba de manifiesto su absoluta inutilidad.
La Isla era una base naval y militar británica situada directamente frente a la Zona. Inglaterra poseía la Isla merced a un alquiler anual gratuito, con lo que todos los años renueva puntualmente el arriendo y el permiso de residencia. Aparece toda la población —la asistencia es obligatoria— reunida en el vertedero municipal. El Presidente de la Isla está obligado por costumbre a arrastrarse entre la basura y a entregar el Permiso de Residencia y renovación de Alquiler, firmado por todos los ciudadanos de la Isla, ante el propio Gobernador Residente, que lo espera de pie, resplandeciente en su uniforme de gala. El Gobernador coge los documentos y se los guarda en el bolsillo de la guerrera.
—Bien —dice con una tensa sonrisa—, así que han decidido permitir que nos quedemos otro año más, ¿no es eso? Muy amable por su parte… ¿Y todos están de acuerdo?… ¿Hay alguien que no esté de acuerdo?
Soldados en jeeps hacen girar las ametralladoras apuntando a la multitud con lento movimiento amenazador.
—Todos felices y contentos. Eso está muy bien. —Se vuelve jovial hacia el Presidente postrado entre la basura—. Guardaré estos documentos por si acaso hicieran falta. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —Su pesada risa metálica resuena por el vertedero y la multitud ríe con él ante la amenaza de las ametralladoras.
En la Isla se aplican escrupulosamente los ritos de la democracia. Hay un Senado y un Congreso que celebran sesiones interminables para discutir la eliminación de la basura y la inspección de retretes, los únicos asuntos sobre los que tienen jurisdicción. Durante un breve período a mediados del siglo XIX se les permitió controlar el Mantenimiento de los babuinos, pero este privilegio fue suprimido ante el absentismo en el Senado.
Piratas del siglo XVII trajeron los babuinos de culo morado de Trípoli a la Isla. Hay una leyenda que dice que cuando los babuinos abandonen la Isla, ésta se hundirá. No se especifica ante quién o de qué manera concreta, y ahora es un delito capital matar a un babuino, aunque la molesta conducta de estos insoportables animales molesta a los ciudadanos más de lo creíble. De vez en cuando, alguien se vuelve frenético, mata a varios babuinos y luego se suicida.
El cargo de Presidente siempre recae en un ciudadano particularmente molesto e impopular. Ser elegido Presidente es la mayor desgracia que puede ocurrirle a un Isleño. La ignominia y las humillaciones son tales que pocos presidentes llegan a vivir todo el período de su mandato, normalmente mueren descorazonados al cabo de un año o dos. El Expedidor había sido Presidente en cierta ocasión y duró los cinco años de su mandato. Posteriormente se cambió de nombre y se sometió a la cirugía estética, para borrar todo lo posible el recuerdo de su desgracia.
—Sí, naturalmente… le pagaremos —estaba diciendo Marvie al Expedidor—. Pero tómeselo con calma. Puede pasar algo de tiempo todavía…
—¡Tomarlo con calma! ¡Algo de tiempo…! Escuche.
—Sí, lo sé perfectamente. La compañía financiera quiere quitarle el riñón artificial que financia a su esposa… Piensan sacar a su abuela el pulmón de acero.
—Todo eso es de bastante mal gusto, amigo… Francamente, habría preferido no verme metido en este hum asunto. Esa maldita grasa tenía demasiado ácido fénico. Bajé hasta la aduana un día de la semana pasada. Metí el palo de una escoba en uno de los tambores, y la grasa carcomió el extremo en un momento. Además, el hedor es capaz de hacer que un hombre se caiga de espaldas. Debería darse una vuelta por el puerto.
—No haré una cosa semejante —soltó Marvie. En la Zona es señal de buen gusto no tocar nunca, ni acercarse tan siquiera, a lo que se vende. Hacerlo levanta sospechas de que es un vendedor, es decir, un vulgar traficante. Gran parte de la mercancía de la Zona se vende a través de vendedores callejeros.
—¿Por qué me cuenta todo esto? ¡Es demasiado sórdido! Deje que los reventas se preocupen de esas cosas.
—Oh, todo eso está muy bien para vosotros, amigos, procedéis de abajo del todo. Pero yo tengo una reputación que mantener… De este asunto se hablará, ¡y cómo!
—¿Insinúa que hay algo ilegítimo en esta operación?
—No exactamente ilegítimo. Pero sí bajo. Definitivamente bajo.
—Vamos, ¡vuélvase a su Isla antes de que se hunda! Le conocemos perfectamente desde que ponía el culo al punto en los meaderos de la Plaza por cuatro perras.
—Y, por cierto, no tenía muchos clientes —añadió Leif. Esta referencia a su origen isleño era más de lo que el Expedidor podía aguantar… Estaba estirándose, esforzándose para soltar una expresión gélida, cortante, «aplastante», pero en lugar de eso, salió de sus labios un lamentoso, sollozante y quejoso gruñido perruno. Su cara de antes de la cirugía estética emergió en un arco voltaico de odio incandescente… Empezó a escupir maldiciones en las odiosas guturales estranguladas del dialecto de la Isla.
Todos los isleños hacen profesión de ignorancia del dialecto, o simplemente niegan su existencia.
—Somos británicos —dicen—. No tenemos ningún maldito dialecto.
Asomaba espuma en las comisuras de los labios del Expedidor. Escupía pequeñas bolas de saliva como trozos de algodón. La pestilencia de la bajeza espiritual estaba suspendida en el aire como una nube verde. Marvie y Leif retrocedieron temblando, alarmados.
—Se ha vuelto loco —susurró Marvie—. Vámonos de aquí. —Cogidos de la mano se alejaron precipitadamente entre la bruma que cubre la Zona durante los meses de invierno como un baño turco frío.