A la mañana siguiente, la madre tenía la sensación de que la casa hubiera recobrado su color original. Se encontraba activa, capaz de hacer funcionar a la familia una vez recuperado el engranaje que faltaba en la gran rueda. El padre volvería a marcharse al trabajo y regresaría al mediodía. La madre comprendía que su vida estaba llena gracias a momentos tan poco significativos como ése. O quizá es que estaba vacía.
Confirmó una vez más su teoría de los vasos comunicantes. Para que uno esté bien, otro tiene que sufrir. En este caso, para que su matrimonio recobrara la pasión perdida, ella había de tomar una dolorosa decisión. Quería sorprender al padre cuando volviera. No había dicho nada a nadie. Esa misma mañana, ingresó de nuevo a Matías en el hospital Amor de Dios.
—Es sólo una revisión —le tranquilizó la madre—. Te tendrán unos días en observación.
—Pero si estoy perfectamente —se quejó Matías.
A la madre se le partía el corazón. Horas antes le ordenaba la ropa dentro de su pequeña maleta, ilustrada con Snoopy vestido de escocés, pero Matías la había detenido.
—Mamá, no querrás que vaya con esa maleta, ¿verdad? Es de niño.
—Pero, hijo…
La insistencia de Matías la obligó a buscar un bolso de viaje más amplio y pesado. Ahora, se le saltaban las lágrimas al ver cómo el pequeño lo arrastraba por el pasillo, incapaz de sostenerlo y sin aceptar ayuda, mientras se dirigía a su habitación.
La madre odiaba aquel edificio lleno de esquizofrénicos de siete años, de paranoicos irrecuperables de quince o de graves casos de conflicto de personalidad en recién nacidos. Pero quizá aquél fuera mejor hogar para su hijo Matías que su propia casa. Al menos, la casa no debía venirse abajo sólo por él.
El director recibió a la madre con su engolada suficiencia y la invitó a sentarse.
—Ya veo que al final me ha dado la razón, el mejor sitio para Matías está aquí.
La madre prefirió no responder. El director, ajeno a su sufrimiento, prosiguió:
—Haremos unas pruebas al niño y le confiaremos los resultados en breve. Ya conoce nuestro trabajo.
—Sí, doctor.
La madre se despidió de Matías, que instalaba sus cosas en el cuarto en el que conviviría con otros dos niños. Escondió, con todo su esfuerzo, las lágrimas.
—Mamá, dales un beso a todos. Cuando vuelva, ya iremos a comprar las cosas del colegio de Lucas. Está a punto de empezar el curso, no te olvides.
—Sí, hijo.
El abuelo sembró el desorden en los juzgados. Por aquellos pasillos donde la gente esperaba, fumaba, charlaba, discutía y escupía en las papeleras, con algún juez ajado que firmaba atestados como si fueran recetas de farmacia, el abuelo, acompañado de su hijo Félix y su fiel Gaspar, buscaba el lugar donde encontrar a su abogado de oficio.
Resultó ser un cuarentón con gafas y traje, que sudaba copiosamente bajo su camisa improbable. Hablaba con prisas, aunque su inteligencia era lenta.
—Vayan a la sala catorce y espérenme en la puerta —les informó—. Estoy terminando con otro y voy enseguida.
Junto a la sala catorce, se encontraron a John y Paul. Se fundieron en un abrazo con el abuelo. John, con la cara descompuesta, acusaba una resaca tremenda. A Paul se le filtraba el enfado con su pareja, sospechaba que la noche anterior había estado con mujeres, tras salir del trabajo. El abogado surgió de nuevo y les lanzó una mirada torcida.
—Lo mejor será que ellos no hablen. Aquí se odia a los testigos de Jehová y no harán más que empeorar las cosas.
El abogado los apartó hacia un lado y sujetó la mano del abuelo Abelardo con inusitada familiaridad.
—Abuelo, no se preocupe, que vamos a mover los hilos pertinentes —decía, mientras mordisqueaba un cigarrillo mentolado de plástico y con boquilla ámbar.
—Menos mal que es de plástico, pobre desgraciado —le confió el abuelo.
—Nada, nada, la jueza es blanda y no habrá lío —aseguraba el abogado.
—Dios es justo Juez y amenaza con su ira —salmeó el abuelo—. Si no se convierten, afila su espada, tensa su arco y apunta.
—Vaya, espero que no le diga estas cosas a la jueza. —El abogado hablaba más hacia el padre.
—Abuelo, abuelo —dijo el padre—. Cálmate. Este señor es quien te va a defender.
—Es el Señor quien juzga a los pueblos.
—En este caso es Margarita Torijano —bromeó el abogado con inconsistencia—, y yo su único abogado.
El abuelo se rebuscó en los bolsillos. En todos ellos. Una y otra vez. Comenzó a ponerse nervioso y se dio cuenta de que había olvidado algo.
—Coño, me he dejado la declaración en casa.
—No se preocupe, no hará falta —replicó el abogado.
—¿Cómo que no? —añadió el abuelo—. Si estaba en verso. Gaspar, tú sabes dónde guardo los poemas, ¿verdad?
—Sí, abuelo —respondió Gaspar.
—Corre a casa y tráeme uno largo que hay en un cuaderno que pone: Versos del juicio final.
—Pero, hombre —decía el abogado—, ya le digo que no hace falta…
—Calle, coño —le cortó el abuelo—. Vamos, apúrate, Gaspar, o no llegarás a tiempo. Félix, hijo, dale para un taxi.
Gaspar bajó a la calle y detuvo un taxi. Al llegar a casa de los abuelos, le ordenó esperar en doble fila.
—Vuelvo ahora mismo.
Sin resuello, llegó al piso de la abuela. Sara le abrió la puerta y Gaspar explicó su encargo, mientras corría al cuarto del abuelo. Rebuscó entre los cuadernos de contabilidad reciclados en almacén de ripios: Juegos florales, Elegías, Cánticos espirituales, rezaban los títulos. Finalmente encontró la que buscaba. Un par de folios escritos a máquina, bajo el título: En la hora del juicio final. Gaspar lo cogió y fue a guardar el resto, pero otro papel sobre la mesa llamó su atención. Era un poema incompleto. Se lo acercó a la vista. Sorprendido, lo cogió también y volvió al taxi con una apresurada despedida a Sara.
En el interior del taxi, volvió a revisar el poema incompleto que había secuestrado su atención. No podía creerlo. La letra estilizada del abuelo, el primer verso: «Sara, mi último amor (poema erótico)». Gaspar se sumergió en la lectura.
Sara, mi último amor, que tarde llegas a mí, cuando ya todo lo viví,
Sara, mi último ardor, endulza mis seniles ojos, resucita esto que son despojos, y deja que muerda tu flor.
Déjame palpar tus senos, y bésame con besos de tu boca, que despida así los días terrenos,
Sara, con estos versos obscenos…
Gaspar salió de su anonadamiento. ¿Cómo era aquello posible? ¿Su abuelo también? ¿Sara había despertado el anciano deseo del abuelo? No mentían los versos, quizá algún adjetivo impreciso, cuestiones de rima.
Gaspar siempre creyó que aquellos ripios nacían de la inagotable imaginación lírica de su abuelo y quizá era así. Sin embargo, aquel poema, en concreto, surgía de un suceso reciente, que él desconocía, entre la joven cuidadora y el veterano poeta.
Una noche —eran costumbre las interminables cenas en que el abuelo narraba, con prolija divagación, alguna de sus andanzas— Abelardo fue más lejos en su cariño por la joven. Sara miraba aburrida el televisor cuando el abuelo la interrumpió:
—Eres preciosa, ¿lo sabes?
—Abuelo, por favor.
—No me llames abuelo. No soy tu abuelo.
—Pero eres abuelo.
—Sí, pero no tuyo.
Hubo una pausa. Sara creyó enfadado al abuelo y le lanzó una sonrisa amistosa. Eso le volvió a dar fuerzas.
—Oye, Sara, ¿puedo pedirte un favor?
—Pues claro, abuelo —y rectificó—, quiero decir… Abelardo.
—Eso está mejor. Es para un poema erótico que estoy escribiendo —explicó el abuelo algo ruborizado. Sara dibujó una media sonrisa con sus labios leves. El abuelo retomó su temblequeante petición—. Y…, bueno…, necesitaría… como ilustración… ¿Tú me podrías enseñar…, ya sabes…, los pechos?
Sara parpadeó como una maestra sorprendida por la picardía de un niño.
—Ande, abuelo, no sea guarro.
—Es para un poema —se excusó él—. Un poema erótico.
—Pues váyase al cine —le recomendó ella algo divertida—, allí se ven a montones.
—Miento, no es un poema erótico, es un poema de amor.
—Inspírese en una foto, yo qué sé.
—Es que es un poema de amor sobre ti. —El tono habría doblegado a cualquiera.
—La cena se enfría —dijo Sara, y escapó hacia la cocina.
El abuelo sólo se atrevió a sostener clavada la mirada en el televisor. Sara le observaba con insistencia en un reto para comprobar si era capaz de pedírselo de nuevo. Pero el abuelo estaba humillado por su atrevimiento. Al terminar la cena, silenciosa como nunca, Sara comenzó a recoger. En su último viaje de la cocina al salón se detuvo y se interpuso en la mirada del abuelo y apagó el televisor. Se desabotonó la blusa y la mantuvo abierta durante un breve lapso. El abuelo degustó sus pechos firmes. Cuando ella volvió a cubrirse, el abuelo cerró los ojos para perpetuar aquel sabroso instante.
—Hasta mañana —se despidió Sara antes de perderse en su dormitorio.
La jueza apareció con un café con leche humeante que salpicó los papeles. Utilizó el BOE de secante mientras tomaban asiento los encausados. Leyó los informes remitidos, con una mirada de soslayo hacia la estanquera cuyo escaparate don Abelardo Belitre había destrozado a bastonazos, ahora maquillada y enfundada en un traje de domingo.
—Bueno, está claro —sentenció—. No me hace falta más. El acusado pagará el escaparate roto por la mitad del valor que la dueña declara.
Hubo un revuelo en la sala. Todo protestas. La jueza se puso en pie con orgullo salomónico.
—No hay sentencia que valga en el juicio final —gritó el abuelo.
—Y las costas van para el acusado.
—Nos declaramos insolventes —argüyó el abogado defensor.
—Compruébese y que firmen todos —dijo la jueza al secretario—. Mucho me temo que el señor Belitre tendrá una pensión. De ahí se le descontará.
El abuelo Abelardo dio un paso al frente y se plantó frente a la jueza.
—Escuche, señora, «Aunque estoy como basura expuesto al humo, no olvido tus estatutos» —recitó el abuelo—. Salmo de Kaf 118, 83. ¿Qué más quiere oír? Dios defiende al hombre que se rebela contra el tabaco. Yo actué contra esta enviada del diablo vendedora de malos humos.
—¿Se puede saber —replicó la jueza— por qué a este hombre no se le ha declarado incapacidad mental?
—Ni hablar —fingió el defensor—. Es sólo un hombre molesto por el tabaco.
—Bueno, que se calle y adiós —sentenció la jueza en su camino hacia la salida.
—«Ya están casi ciegos mis ojos por la tristeza, envejecieron en medio de tantos como me son hostiles» —gritaba el abuelo, ya ignorado—. ¡Socórreme!
Los testigos de Jehová arrancaron a aplaudir ante el asombro de la estanquera. El abuelo, como quien dirige una orquesta, empezó a entonar el «Señor, tú has venido a la orilla», acompañado de los ingleses, que, con su demoledora pronunciación, se sumaron al coro.
—Esto es desacato —decía el defensor—, bajen la voz.
Quiso la fortuna, o desfortuna, según se mire, que aquel día se aplazara por enfermedad de una testigo la causa contra un violador reincidente, el tristemente célebre sátiro de Atocha, y vagaran los periodistas, desocupados, por el edificio de los juzgados. Así fue como Paco Infante, mientras tomaba café con la jueza, oyó hablar por primera vez de Abelardo Belitre.
Subió a la sala catorce y no le fue difícil localizarlo. Los cánticos aún proseguían. Presenció la expulsión del abuelo de la sala tras el juicio, «un poco breve para ser el final», escribió en su agenda, y al terminar se presentó.
—Señor Belitre, soy Paco Infante de El País. Me gustaría entrevistarle brevemente para mi periódico.
—Será un placer —contestó el abuelo.
El padre temió lo peor y trató de evitarlo. Alargó el cuello buscando a Gaspar. En cuanto volviera habría que irse corriendo.
—Espere un poco, amigo —dijo el abuelo—, uno de mis nietos está al llegar con unos versos que he escrito.
El doctor Tristán no había conseguido localizar a Aurora. Cada vez que llamaba a su teléfono, se topaba con el contestador. Dejó un nuevo mensaje: «Aurora, soy el doctor, ponte en contacto conmigo. Podemos discutir cualquier cosa que no te guste de la terapia, pero, por favor, no me dejes sin noticias tuyas. Estoy preocupado. No hagas ninguna tontería».
Sus problemas con Basilio, al menos, habían alcanzado una tregua. El segundo de los Belitre reconocía encontrarse mejor, había abandonado su cuarto y comía con buen apetito. El doctor, sin embargo, sabía que las preocupaciones seguían rondando su cabeza. Como relajo, se había entregado a un nuevo cómic en el que consumía las horas, incapaz de concentrarse en sus estudios.
—Pasarás por esto más veces, puedes estar seguro —vaticinó el doctor—. Tienes que sentirte a gusto contigo mismo, con tu nuevo estado.
—Lo sé, lo sé —reconoció Basilio—, por cierto, doctor, ¿se acuerda de la máscara que me hizo usar?
—Sí, claro. Aquí la tengo.
Rebuscó en el interior de la tienda hasta encontrar la máscara que presidiera las relaciones de Basilio con Mayka.
—Me gustaría quedármela —pidió Basilio—, como recuerdo.
A la vuelta del juzgado, Gaspar se creyó en la obligación de narrar uno por uno a todos sus hermanos la secuencia del juicio. A Felisín lo encontró entregado a la escritura.
—¿Ya habéis vuelto?
Gaspar le contó, a grandes líneas, lo sucedido.
—De verdad que el abuelo está pa’allá —resumió Felisín.
—¿Qué escribes? ¿Una crítica? —preguntó Gaspar con curiosidad.
—No, a Nicole.
Gaspar escrutó a su hermano con no poca piedad.
—Le escribes mucho, ¿verdad?
—Bah, lo normal —se justificó Felisín.
—¿Vas a ir por fin a verla?
—Aún no lo sé. Depende de ella. Ahora anda muy ocupada.
—Ya, claro.
—¿Por qué? Quieres venir, ¿eh?
—No, no, qué va —se evadió Gaspar.
—Anda, que te conozco. Sabes lo que pasa, que nos apetecerá pasar todo el tiempo juntos y solos. Ya hace tiempo que no nos vemos. —Felisín se sumergió en cierta rememoranza nostálgica.
—Ya, ya, claro.
Mientras bajaba hacia la mesa, Gaspar pensó que su hermano había logrado consolarse con su mentira o, al menos, lo disimulaba muy bien. Probablemente no quería aparecer como un derrotado ante su familia. Qué desconfianza. Acaso pensaba que no iban a saber entenderle. Quizá quisiera preservar la imagen de Nicole. Gaspar la recordó con aquel tipo en el cine, muy hermosa, eso sí.
La madre también mintió a todos cuando aseguró que sólo había ingresado a Matías para que le suministraran una nueva medicación. Luego, en privado, le confesaría a su marido la verdad. Los dos obreros que habían comenzado las reparaciones del desván se unieron aquel día a los comensales. Entre ellos, John y Paul, que acompañaron al abuelo. A nadie le era ajeno el silencio en el que se había sumergido Nacho. El padre supo inmediatamente que tendría que ver con Sara. Le alivió oír a la madre preguntar por el grupo.
—Bien, seguimos ensayando —respondió Nacho.
—Tocáis mañana, ¿no? —preguntó Basilio. Nacho asintió con la cabeza.
—Tenemos que ir todos —declaró la madre.
La posibilidad de ver a toda su familia entre el público del concierto alertó a Nacho, que habló con autoridad.
—Ni soñéis con que vais a venir.
En efecto, al día siguiente nos esperaba nuestro concierto de presentación. Aquella tarde trasladamos en la furgoneta de Enrique los instrumentos y probamos sonido en el local, antes de que abrieran. Era una pequeña sala, perfecta para nuestras aspiraciones. Una caja de cerillas habría sido más apta para nuestra calidad. El dueño nos advirtió que tendríamos que cambiarnos entre las cajas del almacén. No nos molestó, al menos beberíamos sin freno.
Cuando Sara oyó llamar los golpes tímidos a la puerta, miró su reloj. Era más tarde de la una de la madrugada. Supo que se trataba de Nacho y secretamente se alegró. Había tomado una decisión. No podía seguir pensando en él y negárselo a cada segundo. Sería egoísta por una vez en su vida. Estaba harta de mentir a todos los que la rodeaban.
—¿Quién eres? ¿Nacho? —preguntó Sara alarmada.
—No, soy su hermano Basilio.
Basilio estaba al otro lado del umbral, cubierta la cara por su máscara de un hombre sonriente.
—¿Basilio? ¿Qué Basilio?
Basilio tenía una carpeta debajo del brazo. El sudor le goteaba bajo la máscara y se sentía ridículo.
—Vine el otro día con mi madre —añadió Basilio acercando su boca a la puerta—. Soy nieto…
—Vino la madre con los dos pequeños… Esto es una broma de Nacho, ¿verdad?
—Que no, joder —se enfadó Basilio. ¿A qué venía tanto preguntar por Nacho y hablar de él?—. No puedes recordarme porque soy invisible.
—¿Qué? —Sara empezaba a sentirse asustada.
Se mantuvo al otro lado, sin abrir la puerta.
—Mira, aquí está todo. Lo he dibujado para ti.
Basilio abrió la carpeta y sacó una lámina de dibujo. Había varias viñetas pintadas a color con aerosoles. Se la pasó a Sara por debajo de la puerta.
—¿Qué es esto?
—Es la historia de mi vida. No te preocupes, es corta. Sólo esa hoja.
Desde su dormitorio, la abuela escuchaba la voz atenuada de Basilio que conversaba con Sara a través de la puerta. Se preguntó cuál de sus nietos sería esta vez. Ya habían desfilado todos por allí. No le hubiera gustado estar en el pellejo de aquella chica. Ella bien sabía que, a veces, la belleza acarrea un alto precio. Sin embargo, su pasado ahora le pareció un apagado recuerdo, ni rastro de la intensidad con que había vivido su juventud.
Los dibujos eran detallistas y ágiles. Basilio había resumido su vida con un poder de síntesis encomiable. Un niño horrible, un adolescente repulsivo, un adulto marginado. Entre los dibujos, Sara reconoció al padre y al resto de la familia Belitre. Se sintió algo más tranquila. Luego aparecía un doctor con una cicatriz en la cara y su viñeta contenía un diálogo: «Yo puedo resolver tus problemas. Te haré invisible».
Sara escuchaba la respiración de Basilio al otro lado de la puerta, empezaba a intrigarle aquel joven grueso. Basilio se pasó la mano bajo la máscara, para tratar de secarse el sudor. Las viñetas se sucedían. Ahora el protagonista era una silueta sin cara. Entonces Sara se vio a sí misma, dibujada.
—¿Ésta soy yo?
—Sí. Perdona, no dibujo muy bien.
—Está perfecto.
A Sara lo que más le impresionaba era la calidad de los retratos. Se reconoció a sí misma. ¿Cómo podía aquel chico haberle dibujado con tanto detalle y ella ni tan siquiera recordarlo? Llegó al final. Una sola viñeta dibujada en un tamaño mayor.
La escena, en tiempo presente, describía a Sara frente a un hombre con máscara. La misma máscara que llevaba ahora Basilio. Un diálogo surgía de su sonrisa perpetua: «Te quiero». El espacio para la respuesta de Sara estaba ocupado por un signo de interrogación.
Sara pensó que toda la familia Belitre estaba francamente desequilibrada. Al menos, los que ella había tratado. Incluso a los que apenas conocía, como este Basilio, que ahora aguardaba en el umbral de la puerta a que aquella interrogación dibujada se tornara en palabras reales.
—¿Qué es esa tontería de que eres invisible? —Sara quitó el cerrojo y abrió la puerta.
Al otro lado del umbral no había nadie. Sara buscó con la mirada.
—¿Basilio?
Pero Basilio había escapado hasta la calle. Se sentía ridículo. Ni tan siquiera le había abierto la puerta. ¿Qué esperaba? ¿Cuándo aceptaría que la vida feliz le estaba prohibida? Se zambulló en la Gran Vía. Detuvo un taxi. Se subió a él. Había olvidado quitarse la máscara.
—¿Qué? —bromeó el taxista—. De alguna fiestecita, claro.
Basilio no contestó, pero el taxista no se arredró, aburrido de la tranquila noche.
—Eso me recuerda un chiste. En una fiesta de disfraces se presenta un tío tal cual. Y uno le dice: «Oye, ¿y tu disfraz? A una fiesta de disfraces hay que venir con algo diferente». Y el primero le responde: «Yo es que me disfrazo todos los días para ir de normal por la vida». No es muy bueno, ya lo sé, pero tiene su filosofía.
La máscara de Basilio reía. Él no. Había sido capaz de resumir su propia existencia en unas cuantas viñetas, pero escucharla ahora reducida a un chiste sin gracia le deprimió aún más.
—Pues la verdad es que tu disfraz no es muy original.
—No es un disfraz —acertó a decir Basilio.
—¿Ah, no? ¿Y qué es entonces? —preguntó el taxista con franco interés.
—Es que soy asquerosamente feo.
—Hombre, no será para tanto —replicó el taxista. En su oficio no se tolera que alguien los supere en fatalismo—. Yo mismo era gordísimo, no te creas. Llegué a pesar noventa kilos y treinta más. Nunca digo la cantidad completa para sentirme mejor, me lo enseñaron en la cura de adelgazamiento.
Basilio no daba señales de pertenecer al mismo planeta que aquel extrovertido empleado del taxi.
—Venga, cojones, quítate la máscara. No puedes ser tan feo como dices. Me estás engañando.
—Sí que lo soy. Las mujeres echan a correr si me ven. Todos me evitan. —Basilio lloraba bajo la máscara. Sus lágrimas se mezclaban con el sudor—. Mi vida es una mierda.
—Pero, hombre… ¿No tienes novia ni amigos?
Basilio negó con la cabeza. Tenía prisa por librarse de aquella tortura añadida.
—Esto lo arreglo yo, por cojones —decidió el taxista con un golpe de volante.
Basilio no hizo preguntas cuando lo vio variar de dirección. En la Casa de Campo, el taxista, que se llamaba Paco y no había dejado de hablar en todo el camino, se detuvo junto a una puta, la más presentable del lugar, y le silbó para que se acercara.
—Hola, guapo —saludó ella.
—¿Cuánto por hacerle aquí a mi chico —y señaló con la cabeza a Basilio en el asiento trasero— algo que rime con «patio»?
—¿Qué?
—Pues si no es eso, algo que rime con «llamada».
Acordaron un precio. El taxista sacó un par de billetes de una caja de puros bajo su asiento y se los tendió a la puta. Le abrió la puerta de atrás. Ella entró y se sentó junto a Basilio.
—¿Qué venís, de una fiesta?
—Calla y chupa que no se gasta —la calló Paco con autoridad.
La prostituta se entregó a satisfacer la dócil entrepierna de Basilio y, terminada la faena, descendió del automóvil y recuperó su plaza, junto a una señal de velocidad limitada a cuarenta. Ella había superado, con mucho, esa limitación.
—Liberado el semen, la vida tiene otro color, ¿verdad? —El taxista empezaba a mostrarse monotemático—. Ya he visto que ni te has fijado que la chica tenía nuez.
Al llegar, Basilio agradeció la invitación y pagó la carrera. Bajó del taxi con precipitación.
—Nada, nada. Hoy por ti y mañana por mí. Y alegra esa cara, joder, que sólo tenemos una vida. Y yo he visto a muchos gatos maldecir por tener siete.
Vio a la máscara sonriente abrir el portón, cruzar el jardín y entrar en la casa. El taxista arrancó de nuevo. Por el retrovisor pudo ver olvidada en el asiento trasero la carpeta de Basilio. Alargó la mano para cogerla y miró las viñetas.
—Por lo menos, el jodido tiene talento. ¿De qué se quejan estos jóvenes? —se dijo él, que era completamente infeliz, y volvió a su ruta. La pequeña luz verde rasgaba la noche de Madrid iluminada bajo la luna llena.