El padre madrugó extraordinariamente aquella mañana. Apenas había podido dormir durante la noche, pero la tensión en que se encontraba le imposibilitaba sentirse cansado. Tampoco desayunó, se vistió a toda prisa y salió de casa antes de que nadie se despertara.
Su mujer le oyó marchar desde la cama. Matías estaba abrazado a ella, como era habitual. Le extrañó que su marido ni tan siquiera entrara en la cocina. Tenía los ojos abiertos como si aquello la ayudara a escuchar mejor. Al ruido de arranque del coche, le siguió la vuelta al silencio de aquella mañana. Desenlazó los brazos de Matías de en torno a su cuerpo y con sigilo salió de la cama.
El padre había aparcado en la calle de los abuelos. Entró en un bar cercano y trató de calmarse con un café. Desde la ventana dominaba el portal del edificio. Un instante antes había llamado por teléfono y al oír la voz del abuelo colgó apresuradamente. Esa cobardía adolescente le retrotrajo a los años de noviazgo con la que ahora era su mujer, al pavor de enfrentarse con los que habrían de ser sus suegros, aquella pareja de emigrados rurales toscos y violentos. Se recordó joven, con aquel abrigo eterno que vistió tantos años, cuando todo era a escondidas, apresurado y sucio, como aquel primer contacto sexual, cuando ella le masturbó bajo el hueco de la escalera de su portal. Al fin y al cabo, su extraña relación con Sara tenía mucho más que ver con la vuelta a los dominios de la adolescencia que con la pretendida madurez que se presupone a los cincuenta. Pensó en las llamadas para reservar habitación en un hotel discreto, como un vulgar viajante que anduviera cepillándose a la hija de un amigo. Pensó en su pasión por Sara, su resucitada entrega sexual, los besos de ella.
La tarde anterior había sido definitiva. Fueron en la moto de Sara al hotel donde tenían lugar sus encuentros. El pelo de ella golpeaba, al viento, el rostro de Félix, que en instantes así llegaba a creer que el reloj de la vida se había detenido expresamente para él. Tras hacer el amor, las yemas de sus dedos recorrían el cuerpo de Sara.
—Nacho sabe lo nuestro. —Sara había esperado al final de la tarde para confesarlo.
—¿Qué? ¿Mi hijo?
Sara asintió. El padre la miró con un interrogante.
—¿Se lo has dicho tú?
—No, pero como si se lo hubiera dicho. Me preguntó y no pude engañarle. Yo nunca miento.
El padre acusó un reproche, que no existía, en la afirmación de Sara.
—Yo sí, ¿verdad? Yo miento a todos. A mi mujer, a mis hijos…
—No quería decir eso.
—A saber lo que piensa ahora de mí.
El padre, con un impulso, decidió vestirse. Trataba de recordar algún detalle en la actitud de Nacho hacia él en los últimos días. Sara lo tranquilizó.
—No va a hacer nada. Te entiende mejor de lo que tú crees.
Pero el padre no tenía tanta confianza en sus hijos como Sara. Cuando aparcó el coche en el patio, sus luces iluminaron el porche, donde Nacho reponía las cuerdas a su guitarra. El padre apagó las luces y descendió con parsimonia. Se saludaron un instante. Había anochecido y el padre caminó hacia su hijo.
—¿Qué tal?
Se sostuvieron la mirada. Nacho, sin dejar su labor, se encogió de hombros. El padre intentó extraer algo de su hijo, pero lo más que consiguió fue preguntar:
—¿Qué tal va el grupo?
—Normal, como siempre —había contestado Nacho.
En la mesita, junto al café, el padre había desplegado el mapa de una detallada guía de viajes. Con su rotulador trazó una decidida ruta de Madrid a Santillana del Mar. Sí, allí el autor recomendaba un hotel barato pero encantador. Podrían llegar por la noche.
El primero de septiembre no era mala fecha para empezar una nueva vida. Los lugares turísticos habrían quedado desiertos y podrían disponer de comodidades en su viaje. Estaba todo calculado. Sacaría algo de dinero del banco y el resto lo dejaría. La cuenta estaba también a nombre de su mujer. Hablaría con la empresa, tras más de veinte años tenía derecho a una jubilación. El sueldo íntegro sería para la familia, él ya saldría adelante, de eso no le cabía duda.
Otro trazo lo condujo de la costa cántabra al sur de Francia. Siempre había querido volver allí: Orthez, Ramiers, Narbonne, Perpignan. Cuando se terminara el primer dinero, podrían instalarse una temporada en el Ampurdán, ¿por qué no?, ¿qué decía el autor? Marcó un círculo sobre la zona, confundiendo en un descuido el Ampurdán con la Garrotxa.
Sorprendido del tiempo que había transcurrido, insistió una vez más con el teléfono. Ahora sí pudo oír la tenue voz de Sara al otro lado de la línea. Alcanzó a decirle que estaba en el bar de enfrente, que la esperaba allí. Pidió un té con leche fría y lo trasladó a la mesa. Le preparó la taza, el sobre de azúcar y el platito, como había hecho otras mañanas. Alzó la cabeza para verla entrar en el bar, arreglada con prisas de recién levantada, pero con toda la calidez que le solía acompañar. Sara se sentó ante él, dio las gracias y se sirvió el té no sin lanzarle un par de divertidas miradas interrogantes. Sus ojos repararon en la guía de viajes, la giró hacia sí con la mano.
—Ayer me dijiste algo que me ha hecho pensar —anunció el padre para recuperar la atención de Sara—. Eso de que tú nunca mientes.
Y era verdad. A costa de sacrificar el pudor, Sara había alcanzado el poder. El poder que otorga seguir siempre la misma línea recta en el comportamiento, olvidar trazar las curvas necesarias quizá para ser feliz. Y como todo el que renuncia a la hipocresía, sumía sus actos en un aire de irresponsabilidad.
—Creo que yo he mentido ya demasiado a lo largo de mi vida. No estoy dispuesto a hacerlo más.
—Me parece bien.
—No puedo seguir con mi familia.
Sara entendió de golpe la intempestiva visita del padre, sus ojos brillantes, idénticos a los de Nacho cuando había aparecido borracho, para declararse con aquel tono romántico, el significado de aquella guía de viajes. Sara no dejó, como habría podido hacer cualquier otro, que el equívoco creciera. Sabía que iba a hacerle daño y tardó un instante antes de encontrar las fuerzas.
—¿Eso es lo único que se te ha ocurrido?
El padre no entendió muy bien lo que Sara había querido decir. Con suavidad, pero de un modo implacable, ella se lo fue dando a entender y el padre tuvo la misma sensación que un niño cuando desenvuelve un regalo y comprueba que es algo que ya tiene. Con ojos de fingida felicidad escuchaba a Sara.
—Es la primera vez en mi vida que he tenido una relación secreta con alguien. Y ése es el problema: nunca sale bien. Cuando quieres a alguien no puedes quedarte callado, cuando te gusta un sombrero no lo guardas en casa.
Eso era, en sí mismo, lo que el padre pretendía cambiar. Salir a la calle y poder gritárselo a todo el mundo. Pero el pensamiento de Sara discurría ya imparable.
—Tú mismo lo dijiste —recordó ella—. Si tú y yo nos casáramos, dentro de unos años volverías a sentirte igual, a creer que la vida es una mierda…
—¿Eso dije yo? —preguntó el padre—. Pero no pasará.
—A lo mejor me pasa a mí. Tan importante es que alguien te haga feliz como que tú hagas feliz a alguien. Eres tú el que tienes que hacer feliz a los demás.
—Ya te sale otra vez el lado monja.
—El único que tengo —replicó ella, enfadada—. Soy una monja que folla, supongo.
—Lo he dicho en broma.
—Ya lo sé. Pero es verdad. Yo no tengo que darte la charla. ¿Has hablado con tu mujer?
—¿De qué? —preguntó el padre, alarmado.
—Del tiempo.
El padre supo que, en esta ocasión, Sara no le iba a conceder ninguna ventaja.
—A lo mejor —añadió Sara— ella también tiene algo que decir sobre tus planes de felicidad futura. A lo mejor ella también ha tenido ganas de largarse un millón de veces.
—O sea que no hay otro remedio que pudrirse. Juntos, pero pudrirse.
—Eso es cosa tuya. —Sara dudó un instante. Sus ojos volvieron a reparar en la guía de viajes—. Me estás proponiendo que me fugue contigo, que iniciemos una nueva vida, que vivamos de comer hierba por el monte.
—Sí, pero no estás obligada a aceptar.
—Guarda tu pasión para quien se la merece.
—¿Eso es un no?
—A tus planes, sí. Ahora supongo que me odiarás y no querrás volver a verme, pero yo no me he movido. Has sido tú. Yo pienso seguir aquí.
El padre regresó a su coche y se sentó frente al volante. Sara había entrado ya en el portal de casa de los abuelos. Guardó la guía de viajes en la guantera. Un día en que, por accidente, se volvió a desplegar ante sus ojos el mapa marcado, se sentiría bastante miserable. Ahora se sentía bastante ridículo.
La madre había encontrado la nota sobre la mesa de la cocina. Apresurada, pero escrita con letra cuidadosa, nada sería más patético que no poder ser descifrada. «Me asfixio. No resisto más. Aunque te parezca egoísta necesito aire nuevo». Sintió un vahído. Guardó el pedazo de papel en el bolsillo de su delantal. ¿Qué significaba aquello? ¿Era así como se abandonaban las parejas? ¿Así ocurrían esas cosas lejanas de las que oyó hablar o leyó, pero que nunca pensó que le sucederían a ella? Recordó la noche anterior.
La rutinaria excitación nocturna del pequeño Matías no era ya un secreto para la madre, que había optado por ignorar, quizá malinterpretar, el desproporcionado tamaño que adquiría el sexo de su hijo al abrazarse a ella en la cama. Pero aquella noche pasada, en la oscuridad, sintió cómo Matías se subía a horcajadas sobre ella y la besaba. Trataba denodada, aunque torpemente, de subirle el camisón y, al lograrlo, ella le detuvo con un susurro:
—No, hijo, esto no puede ser.
Pero a Matías, amparado en su pesado sueño infantil, nada ni nadie podía detenerlo. Como al viejo Latimer, el síndrome condujo a Matías al paroxismo absoluto.
—Eres mi mujer —dijo Matías con autoridad.
La madre se debatía con indisimulado nerviosismo.
—No, Matías, soy tu madre. Compréndelo, soy tu madre.
La mano de su hijo hacía un trabajo demoledor allá donde más duele.
—No, mamá, eres mi mujer —sentenció Matías.
El chico hizo el amor con los ojos cerrados y nunca supo que su madre había estado llorando todo el tiempo. Sintió la contracción de su hijo al llegar al punto final y el orgasmo seco de un pequeño suplantador de marido de doce años sin aún capacidad seminal. Oyó cómo la puerta entornada del dormitorio se cerró de golpe. Ha sido el viento, pensó en ese instante. Ahora supo que no había sido el viento. No le cabía duda de que su marido, detenido en el umbral, fue testigo de lo ocurrido entre Matías y ella. La culpa es mía, se aseguró la madre.
Al recordarlo, creyó perder el conocimiento. Se refugió en el salón y extirpó de la estantería su voluminosa enciclopedia Ser madre hoy. Quizá se equivocaba de lectura y debía buscar un libro que le explicara cómo ser esposa. Se sentó a leer.
«La relación entre el padre y la madre ha de ser ejemplo de conducta para sus hijos. Téngase en cuenta que lo que vean en su casa será modelo para sus comportamientos futuros. Predicar con el ejemplo de una convivencia sana y alegre se dibuja como infalible lección de vida matrimonial para su venidera peripecia de adultos».
Cerró el libro asqueada. Cuánta palabrería. ¿Qué podría decirles a sus hijos? Habría que actuar con habilidad para no herirlos. Por supuesto, la precipitación era mala consejera.
Gaspar sufría una extraña pesadilla. Se vio entrar en el reservado del bar de Vicente, el padre de Violeta, donde estaba instalada una mesa de billar americano. La sala estaba llena de gente desconocida hasta ese momento para él, aunque con los años reconocería entre aquéllos al editor que publicaría su primera novela. De pronto, todos abandonaron el juego y comenzaron a lanzar las bolas contra él. Gaspar trató de esquivarlas. Protegía su cuerpo con las manos, pero las bolas, ya fueran rayadas o de color, nunca se agotaban y desconchaban la pintura de la pared al golpear junto a él amenazadoramente. Intentó escapar, pero Violeta, que tantas veces le había mostrado su habilidad para el billar en aquel mismo salón, le bloqueaba la salida.
Fue un resorte en su cerebro lo que le golpeó en seco. Abrazado al cuerpo desnudo de Mayka comprobó que ella dormía. Se puso en pie con un salto lejos del colchón y se vistió a toda prisa. Fue hacia la puerta y el suelo crujió con escándalo. ¿Qué hora sería? Gaspar despertó a su accidental compañera de noche con tres movimientos bruscos.
—Lo mejor será que te vayas. Cuanto antes, como sea, pero aquí no puedes quedarte, de verdad, es imposible…
Mayka retrepó sobre el colchón hasta girar y sentarse. Su carne pálida estaba cubierta de moratones y algún refrotón de la noche anterior, el pelo sucio y apelmazado, el gesto confuso tras el despertar. Escuchaba a un Gaspar nervioso, de vuelta a la tierra tras su expedición por la piel del deseo y convencido, ahora sí, del desastre que se avecinaba si no tomaba inmediatas medidas.
—Es la casa de tus padres, ¿verdad? —preguntó ella.
Gaspar asintió y añadió que tenía que irse como fuese, antes de que todos se levantaran. Mayka quiso intuir en el «todos» un rayo de luz.
—¿Vive tu hermano Basilio también aquí?
Gaspar contestó con un no rotundo que luego decoró con alguna explicación acerca de que Basilio no vivía desde hacía tiempo con ellos.
—¡Gaspar!
¿Había sido la voz cercana de su madre o sólo una imaginación suya? El justo castigo por todas sus maldades estaba a punto de caer sobre él. La bola de billar le impactaba, esta vez sí, en pleno rostro. Podía oír los pasos de su madre que ascendía por la escalera. El pavor no impidió a Gaspar encaminarse a la carrera hacia la puerta, abrirla y salir a las escaleras a tiempo de plantarse ante su madre para cegarle el campo de visión tras la portezuela.
—¿Qué haces aquí? Y a estas horas.
—Es que… la abuela me dijo que buscara una cosa.
—¿Qué cosa?
—Nada, nada, porque todo está hecho un desastre.
—¿No teníamos un pacto tú y yo de que no entrarías aquí hasta que no se arreglara? La techumbre está al borde del desprendimiento.
Gaspar asentía al tiempo que cerraba la puerta y comenzaba a bajar las escaleras. Notaba a su madre tan triste que se deshizo en disculpas. Entró en su cuarto.
Nacho estaba sentado sobre la cama, recién despierto. Gaspar le saludó y comprobó que su hermano se sacudía de la cabeza un polvillo blanco.
—Acojonante —dijo Nacho—, me acaba de caer un montón de yeso. Debe de haber un nido de ratas en el desván.
—Ah, eso —dijo Gaspar, para convertirlo en la trivialidad menos reseñable—. El suelo está medio podrido y cruje a todas horas.
Gaspar escapó también de allí para eludir más preguntas. Bajó a desayunar. En un despiste de su madre, tomó la botella de leche y el cartón de cereales y emprendió el camino escaleras arriba. Nacho se cruzó con él.
—Ni se te ocurra desayunar en el cuarto, que lo llenas todo de migas.
—No, no, no. Ya bajo.
Cuando abrió la puerta del desván se topó con Mayka, que estaba a punto de salir.
—¿Qué haces? —preguntó mientras cerraba a su espalda la puerta.
Mayka se había vestido con su desgarrado traje de la noche anterior y arreglado a ciegas su peinado deshecho. Confesó que pensaba irse de allí, Gaspar fue presa del pánico. De ningún modo podía hacer eso, con toda su familia delante.
—Ahora te toca a ti devolverme el favor que te hice anoche. Yo te escondí aquí. Tienes que esperar.
—No me puedo quedar aquí.
—No, claro, yo te sacaré. Pero sin que nadie nos vea.
El sol pegaba directo sobre la teja y en el desván se dejaba sentir la amenaza de lo que sería el denso calor del día. Gaspar trató de convencer a Mayka. Levantó su botín.
—Mira, te he traído el desayuno.
Mayka le miró y sonrió como habría sonreído a un niño que le enseñara un garabato infantil.
—No puedo tomar leche.
—¿No? ¿Por qué no?
Mayka dijo que odiaba su sabor. Gaspar no vio oportuno transmitirle la lista de propiedades que contenía aquel producto y que tantas veces su madre le había enumerado. Prefirió el chantaje directo.
—Pues te traeré lo que tú quieras. Pero tienes que esperar aquí.
Mayka cogió los cereales bañados en miel y se llevó un puñado a la boca.
—Aquí me voy a asar de calor.
Sí, pensó Gaspar, ésa no sería mala solución: la incineración. Quizá la muerte facilitara las cosas. Cualquier cosa antes que repetir el despertar histérico de aquella mañana.
—Oye, necesito que me consigas unas pastillas —le pidió ella.
—¿Estás enferma?
—Sí, bueno, no… Valium. Cualquier tipo de calmante. Aspirinas.
—Miraré en el botiquín.
Gaspar ya se iba, atemorizado de que alguien los oyera. Ella le llamó la atención.
—Aquel jarrón espero que no sea valioso —señaló una mustia porcelana en un rincón del desván—. Lo he usado como váter.
Lucas interrumpió su desayuno cuando vio llegar al cartero. Corrió hasta la puerta y recogió un telegrama. Lucas cruzó de nuevo el patio y, tras tropezar en los escalones del porche, abrió la puerta de un cabezazo y cayó de bruces dentro de la casa. Ajeno al dolor, llegó hasta la cocina para tenderle el telegrama a su madre.
—Mamá, ha llegado una carta muy rara.
Nerviosa, la madre comenzó a desgarrar el adhesivo del sobre. Por fin nuevas noticias del padre. Chasqueó los dientes con cierta decepción e informó a sus tres hijos mayores, que desayunaban en ese momento, que su padre estaba citado al juicio contra el abuelo que tendría lugar el día 9 de septiembre en los juzgados de la plaza Castilla.
No tardó demasiado en aparecer el abuelo, que se abanicaba con su propia citación orgulloso como si fuera un diploma. Entró en la cocina y se plantó ante Felisín, Nacho y Gaspar.
—Hijos míos, ahora lo entiendo. Mi juicio es el juicio final.
—¿Ah, sí? —dijo Felisín—. Pues no me esperaba yo que fuera en la plaza Castilla.
—O se está conmigo o se está contra mí —retó el abuelo a su nieto mayor—. Es duro tener a mi propia familia entre los que me censuran, pero he de luchar por mis ideas aunque tenga que sufrir la pena de muerte.
Felisín iba a contestarle, pero el abuelo se escurrió hacia el jardín. La madre contuvo la ira de su hijo.
—Félix, hijo, piensa que de él venimos y en él nos convertiremos.
Junto a la piscina se encontraba Matías, que limpiaba el agua cada vez más verde y estancada. El abuelo aún seguía llevándose las manos a la cabeza, malhumorado por el atrevimiento del mayor de sus nietos. Matías se acercó a él y para consolarlo le colocó la mano sobre el hombro y le dijo: «Abuelo, pase lo que pase, mi familia y yo siempre estaremos a tu lado».
El abuelo agradeció el gesto y vio a su nieto de doce años, en estado crítico del síndrome de Latimer, alejarse hacia la leñera. Lo está haciendo condenadamente bien el chico, pensó.
La madre fue a sentarse en la mecedora del porche, con la mirada clavada en la copa pelada del cerezo.
—Matías, hijo —llamó—. ¿Podrías ir a la farmacia y traerme unas aspirinas?
Pero un inusualmente solícito Gaspar ya estaba junto a ella.
—No te preocupes, ya voy yo, mamá.
La madre pensó que su hijo había notado el bajo estado de su ánimo: Tendré que sobreponerme.
A lo largo del día, Gaspar subió suficiente comida a Mayka para alimentar un batallón. De la farmacia había vuelto cargado con toneladas de calmantes. «Es que mi madre tiene unos dolores terribles, me ha encargado que me dé todos los sedantes posibles», había mentido a la encargada, conocida ya de la familia.
La madre era incapaz de superar su sentimiento de culpa Pasó el día fingiendo ante sus hijos que tan sólo se encontraba algo mareada. Le pareció imposible oírse decir: «Papá está de viaje por La Coruña dando otro cursillo». ¿Cómo había podido despedazarse su vida de aquel modo? Había descuidado a su marido, había dejado que sus hijos se interpusieran entre ellos hasta separarlos incluso por las noches. Contuvo las lágrimas.
Batía huevos para una tortilla con frenética percusión, mientras recordaba la primera vez que Félix y ella se habían besado. Fue en el salón de casa de sus padres, en un descuido de los demás, y luego la tensión insostenible hasta, a solas, regalarse muchos más besos sin límite de tiempo, relajados, entregados. Hoy, los besos entre ellos se habían convertido en un trámite rutinario, falto de emoción, habían perdido todo su significado romántico. Ella no había sido capaz de darle a su marido lo que se esperaba de una buena esposa. Encadenaba el batir de huevos para una tortilla con el batir de huevos para otra. Tantas tortillas. En un cálculo somero, a la baja, tenido en cuenta el menú nocturno de la familia y eliminados otros platos que exigieran tal empeño, ese día completaba su tortilla número quince mil. Demasiados huevos batidos como para no sepultar la pasión más encendida.
El anochecer sorprendió al padre aún conduciendo. Con rabia, resentido con Sara, maldecía la energía juvenil que ella le había inyectado. ¿Qué sabía ella del implacable martilleo de los días sobre el clavo del amor?
Se instaló en un hotelucho de carretera pasado Zaragoza. Cerca había una gasolinera y un club de putas con un neón bizqueante sobre la puerta. El padre entró y cenó cinco cervezas y un puñado de pistachos. Una dominicana bajita no tuvo inconveniente en acompañarlo a su cuarto.
Desolado, el padre vio cómo aquella mujer se esforzaba por provocarle una erección. Desnuda, tenía la piel dura, como la recámara de un neumático. Prefirió pagarla y que lo dejara solo. Se metió en una de las camas gemelas. Las sábanas estaban frías. No había nadie para abrazarle.