Y Joselito, que escribía poesía social mala, empezó a toser. El médico alemán hizo un breve examen, tocando las costillas de Joselito con sus dedos largos, delicados. El médico era también concertista de violín, matemático, maestro de ajedrez y Doctor en Jurisprudencia Internacional con licencia para ejercer en los retretes públicos de La Haya. El médico lanzó una mirada dura y distante a través del pecho moreno de Joselito. Miró a Carl y sonrió —sonrisa de un hombre cultivado a otro— y alzó una ceja, diciendo sin palabras:
—También hemos de evitar la palabra ante este campesino estúpido, ¿no? De lo contrario se cagaría de miedo. Koch y esputo son las dos palabras malas, ¿es eso? —Y en voz alta—: Es un catarro de los pulmones.
Carl habló con el médico fuera, bajo los estrechos soportales, la lluvia salpicaba las perneras de los pantalones, pensó a cuánta gente se lo habrá dicho, las escaleras, porches, jardines, paseos, pasillos y calles del mundo en los ojos del médico… agobiantes alcobas alemanas, cajas de mariposas hasta el techo, el ominoso olor callado de la uremia que rezuma bajo la puerta, el ruido del aspersor en los jardines de las afueras, en la tranquila noche tropical bajo las alas silenciosas del mosquito anofeles. (Nota: no es una metáfora. El anofeles es silencioso.) Un discreto sanatorio de Kensington: gruesas moquetas, una silla con encajes almidonados y una taza de té, la sala de estar de estilo sueco con jacintos de agua en una fuente amarilla; y fuera el cielo del norte de un azul china, nubes que flotan, acuarelas del estudiante de medicina que muere.
—Un schnaps tal vez, frau Underschnitt.
El médico habla por teléfono con un tablero de ajedrez ante sí:
—Una lesión realmente seria, me temo… desde luego sin verla por el fluoroscopio. Sí… ambos pulmones… sin la menor duda. —Cuelga el teléfono y se vuelve hacia Carl—. He observado que esta gente tiene una sorprendente capacidad de recuperación de las heridas, con un bajo índice de infecciones. Aquí son los pulmones claro… Neumonía y, naturalmente, el Viejo Amigo. —El médico agarra de la polla a Carl y pega un salto soltando una risotada grosera de campesino. Su sonrisa europea ignora el mal comportamiento de un niño o un animal. Continúa en su inglés etéreo, impersonal, sin acento—: Nuestro viejo y buen amigo el bacilo de Koch. —El médico choca los talones e inclina la cabeza—. Si no fuera así se multiplicarían tanto que hasta el mar se llenaría de campesinos de mierda, ¿no cree? —Da un chillido y acerca su cara a la de Carl. Carl se echa a un lado, tiene la cortina gris de la lluvia detrás.
—¿No hay algún sitio donde pueda recibir tratamiento?
—Creo que hay una especie de sanitarium —arrastra la palabra con ambigua obscenidad— en la capital del distrito. Le anotaré la dirección.
—¿Terapia química?
Su voz suena plana y pesada en el aire húmedo.
—Quién sabe. Son todos unos campesinos estúpidos, y no hay peor campesino que el que se cree culto. Habría que impedir que esta gente aprendiese no sólo a leer, sino hasta a hablar. No hay necesidad de impedirles que piensen, eso ya lo ha hecho la naturaleza. Aquí está la dirección —susurró sin mover los labios.
Dejó una bolita de papel en la mano de Carl. Sus dedos sucios, brillantes por encima de la suciedad, se apoyaron en la manga de Carl.
—Queda la cuestión de mis honorarios.
Carl le deslizó un billete arrugado… y el doctor se desvaneció en el crepúsculo gris, estropeado y furtivo como un viejo yonqui.
Carl vio a Joselito en una habitación grande y limpia, llena de luz, con baño y terraza de cemento. Y nada de qué hablar en aquella habitación fría y vacía, jacintos de agua en una fuente amarilla y el cielo azul china y las nubes que flotan, y el miedo que se enciende y apaga en sus ojos. Cuando sonreía, el miedo desaparecía en trocitos de luz, acechaba enigmáticamente trepado a las frías esquinas del techo. Y, ¿qué podía decir yo, sintiendo la muerte a mi alrededor, y esas imágenes rotas que nos vienen antes del sueño, allí, en mi mente?
—Mañana me mandarán al sanatorio nuevo. Ven a verme. Allí estaré solo.
Tosió y se tomó una codeína.
—Doctor, tengo entendido, es decir, me han explicado, he leído y oído (yo no soy médico ni pretendo serlo) que la idea de los tratamientos en sanatorios ha sido más o menos desbancada, o como mínimo sustancialmente complementada, por la terapia química. ¿Es adecuado, en su opinión? Quiero decir, doctor, dígamelo con toda sinceridad, por favor, de ser humano a ser humano, ¿qué opina usted del enfrentamiento entre la terapia química y la de sanatorio? ¿Es partidario de alguna?
La cara de indio enfermo del hígado del médico era impenetrable como la de un traficante.
—Todo nuevo, como puede ver —señaló la habitación con dedos morados por la mala circulación—. Baño… agua… flores. Completo. —Terminó con una mueca de triunfo y acento cockney—. Le escribiré una cartita.
—¿Carta? ¿Para el sanatorio?
El médico hablaba desde una sierra de rocas negras y grandes lagunas marrones, iridiscentes:
—Los muebles… modernos y confortables. ¿No encuentra usted?
Carl no podía ver el sanatorio debido a un falso frente verde de estuco coronado por un complicado letrero de neón, recortado contra el cielo, muerto y siniestro en espera de la noche. El sanatorio había sido construido claramente sobre un gran promontorio de caliza en el que rompían oleadas de parras y árboles en flor. El aire estaba cargado del olor de las flores.
El comandante se sentó en un largo caballete de madera, bajo un emparrado. No hacía absolutamente nada. Tomó la carta que le tendía Carl y la leyó en susurros, tocándose los labios con la mano izquierda. Clavó la carta en un clavo encima de un retrete. Comenzó a copiar de un libro registro lleno de números. Escribió y escribió.
Imágenes rotas explotaban suavemente en la cabeza de Carl, y sintió que se iba de sí mismo en un picado silencioso. Se vio desde una gran distancia con claridad y precisión, sentado en un comedor. Sobredosis de heroína. Su madre sacudiéndole y poniéndole delante una taza de café.
Fuera, un viejo yonqui vende sellos de Navidad vestido de Papá Noel.
—Para los tuberculosos, señores —susurra con su voz fantasmal de yonqui. Un coro del Ejército de Salvación, entrenadores de rugby homosexuales y sinceros, canta El dulce adiós del adiós.
Carl volvió a filtrarse en su cuerpo, humano espectro de droga.
—Podría sobornarlo, claro.
El comandante tamborilea en la mesa con un dedo y tararea Con el güisqui de la tierra. A lo lejos, luego repentinamente próximo como una sirena en la niebla fracciones de segundo antes de la colisión demoledora.
Carl hizo asomar un billete por el bolsillo del pantalón… El comandante estaba de pie junto a un amplio panel de depósitos y cajas de seguridad. Miró a Carl, ojos apagados de animal enfermo, muriendo por dentro, miedo sin esperanza que refleja el rostro de la muerte. El olor de las flores, el billete asomándole en el bolsillo, Carl sintió el vértigo cortarle el aliento, paralizarle la sangre. Caía hacia un punto negro arrastrado por un torbellino.
—¿Terapia química? —El grito de su carne cruzando cuarteles y barracones vacíos, mohosos hoteles de temporada, pasillos de sanatorios antituberculosos poblados de toses, el murmullo, los gargajos, el olor gris a comida rancia de asilos y hogares para ancianos, grandes y polvorientos almacenes y depósitos de aduanas, cruzando pórticos caídos y arabescos embadurnados, orinales de hierro tan finos como el papel corroídos por la orina de un millón de sarasas, letrinas abandonadas cubiertas de yerba y del olor rancio a mierda que regresa a la tierra, falos de madera erectos sobre la tumba de los moribundos que gimen como hojas al viento, atravesando el gran río cenagoso en el que flotan árboles enteros con serpientes verdes en las ramas y los ojos tristes de los lémures contemplan la costa más allá de una gran llanura (las alas de los buitres chasquean en el aire seco). El camino está sembrado de condones rotos y cápsulas de heroína vacías y tubos de vaselina aplastados tan secos como huesos esparcidos bajo el sol del verano.
—Mis muebles. —La cara del comandante arde como metal con el resplandor de la urgencia. Sus ojos desaparecieron. Una vaharada de ozono flotó por la habitación. La «novia» murmuraba en una esquina sobre sus velas y sus altares.
—Todo es de Trak… moderno, excelente… —Da cabezadas y babea estúpidamente. Un gato amarillo tira a Carl del pantalón y corre hacia una terraza de cemento. Pasan nubes.
—Podría recuperar el depósito. Empezar un negocio pequeño en algún sitio. —Cabecea y sonríe como un juguete mecánico.
—¡Joselito! —Unos chicos que juegan al balón, al toro, hacen carreras de bicicletas en la calle, miran hacia arriba mientras el nombre pasa silbando y se desvanece lentamente.
—¡Joselito…! ¡Paco…! ¡Pepe…! ¡Enrique…! —Llamadas lastimeras que flotan en la noche cálida. El letrero de Trak se agita como una bestia nocturna y estalla en una llamarada azul.