Al amanecer, Basilio y Mayka, aún adormecidos, hicieron el amor. Lo que ignoraban es que aquélla sería la última vez. De haberlo sabido, seguro que Basilio no se habría limitado a un par de embestidas en la posición del misionero antes de quedarse dormido con el abrazo de Mayka como almohada y la máscara puesta.
Cuando Basilio se despertó, Mayka apoyó la cabeza sobre su vientre, se sonrieron y ella se empeñó en que debían desayunar a lo grande. Para sorpresa de Basilio eso significaba bajar al Burger King de la esquina y comprar un par de hamburguesas acompañadas de una Coca-Cola y un buen montón de aceitosas patatas fritas.
—Lo ideal sería llamar y que nos lo trajeran a la cama —bromeó Basilio.
—Oh, eso sería chachi —se dejó llevar Mayka—. ¿Quieres que lo hagamos? Tú no te muevas, cierra los ojos y espera cinco minutos.
Mayka se vistió a toda prisa y bajó a la calle. Basilio, solo en la cama, se revolvió, buscando una postura con la que atrapar de nuevo el sueño. Se giró sobre el colchón y sus ojos quedaron a la altura de la mesilla. El cajón estaba entreabierto. Basilio introdujo la mano y topó con la caja de preservativos abierta. Debajo había un papel. Con curiosidad, Basilio lo sacó y lo desplegó ante sus ojos.
Leyó: «Agobia a Basilio con tu cariño. Deshazte por complacerlo. Que no pase un segundo sin que lo abraces…». La nota continuaba, pero los ojos de Basilio planearon hasta el final del folio, donde leyó las iniciales: T. B. No quedaba duda.
Se levantó de la cama como un resorte. Pisó la máscara y la lanzó sobre la silla donde reposaba su chaqueta. Eran las iniciales que había visto en todos los libros del doctor Tristán Bausán. Basilio se dejó caer sobre el colchón.
¿Qué significaba aquello? ¿Qué relación existía entre el doctor Tristán y Mayka? No podía haber ninguna coincidencia, era imposible que el doctor fuera el exmarido de aquella chica. ¿Pero era posible que todo fuera falso?
Cuando oyó abrirse la puerta, sus pensamientos cesaron. Mayka le encontró allí sentado y le mostró las dos cajas de hamburguesas como la cumbre del romanticismo.
—Un super-whopper para el señor y una especial para mí con bacon y queso. Por cierto, ¿tú sabes lo que es un microondas?
Pero Basilio de un manotazo hizo volar las cajas sobre el colchón. Ella se asustó. Basilio la tomó del pelo y forzó a Mayka a arrodillarse ante él.
—¿Cómo se llamaba tu marido?
Mayka se tomó un tiempo de reflexión.
—¿Mi marido?… Ricardo, ¿por qué lo preguntas?
Basilio no contestó. Cerró los ojos en una mezcla de excitación y enfado. Sujetando la cabeza de Mayka volvió a preguntar sin variar el tono.
—¿De qué conoces al doctor Tristán?
Ella levantó la cabeza hacia él, confusa.
—No conozco a ningún doctor.
Antes de que pudiera acabar la frase, Basilio la empujó contra la pared. Mayka cayó al suelo. Basilio le restregó la hoja de papel por la cara. Los ojos de ella revisaron con vaguedad la nota.
—¿De qué le conoces?
—De nada.
Basilio dejó que su mano repitiera la pregunta con un bofetón, luego otro. Mayka comenzó a sangrar por la nariz. Al notar su propia sangre, rompió a llorar y se vino abajo.
—Me paga para que me acueste contigo —gritó con rabia Mayka, como un animal herido.
—¿Eres una puta? ¿Me ha estado pagando una puta?
—¿Y qué más da?
Cuando Basilio llegó a casa, aún era temprano. Nadie de su familia había iniciado el menor movimiento de desperezarse, tan sólo el padre, que en ese momento se encontraba en la ducha. Basilio abrió la verja y entró en el jardín. En el camino no se había amansado su furia. Por el contrario, ésta se había multiplicado con la reflexión atropellada y el primer y somero recordatorio de engaños. Basilio se dirigió hacia la tienda de campaña en cuyo interior dormía el doctor Tristán.
—Hijo de puta, mentiroso, cabrón.
Sus gritos acompañaban las patadas a la tela de la tienda y su furioso arrancar de piquetas, soltando la tensión que la sostenía.
El doctor Tristán se asomó cuando ya la tienda de campaña reposaba únicamente sobre su barra central de sujeción. Basilio le habló con rabia.
—Me has engañado, eres un hijo de puta, ¿por qué lo has hecho? Has jugado conmigo, ¿crees que soy gilipollas? Eres un mierda.
—Basi, por favor, vamos a hablar.
—Quiero que te vayas ahora mismo de mi casa. ¿Cómo puedes mirarme a la cara? Pagarme una puta, como si eso lo arreglara todo. Y tú le dabas las indicaciones, claro. Hoy se la chupas, mañana que se ponga la máscara.
Basilio sacó la máscara de su bolsillo y se la lanzó a la cara al doctor. Éste la cogió en su mano con un gesto de fastidio. Su peor temor se había cumplido.
—¿Te lo ha dicho ella?
Basilio le miró con profundo odio, como si el doctor pensara que aquello cambiaba las cosas. Como si quisiera eludir su estafa no ya como médico, sino como amigo.
—¿Qué más da si me lo ha dicho o no? —preguntó Basilio—. No, no me lo ha dicho. Esa zorra inepta, esa hija de puta subnormal, no me lo ha dicho. Ella sólo sabe chupar pollas y ejercer de puta, que es lo que es, una puta, una sucia puta asquerosa pagada por un cabrón. Esa puta descerebrada.
—No te consiento que hables así de mi hermana —le espetó el doctor Tristán, y sumió a Basilio en la confusión.
Sin atenuar su rabia, el joven Belitre, que ignoraba la presencia de sus atónitos hermanos Nacho y Gaspar en el balcón, dio media vuelta y se introdujo en la casa. Entró en su dormitorio y cerró la puerta con cerrojo. Volvió a abrirla para echar a Lucas de un empujón y luego cerró de nuevo. Se echó sobre la cama y comenzó a llorar.
Puta descerebrada. Lo mismo que Ricardo le llamaba cuando se enfadaba con ella. Si Mayka hacía algo mal, Ricardo, el Rayas, aparecía, la pegaba, la azotaba con su cinturón, le rompía la ropa, la violaba y luego, con dulzura, la acogía en sus brazos y la calmaba. Porque el Rayas era muy tierno, al menos eso le decía Mayka a su hermano Tristán. Porque, sí, es cierto, eran hermanos.
Mayka no se llamaba Mayka, sino Remedios. Mayka era su nombre artístico cuando a los dieciséis años debutó en el pequeño escenario circular de un show porno. Remedios Sánchez podía leerse en su carnet de identidad. Sánchez, porque ése era el apellido de los hermanos, y no Bausán, una reciente invención de Tristán.
El Rayas conocía a Mayka desde hacía más de diez años. Él, un canalla profesional, la había rescatado del patético circuito pornográfico y la había introducido en su propio círculo. Se querían enormemente y lo compartían todo. El Rayas, adicto al caballo, tenía un único medio de subsistencia: Mayka, a quien prostituía. Sus numerosas estancias en la cárcel —o viajes imprevistos para esfumarse por una temporada cuando ejercía de soplón policial—, no le impedían tener vigilada a su mujer.
En una ocasión, el doctor Tristán había intentado rescatar a su hermana del mundo infecto en que vivía y como recordatorio de su fracaso quedaba la cicatriz de su mejilla. «Con ese garabato nunca te vas a olvidar de mí», le había dicho el Rayas antes de arrastrar consigo a Mayka. Ella, por su parte, tenía poco que decir. Se pasaba el día sedada, adicta a las aspirinas, el rohipnol y el valium, dormía la mayor parte del día.
Ahora todo había acabado y el doctor Tristán tuvo que calmar al Rayas, cuya primera intención fue ir en busca de Basilio y romperle las piernas. Ése era el código, nadie tocaba a su chica más que él. Tristán le puso en la mano una generosa propina y el Rayas olvidó códigos y el nombre de su propia madre. Aquel desalmado, con todos sus antecedentes penales a cuestas y los que aún habrían de venir, agarró del pelo a Mayka y la metió a golpes en su coche. El doctor despidió a su hermana con un corto beso en los labios. Siempre que se alejaban experimentaba la misma sensación: ¿volvería a verla algún día?
Félix resumió a su mujer el problema con un escueto: «Basilio se ha enterado». El doctor le había calmado tras asegurar que Basilio nunca sabría que sus padres estaban detrás de aquella operación.
—¿Y ahora qué va a hacer? No puede dejar esto así —le había recriminado el padre.
—Por supuesto que no. Ahora empieza mi verdadero trabajo.
Luego se había puesto manos a la obra. Recompuso la tienda de campaña, revisó sus notas y se sumergió en la lectura en busca de la solución. Finalmente, la idea le vino sola.
—Necesito la dirección del amigo ese de Felisín que consigue las películas, ¿dónde puedo encontrarle? —preguntó a la madre.
—¿A Alegre?
—Sí.
—No sé…, quizá en la agenda de Felisín.
Gaspar hubo de mirar en la agenda de su hermano Felisín que, como el resto de sus cosas, extrañamente no se había llevado en su viaje a Francia. Cuando le dio la información, Gaspar se atrevió a preguntar qué era lo que había ocurrido con Basilio.
—Tu hermano —le dijo el doctor Tristán con una falsa sonrisa-parece querer culparme a mí de sus fracasos amorosos.
Gaspar creyó entender lo sucedido y pensó que, como era normal, aquella guapa y exuberante chica había plantado a su hermano Basilio con toda seguridad por otro hombre más atractivo.
El doctor Tristán apareció en casa de Alberto Alegre y para su sorpresa fue Felisín quien le abrió la puerta.
—¿Cómo me han encontrado? —preguntó el mayor de los Belitre, en calzoncillos.
—¿Cuándo has vuelto de Francia?
—Ah, ¿entonces no saben nada?
—Yo venía a ver a tu amigo. Necesito una película.
Felisín no pudo resistirse y le contó la verdad, el miedo que sentía a decírselo a su familia y su absoluta humillación. También le hizo prometer que no diría nada a nadie. El doctor Tristán bromeó asegurando que lo juraba con la mano encima del tratado de la histeria de Freud.
—Y ahora me tienes que ayudar tú. Necesito esa película como sea.
Aquella tarde, el doctor Tristán apareció con unos rollos de película en 16 mm bajo el brazo, echó a todo el mundo del salón y colocó el proyector de Felisín frente a la pared. Subió hasta el dormitorio de Basilio y llamó a su puerta. Ante la negativa de éste a salir, el doctor Tristán lanzó dos ágiles patadas y rompió el cerrojo. Tomó de la mano al sorprendido Basilio y lo condujo escaleras abajo con autoridad. Lo sentó en el sofá del salón, cerró la puerta y, tras apagar las luces, comenzó la proyección de la película.
Se trataba de una preciosa historia en blanco y negro que narraba la vida de un ser deforme y las relaciones con su médico. Una enternecedora película titulada El hombre elefante, que el doctor había considerado ideal para recomponer sus relaciones con Basilio.
Cuando la película terminó, tanto Basilio como el doctor se miraron a los ojos vidriosos. Volvía a ser cierto, pensaba el doctor, aquello que solía decir su madre: «No hay dolor que un buen cuento no ayude a soportar», cuando lo consolaba años atrás de alguna paliza paterna.
—Te pido perdón no como médico, porque lo que he hecho volvería a hacerlo, sino como amigo —le dijo el doctor Tristán—. No quiero que valores mi medicina, sino sobre todo mi actitud.
Basilio asintió con la cabeza aunque en su mirada había dibujado un interrogante: «¿Ahora qué?». El doctor no tardó en contestarle: «Ahora es el momento de empezar con el verdadero tratamiento». Basilio asintió, seguía convencido de que aquélla era la única solución.
—Prepara una maleta con tus cosas, nos vamos de acampada —le informó el doctor.
A la mañana siguiente, los Belitre vieron cómo Basilio y el doctor Tristán, con su tienda de campaña al hombro, partían en busca de un lugar tranquilo en el que dar el paso definitivo a su tratamiento. Tan sólo la ropa indispensable, el dinero para comer, el cuaderno de notas del doctor y la foto de Nietzsche junto a su madre.
A la hora de la comida, la mesa estaba más triste que nunca. La ausencia de Felisín y Basilio, la callada culpabilidad de Lucas y el silencio del padre, que había sufrido además la recriminación de la madre por su enfrentamiento con Matías, pesaban sobre el ambiente. El padre tenía ganas de golpear con su puño sobre la mesa, gritar, poner en orden su casa, recuperar la autoridad perdida. Pero, antes que todo eso, sabía muy bien que debía poner orden en su propia vida, en sus sentimientos.
Nacho le observaba silencioso. Por primera vez en su vida, miraba a su padre como a un hombre, no tan sólo como a su padre. Gris, triste, jamás había impuesto su autoridad sobre la familia. Quizá nunca lo ha intentado, pensó. Los padres no dejan de ser, en el entramado familiar, dos electrodomésticos de avanzada tecnología que deambulan por la casa con poca más significación que cualquier otro accesorio del mobiliario habitual.
La explicación a su mirada resentida estaba en algo que había sucedido la tarde anterior. Coincidió con la primera vez que Nacho ensayó con nosotros. Lo hacíamos en una habitación minúscula mal insonorizada en el chalet de los padres de Paqui, el batería. Para celebrar su incorporación al grupo fuimos en mi destartalado R-5 a zambullirnos en la cerveza de algún bar céntrico. En las calles semivacías del mes de agosto lo único difícil era encontrar algún local abierto.
—Eh, ése es el coche de mi padre. Ponte a su lado.
Nacho me señalaba el coche de su padre. Aceleré, pero no conseguía alcanzarlo. En un semáforo, logré llegar a su altura.
—Sigue, sigue, no pares —me gritó Nacho.
Se había hundido en el asiento de atrás, entre las piernas de los demás.
—Hostias, ¿quién es esa tía que va con tu padre?
El padre charlaba animadamente con Sara, sentada a su lado. En la pausa del semáforo, se besaban. Con la luz verde, su coche se alejó y yo giré por otra calle.
—No me jodas que tu viejo tiene una amante —preguntó Enrique, el bajista.
Nacho mantuvo su sonrisa y pegó un trago a la botella.
—Venga, vamos a alguna parte.
Creí comprender, pero no dije nada. Un rato después, con los ojos inyectados, Nacho se levantó y decidió largarse.
—Estáis acabados —nos dijo sonriendo—. Yo, en cambio…
Y no supo o no quiso acabar la frase. Lo vimos alejarse calle arriba. Era la una de la madrugada.
Contrariamente a lo que pensábamos, que iba a visitar a su descosida ninfómana madurita de todas las noches que no ligaba, Nacho llegó hasta la casa de la abuela. Supo que era un riesgo demasiado grande tocar el timbre. Podría salir su abuelo con el bastón dispuesto a poner en fuga a palos al mismísimo diablo. Sin embargo, confió en que la habitación de Sara, al ser la más próxima a la puerta, permitiera a ésta oír los ligeros golpes. Porque la había emprendido a persistentes e incansables golpes sobre la vieja puerta de madera.
Es imposible determinar cuánto tiempo estuvo así. Sara oyó unos golpecillos lentos pero regulares contra la puerta y cubriéndose con una larga camiseta salió de su cuarto. Por la mirilla sólo vio la oscuridad completa pero supo que había alguien ahí. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Preguntó: «¿Quién es?», sin atreverse a abrir. Al oírla, Nacho encendió la luz de la escalera y dejó que Sara viera su cara por la mirilla. La puerta se abrió.
Sara, asustada, le preguntó si ocurría algo grave, pero la cara de Nacho desmintió cualquier preocupación. Sonreía con inocencia y las defensas bajas. Sara lo notó y le preguntó si estaba borracho. Nacho asintió con la cabeza sin llegar a emitir palabra alguna. Sara le agarró de un brazo para ayudarle a entrar, pero Nacho se mantuvo al otro lado del umbral.
—¿Qué? ¿Necesitas la cama otra vez?
Nacho negó con la cabeza y sonrió con malicia.
—Esta vez necesito la chica.
Lo único visible eran los ojos vidriosos de Nacho, inundados de alcohol, y el azulado resplandor de la mirada de Sara. Nacho creyó, con razón, que había llegado el momento de explicarse.
—Tenía que verte.
Avanzó hacia ella y comenzaron a besarse, más bien morderse mutuamente los labios. Se estrechaban con fuerza el uno contra el otro. Sus respiraciones agitadas se escuchaban en el silencio de la noche. Nacho introdujo su mano bajo la camiseta de Sara y recorrió su espalda desnuda, llegó a palpar sus pechos, fríos y erizados. De pronto, Sara se separó de él y mantuvo una ligera distancia.
—Para, no puede ser —le ordenó.
Nacho, inmóvil, trató de calmar la excitación alcohólica.
—¿Por qué? Te quiero desde… desde que te vi. No podía aguantar más.
Sara mantuvo la distancia.
—Anda, vete a casa. Estás borracho.
—Yo no estoy borracho. Eres tú, que estás sobria.
Sara sonrió conciliadoramente.
—Estás liada con mi padre, ¿verdad? Te has liado con él.
Sara recobró la seriedad. Bajó la mirada. Nacho permanecía detenido ante ella. Con lentitud, Sara fue cerrando la puerta.
Nacho se unió de nuevo a nosotros en el bar en el que solíamos dar por terminada la larga jornada veraniega. Bebimos cerveza hasta reventar, en especial Nacho, que vomitando por todos los portales de San Bernardo nos obligó a cargar con él hasta su casa. Le ayudamos a cruzar el jardín y lo abandonamos tras abrirle la puerta con la llave que él no acertaba a introducir en la cerradura. Nos fuimos de allí confiando en que podría meterse solo en la cama.
Pudo.
No estaba tan borracho como para desplomarse. Ni siquiera como para poder olvidar las palabras de Sara. No estaba tan borracho como él quería, es decir, hasta morirse.