La casa de los Belitre se asemejaba a un palacio encantado. Todo discurría en silencio y la vida real permanecía, respetuosa, al otro lado de la valla. Estuve junto a ellos en esos momentos y fue entonces cuando los conocí de verdad. Me sorprendía hasta qué punto la muerte otorga un aire absurdo a las cosas más pequeñas que envuelven los días.
Gaspar descolgó el teléfono, una tarde, y Violeta le recriminó desde el otro lado del hilo.
—¿Qué pasa?, ¿ya no te acuerdas de mí? ¿Por qué no quedamos esta tarde y salimos por ahí…?
—No puedo —dijo Gaspar.
—¿Cómo que no puedes? Venga, vamos al cine si quieres.
—No puedo. Mi hermano Nacho se ha muerto.
—Joder, vaya excusa —replicó Violeta con sorna—. ¿No se te ocurre nada mejor?
—No —zanjó Gaspar, y luego colgó el auricular.
En lo cotidiano, la muerte extiende sus resonancias como un golpe de platillos. Lucas lloraba durante la cena y la madre, a quien ya se le habían agotado las lágrimas, dura como una roca delante de sus hijos, trataba de consolarle.
—No lloro por él —replicó enfadado el pequeño Belitre, cualquier cosa antes de confesar la razón de su tristeza—. Es que se me han muerto los peces.
Sara también pasó tiempo en la casa de los Belitre durante aquellos días. Allí comencé a tratarla y la fascinación que me producía me hacía sentir miserable. Yo no me consideraba invitado en aquella historia. Las comidas duraban hasta la noche en que aparecía la cena como por encanto. Todos esperaban alguna noticia y no precisamente la llegada de parientes improbables o amistades oportunas. El cartero trajo cientos de telegramas. Entre ellos uno de Nicole, que Felisín creyó oportuno leer en voz alta.
—Me es imposible acudir al entierro. Lo siento en el alma. Me hubiera gustado conoceros a todos mejor. Perdón.
Gaspar rompió en un llanto incontrolado y subió corriendo a su cuarto. Se echó en su cama. Lo que le faltaba por oír eran las mentiras de su hermano mayor. Ignoraba que aquel telegrama había sido, en realidad, enviado por Nicole. Sintió el peso de la cama vacía junto a la suya, de los rincones compartidos con su hermano. Era como entrar en un museo y sólo alcanzar a ver los blancos inmaculados de la pared donde un día hubo un cuadro.
Tumbado en la cama pudo oír a los obreros terminar de repasar el suelo del desván. Uno de ellos lloraba constantemente y, a veces, incluso miembros de la familia tenían que consolarlo. Gaspar rebuscó en el armario de Nacho, bajo su ropa, y encontró la caja de cartón. Dentro, su colección de fotos pornográficas y más fotos de chicas desnudas, con toda probabilidad novias ocasionales de su hermano. Las revisó una a una. Al acabar, en el fondo, encontró unas canciones, no demasiadas, llenas de tachones y enmiendas, escritas con la caligrafía imposible de Nacho. Intentó leerlas. No entendía nada. Se sintió impotente.
El entierro resultó ser un fraude al dolor verdadero, como ocurre siempre. Miles de figurantes sin frase, pero con murmullo. Un cura rebotado de un bautizo y despistado en la lectura. El único momento emotivo fue cuando el abuelo, incapaz de leer su verso, dejó que John y Paul entonaran, con voz de niños, un precioso cántico religioso:
Jesus will be here
be here soon.
He’s gonna cover us up with leaves
with a blanket from the moon
with a promise and a vow
and a lullaby for my brown.
Jesus gonna be here
be here soon.
La abuela se había levantado de la cama para estar junto a la madre de Nacho. Nadie vio cómo Sara, al terminar, intercambiaba un abrazo con el padre de los Belitre. Éste se echó a llorar.
—¿Te acuerdas de lo que me dijiste en este mismo sitio? —le preguntó Sara.
El padre negó con la cabeza. Se mordía un labio.
—Que hay más muertos en las calles que en los cementerios. Que las tumbas están llenas de gente que sigue viviendo…
El doctor Tristán se fue antes del final, desolado. Le confesó a Basilio que abandonaba el psicoanálisis. Al fin y al cabo, nunca había terminado la carrera. Gaspar se quedó en casa al cuidado de Lucas. Hasta el día de hoy, nunca ha acudido a un entierro.
Algunos días después, de callado y mutuo acuerdo, el padre y la madre se dirigieron a la clínica Amor de Dios para recuperar a su hijo Matías. El director les informó de que la noticia se le había dado a Matías de un modo racional y cuidadoso.
—El niño lo ha comprendido a la perfección —les tranquilizó el director.
—Vaya, yo no. Será que está mejor que yo —ironizó el padre.
—Por favor, queremos volver cuanto antes a casa —dijo la madre.
Mandó llamar a Matías. El pequeño notó los ojos vidriosos de sus padres y subió al coche con ellos. La madre se volvió hacia él y buscó fuerzas para ensayar una sonrisa. El padre conducía concentrado en la carretera. Estaba atardeciendo.
—¿Estáis tristes porque Nacho se ha muerto? —preguntó con inocencia Matías.
Los padres no pudieron evitar intercambiar una mirada. La madre intentó evitar que en su respuesta se le quebrara la voz.
—Claro, hijo.
—Pero Nacho no se ha muerto —les tranquilizó Matías—. Nacho soy yo.
En los días siguientes pudieron comprobar, cómo, en efecto, el síndrome Latimer de Matías se desplazó hacia la personalidad de Nacho. Se empeñó en ocupar la cama de éste, utilizaba sus expresiones y su lugar en la mesa. Y muchas tardes cogía la guitarra y les tocaba una y otra vez canciones, a duras penas reconocibles, que Nacho le había enseñado sentado en la mecedora del porche. Cuando sonaba el teléfono, no era raro escucharle gritar desde donde estuviera: «Si es una chica, dile que no estoy».
A unos familiares de Murcia que vinieron cargados desde tan lejos con sus condolencias y se presentaron con un: «Lo de Nacho ha sido horrible», Matías les contestó con un escueto: «¿Qué tiene de horrible? Aquí estoy, ¿no?». La madre, como era su costumbre, los invitó a café y pastas.
Durante aquella hora en que los padres se habían ausentado para ir al hospital, el doctor Tristán no había dejado de trajinar por el jardín. Nadie le había sonsacado palabra de la razón oculta tras sus idas y venidas. Los abuelos, que junto a Sara pasaban una temporada en la casa con el resto de la familia, discutían constantemente. La abuela se empecinaba en culpar al abuelo de haber plagiado el poema que leyó en la tele.
Gaspar había guiado a su abuela, cogida del brazo, por cada rincón de la mansión, como ella la llamaba. «Al fin y al cabo, yo soy la heredera directa». En el desván, casi terminada la labor de los obreros, la abuela disfrutó con los antiguos objetos sin valor allí acumulados. Gaspar le mostró el viejo lienzo. La abuela pegó un salto hacia atrás. Gaspar, confundido, pensó que se había ofendido al ver a las dos mujeres desnudas pintadas por el autor.
—Hijo, tú que tienes buena vista, mira la fecha.
—Firmado Y. N., 1928 —le leyó Gaspar.
—Yuri Nedelcu —reveló la abuela—. Un húngaro de la Transilvania ahora rumana, exiliado tras la guerra. Horrible pintor, gran jugador de fútbol. ¿Sabes quién es la gorda pelirroja?
—No.
—Ernestina Beltrán. La dueña de esta casa. Posó desnuda para el autor. Ya ves, locuras de juventud. Y no tan joven.
—¿Y la otra?
—¿La guapa? —Gaspar asintió. La abuela sonreía—. ¿Sabrás guardar un secreto?
Cuando, al atardecer, los padres llegaron a casa, el doctor Tristán les hizo aparcar en la calle. Había instalado en mitad del jardín una cuerda desde el cerezo a la valla y en ella había colgado una sábana. Había repartido sillas plegables por toda la hierba a fin de convertir aquello en una especie de cine de verano. Sentó a los padres y Matías en las primeras filas y corrió al proyector de Felisín. Una película comenzó a surgir de la sábana. Antigua, en blanco y negro, y muda.
Entre el público estaban sentados todos: Lucas, Matías, Gaspar, Basilio, Felisín, los abuelos, los padres, Sara, los dos obreros, John y Paul. El doctor Tristán, corrió a sentarse a mi lado cuando la película empezó.
La recordaré siempre: El joven Sherlock Holmes de Buster Keaton. Primero hubo un silencio absoluto. Después, alguna risa tímida. De pronto, los dos obreros estallaron en una sonora carcajada. Trataron de controlarse, pero les fue imposible. Gaspar se volvió hacia ellos y se contagió de la risa. Poco a poco, todos fueron uniéndose a la carcajada general. Lucas, que al haber comenzado el colegio se había liberado del bozal, reía a grandes voces. Igual que Basilio y el doctor Tristán, que había de correr junto al proyector cada vez que se atrancaba la cinta. Y la abuela tremendas risotadas soltaba. También la madre, ajena a la película, al ver a los demás reír. Y Sara reía. Pronto no quedaba ninguno serio. Se entregaban todos a la risa en mitad de aquella noche de septiembre, como posesos, como si alguien los hubiera rociado con un gas hilarante de efectos superlativos.
La familia Belitre riendo, ése es el mejor recuerdo que guardo de ellos.