Quince

¿Qué pasa, chaval, te has perdido?

Un taxista a Gaspar Belitre

La vuelta a casa del doctor Tristán y Basilio supuso el comienzo de los días más felices en la vida del segundo de los hijos de Félix Belitre, pero, como toda época de felicidad, habría de ser breve. Sus hermanos se volcaron en un caluroso recibimiento. Además de su nuevo aspecto —pelo rapado, barba, kilos de menos, vestuario discreto—, pronto apreciarían las primeras variaciones en su carácter: sus largos silencios, su escasa participación en las discusiones familiares, sus jornadas completas en la soledad del cuarto, entregado a la pintura.

El doctor Tristán le había dicho, momentos antes de volver a casa, en el tren: «Compórtate con absoluta normalidad. Tu familia sigue siendo tu medio no hostil». Y con la gravedad que caracterizaba la expresión de sus grandes verdades le había aleccionado: «Recuerda, hay una palabra que sólo existe entre nosotros, para nadie más». Ni siquiera necesitó nombrar la palabra en cuestión: invisible.

La invisibilidad social de Basilio no era más que una convención psicológica. Cualquiera podía tocarlo, llamarle o conversar con él. Lo difícil es que cayeran en la cuenta de que lo hacían, que lo recordaran. Por ejemplo, sus compañeros de academia, a la que se reincorporó, recuerdan a un tipo seboso y acneico sentado en la última fila, pero niegan que regresara a los cursos después de una prolongada ausencia. Años después no reconocerían a Basilio en una foto de grupo. Los profesores no recuerdan haberle dado clase y varias de las visitas ocasionales que recibieron los Belitre —en particular la prima Rosario y su tía Celinda— comentaron para sí la ausencia de aquel otro hijo tan feo que tenían.

Basilio sentía cómo era ignorado en el vagón del metro, en la cola del cine. Saboreaba cómo la gente no apartaba la vista de él con repugnancia, sencillamente porque la gente ya no posaba los ojos en él. Jamás volvió a ser objeto de burla o insultado en la calle o por sus compañeros, nunca más le hirió un comentario a sus espaldas ni tan siquiera volvió a ser objeto de preguntas en clase. Nadie le pedía limosna ni era atosigado con panfletos de propaganda ni se le exigió jamás la documentación. Nunca lo atracaron ni le pidieron socorro. Tan sólo un pobre viejo se agarró a su brazo en un semáforo en busca de ayuda para cruzar una calle, pero Basilio comprobó con alivio que se trataba de un invidente.

A pesar del inusitado desembarco de Basilio en el mundo de los felices, el doctor Tristán permaneció en su tienda de campaña. Se había acostumbrado a la convivencia con los Belitre y, en su afán terapeuta, aún pretendía ajustar algunos desarreglos en la personalidad de Basilio. Para su sorpresa, el contestador de su casa había registrado la llamada de un nuevo cliente que solicitaba sus servicios.

Aurora había olvidado que fue Nacho quien le recomendó al doctor. Lo recibió en su casa y, tras una toma de contacto gélida, se decidió a ponerle al corriente de su tormentoso matrimonio con un hombre que la maltrataba física y psíquicamente. Humillada y perseguida por él, había logrado reponerse tras el divorcio, pero penosas experiencias posteriores con hombres la condujeron a buscar el apoyo de la psiquiatría. El doctor Tristán se adentró por los intrincados caminos de un pasado lleno de sexo torturado y complejos de culpa, de infelicidad y deseos contenidos, a siete mil pesetas la sesión. El estado actual de la paciente, escribiría el doctor en su nueva libreta, era el de una aguda crisis sexual, acrecentada por el trato cruel que recibía por parte de su joven amante. La mujer se desahogó llorando y gritando ante el doctor. Estaba desesperada.

No entró en detalles sobre la implacable persecución que había iniciado sobre su joven amante, Nacho. La última vez que habían compartido unas horas, intentó retenerlo por todos los medios junto a ella. Sólo una ocurrencia de Nacho en el último instante consiguió liberarlo del afán posesivo de la mujer. Le prometió a Aurora quedarse y en mitad de la refriega la ató a la cama y se dio a la fuga. Luego llamó a la amiga con la que habían compartido ciertas experiencias sexuales para que fuera a desatarla.

Aurora, en represalia, llamó a Nacho a casa y Lucas acabó por reconocer su voz de tantas veces como le aseguró que su hermano no estaba. Cuando el teléfono despertó a todos a las tres de la mañana, Nacho tranquilizó a la familia diciendo que era la desesperada madre de un amigo que buscaba a su hijo desaparecido. Los padres no consideraron nada sospechoso que su hijo se vistiera y saliera, él mismo, en busca del muchacho.

—Si vuelves a llamar a mi casa, te juro que no volverás a verme —amenazó Nacho a Aurora.

—Quédate esta noche —exigió ella, con un ruego desamparado.

Mi vida es un desastre, pensó Nacho antes de dormir, sedado por la marihuana, junto a Aurora. No acertaba a explicarse por qué tantas veces uno se acostaba con quien no quería y no se acostaba con quien amaba. Esa misma mañana había acudido a la llamada telefónica de Sara. Quizá saciar los caprichos de Aurora sea una especie de penitencia, pensaba Nacho. Hasta tal punto llegaba su abatimiento.

Sara le había citado en un bar próximo a casa de la abuela. Nacho albergaba inconfesables esperanzas de haber hecho tambalearse la fortaleza de Sara, cuando entró en el bar para descubrirla sentada, sola, frente a una mediada cerveza.

—Desayunas fuerte. —Nacho pidió otra cerveza.

Se disculpó por la intempestiva visita de la noche anterior y luego dejó que su silencio reafirmara todo lo que había confesado sentir por ella. Cuando Sara empezó a hablar, Nacho no fue capaz de interrumpirla ni de controlar el constante baile de sus ojos entre los de ella, sus labios y el fondo del bar.

—No quiero que pienses que intento librarme de ti —le dijo Sara—. Que tu padre y yo…, bueno, qué más da. Tampoco quiero que pienses mal de tu padre y por supuesto no me gustaría que esto saliera de entre tú y yo.

Nacho se encogió de hombros. No diría nada.

—A él no le he dicho que tú lo sabes —le informó Sara. Se daba vueltas a un precioso anillo de anticuario—. Podríamos herir a muchas personas. Tampoco quiero que pienses que tu padre es un cerdo engañando a tu madre.

—Ya sé lo que no quieres que piense. Ahora dime lo que debo pensar.

—Tú habrías hecho lo mismo que él. Saber eso supongo que te hará comprenderle mejor.

Pero Nacho comprendía muy bien a su padre. En gran medida, lo envidiaba. Era un hombre afortunado. Allí estaba Sara para atestiguarlo, hablando de él, con sus ojos cristalinos y su piel de luna. Nacho sintió cómo le invadía una irresistible autocompasión.

—Ahora quiero aclararte lo que hay entre tú y yo.

—Ah, ¿pero hay algo? —Nacho no podía esmerarse más por recuperar su tono indiferente.

—Tú me gustas y yo te gusto a ti. ¿Y qué? No es raro. Por eso creo que lo mejor es que dejemos de vernos…

—¿Me estás pidiendo que deje de visitar a mi queridísima abuela enferma?

Sara se rió, por primera vez. Liquidó su cerveza con un último trago.

—¿Podrás resistirlo? Ya sé que estás muy unido a ella… —Sara prefirió no seguir con el tono de burla—. Tengo que irme.

Sara se levantó y dejó unas monedas sobre la mesa. Nacho le dirigió un movimiento de cabeza que quería ser indolente.

—Nos vemos —se despidió él—. Bueno, no nos vemos, quiero decir.

Nacho permaneció allí, con la promesa de no ver de nuevo a Sara y con la certeza de que estaba perdidamente enamorado de ella.

Nacho se había puesto al día de nuestro repertorio, apenas seis temas, y ensayábamos cada tarde durante todo el mes de agosto. Nos confirmaron una actuación para el 10 de septiembre, pero la noticia no consiguió elevar el ánimo de Nacho. Por aquellas fechas, me presentó a su hermano Basilio, que iba a diseñarnos los carteles:

10 DE SEPTIEMBRE 10.30 H. NOCHE

VEN A VER A LOS ÍNCLITOS REYES DEL ROCK AND ROLL

«LOS AMANTES DE MICHELLE»

Con un gran retrato de Michelle Pfeiffer en el centro. Estoy seguro de que fue Basilio quien lo hizo porque aún guardo ese cartel, y en una esquina está firmado: B.B. Pero nadie en el grupo recuerda que Nacho tuviera un hermano dibujante.

En la tercera semana del mes de agosto, los Belitre recibieron la no por anunciada menos traumática visita del tío Alex. Y fue una visita en toda regla. El original claxon de un impresionante Jaguar blanco comenzó a sonar sin descanso una tarde y todos salieron al porche. El tío Alex abrazó a su cuñada con emoción tras la larga temporada sin verse. Luego fue equivocándose efusivamente al tratar de reconocer a cada uno de sus sobrinos. Se excusaba con ágiles «Has cambiado pero que muy mucho, ahora eres como tu padre» referido a Nacho, o «No es posible que tú seas aquel pequeño cagarro de mierda que yo daba de comer en brazos» a Gaspar. Luego preguntó a voces:

—Bueno, ¿dónde está vuestro padre, muchachos?

—Soy yo —respondió Matías.

—Esto…, volverá esta noche, después del trabajo —terció la madre.

—Trabajando en agosto —replicó el tío Alex—, ése es mi hermano. —Y con una confidencia mal disimulada comentó al oído de la madre, señalando a Matías—: Este sigue totalmente majara, ¿verdad?

Cuando el padre volvió a casa, los dos hermanos se abrazaron sin gran pasión. Luego, en un aparte, Gaspar les escucharía:

—Mamá sigue pensando que eres un escritor de éxito.

—Calla, calla, que ahora con lo de los ordenadores he conseguido hasta falsificar páginas de periódicos con críticas de mis obras. Qué más da, a ella le hace ilusión.

—Eso sí —concedió Félix.

Ante la abuela, el tío Alex cambiaba radicalmente. Alma recibió a su hijo con un gran abrazo. Alex se había puesto su pajarita y un traje de tweed muy inglés. Aseguró que tenía una obra en cartel en pleno off-Broadway con gran éxito de crítica.

—Estás estupenda, mamá —gritó Alex—. Papá me ha dicho que te estabas muriendo.

—No hagas caso de ese hijoputa, para matarme a mí se necesitan cien poetas —entonó la abuela con desprecio.

—Y menuda enfermera que tienes. Con una chica así, también estaba yo todo el día en cama.

—Desgraciadamente, nunca me gustaron las mujeres. Pero a mi familia los tiene revolucionados. Cada tarde tengo visita.

En esta ocasión, al contrario que la última vez que el tío Alex había venido a España, hacía siete años, logró levantar de la cama a la abuela Alma. Mandó a Sara que la vistiera con su mejor traje y la subió a su Jaguar despampanante. Alma invitó a su nieto Gaspar a que los acompañara y los tres dieron una vuelta por Madrid.

—Mi nieto Gaspar —decía la abuela— va a ser como tú, escritor.

—¿No jodas? —Y el tío Alex le guiñaba un ojo a su sobrino por el retrovisor.

Merendaron con Rosa Chacel y pasaron un segundo a saludar a María Zambrano. Gaspar nunca olvidaría a aquella mujer casi transparente, a un paso de la muerte, que recordaba con precisión la fecha y la hora en que conoció a la abuela Alma sesenta años atrás. También saludaron a Rafael Alberti tras una conferencia en el Ateneo. En un primer momento el poeta confundió a la abuela Alma con la viuda de Mahler, a la que él nunca, por cierto, había conocido, pero luego recordó a la buena Almita, novia de León de Lera.

—Los has humillado a todos con tu figura. ¿Has visto la cara que ha puesto Alberti al ver que te conservas mejor que él? —Así hablaba el tío Alex para animar a la agotada abuela tras la rememorativa tarde.

—Rafael siempre fue muy coqueto —concedió Alma antes de sumirse en sus recuerdos—. Lo que más me jode es no haber podido visitar a Julio Alejandro. Ése sí que es un gran tipo.

Pero lo que marcó a Gaspar es lo que ocurrió en plena M-30, al volver a casa de la abuela. Ya había caído la noche y el tráfico era escaso. El Jaguar americano discurría con exasperante lentitud por el carril de vehículos rápidos y los conductores se habían resignado a adelantarlo por la derecha. «No quiero despertar a la abuela», justificaba Alex su velocidad de crucero. Hasta que otro coche se plantó detrás y dio las luces largas pidiendo paso. Finalmente, con terquedad compartida, se puso a pitar contra ellos. La abuela dormitaba en el asiento del acompañante y Gaspar vio cómo su tío Alex detenía el coche en mitad de la calzada. El otro coche se detuvo detrás de ellos y el tío Alex descendió. El hombre seguía haciendo sonar su claxon con indignación y algo de sorna. El tío Alex fue hasta su ventanilla y le dijo:

—Cállate.

El hombre no por ello dejó de pitar y el tío Alex repitió con su extraño acento:

—Cállate. ¿No ves que mi madre está dormida en el coche?

—Yo me cago en tu puta madre. Quita el coche de en medio.

El tío Alex abrió la portezuela del coche y agarrándole de las solapas lo sacó al pavimento. El hombre lanzó su puño, pero con agilidad el tío Alex detuvo el golpe, le clavó un rodillazo en los genitales y un cabezazo en la nariz. Lo pateó dos veces con fiereza cuando ya se retorcía en el suelo y regresó a su coche. El cambio automático los alejó con suavidad de allí.

—Gaspar —aleccionó a su sobrino—, no dejes que nadie nunca insulte a tu madre. La familia es lo único que tienes en esta vida.

Luego, impertérrito, levantó el culo del asiento y se tiró un pedo. Quiso que su sobrino se riera con él.

Tras devolver a la abuela a casa pasada la medianoche, el tío Alex se empeñó en llevar a Gaspar. Como era su costumbre, se perdió. Como era también su costumbre, se negó a reconocerlo. De pronto se plantaron en plena calle de la Ballesta, rodeado el flamante automóvil de prostitutas que se acercaban a las ventanillas ofreciendo lo más obvio de su personalidad. El tío Alex reía a carcajadas y aminoró la marcha para contemplar mejor el panorama.

—Disfruta, disfruta de las vistas. ¿Qué te parece ésa? —le preguntaba a su sobrino—. ¿Y aquella otra?

Gaspar permanecía silencioso, con los ojos bien abiertos. De pronto, el tío Alex se volvió hacia él y le preguntó: «¿Nunca has estado de putas, sobrino?». Gaspar negó con la cabeza. Luego le preguntó la edad.

—Catorce —confesó Gaspar.

—A tu edad, yo ya había estado con más putas que años tenía. Y serás virgen, claro.

Gaspar no pudo por más que asentir algo avergonzado. El coche se detuvo en seco. El tío Alex sacó su cartera del bolsillo de la chaqueta y le tendió a Gaspar treinta mil pesetas.

—¡Qué cojones! Es todo lo que me queda en moneda española y mañana me largo. ¿Por qué no nos corremos una buena tú y yo?

Gaspar sostuvo los billetes sin saber a ciencia cierta lo que quería decir con aquello. El tío Alex le sonreía con franqueza.

—Ven, no seas tímido —le invitó tras aparcar el coche en segunda fila.

Sobornó al portero de un top-less para que obviara la edad del pequeño. El tío Alex le pasó a Gaspar la mano por el hombro. El chico guardó el dinero arrugado en el bolsillo de su pantalón.

—Si quieres ser un buen escritor, las casas de putas han de ser tu segundo hogar. —Por un instante, y en especial a medida que las copas de pacharán iban surtiéndole efecto, el tío Alex se imbuyó de su propia mentira de literato neoyorquino—, ¿quién fue el genio que dijo aquello de las mujeres son sólo para follar y las putas para hablar? Pues eso, una puta es un libro abierto.

Un par de sudamericanas rellenas se deshicieron en atenciones con ellos y el tío Alex iba ordenando a Gaspar la entrega paulatina del dinero.

—Aquí mi socio capitalista —le presentó a una desinteresada puta que se entregó a acariciar las costillas del pequeño.

—¿No es un poco joven para estar aquí? —preguntó la que se emparejó con el tío Alex.

—¿Y tú no eres un poco mayor?

El tío Alex se zambulló en alcohol y bromas hasta levantarse de la mano de su pareja y perderse en un reservado.

—Espérame aquí y ten los ojos bien abiertos. Cada putón de éstos equivale a cien novelas —se despidió momentáneamente del sobrino—. Y luego vas tú, prepárate.

Gaspar esperó nervioso. Vagaba por la conversación inerme de la otra muchacha —¿de dónde eres?, ¿qué música te gusta?—, y sentía su miembro excitado por las caricias indiferentes. Un tipo arisco bajó por las escaleras y tras comentar algo con la camarera fue hacia él.

—Tú no puedes estar aquí.

—Es que mi tío… —argüyó Gaspar.

—Tu tío puede estar donde le salga de los cojones, pero tú eres menor y me busco un lío si te ven aquí. Venga, fuera. Le esperas en la calle.

Gaspar fue incapaz de enfrentarse y se encaminó escaleras arriba. En la calle, permaneció junto al portero.

—Lo siento, chaval, son las normas. Yo soy un mandao. Venga, aire de aquí que menuda bronca me ha metido el patrón.

Gaspar se alejó. Caminaba entre las prostitutas, desgarradas la mayoría, ajadas y sobreexplotadas. Evitaba mirarlas, aunque sus ojos curioseaban entre ellas casi siempre para su desagrado. De pronto, una de ellas le sorprendió. Tenía la pierna apoyada en la pared, con minifalda y medias negras, un bolso y una camiseta de hombreras cortada en el mismo punto donde terminaban los senos y que dejaba al aire la mayor parte del vientre y el ombligo. Se había maquillado la cara con más profusión que esmero, sin acabar de conseguir disimular el morado de su ojo derecho. Pese a todo, Gaspar no tardó en reconocerla.

Mayka le devolvió las atenciones con un gesto de cabeza. Luego negó:

—Eres muy pequeño.

—No, no, si yo no…

—Te conozco…

Gaspar negó con la cabeza, mientras retrocedía. Vio la luz verde de un taxi al comienzo de la calle. Corrió hasta alcanzarlo y se subió de un salto.

El taxista se giró hacia él, sonriente.

—¿Qué pasa, chaval, te has perdido?

—No, no, a la calle Tremps.

Bajaban de nuevo la calle. Una pelea en plena calzada los detuvo.

—Ya tenemos lo de todas las noches.

Un gigantón fibroso y violento estaba propinando una brutal paliza a una de las prostitutas en plena calle. Gaspar aguzó la vista. En ese momento, el Rayas asestaba un desalmado bofetón a Mayka. La sujetaba del pelo mientras le propinaba patadas y puñetazos. Sus gritos eran ininteligibles para Gaspar. El taxi llegó a su altura y el Rayas se retiró con irónica urbanidad para dejar libre el paso. La mirada de Mayka coincidió con los ojos asustados de Gaspar.

El matón había reemprendido la paliza. Gaspar sólo pensaba en alejarse de allí. Mayka se soltó de los brazos del Rayas y corrió calle abajo. Él la permitió alejarse. Ella, en su carrera, alcanzó al taxi, se agarró al tirador y logró abrir la puerta.

—Eres el hermano de Basilio, ¿verdad? —recordó ella, y rogó—: No me dejes aquí.

Gaspar tiró de la puerta hacia sí, pero Mayka se aferró sin dejarle volver a cerrar. Las lágrimas convertían su cara en la desordenada paleta de un pintor de domingo.

El taxista se volvió hacia Gaspar y le preguntó:

—¿Ésta viene contigo?

Gaspar, queriendo acabar con aquella fantasía de bajos fondos, negó con la cabeza. Vio cómo el taxista sacaba la barra de hierro antirrobo de debajo de su asiento y la empuñaba con autoridad. Mayka miró en dirección al Rayas, que se decidió a caminar hacia ella.

—A ésta le voy a partir todos los dientes.

Antes de que el taxista fuera a abrir su puerta, Gaspar se apiadó de la chica histérica.

—Espere, sí, sí. Viene conmigo.

Gaspar abrió su puerta y dejó entrar a Mayka en el coche.

—Corre, vámonos, vámonos de aquí.

El taxista maldijo entre dientes, pisó el acelerador e hizo inútil la carrera del Rayas.

—Gracias, gracias…

Mayka se había abrazado a Gaspar, lloraba de nuevo sin cesar, protegida en el pequeño cuerpo de aquel niño de catorce años. De pronto, más allá del pelo revuelto y la nariz sangrante de Mayka, por entre su escote, Gaspar vio uno de sus senos, no muy grande pero redondeado y apetecible. Abrazó con fuerza a Mayka y sintió renacer la erección bajo su pantalón.

Gaspar indicó al taxista que se detuviera varios metros antes de llegar a la casa. Le pagó la carrera con una generosa propina del dinero sobrante de su tío y ayudó a Mayka a bajar del coche. Esperó a ver al taxi perderse en la silenciosa y cálida oscuridad. Mayka se estiró la maltrecha falda y sonrió con nerviosismo mirando a Gaspar. Éste la condujo hasta la puerta de casa. Con satisfacción comprobó que no había ninguna luz encendida en las ventanas que daban al jardín. Confiaba en que no hubiera nadie despierto. Entraron en el patio y avanzaron con sigilo hasta las escaleras del porche. Gaspar hizo que Mayka se detuviera allí y él entró en la casa. Todo tranquilo, nadie despierto. A Gaspar le latía el corazón a una velocidad desacostumbrada. Salió de nuevo al porche y, a una seña suya, Mayka le siguió hacia el interior de la casa.

Mayka estaba descalza, perdidos sus zapatos en la trifulca callejera, lo que garantizaba su pisar callado. Seguía al pequeño escaleras arriba. El silencio era absoluto y sus pasos cortos y reflexivos. Gaspar cerraba los ojos con fuerza al posar el pie en cada escalón, como si aquello redujese la posibilidad de ruido. En el rellano, una voz heló el corazón de ambos. Desde la puerta entreabierta de su dormitorio, el susurro de la madre.

—¿Gaspar? ¿Eres tú?

—Sí.

—¿Ya estás aquí?

—Sí.

—¿Te ha traído el tío Alex?

—Sí.

—Hala, duérmete, que es tarde. Hasta mañana.

—Sí.

Aquéllos fueron los diálogos completos antes de que Gaspar continuara escaleras arriba con una Mayka febril a la que le dio por reír de nerviosismo. En la tercera planta siguieron subiendo, hasta llegar al abuhardillado desván. Gaspar abrió la chirriante puerta y condujo a Mayka al interior. Cerró tras de sí y habló a la prostituta en un susurro, muy cerca de su oído: «Aquí nadie entra, pero el suelo está podrido, tienes que estarte muy quieta en el fondo, sin moverte». Mayka asentía presa del pánico. Vio a Gaspar llegar hasta el fondo en largas 2ancadas y tumbar un viejo colchón que había arrimado contra la pared. Mayka supo que ya tenía dónde dormir. Cualquier cosa mejor que volver a la calle. Fue hacia él.

La luz de la luna se filtraba por los dos ventanucos de la buhardilla. Gaspar pudo ver a Mayka.

—Dormirás aquí —le dijo.

Ayudó a la chica a sentarse con suavidad sobre el colchón. Mayka le miró y Gaspar le rogó silencio con un gesto. La tensión recorría la espina dorsal de Gaspar como si fuera la continuación natural de las escaleras de la casa. Se arrodilló junto a Mayka y murmuró:

—Tienes roto el vestido. Lo mejor será que te lo quites.

Mayka asintió sin oposición alguna. Gaspar llevó sus dos manos al lateral y bajó la cremallera del vestido. Se lo sacó por la cabeza dejando al aire la escueta y roja ropa interior de la chica. Con orden, Gaspar le quitó el sujetador y luego las medias y las bragas, que liberó por los pies. Desnuda, Mayka se echó hacia atrás hasta posar su espalda en el colchón polvoriento. Se ofreció a Gaspar en silencio y éste se volcó sobre ella. Dejó que la chica dirigiera su excitada torpeza hasta que, con un callado rugido, Gaspar vertió sobre ella todo su deseo contenido.

—Te tienes que ir, ahora mismo. Esto es peligroso.

—¿Ahora? Deja que me quede esta noche, por favor.

—Ni hablar.

—Un ratito sólo. Estoy agotada.

—No, no. Tienes que irte ya.

—Me duele todo, no me puedo ni mover.

—Está bien, pero tendré que sacarte antes de que amanezca.

—Gracias. Eres muy bueno.

A Gaspar le invadió el pánico. Fue consciente del terrible riesgo que corría. Esconder a una prostituta en el desván. Intentó levantarse, pero Mayka lo sujetaba con fuerza. Gaspar, habituado al onanismo adolescente, deseó que Mayka fuera la fotografía de alguna revista erótica que en ese instante pudiera cerrar y esconder en cualquier lugar. Esperaría un instante. Ella también tenía miedo. Le daría un poco de tiempo antes de devolverla a la calle. La tensión dejó paso al sueño, que cayó sobre él como una cálida manta que te arropa y te besa la mejilla.