Diecisiete

No recibir noticias tuyas reconozco que me asusta. Me cuesta reconocer que vivimos entre dos nadas. Acepto la nada de nuestra inexistencia biológica en el pasado infinito. De ahí el vacío de mi memoria. Pero me niego a aceptar la segunda nada. Este entreacto no me parece tan bien escrito como para conformarme con la cercana caída de telón sin exigir que se me devuelva el dinero de la entrada. Quizá, tu falta de noticias tan sólo se deba a que los correos entre nosotras sean incompatibles.

De la abuela Alma a Ernestina Beltrán

A media mañana, la madre liberó a Lucas del bozal y persuadió a Matías para que se quitara el mono de faena y dejara de enredar con el desagüe de la pila. «Vamos a ir a visitar a la abuela». Trató de convencer a Gaspar, pero éste adujo que hacía sólo unos días que la había visto. Bajo ningún concepto podía abandonar la casa. Con Mayka en el desván, cada minuto se hacía eterno. La noche anterior tampoco había logrado sacarla de casa. Su inapelable decisión se suavizó cuando ella le enseñó que oral podía ser algo más que una variedad de examen.

Felisín había acudido al periódico para intentar conservar su empleo aunque el crítico titular hubiera vuelto de vacaciones. Nacho hacía rato que se había unido a nosotros para el ensayo.

El abuelo aporreaba la máquina de escribir, mientras pasaba a limpio una nueva versión de lo que sería su discurso de defensa, en verso, ante el tribunal que iba a juzgarlo por delitos contra la propiedad privada y resistencia a la autoridad. ¿Con qué podía rimar juez?

Lucas entró a coger su cámara de fotos inútil y le dijo a Basilio que se iban a casa de la abuela. El hermano gordo no conseguía concentrarse y aceptó los ruegos de su madre para que los acompañara. Cualquier excusa era buena para aplazar sus estudios de recuperación. Estaba a un par de semanas de los exámenes.

Gaspar salió al porche para despedir a su madre y los tres hermanos.

—Te quedas solo con el abuelo, cuida de que no haga ninguna tontería.

Gaspar tranquilizó a su madre y los vio perderse rumbo hacia la calle.

Cuando Sara les abrió la puerta, Lucas y Matías corrieron hacia la habitación de la abuela sin siquiera saludar. La madre y Basilio se quedaron mirándola de modo muy diferente. Tiene unos ojos maravillosos, pensó la madre. No le costó imaginar la razón por la que algún miembro de su familia no había escatimado visitas a la abuela enferma. Experimentó un pellizco de celos. Basilio veía ahora por primera vez a Sara. Permaneció callado mientras pensaba que aquélla era la mujer más hermosa con la que se había cruzado en su vida.

Sara los invitó a entrar y los condujo hasta la habitación de la abuela. Tras ellos, cerró la puerta y volvió a su cuarto.

—Perdonadme, pero me encuentro en un estado de nervios total —les recibió la abuela—. El cafre de vuestro abuelo me ha escondido las pipas y el tabaco y estoy que me subo por las paredes.

—A su edad no le conviene fumar, abuela.

—A mi edad no me conviene nada, hija mía. Eso es lo bueno de ser viejos. Lo único que hay que conservar es la dignidad. Y eso, el que la ha perdido es el meapilas de mi marido.

Basilio no prestó atención a los insultos que la abuela dispensaba al abuelo Abelardo. Según ella, lo mejor que les podía pasar es que encerraran a ese hijo de puta en la cárcel tras el juicio. Basilio trataba de que los rasgos de Sara no se difuminaran en su memoria, de conservar la expresión de aquel rostro y disfrutarla en el recuerdo. Sentado a los pies de la cama, se debatía entre la posibilidad de salir y buscarla por la casa con cualquier excusa y la certeza de que nunca alguien como él estaría a la altura de una chica así.

La madre se adelantó a sus planes de fuga.

—Anda, Basilio, saca a los niños al salón. Quiero hablar a solas con la abuela.

Basilio siguió a Matías y Lucas fuera del cuarto y cerró la puerta tras de sí. La madre aguardó aún un instante antes de decir:

—No tengo a nadie con quien hablar. —La abuela cambió la expresión de su rostro. Clavó sus ojos en los de la madre—. Félix se ha ido de casa.

Sara revolvió el pelo de Lucas cuando les vio aparecer en el salón.

—¿Cuándo empiezas el colegio?

—Yo no quiero ir al colegio, quiero ser un pez.

—¿Y eso? ¿Has conocido a una sirena?

—No, porque quiero. El doctor Tristán me va a enseñar a nadar. Me lo ha prometido.

—Lucas, tú no flotas —se atrevió a decir Basilio, pero Sara no reparó en sus palabras.

—¿Queréis ver los dibujos animados?

—Bah, eso son niñerías —replicó Matías dejándose caer sobre el sofá.

—Tú debes de ser Matías, ¿verdad? Venga, sentaos aquí y vamos a ver la tele los tres juntos.

Basilio pensó: Somos cuatro, pero prefirió permanecer en silencio. Se sentó en una silla, detrás del sofá, sin poder apartar sus ojos ni por un segundo de la nuca de Sara.

La abuela había tomado la mano de la madre entre las suyas y la acariciaba con ternura.

—Volverá, no te preocupes.

—¿Usted cree? Todavía no se lo he dicho a nadie —confesó la madre.

—Mejor. Conozco a mi hijo. En el fondo es como yo. No habrá otra mujer, ¿verdad?

—No lo sé.

—Esas cosas se notan…

—Últimamente no dormíamos juntos.

—Los hombres son simples como el mecanismo de un chupete. Había una canción en mi época, de ese genio de Irving Berlin, que los define muy bien: «Cuando tienes lo que quieres ya no lo quieres».

—No sé qué voy a hacer con los chicos…

La abuela sonrió y dejó escapar, por una vez, todo su encanto.

—Tiene cincuenta años. Demasiado pronto para morirse y demasiado tarde para empezar de nuevo.

En cuanto vio salir de casa a su familia, a Gaspar le faltó tiempo para trepar hasta el desván y entrar en él. En su cuarto, el abuelo tecleaba en la máquina de escribir.

Sus ojos se entretuvieron en el mágico final de la espalda de Mayka tumbada bajo el sol del ventanuco. Al menos así me pondré morena, se había dicho antes de caer dormida. Gaspar se acercó a tientas y se sentó sobre el colchón. Llegados a ese punto, la batuta de su deseo sexual dirigía todos sus orquestados estímulos. Se reclinó junto a ella y bajó su pantaloncillo hasta los tobillos y luego se lo quitó con los pies. Trató de contenerse, pero un segundo después ya reposaba sobre la espalda de ella y exploraba la misteriosa confluencia de sus piernas.

Mayka se despertó sin sorpresa y alcanzó a ver el rostro cercano de Gaspar. Él la besó en la comisura de los labios.

—¿No eres demasiado joven? —preguntó ella con la voz aún espesa del sueño.

Gaspar negó con la cabeza de modo expeditivo.

—Tengo quince años —mintió para añadirse casi once meses de viajada vida experimentada.

Mayka cerró los ojos un instante y Gaspar fue perdiendo el control. Comenzó a moverse rítmicamente sobre la espalda de la chica. Ella permanecía boca abajo contra el colchón.

—Esto no está bien —insistía Mayka con cierta culpabilidad al intuir el bigote incipiente de Gaspar, pero sin percibir que su tenue oposición no hacía sino aumentar la excitación de éste—. No está bien, no está nada bien.

El chico era, a cada embate, más ajeno a su voz. Desvió su atención por el desván, trató de concentrarse en algo que lo despistara de su labor. Se topó con un viejo lienzo cubierto de polvo. Era un retrato de dos mujeres, abrazadas en un diván, desnudas. Ambas eran jóvenes y hermosas, una pelirroja, la otra morena, los trazos de pincel gruesos…

Mayka notó humedecerse su espalda y el cesar de los leves movimientos del muchacho. Gaspar se deslizó hacia un lado del colchón, alargó la mano para recuperar sus pantalones y calzó su deseo satisfecho. Se puso en pie con decisión.

—Tienes razón, no está bien… Tienes que irte. Ahora mismo. Antes de que vuelvan.

—Pero…

—No, no, en serio, si me pillan me matan.

Gaspar terminaba de vestirse a toda prisa.

—Vamos, vístete rápido —urgió a Mayka, y le lanzó su ropa deshilachada—. Oh, Dios, no puedes salir así a la calle.

El escueto vestido rasgado en varias partes no era, en efecto, de ningún modo presentable.

—Espera aquí y no te muevas.

Desnuda, de pie sobre el suelo de madera, Mayka vio cómo Gaspar se precipitaba hacia la puerta y salía del desván. Nunca acabaría de comprender a aquel muchacho tan cambiante. Triste, fue a refugiarse en uno de los rincones del desván.

Gaspar entró en el dormitorio de sus padres. Abrió el armario de puerta corredera y eligió uno de los vestidos de su madre y un par de zapatos viejos. También sacó algo de dinero del monedero y se lo guardó en el bolsillo. De pronto, un terrible estruendo resonó en toda la casa.

El suelo del desván cedió al peso de Mayka y ésta se vio arrastrada en una tremenda caída al piso de abajo. Entre escayola y maderas podridas, plenas de carcoma, aterrizó de pie sobre el colchón de la cama de Nacho. El abuelo, que escribía a máquina sentado frente a la mesa, se volvió asombrado. Una mujer desnuda se alzaba de pie sobre el colchón, joven y preciosa, envuelta en una polvareda blanca. En el techo, un agujero considerable. El abuelo se levantó, fue hacia ella y se hincó de rodillas en el suelo.

—Madre de todos los hombres, enséñanos a decir Amén —recitó—. María, gracias por venir.

Mayka le miró sin acabar de entender la actitud piadosa de aquel anciano. De lo único que estaba segura es de que la confundía con otra. Una tal María. Se cubrió el sexo con una mano y bajó del colchón. Le dolía un tobillo y vio sangre en una raspadura en el pie. Llagas, pensó el abuelo. Sin importarle la problemática explicación teológica que justificara llagas en la Virgen, el abuelo se postró a sus pies y los besó con vehemencia.

—Madre, gracias por tu ayuda antes del juicio final. Bendita seas.

—De nada.

Gaspar había subido a la carrera al desván y su corazón latió con desenfreno al ver el boquete entre dos vigas del suelo. Midió sus pasos hasta el agujero con sumo cuidado y presenció la confusa escena que tenía lugar entre Mayka y su abuelo en el piso inferior. Recogió el colchón, lo apiló junto a los otros trastos y con la tela volvió a cubrir el viejo lienzo. Vació la improvisada y maloliente bacinilla de Mayka por el ventanuco. Con la ropa y los zapatos de Mayka en la mano, retiró los restos de comida sobre la bandeja y bajó con ella a la carrera, la vació dentro del cubo de basura, sin importarle perder cuchillo y tenedor. El golpear incesante de su corazón le impedía pensar. Comenzó a subir las escaleras. Con lentitud, como quien se enfrenta a un castigo merecido pero no por ello menos doloroso.

El abuelo seguía hincado de rodillas a los pies de Mayka y besaba sus heridas. Mayka se volvió para ver a Gaspar en el umbral de la puerta. Gaspar le hizo un gesto expeditivo para que saliera de allí en silencio. Mayka acarició con ternura la cabeza del viejecito a sus pies.

—Basta, basta. Ya está bien.

El abuelo, con lágrimas en los ojos, levantó la cabeza y observó a Mayka salir del cuarto. Gaspar, sin dejarse ver, cerró la puerta y agarró a la chica del brazo para conducirla escaleras abajo.

—Ponte esto, rápido.

El vestido de la madre le venía grande a Mayka. El abuelo salió del cuarto y llamó a voces a Gaspar.

—¡Milagro! ¿No hay nadie en casa? —Superado por los acontecimientos, se arrodilló en las escaleras y comenzó a rezar la salve.

Gaspar empujó a Mayka hacia la puerta de salida y cruzaron el jardín a la carrera. Mayka cojeaba dolorida por la caída e incómoda por los zapatos tres números pequeños. Pero Gaspar tiraba de ella con autoridad. La huida era a vida o muerte.

Hasta pisar la calle no respiró tranquilo. Sujetaba con fuerza la mano de Mayka mientras guiaba sus pasos. Al alcanzar la parada del autobús se subieron al de próxima salida. Gaspar ni se fijó en el número, había que poner tierra por medio. Se detuvo a pagar junto al conductor y resistió las miradas curiosas de los pocos viajeros. Al fondo, vio asientos libres y se encaminó hacia allí sin soltar la mano de Mayka. Se sentaron. Gaspar miró por la ventanilla y se dejó empapar por el sudor.

—Tu abuelo me ha parecido muy simpático.

Claro, cualquiera que te bese los pies te caería bien, estuvo a punto de decir Gaspar. Se limitó a mirarla y hacerle un gesto para que se mantuviera en silencio. Con insistencia, los pasajeros del autobús lanzaban miradas curiosas hacia la extraña pareja instalada al fondo. Gaspar intentaba disimular.

El autobús terminaba su recorrido en plena calle Fuencarral. Gaspar se puso en pie y guió a Mayka hacia la salida. Bajaron a la calle y sintió cómo todas las miradas confluían en él. Echaron a andar por la acera. La calle había recuperado su pulso tras el paréntesis de agosto.

—Me duelen los pies —dijo Mayka para justificar sus andares torpes.

De pronto Mayka se detuvo. Gaspar tiró de ella, pero era inamovible. Miraba fijamente el escaparate de una zapatería.

—Necesito unos zapatos. —Gaspar no fue ajeno a sus pies sangrantes—. Mira, ésos son preciosos.

Gaspar percibió en ese momento que el vestido blanco de su madre no sólo era transparente, sino que la falta de ropa interior de Mayka la convertía en un grito de mírenme. Desesperado, Gaspar dijo:

—Está bien. Entra y pruébatelos.

Mayka casi dio un salto de alegría, como un niño ante la perspectiva de unos zapatos nuevos.

—¿Puedo? ¿De verdad?

Gaspar asintió con los ojos clavados en el suelo. Le ardía la cara. Mayka le plantó un largo y húmedo beso en los labios al que puso punto y final con un gracias que sonaba a reiterativo después del despliegue ardoroso de su lengua. Gaspar vio cómo aquella mujer, obviamente desnuda, entraba en la tienda. Inspiró todo el aire que permitían sus pulmones y se dio media vuelta. Iba a echar a andar, pero una chica parada junto a él le cerraba el camino con una sonrisa en los labios. ¡Violeta! De qué apartado lugar de los recuerdos de Gaspar surgía ahora aquella catorceañera preciosa, de pelo ensortijado y ojos claros. Qué mecanismos usaba Dios para castigar de modo tan certero el vicio y la infamia. Acaso era su pesadilla hecha realidad. Lo siguiente era el impacto de una bola de billar y luego la oscuridad. Gaspar sonrió para romper el rojo vivo de su cara. Estaba sudando.

—Ya veo que estás muy bien acompañado.

Claro, ella tenía que haber visto el beso y la horrible pareja que formaban Mayka y él, y, por supuesto, el cuerpo desnudo bajo la gasa materna. Horror, pensó Gaspar.

—Es una amiga.

—Ya no te veo nunca por el barrio.

—Bueno, es que…

Mayka reapareció por la puerta de la zapatería y se dirigió a Gaspar muy melosa.

—Gaspar, entra tú a verlos. Creo que son un poco caros.

Y señaló sus pies. Gaspar y Violeta clavaron su mirada en los extravagantes zapatos de piel.

—Ahora mismo entro —acertó a decir Gaspar. Mayka volvió al interior. Violeta entendió que debía alejarse de allí.

—Bueno, ven a vernos algún día.

—Sí, sí, claro. Seguro.

—Seguro que no vienes. Ya te has olvidado de mí.

Se despidieron. Violeta echó a andar bajo la mirada perdida de Gaspar, que se decidió a entrar en la tienda. Al entornar la puerta, pudo ver a un dependiente solícito, calzador en mano, agachado a los pies de Mayka, clavados los ojos, con descaro, en su sexo. Ella vio a Gaspar y con una abierta sonrisa le dirigió un gesto para que se acercara.

—¿Verdad que son bonitos?

Gaspar dio media vuelta. Salió de la tienda y emprendió una carrera Fuencarral arriba. En ningún momento se detuvo a mirar atrás. Sólo corría esquivando gente a su paso. Como alguien que huyera de un crimen, como alguien perseguido por el más terrible de los enemigos. Extenuado, se derrumbó sobre un banco de madera en Santa Engracia. Algo mareado. Nadie que lo viera en aquel instante podría sospechar lo miserable que se sentía. Sin embargo, entre el sudor y el agotamiento, notó cómo su cuerpo se relajaba por primera vez en mucho tiempo.

—¿Y tú dónde te has metido? —le espetó su madre nada más entrar en la casa.

Gaspar logró encadenar una farragosa explicación sobre un amigo que le llamó para ir a no sabía adonde… pero la madre lo ignoró con un informativo:

—Se ha caído el techo del desván. Casi mata al abuelo.

Gaspar buscó el gesto de sorpresa más a mano en su registro facial. En la cocina estaban Matías, Lucas, Basilio y el abuelo, que se dirigió a él con grandes voces.

—La Virgen María, no la has visto por no estar en casa. Descendió del cielo sobre la cama de tu hermano. En cueros vivos.

—En pelotas —tradujo Lucas.

—Nunca jamás he tenido una visión tan real.

Durante la comida no se hablaba de otra cosa. El doctor Tristán puso en duda la visión del abuelo y éste le acusó de estar ciego. «No, si el agujero es un señor agujero, pero lo de la Virgen…», se justificaba el doctor. Nacho, cuya cama estaba cubierta de escombros, no apareció en todo el día. En el grupo estábamos ensayando contrarreloj. Apenas faltaban cuatro días para nuestro concierto de presentación. Felisín recibió con puntualidad la postal que esperaba de Nicole. La leyó en voz alta ruborizándose en las referencias más personales. La madre, al escucharle, creyó comprender que su hijo también había sido abandonado. Él también miente.

—Vuestro padre ha llamado —mintió ella a su vez—. Con lo del techo ha estado a punto de volverse…

—¿Cuándo viene? —preguntó Matías—. Porque habrá que llamar a unos albañiles.

—Conozco a unos excelentes —ofreció el doctor Tristán.

—Hombre, en estos casos suele ser mi marido el que decide.

—Nada, nada, los avisaré esta tarde.

El doctor llamó a los albañiles un instante antes de subir a casa de Aurora para su sesión psicoanalítica.

—Es hermoso, joven, le deseo y envidio su libertad de veinteañero, su cuerpo de veinteañero, me domina sin yo querer, me lleva a extremos que nunca soñé y jamás ha sido sádico o malvado conmigo. Nada que ver con mi marido, que me hizo beber su propia orina, que me pegaba sin parar; nada que ver con el jefe de departamento en mi antiguo trabajo, que me violó con una botella de champán y luego me afeitó el sexo; nada que ver con aquel tipo que conocí en la discoteca Keeper, que me ató a la mesa y me cagó en la cara; nada que ver…

Aurora desglosaba con frialdad al doctor Tristán el rosario de humillaciones a que los hombres de su vida la habían sometido. Reconocía cierta atracción por el masoquismo, siempre que fuera un juego mutuo, pero en su caso se había limitado peligrosamente a un entretenimiento unilateral. Sus traumas estaban alimentados por la experiencia de las cumbres que puede alcanzar el hombre cuando interpreta su papel de perverso brutal. Ahora se sometía solícita a los apetitos cambiantes de un jovencito, Nacho, carente aún de experiencia perversa, pero con la crueldad infantil trasladada al sexo. Ella se reconocía a su merced, enamorada con esa sumisión de las esclavas del instinto.

—Ayer fue la última vez que lo vi.

—¿Pasó algo extraño? —preguntó el doctor, libreta en mano.

—Lo de siempre. Me hizo el amor. Luego se fue.

—¿Te pegó?

—El jamás me ha pegado. Es tierno. Sencillamente me desprecia.

—¿Y tú a él?

—Vamos, doctor, él me vuelve loca. Seguro que está enamorado de alguna chica de su edad que no se atreve a follar con él. Cualquiera sabe. Conmigo se desahoga.

El doctor Tristán abandonó sus notas y urgió a la paciente a que sacara la prótesis que él mismo le había obligado a comprar.

Se trataba de un vibrador con la forma de un pene. El doctor le pidió que lo accionara. El aparato comenzó a vibrar. Por encima del ruido, el doctor le preguntó si lo había utilizado en los últimos días. Ella asintió con la cabeza.

—Por favor, destrúyalo —le ordenó el doctor—. Usted sufre pedestalismo, es decir, total dependencia del pene masculino.

La paciente tiró al suelo la prótesis. El látex seguía vibrando en una reducción ridiculizante de lo que, al fin y al cabo, era el sexo. Con rabia, la mujer lo pisoteó una y otra vez, sin lograr que el movimiento cesara, pero el material crujió. La intensidad destructiva de la paciente aumentó y, en su frustración, cogió la prótesis y la arrojó a la calle por la ventana abierta. Con inercia, el pene impactó en la cabeza de un jubilado que iba a cruzar la calle tras la estela del trasero pizpireto de una muchacha de falda tableada. Las dos pilas salieron disparadas. El anciano se rascaba la cabeza a la altura de la zona impactada. Estoy realmente obsesionado, pensó al distinguir el aparato en el suelo.

—Es arriesgado —convino el doctor Tristán—, pero voy a aplicar con usted un tratamiento de rechazo radical.

—Por favor, doctor, no me llame de usted.

—Usted podrá practicar el sexo como hasta ahora, pero trataremos de que su síndrome de inferioridad se supla por una reacción dominadora suya sobre su pareja.

—¿Sabe que guardo un revólver en la mesilla? —le había dicho ella—. Desde la época de mi divorcio. Estaba tan atemorizada. Ayer pensé en el suicidio.

—No quiero que juegue con esas ideas, ¿me lo promete?

Ella asintió. Le contó que unas noches antes había aceptado irse a casa de un desconocido con el que entabló conversación en el supermercado. Se acostaron juntos, pero cuando él dormía le roció los genitales con benzina de recargar mecheros y amenazó con prenderle fuego. «Y reconozco que disfruté», comentó la paciente. «En especial cuando se echó a llorar. Nunca había hecho llorar a un hombre».

Aurora tenía un sueño recurrente. No era una pesadilla erótica, lo cual en alguna medida decepcionó al doctor. Se recordaba con dieciséis años, el día de su confirmación en el colegio de monjas, su vestido precioso y el obispo de Madrid que le dio la bendición. Entonces tenía tres novios, era virgen y se turnaba para salir con cada uno de ellos. Le gustaba revivir ese día, se preguntaba qué error había cometido entonces, por qué dejó de ser la niña perfecta, en qué se equivocó.

Cuando la sesión terminó, la paciente acompañó al doctor Tristán al ascensor.

—¿Quiere usted acostarse conmigo, doctor? —preguntó ella.

—Me alegro de que se atreva a confesarlo —sonrió el doctor con complacida autosuficiencia—. Es posible que yo la desee a usted, pero la ética profesional anula todo lo demás. Hasta dentro de dos días.

La puerta del ascensor se cerró y el doctor comenzó a bajar. No pudo resistir y detuvo el aparato entre dos pisos. Se bajó los pantalones y culminó la excitación que había venido sintiendo durante el último tramo de la sesión. No anotó nada de ello en su cuaderno.

El padre había seguido la ruta marcada en su guía de viajes hasta llegar a Cadaqués. Encontró una habitación con vistas al mar y pagó dos noches por adelantado. Había comprado un cuaderno. «El problema empieza cuando uno se para a pensar», escribió. Pero no pudo pasar de ahí. Se sentía ridículo, como si quisiera emular los aires de escritor de su hijo Gaspar. Él, que había abandonado hacía tanto tiempo la lectura. Quizá ahí residía su error, se dijo. En creerse uno de sus hijos, en pensar que podía volver a tener veinte años, ser libre y tener alas. Olvidaba que a los veinte años uno no tiene alas ni es libre y, a veces, ni tan siquiera se tienen los veinte años más que en el carnet de identidad.

Incapaz de soportar la soledad, descolgó el teléfono y llamó a Sara. Tardó en contestar. Le dijo:

—Me he ido de casa.

—¿Estás loco? ¿Dónde estás?

—¿Qué más da?

—¿Y tu familia? Hoy ha estado aquí tu mujer…

El padre colgó. No necesitaba la ayuda de nadie para sentirse culpable. Sara esperó que el teléfono volviera a sonar. No lo hizo. Antes de irse a dormir, se miró en el espejo. Se observó con detalle, como si fuera la primera vez. Luego se preguntó: ¿Quién soy yo?

Matías notó que su madre aún seguía despierta en la cama, junto a él. La abrazó con fuerza.

—¿No te puedes dormir, mamá?

—Sí, hijo, sí. Ahora mismo. Tú sigue durmiendo.

—¿Echas de menos a papá?

—Un poco.

—Yo también… ¿Cuándo va a volver?

—Pronto. Muy pronto.

—Un padre no tiene que irse nunca de casa, ¿verdad? Bueno, sólo al trabajo…

—Vamos, duérmete, que es tardísimo.