Dieciocho

En el intento de perfeccionar a un ser humano, se corre el riesgo de crear un monstruo.

Anotación del doctor Tristán

Al doctor Tristán lo despertó una punzada de dolor en el costado izquierdo. Supo que aquél iba a ser un día duro. Abandonó su tienda de campaña y se dirigió al Hospital Clínico. Aún era temprano. Su hermana Mayka evolucionaba favorablemente, pero los vestigios de la paliza que el Rayas le había propinado permanecían en su rostro y cuerpo.

El doctor intentó, por enésima vez, convencer a su hermana para que presentara una denuncia por malos tratos, pero ella se negó. Mayka consideraba que la culpa era sólo suya. Había desaparecido tres días sin dar señales de vida. Para ella, la paliza del Rayas demostraba la preocupación obvia de un amante.

—Remedios, por favor, no seas ingenua —le rogó su hermano—. No puedes seguir así.

—Yo no valgo nada —dijo la chica—. Al menos el Rayas nunca me ha abandonado.

El doctor Tristán le dejó algo de dinero sobre la mesilla de noche.

Al regresar, Basilio le esperaba junto a la tienda. El doctor se asustó con aquel gesto triste y la mirada huidiza. Pasearon por el jardín mientras charlaban.

—Doctor, quiero volver a ser como era.

—¿Qué es lo que pasa?

—Nada. Sencillamente estoy harto de ser invisible —se explicó Basilio—. No negaré que me libra de muchos problemas, pero también me crea otros.

—¿Ah, sí? ¿Como cuáles?

—No sé, doctor, también soy invisible cuando no quiero serlo.

—Por supuesto, en eso consiste el tratamiento. Pero pensé que tú nunca querías ser visto.

—Pues se equivocó.

Basilio había perdido su mirada en los límites del jardín. El doctor le tomó del brazo para atraer su atención.

—Aquí pasa algo y quiero que me lo cuentes.

Basilio hizo una pausa. Tomó aire y levantó los ojos hacia el doctor.

—Estoy enamorado.

—¿Enamorado? Todos nos enamoramos. ¿Para qué? Para recibir bofetadas. Nada más que para eso. ¿Quién es la chica?

—Eso no importa.

—Exacto. Da igual quién sea. Cambian todo el rato. Hoy es ésta, mañana aquélla, y cuando te quieres dar cuenta, has arruinado tu vida. A las mujeres las inventamos con nuestro deseo.

—No me entiende. Ni siquiera sé si estoy enamorado. —Basilio quería mostrarse enfadado pero le era imposible ante alguien tan cercano como el doctor—. Quiero averiguarlo. ¿Y sabe lo que pasa? Que ella ni siquiera me ve. No existo para ella.

—Bueno, no creo que la cosa sea tan grave —trató de calmarle el doctor—. Podemos buscar una solución intermedia. Pero sin duda es el precio que tienes que pagar por tu tratamiento.

—¿Pagar? No se da cuenta, esa chica… no me ve. Necesito volver a ser yo mismo. Que la gente sepa que existo, que pueda hacer algo con ella.

—Tú eres el que no se da cuenta —le frenó el doctor—. Imagina que vuelves a ser tú. ¿Qué crees que hará esa chica al verte? Echar a correr como todas. ¿Acaso quieres ver las fotos de cómo eras antes? Está bien, puedes dejar tu invisibilidad. ¿Y qué? ¿Conquistarás a esa chica? ¿O te vomitará encima?

Basilio se soltó de la mano del doctor Tristán y giró en redondo de vuelta hacia el porche. El doctor le vio entrar en la casa. En alguna parte había leído la frase: «Entre la pena y la nada, elijo la pena». Como doctor, proporcionaba la nada a sus pacientes. Ahora se daba cuenta de que ellos preferirían, siempre, la pena.

Basilio se encerró en su cuarto y se negó a bajar a comer. Previsor, había cogido una caja de galletas al subir. La madre miró al doctor sin atreverse a preguntar y éste la calmó. Mientras se ponía la mesa, el doctor Tristán llamó a Aurora por teléfono. Le dio la dirección de la casa y le dijo que sería mejor que mantuvieran su sesión de consulta allí. Quería tener vigilado a Basilio.

—No hace falta que entres en la casa. Estoy en una tienda de campaña que hay en el jardín —le explicó el doctor antes de colgar.

La madre, en un intento de distender el ambiente, y evitar incómodas preguntas al doctor, se dirigió a Felisín.

—Háblanos de Nicole. ¿Qué cuenta del trabajo?

—Bueno, le va de maravilla. Va a intentar sacar unos días libres y venir a vernos. Si no, tendré que ir yo.

—Qué suerte —se quejó Gaspar—, ya me gustaría a mí ir a Francia. ¿No puedo ir contigo?

—Ya veremos, el apartamento de Nicole es muy pequeño.

—Me encantaría conocer a Simenon.

—Dicen que ha hecho el amor con diez mil mujeres —informó Nacho.

—No digas bobadas —terció la madre.

—Es verdad, mamá —ratificó Gaspar.

—¿Y para qué quieres conocer tú a alguien así? —zanjó la madre—. De ir a Francia nada.

Tuvo que ser Matías quien de un cachete obligara a Lucas a recoger la mesa. Ante las quejas del pequeño, intervino la madre.

—Matías, ayúdale tú también.

—Está bien —replicó Matías—. Se supone que el padre también debe dar ejemplo.

La madre intercambió una mirada con el doctor Tristán, sus ojos estaban húmedos. El doctor subió para intentar de nuevo hablar con Basilio.

—Gracias, doctor, pero no quiero hablar con nadie —le respondió desde el otro lado de la puerta.

Basilio había caído en un estado de desidia absoluta. Pasó tumbado en la cama más de cuatro horas y sólo se levantó para dibujar. Trazó sobre un folio una detallada aproximación al rostro de Sara. Luego continuó el dibujo e imaginó su cuerpo desnudo. Se sintió excitado. Recordó aquella noticia del periódico que Nacho había recortado con sorna. Un tipo había intentado quitarse la vida tras ser abandonado por su novia. Se encerró en el baño y se cascó dieciséis pajas. Antes de concluir la que redondeaba el número lo encontraron desvanecido al borde del colapso y con un desgarro de abductores. Fue ingresado en urgencias. Basilio tuvo la tentación de hacer algo así. Comenzó a masturbarse sin dejar de mirar el desnudo de Sara. En la cima de excitación se puso de pie de un salto. Buscó dónde aliviarse. El agua de la pecera de Lucas fue disolviendo el extraño placton blanco. Ningún pez se alteró. Estaban muertos desde hacía semanas. Basilio miró de nuevo el dibujo de Sara.

No sabía nada de ella, no aspiraba a nada con ella. Quizá tan sólo a que sus ojos reposaran en él durante un segundo. Aunque fuera para sentir repugnancia. Pero no soportaba la idea de no ser nadie para ella, de no existir. El placer de ser mirado por aquellos ojos profundos como el mar era algo a lo que Basilio se resistía a renunciar. Incluso si aquello derrumbaba la atalaya feliz de su inexistencia.

Lucas corrió a descolgar el teléfono. No cayó en la cuenta de que tenía el bozal puesto y permaneció con el auricular descolgado. Gaspar lo vio y le arrebató el teléfono a su hermano pequeño.

—Oiga, ¿pero hay alguien ahí? —decía una voz de chica.

—Lo siento, pero Nacho no está y no sabemos cuándo volverá —contestó Gaspar, dando por sentado que al tratarse de una voz femenina preguntaba, sin duda, por su hermano.

—Gaspar —dijo la voz—, ¿eres tú?

—Sí, soy Gaspar.

—Hola, soy Violeta.

Gaspar sintió un estremecimiento. ¿Violeta? Tragó saliva.

Aurora observaba cada rincón de la tienda de campaña del doctor Tristán con creciente curiosidad. «La psiquiatría portátil», bromeó el doctor, que se había vestido con su elegante traje. Sus ojos se detuvieron ante la foto.

—Friedrich Nietzsche y su madre —sació la curiosidad de la paciente.

—Cuando quiera, empezamos.

—Discúlpame un momento. —El doctor salió de la tienda.

Quería, antes de comenzar, comprobar que no había novedad en cuanto a Basilio. Nacho salía en ese momento de casa y se saludaron junto a la tienda.

—Qué, doctor, ¿va para el centro? —le preguntó Nacho.

—No, ahora no puedo. Hoy recibo en la tienda.

—¿En la tienda?

—Sí, hijo, sí, de todo hay que hacer en esta vida.

—Bueno, bueno. Hasta luego.

Aquella voz sonaba para Aurora a alguien conocido. Detuvo el pequeño ventilador. Sin duda, era Nacho. Asomó la cabeza por la cremallera de la tienda y alcanzó a verle abandonar la casa. Sin pensarlo dos veces, salió tras él. Así que aquélla era su casa. En la calle iba a llamar su atención, pero la curiosidad pudo con ella. Nacho iba cargado con la funda de la guitarra eléctrica y subió a la carrera al autobús. Aurora cruzó la calle y detuvo un taxi.

—Siga a ese autobús —le ordenó al taxista.

—Eso está chupado.

Cuando el doctor Tristán volvió a la tienda de campaña y no encontró a Aurora, pensó: ¿Qué coño pasa hoy con mis pacientes? Sin duda estaba jugando fuerte con Aurora y ella no aguantaba la presión.

El doctor Tristán anotó en su libreta, sumido en la reflexión: «He de acentuar mi cuidado. En el intento de perfeccionar a un ser humano, se corre el riesgo de crear un monstruo».

Así que el método de Nacho, a fin de cuentas, iba a resultar certero. Para interesar a una chica no hay nada mejor que dejarte ver ante ella con otra. En todo ello pensaba Gaspar mientras esperaba a Violeta a la entrada del cine. La vio aparecer al otro lado de la calle, con sus rizos al viento, la faldita corta y sus piernas adolescentes.

—Hola —ambos se saludaron desde lejos.

Violeta, al hablar, lograba transmitir la más absoluta inocencia, pero cada uno de sus movimientos, todos sus gestos, contradecían aquella impresión.

—Al final he tenido que ser yo la que te llame.

—Bueno, es que… —Gaspar no supo por dónde salir.

—Anda que no he esperado días que me llamaras…

—¿De verdad?

Violeta asintió con un movimiento de cabeza que pretendía mostrar su malhumor.

—Bueno, es que pensé que tú… —Gaspar se defendía—… y claro, como hemos tenido tanto trabajo en casa, con la mudanza y todo…

—Ya, excusas, excusas.

Gaspar no recuerda nada de aquella película. Sólo que miraba de reojo a Violeta en espera de alguna señal. La chica se quejó del frío que hacía en la sala y se acurrucó sobre Gaspar, que entonces se decidió a pasarle una mano por los hombros. Violeta buscó su boca. Se besaron una y otra vez durante largo rato. Probablemente la película entera. Gaspar pensó que Violeta no era como Mayka. Al fin se cumplía su sueño. Había estado enamorado de ella más de dos años y por fin la tenía en sus brazos.

—¿Sabes lo que me apetece? —le susurró Violeta.

Gaspar se sintió altamente excitado.

—Palomitas.

Gaspar se levantó de su butaca y recorrió la oscuridad de la sala hasta ganar el hall. Se apostó frente a la aburrida dependienta de palomitas y le pidió un cartón y dos Coca-Colas. Tras pagar, sujetó toda su compra con dificultades y enfiló hacia el interior. Pero de la sala, en ese momento, surgió una pareja. Gaspar se detuvo en seco. Se besaban y abrazaban con ardor y entre risas. Ella levantó la vista y también reconoció al cargado Gaspar.

—Hola.

El español de Nicole había mejorado bastante. El hombre que la acompañaba comprendió la mirada de ella y los dejó a solas.

—¿Qué tal tu hermano? —preguntó Nicole.

—Bien, como siempre, supongo. —Gaspar no salía de su asombro.

—¿No está en casa? —El acento aún maltrataba las consonantes fuertes.

—Sí, sí, seguimos todos allí.

—¿Tus padres, bien? ¿Todos bien?

—Sí.

—Algún día me gustaría visitaros —le confesó Nicole, quizá tan sólo por educación.

Gaspar se encogió de hombros. Comprendía que su hermano había sido, en realidad, abandonado por su esposa francesa. Con todo aquel entramado de postales y cartas, Felisín no hacía sino mantener a la familia en la mentira.

—No le digas que me has visto —le pidió Nicole antes de alejarse para unirse a su nuevo amigo.

Está más guapa, pensó Gaspar, y se sumergió en la oscuridad de la sala. Sintió pena por su hermano mayor.

Sostenía apoyado en el regazo el cartón de palomitas que atacaba entre sorbo y sorbo de Coca-Cola. Violeta, sin perder de vista la pantalla, alargaba la mano para cogerlas a puñados. Aunque la mirada de ambos estuviera clavada en las imágenes, sólo tenían conciencia de quién estaba a su lado. Gaspar pensaba en las maravillosas vacaciones que habría pasado de haber salido con ella todo el verano. Ahora era septiembre y, en apenas una semana, la vuelta al martirio colegial significaría el final de las vacaciones. Este año tendría que ir a un nuevo instituto, cerca de la casa. Pero no le importaba, con Violeta se sentiría bien. Todo el tiempo del mundo para ellos solos.

Notó la mano de Violeta ir en busca de las palomitas. En lugar de introducirse en el cucurucho de cartón, planeó hasta la cintura de Gaspar. Palpó la sinuosa geografía y deslizó con lentitud la cremallera. Los dos seguían con la vista clavada en la pantalla, inmóviles. La mano de Violeta se introdujo certera y aleteó hasta abrirse paso. Permanecieron un instante petrificados, hasta que los dedos de Violeta recobraron la actividad. Gaspar se dejó hacer. Las palomitas cayeron al suelo, desparramándose, al perder Gaspar la tensión de las rodillas.

A la salida, adujo que debía volver rápido a casa. Violeta le besaba con insistencia pese a la pasividad de él.

—¿Qué te pasa? Estás raro —le dijo a Gaspar.

—¿Yo? Qué va. ¿Por qué?

Era evidente que estaba raro. Dentro de él se había levantado el telón tradicional de un teatro ya conocido. Quizá, pensaba Gaspar, sólo alcanzo a disfrutar de las chicas que me rechazan. Pensó en Sara. Su intacto amor por ella. ¿Decepcionan las chicas cuando satisfacen nuestros deseos?, se preguntaba a sí mismo. Gaspar notó la incomodidad de su entrepierna empapada. Se sintió sucio. En muchos aspectos.

Aurora tuvo dificultades para ganar una posición desde la que pudiera vigilar a Nacho sin ser vista. El chico se había sentado, acompañado de la funda de su guitarra, a una mesa del café. Parecía esperar a alguien. Estuvo tentada de entrar y hacerse la encontradiza. Pero la curiosidad venció de nuevo. Cuando vio a Sara entrar en el bar no tardó en recordarla. Con rabia, puso el tacón de su zapato sobre su otro pie y se pisó con fuerza hasta hacerse sangre en el empeine.

Nacho había acudido a la llamada de Sara. Por el tono con que ella lo saludó, supo que no debía concebir falsas esperanzas.

—Quiero que sepas que yo no tengo nada que ver en lo de tu padre.

—¿Qué?

—En que se haya ido de casa.

Sara tuvo que ponerle al corriente de la marcha de su padre. Le contó la llamada de la noche anterior. Mientras hablaba pensaba que tenía el don de hacer sufrir a todo el mundo a su alrededor. Nacho estaba confuso. Pensó en su madre. ¿Tan poca atención le prestaba como para no haber percibido nada de lo que estaba sucediendo?

—Siento ser yo la que te lo cuente.

—Al menos así me entero de algo. ¿Y tú por qué no te has ido con él?

—¿A ti qué te importa?

Nacho tragó saliva. Notó en Sara las ganas de marcharse y quiso llevar la iniciativa, aunque tan sólo fuera por una vez. Se puso de pie.

—Dime al menos que me desprecias, que siempre te he parecido un gilipollas. Pero dilo claro.

—Eso no es verdad.

—¿Entonces qué? Me gustaría poder dormir por las noches.

Se inclinó sobre ella y le dio un corto beso en los labios. Sara le vio salir del bar.

Cuando Nacho pasó frente a ella, Aurora se sumergió en el interior del portal donde había permanecido escondida. Nacho no la descubrió. Se alejó con pasos cansados. No pudo ver que la mujer estaba llorando.

Durante el ensayo de aquella tarde no noté a Nacho peor que en los últimos días. Apenas hablaba, se limitaba a tocar la guitarra, ajeno a las discusiones del grupo, provocadas casi siempre por los nervios ante la cercanía de nuestro estreno en público. Y en su casa también se limitaba a ser una sombra. Se había oscurecido el Nacho que sus hermanos conocían, siempre provocador, el que tocaba la guitarra en el porche o hacía el pino para que sus hermanos pequeños sonrieran. Se habían terminado las charlas con Gaspar antes de acostarse y los concursos de tiro de escopeta. Creo que a los ensayos tan sólo acudía para poder escapar de su casa.

Su casa recuperaría la alegría perdida ese mismo atardecer, cuando el coche del padre cruzó la puerta de entrada y Félix hizo sonar la bocina. La madre, sentada en el porche, creyó ver visiones. Su marido salió del coche y se dirigió hacia ella con una sonrisa algo forzada. Matías y Lucas corrieron a abrazarse a él.

—¿Qué tal por La Coruña? —preguntó Matías.

Lucas escribió algo ininteligible en su cuaderno. El padre no acertó a desentrañar la letra, pero le dio un beso en la frente. Supo que la madre no había dicho nada de la nota. Se acercó a ella. La tomó de la mano. Felisín, pese a la llegada del padre, no abandonó el salón, donde, junto a sus colegas, disfrutaba de la proyección de La sirena del Mississippi. Alberto Alegre lloraba, emocionado por la historia de amor, en tanto que Felisín consideraba que el abandono femenino había de ser algo tradicional en la cultura francesa.

El padre dejó a Matías al cuidado de la casa y les anunció que llevaba a la madre al teatro. Sin acabar de entender, la madre se subió al coche. El padre condujo en silencio y se detuvo junto al parque cercano. No hizo falta que le confesara a la madre que no tenía ninguna intención de ir al teatro. Ella se conformaba con volver a verle.

—Creo que tenemos que hablar —dijo él.

Caminaron hasta el parque y se sentaron en un banco algo apartado. Como dos enamorados que fueran a hacer manitas y sentarse el uno en el regazo del otro. Apenas acomodados, percibió el padre lo ridículo de la estampa y argüyó:

—Prefiero pasear.

La madre se levantó tras él. Para entonces el padre ya había empezado a hablar. Se unió las dos manos tras la espalda, como si eso le ayudara a transportar la culpabilidad.

—Espero que ninguno de los chicos haya leído la nota —comenzó el padre.

La madre negó con la cabeza.

—No sabía qué hacer con ella.

Sacó de su bolso el pedazo de papel arrugado y se lo tendió al padre. Éste la rompió en minúsculas porciones que cayeron al suelo de arena.

—Creo que me he portado como un egoísta. Has comprendido lo que ha pasado, ¿no?

La madre asintió. No quería que el nombre de Matías apareciera en la conversación. Al fin y al cabo, aunque enfermo, era su hijo, el fruto de su unión. Lo que había presenciado el padre entre ella y el pequeño era sólo culpa suya. El padre, por su parte, prefería preservar el nombre de Sara. Tenían tantas cosas que decirse, pero eran incapaces de confesarse siquiera alguna de ellas. Quizá no podía ser de otro modo: tras el sí del matrimonio desaparecía el amor.

—La mañana que me fui —le contó el padre— me sentía como un joven que quisiera reemprender una nueva vida. Salir de casa. No podía soportarlo. Me aplastaba el peso de la familia.

—No tienes nada que explicar —terció la madre—. La culpa es mía.

—No pienses eso ni por un momento.

La madre se sintió orgullosa de la generosidad del padre, pero estaba convencida de su falta.

—Una mujer no puede descuidar a su marido. Lo de Matías y yo…

—Y un padre tiene que aceptar a su familia tal como es —argüyó él—. No puedo quitarme el fardo de encima porque pesa.

En eso tenía razón el padre. Él también tenía que haber encarado el problema de Matías y no abandonar, pensaba la madre.

—Supongo —añadió el padre en su tono antiacusador— que te has sentido despreciada por mí. Y tienes toda la razón para culparme. He sido un imbécil.

Sara había puesto en evidencia la debilidad de su matrimonio, ahí estaba la falta compartida. Al padre le sorprendía la resignación con que su mujer aceptaba su desliz infiel. Temió que lo hubiera sabido desde el principio. Muy de ella, pensó, habría sido permanecer en silencio, sufrir sin exigir nada.

—Sabes lo que te digo —arrancó la madre, y su marido ahora se esperó lo peor—, que nunca debimos dejar que Matías nos separara por las noches.

—No ha sido sólo eso —interrumpió el padre.

—Sí —le corrigió su mujer—, un matrimonio debe estar junto y ser ejemplo para todos sus hijos.

El padre se dio cuenta de que su mujer tenía razón. Matías había terminado de separarlo de su familia, de convertirlo en un inútil, vacío del cual había venido a rescatarlo Sara.

—Matías —confesó el padre— ha resultado ser un padre perfecto. ¿De qué sirvo yo a su lado? Incluso hace mejor mi papel que yo.

—Nada de eso —le recriminó la madre—, no lo hace mejor que tú. Nadie puede sustituirte. Antes que dejar que nos separara, hubiera sido preferible volverlo a ingresar.

Tenían más hijos y no podía echarse a perder la familia por uno solo de ellos. Quizá había sido un error confiar en que el cariño le sanaría, en que al cerrar los ojos a la enfermedad ésta desaparecería.

Al padre le parecía injusto culpar de su historia con Sara tan sólo a Matías. Pero en el fondo comprendía que la madre quisiera rescatar la pasión en su pareja y, para eso, había que empezar por recuperar el territorio de las noches. A lo mejor se podía terminar con ese infierno que le suponía verse desplazado del papel de padre de familia por su hijo de doce años.

Al llegar a casa hubo un coro de preguntas en cuanto a los detalles de la obra. La madre se escurrió hacia la cocina, rescatada por sus obligaciones domésticas. De lejos oyó al padre bromear con sus hijos, decía que no se había enterado de nada por haber pasado todo el tiempo haciendo manitas con su madre.

—Hasta el acomodador nos ha tenido que llamar la atención —rió el padre.

—¿De qué trataba el argumento? —preguntó Gaspar, con interés profesional.

—¿El argumento? Ya lo dijo el poeta: «Envejecer, morir, ése es el único argumento de la obra».

Durante la estrepitosa cena, el padre, que había hecho gala de un encomiable sentido del humor, le dijo a Matías: «Hoy voy a dormir yo con tu madre». Para su sorpresa, el pequeño apuró el vaso de leche de un trago y contestó: «Está bien, pero no te malacostumbres». Y se subió a dormir a la habitación de invitados, agotado como estaba de faenar todo el día por la casa.

Nacho, al regresar, encontró la cena fría. Trató de ocultar su sorpresa al ver al padre. Así que había vuelto. Intercambiaron una mirada. El padre supo que su hijo estaba enamorado de Sara y le envidió. Ojalá yo pudiera vivir su vida, se dijo. No sabía cuánto se equivocaba.