Cuando vieron que el periódico le dedicaba una página completa, foto incluida, los dos obreros que trabajaban en el desván dejaron de tomar a chanza al abuelo. Incluso éste hubo de dedicarles dos fotocopias porque querían mostrárselo a sus familias. El titular decía: «LA MANO AMIGA TAMBIÉN DEBE ABOFETEAR». La entradilla aclaraba algo más el contenido del texto: «Un anciano juzgado por arremeter contra los estancos». Y el pie de foto: «Abelardo Belitre, el anciano antitabaquista, ayer en el juzgado».
El artículo, de un tono socarrón y ligero, incidía en el hecho de que el abuelo era el primer hombre juzgado, y condenado, por oponerse con violencia al consumo de tabaco en nuestro país. Con fáciles recursos, comparación de la empresa del abuelo con el empecinamiento quijotesco, Paco Infante intercalaba las incendiarias opiniones del abuelo con comentarios propios en un guiño hacia el lector. Todo ello redondeado por un análisis tan vacuo como impreciso donde abundaban los errores: añadía tres años al abuelo, dos hijos, restaba un nieto, equivocaba su antiguo empleo de contable por uno de funcionario y le presentaba como viudo, cosa que no pasó desapercibida a la abuela Alma: «Ya me dan por muerta hasta en la prensa, qué felicidad».
En días posteriores se publicarían varias cartas al director en protesta contra aquel «anciano senil y demente», y una sola de apoyo, que contenía la solidaridad de un colectivo de fumadores pasivos de Lechago, Teruel.
El abuelo, desbordante de orgullo, anunció que aquella misma noche había sido invitado al popular programa de televisión «Galería de curiosos». La madre le planchó el traje, le arregló el aspecto y eligió una corbata inédita del padre a juego con la camisa. A las nueve en punto, se presentó un chófer de televisión con la orden de recoger al abuelo. De inmediato, el resto de la familia se puso en camino hacia casa de la abuela, donde habían decidido ver el programa.
Colocaron el televisor en el dormitorio de la abuela Alma, pese a las protestas de ésta:
—Llevo años sin dejar entrar por las noches en mi dormitorio a ese mamarracho, ¿por qué hacer hoy una excepción?
Dispusieron sillas para todos alrededor de la cama. Incluso el doctor Tristán, como uno más de la familia, llegaría con el tiempo justo y ocuparía su lugar durante la sintonía de comienzo del programa.
—¿Qué se puede esperar de un país que deja a este zoquete hablar en televisión? —repetía la abuela Alma indignada.
La madre echaba en falta a Matías. Había hablado con los responsables del hospital para que le permitieran ver la tele aquella noche. Sólo, en un saloncito dotado con televisor, el pequeño Matías, en batín, se sentía orgulloso: mi abuelo es famoso.
Los que no tenían silla se acomodaron a los pies de la cama de la abuela y desde las diez no perdieron de vista el televisor. Basilio había estado violento al toparse con Sara, pero ella rompió su frialdad al pedir que la ayudara a preparar bebidas para todos. Ninguno de los dos hizo, ni haría en el futuro, la menor mención a la noche anterior.
Pero la verdadera sorpresa de Sara llegó cuando el padre llamó al timbre.
—No encontraba dónde aparcar. Hola, Sara.
El padre sintió una punzada en el corazón. Aún no había logrado desalojar a Sara de su pensamiento. Ella también estaba turbada.
—¿Cómo estás?
—Bien.
—Están todos en el dormitorio de la abuela.
—Bueno, voy para allá.
Gaspar no eludió a Sara y charlaron un instante. Ella estaba nerviosa y, al final, se decidió a indagar sobre la ausencia de Nacho.
Gaspar le explicó que a esa misma hora tenía un concierto con su grupo. Su grupo de música, especificó ante la desinformación de ella. Sara quiso saber el nombre del local y Gaspar, tras consultar con Basilio, volvió con la respuesta. Sara había tomado una decisión. No iba a dejar pasar más tiempo. De hecho, había esperado que Nacho apareciera junto con la familia para hablar con él. Jamás antes en su vida se había sentido igual, nerviosa y desvelada por causas sentimentales.
—Gaspar, diles que volveré luego.
El abuelo resultó ser el último entrevistado de «Galería de curiosos». Antes hubo tiempo para el proclamado, oficialmente, hombre con la cabeza más grande del país. Un cacereño orgulloso de haber destronado el habitual reinado vasco en esta modalidad sin otra ayuda dietética que una desmesurada ingestión de arroz con leche. También le precedió un banderillero que ostentaba el récord mundial de cogidas por asta de toro: doscientas cincuenta y tres. La entrevistadora, ducha en su oficio, derramó algunas lágrimas cuando el desafortunado banderillero, mientras enseñaba su parcheado torso a las cámaras, narró la pérdida de su mujer y tres hijos en un accidente de tráfico, y luego le despidió con un desdramatizador: «Usted no puede decir eso de: “Más cornadas da el hambre”».
—Ay, ¿no podían haber sacado al abuelo antes que esto tan desagradable? —se quejó la madre al verle los costurones y cicatrices al banderillero.
—Más desagradable es el abuelo —replicó la abuela—. Ser vomitivo donde los haya.
—Este programa es una bazofia, un aquelarre —intuyó Felisín.
Como colofón, la presentadora se volvió a cámara y dijo:
—Nuestro último invitado viene de Madrid, es ya octogenario…
—¿Qué es octogenario, mamá? —preguntó Lucas.
—Pues de Madrid, ¿no has oído?
Las aclaraciones posteriores tornaron imposible escuchar el resto de la presentación. Para cuando se relajó el ambiente, el abuelo ya estaba en plano y la presentadora encendía un cigarrillo.
—¿Le importa que fume?
—No se preocupe —replicó el abuelo—. Dice un proverbio bíblico que es sabroso al hombre el pan mal adquirido, pero después se halla la boca llena de mierda.
—Con suerte lo internan al acabar —se consolaba la abuela.
El padre salió un momento del cuarto:
—Voy por agua —dijo.
Buscó a Sara por la casa, ni rastro de ella. Gaspar se asomó al salón.
—Papá, corre, te estás perdiendo lo mejor.
—Voy, estaba buscando…
—Sara no está —le informó su hijo—. Se ha ido al concierto de Nacho. Yo creo que le gusta.
—Ah. —El padre volvió al dormitorio y se sumergió en el ambiente familiar.
—Hijo, ven, ven a sentarte aquí a mi lado —le pidió la abuela.
—Bueno, cambiando de tercio —decía la presentadora—. Creo que usted también ha sufrido apariciones de Dios y la Virgen.
—Sí, precisamente unos días antes de mi juicio final se me apareció la Virgen atravesando el techo de mi casa.
—¿Cómo es una aparición? Porque mucha gente no puede ni tan siquiera imaginarlo. Y mucho menos saber cómo es el aspecto de la Virgen María, por ejemplo, si la ven.
El abuelo Abelardo, ajeno al tono irónico, describió a Mayka desnuda con todo lujo de detalles. Mientras escuchaba, el doctor Tristán pensó: Vaya, se parece a mi hermana, y sonrió. Gaspar, aunque pensaba lo mismo, no sonrió.
—Bueno, creo que lo ha dejado usted muy claro —puntualizó la presentadora, sumida en el asombro.
—Bueno…, tampoco me fijé en más, comprenda mi pudor, estaba allí como Dios la trajo a la gran tribulación…
—Sí, sí, pero ahora ya es tiempo de despedirnos.
—¿Puedo saludar? —la interrumpió el abuelo.
—Pues claro, don Avelino.
—Abelardo… Quiero leer una elegía en honor a mi mujer —se explicó el abuelo mientras rebuscaba en sus bolsillos.
—Vaya, ¿ha muerto recientemente? —preguntó con discreción la locutora: así ganaba tiempo para tener listos sus lacrimales en caso positivo.
—Oh, no, no. Todavía no ha muerto, pero cuando se muera no podrá escucharla. —El abuelo se giró hacia la cámara con la hoja de papel desplegada—. Ah, advierto que es verso libre, aunque mi especialidad sea el soneto. Ahí va eso, Alma.
En su cama la abuela se revolvió incómoda.
—Pero será hijoputa el desgraciao este. Siempre dejándome en ridículo. Me va a matar él, al final me mata.
El abuelo ya recitaba desde la televisión en un momento mágico que recogen todas las antologías del primer canal.
Como siempre has hecho, sé que en este momento, te burlarás de mis ripios, despreciarás mis versos.
Se había puesto las gafas de leer y, emocionado, levantaba la vista hacia la cámara al coronar cada verso.
Si nos ha separado la vida, quizá cuando estemos lejos comprendas que cuatro versos, es todo cuanto tengo.
—Bueno, don Evelino, lo sentimos, pero el tiempo… —La presentadora trataba de acallarlo.
A veces cierro los ojos y pienso, pienso que todo es perfecto, recuerdo tus ojos, tu pelo y la risa que gratis regalabas…
—Don Eulalio, nuestro programa no es…, lamentamos que…
—Calla, hijaputa —gritó la abuela, desde su cama, a la mujer de la televisión.
—… risa que hoy es desprecio e imagino que soy quien amas, qué más da si estoy ciego.
—Alma…
—Bueno, señores, ya lo ven, cosas del directo…
La presentadora consiguió interrumpir al abuelo y despedir entre prisas el programa. Gaspar creyó ver una lágrima en el rostro blanco, inmaculado, de la abuela Alma. Sobre la habitación, había caído el más pesado de los silencios.
El padre comprendió, allí sentado, en mitad de la reunión familiar, que había muchas formas de querer a alguien, muchos modos de amar, que quizá la pasión tan sólo fuera un espejismo. Y si, pasados los años, alguien recuerda cómo se peleaban sus padres sin cesar, él sólo añade que tenían su propio modo de quererse.
El local, aunque pequeño, no se había llenado, lo que demostraba el escaso poder de convocatoria de nuestro grupo. Creo recordar que salimos a escena con retraso porque el dueño se empeñaba en esperar hasta que llegara más gente. «Lo único que puede pasar es que se vayan los pocos que hay», dije.
Aparecimos al calor de nuestros amigos más cercanos, los incondicionales que no podían fallar en aquel primer concierto del grupo. Arrancamos con una versión de los Kinks.
Debió de ser al comienzo cuando Sara se abrió paso hacia las primeras filas y estoy seguro de que Nacho la vio. Porque, en un instante, su aspecto cambió y se lanzó a tocar con energía inusual en él. En algunos momentos se le escaparon varias notas falsas, pero no importó, jamás le habíamos visto tocar así y eso nos contagió a todos.
Al terminar, nos retiramos al improvisado camerino, que era un largo pasillo lleno de cajas de bebidas, con el suelo encharcado de agua, y un frío que helaba el sudor. La gente empezó a llamar a la puerta. Entraron algunos amigos para felicitarnos. Tímidamente, Sara entró en el cuarto y Nacho, al verla, salió a su encuentro.
—Como no me invitaste he venido por mi cuenta —sonrió ella.
—Gracias. Joder, qué sorpresa. Me alegro…
Nacho estaba feliz. No sabía muy bien qué añadir y decidió cambiarse a prisa para salir de allí cuanto antes. Volvió a mirar a Sara, alguien entró en el cuarto. El rostro de Nacho se ensombreció. El primer disparo nos hizo enmudecer. El segundo resonó en la habitación como un cañonazo y vimos un borbotón de sangre surgir del vientre de Nacho. Hubo gritos y carreras, un tercer disparo. Alguien me empujó. Me arrodillé junto a Nacho en el suelo. Recuerdo que me puse perdido de sangre. Grité para que alguien llamara a una ambulancia.
Sara, a mi lado, sujetó la cabeza de Nacho, mientras lo tumbábamos en el suelo. Dos amigos le arrebataron a Aurora la pistola que escondía bajo la chaqueta. Con la pólvora se había prendido fuego la tela. La retuvieron, con fuerza, contra la pared. La espera se hizo eterna entre los gritos de la gente. Alguien sacó a Aurora de allí y yo no alcancé a verle la cara. Luego un ruido de sirenas en la calle. Sara comprobó que Nacho aún respiraba.
Dos camilleros nos apartaron y cargaron a Nacho en la ambulancia. Sara le llevaba cogido de la mano y subió a la parte trasera con él.
—¿Tú quién eres? —le preguntó un enfermero.
—Su novia —recuerdo que respondió, y fue la primera vez que la vi. Hasta entonces no había reparado en su presencia.
Nacho pasó veinte minutos en el quirófano. Sara y los demás esperábamos fuera. Yo llamé a casa de sus padres, pero nadie contestaba. Me atreví a preguntar a Sara y ella me dio el teléfono de casa de los abuelos: «Están todos allí», dijo. Pregunté por el padre y le dije que había ocurrido un accidente.
Sara se acercó a una de las enfermeras que salieron en tromba de la sala. La mujer torció el gesto y la abrazó para tratar de consolarla. Por encima de su hombro, me dirigió un gesto para que me ocupara de ella.
Cuando la camilla volvió a salir, Sara se separó de nosotros y acercó su cara a la de Nacho. Le besó con lágrimas en los ojos. En voz muy baja, al oído, me pareció oír que le decía: «Te quiero».
Nacho, mientras moría, no quedó cegado por ninguna luz ni vio desfilar su vida ante los ojos, como dicen que ocurre. Oía respirar a Sara junto a él, no se sentía mal, no le dolía nada. Lo único que quería era regresar a casa, a casa de sus padres, allí estaría a salvo. Pensó que alguien le llevaba y que, como en cualquier noche de borrachera, lograría meterse en la cama y dormir hasta la mañana siguiente. Pero nadie le llevaba a casa.
Luego se murió y Sara pensó que había llegado demasiado tarde. Era curioso, siempre queriendo a gente que iba a morir y ahora iba a morir el que quería. Vi llegar a la familia y pensé que decírselo sería el peor momento de mi vida.
Lo fue.