Hasta que no estuvieron sentados a la mesa, a punto de empezar a comer, la madre no se atrevió a subir al dormitorio de Felisín y Nicole. Tras llamar a la puerta y no recibir respuesta, entró para descubrir sobre la cama deshecha la nota de su hijo. Bajó y se la tendió a su marido. Éste la leyó con atención y la perdió a manos de Nacho, que se la arrebató. Fue pasando de hermano en hermano, hasta que Matías se la entregó al doctor Tristán, como si fuera uno más de la familia. Nadie hizo ningún comentario, aunque la madre contuvo a duras penas sus lágrimas.
Pasó un día antes de que recibieran la esperada llamada de Felisín, desde Francia. Nicole y él se habían instalado en casa de los padres de ella, «una gente encantadora», había dicho y la madre creyó entender un reproche en las palabras de su hijo. Le notaba la voz triste y apenas charlaron cinco minutos antes de despedirse. Llamaba desde la cabina de un bar y el volumen de la música les dificultaba entenderse. Felisín prometió que no se quedaría mucho allí y que pronto regresaría con su familia, más que nada por sus obligaciones en el trabajo. La madre colgó en cierta medida aliviada tras oír de nuevo la voz lejana de su hijo.
Sin embargo su hijo no se hallaba demasiado lejos. Había buscado refugio en casa de su amigo Alberto Alegre, siempre dispuesto a ofrecer su hospitalidad. Tras pasar la noche en el sofá había terminado por contarle a su amigo toda la verdad. Se sentía humillado y no pensaba confesar ante su familia. No se encontraba con fuerzas para continuar con su trabajo, así que Alegre le escribiría las críticas de cine y las enviaría al periódico en su lugar, evitando que Nicole volviera a ser causa de despido.
Alberto logró convencerle para que llamara a su familia y los tranquilizara. Felisín puso un disco de Charles Trénet para crear un ambiente francés de fondo y se atrevió a mentir a su madre. Tras colgar, deprimido, quitó el disco y lo rompió en dos. Del mismo modo arremetió contra la colección de vinilos que extraía de sus fundas y partía contra su muslo. Su amigo alcanzó a detenerle cuando se precipitaba furioso contra el ordenado estante de bandas sonoras.
El fracaso amoroso en el hombre provoca estados tragicómicos. Quien evita los clásicos remedios —alcohol, drogas, prostitución— se sumerge en un complicado estado depresivo. La gran crisis de la vanidad conduce a un bajón absoluto de defensas y a una irremontable tendencia a la molicie. He visto a hombres pasar semanas sin abandonar de hecho su cama en un intento de dormir para olvidar. He visto a hombres marcar todos los números femeninos de su agenda de teléfonos buscando ligar para olvidar. He visto a hombres volcarse en la literatura y la redacción de cartas como si escribir ayudara a olvidar. He visto a hombres gritar un nombre de mujer por la ventanilla de un coche a toda velocidad resueltos a vocear para olvidar. Todo ello en una lucha sin cuartel, y perdida de antemano, por evitar la gran derrota de su ego. Los hombres utilizan a las mujeres para enamorarse de sí mismos por persona interpuesta.
La huida de Nicole servía para hacer reflexionar al mayor de los Belitre sobre su gran fracaso vital y profesional. Sobre la mediocridad de su vida y la inutilidad del futuro. Todo aquel ejercicio de autocompasión tenía lugar en mitad del salón de su acogedor amigo, sobre el sofá, del cual Felisín había renunciado a levantarse.
Hay razones para pensar que esa supuesta dignidad amorosa es menor en la mujer. A menudo, ellas están más dispuestas a ser insultadas y despreciadas por el hombre que aman. Como por ejemplo Aurora. Un hombre en su lugar habría sido llamado pelele. Pero ella, en cambio, continuaba poniéndose al teléfono cuando Nacho la llamaba, abriéndole sus brazos y sus piernas cuando él lo solicitaba y sufriendo en soledad cuando él la evitaba. Pocos hombres poseen una dignidad dispuesta a ser abofeteada con tal regularidad. La excusa estaría para muchos en la fascinación de aquella infeliz mujer por su joven y atractivo amante, al que doblaba en años. Quizá en todas las historias dolorosas que había tenido que soportar a lo largo de su vida. Y Aurora no era en absoluto una mujer fea o desagradable, envejecida o inepta. Sencillamente había perdido la paciencia. Esa virtud tan femenina.
Por eso, estuviera donde estuviera y planeara lo que planeara, Nacho podía contar con ella. Aurora se entregaba a él. Sentía que, al clavar las uñas en la espalda de su amante, podía también aferrarse a la vida que se le escapaba. Tras tantos años perdidos y tantos desengaños, había sido capaz de volverse a enamorar, y se resistía a perder el alimento de su pasión. Estaba dispuesta a soportar cualquier castigo para conservarlo, incluso el desprecio.
Encubría sus miedos ante Nacho, lo agasajaba. Siempre le descubría un nuevo recurso de su arsenal amatorio, le preparaba cócteles con éxtasis diluidos, se exhibía para él. Cualquier cosa antes que la soledad, que consumirse como una de esas pastillas efervescentes que, en ocasiones, introducía en su sexo para procurarse aquel placer culpable.
Nacho acababa de llamar al timbre del portero automático y Aurora le había respondido que ni soñara con que iba a dejarlo pasar después de lo de la otra noche. Pero Nacho ya tenía respuesta para aquello:
—No quiero entrar, quiero que bajes tú. Vamos, te espero aquí.
Nacho se escondió al verla aparecer y la sorprendió con un largo y cálido beso que ella rehuyó en un primer instante pero al que se rindió finalmente. Nacho la tomó de la mano y le dijo que iban a hacer algo diferente. Aurora, reacia, caminaba a su lado intentando sonsacar cuál era su destino. Nacho envolvió sus palabras con la más encantadora de sus sonrisas:
—¿Nunca te he dicho que estoy loco? Pues lo estoy. Lo vas a ver.
Aurora quiso pensar que estaba loco por ella, lo que fue suficiente para seguirle con esa insostenible sensación de que todo el mundo la miraba y la juzgaba por esa relación con un joven que podía ser su hijo.
Le extrañó aquel viejo edificio, las oscuras escaleras y el hecho de que Nacho le pidiera que aguardara en el portal. Se temió otro de sus engaños, pero Nacho le aseguró que un instante después la avisaría para que subiera ella también. Aurora se quedó esperando mientras vio a Nacho perderse escaleras arriba.
Nacho llegó a la puerta de casa de la abuela Alma y, al borde de la histeria nerviosa, llamó al timbre. Era una hora temprana de la mañana, imposible encontrar allí a inesperados miembros de la familia y con seguridad el abuelo ya había salido rumbo a su guerrilla urbana. Sara le abrió la puerta y le miró con contenida sorpresa.
—¿Puedo entrar un segundo?
Sara se hizo a un lado para dejarle paso y cerró la puerta a su espalda.
—Claro, la abuela hace rato que está despierta.
Nacho bajó el tono de voz y negó con la cabeza.
—No, no quiero ver a la abuela. —Se le notaba nervioso, las palabras le salían con dificultad, cosa que, sin pretenderlo, ayudaba a su plan. Plan que entrecortadamente fue detallando a una sorprendida y luego divertida Sara—. Es que tengo un problema. Hay una chica esperando abajo.
—¿Una chica?
—Sí, bueno, es una historia muy larga… Necesito un sitio…, bueno, más bien una cama… O sea que no tenemos adonde ir…
—Pero aquí…, yo…
—Estamos desesperados. Ella está casada y bueno… El amigo que nos suele prestar la casa nos ha fallado. Me tienes que hacer este favor. La abuela ni se va a enterar.
Sara le miró con curiosidad, en absoluto ajena a esa media sonrisa inocente que Nacho sabía dibujarse en el rostro.
—Está bien. Ahí, en la habitación del abuelo, pero no metáis ruido que me la cargo.
Cuando Aurora subió, Sara y ella intercambiaron un saludo con correspondida turbación, mientras Nacho guiaba a su pareja hasta el cuarto del abuelo. Aurora conocía muchas clases de perversiones, pero nunca había imaginado que Nacho fuera de los que gustaban de hacer el amor entre crucifijos e imaginería religiosa de todo tipo.
Nacho la obligaba a guardar silencio. La desnudó con diligencia y Aurora rápidamente participó del juego y comenzó a despojarle de la ropa. Cayeron sobre la cama revueltos en un abrazo. Nacho acertó a romper el silencio provocando algunos incontenibles gemidos de Aurora que llegaran hasta los oídos de Sara. Después de conducirla hasta el primer orgasmo, se tomaron un respiro, Nacho se puso en pie y se cubrió con una sábana que enrolló en torno a su cintura.
—Vuelvo ahora mismo —le dijo a Aurora, que no terminaba de abandonar su asombro.
Con un aspecto entre pervertido noble romano y atlético efebo griego, Nacho salió del cuarto del abuelo y cruzó el salón. Se encontró con Sara en la cocina. Ambos contuvieron la carcajada divertidos por la situación. Nacho, inspirado, comenzó a explicarse con grandes aspavientos cómicos.
—Pensarás que estoy totalmente loco —le dijo a Sara.
—Bueno, un poco.
—Es que no sabes qué historia. La tía es una fiera. ¿Sabes que ella está casada con uno de mis profesores? Pero no creas, lo descubrí cuando ya estábamos liados. Es increíble —mintió Nacho en una situación que hacía creíble cada una de sus invenciones—. Chica, no me preguntes cómo me meto en estas cosas.
Sara le miraba divertida, algo turbada por su evidente desnudez, pero sin el rubor y la timidez que Nacho hubiera deseado.
—¿Sabes lo que quiere ahora? —le preguntó Nacho con una sonrisa algo enloquecida—. Mermelada.
—¿Mermelada?
—Sí, vamos, que le gusta…, bueno, ya sabes, le gusta untarme, bueno, ¿qué te estoy contando? ¿Hay mermelada?
Sara mostraba una dentadura perfecta entre los susurros de su conversación y su sonrisa. Abrió la portezuela del frigorífico y sacó un tarro de mermelada.
—¿Mora está bien? —dijo con ironía—. La compré en el herbolario.
Apenas veinte minutos después, Nacho y Aurora habían recompuesto su ropa y salían de la habitación. Sara, con esmerada naturalidad, los acompañó a la puerta y respondió a la timidez de ella y al desparpajo de él con la misma sonrisa encantadora. Nacho se deshacía en agradecimientos y, al salir, se atrevió a plantarle a Sara dos emocionados besos en las mejillas. Ella percibió un intenso olor a mujer y lo vio iniciar el descenso de las escaleras.
—Te debo un regalo —se despidió Nacho.
Cuando estuvieron en la calle, Aurora no pudo callar por más tiempo:
—¿Me vas a explicar a qué ha venido todo esto?
Por toda respuesta obtuvo la evasión más absoluta de Nacho:
—Ahora mismo no, lo siento pero tengo que irme. Sabes volver a casa, ¿no?
Y Nacho se alejó de allí aprisa, nervioso, sumido en la reflexión sobre los riesgos y resultados posibles de su acción. Dios mío, pensó, estaba preciosa.
Por supuesto, aquello fue uno de los pocos secretos que Nacho mantuvo ante Gaspar. Jamás le confesó su arriesgada acción, ni siquiera al volver a casa aquella misma mañana y encontrar a su hermano volcado en otro capítulo de su profesional ensayo. Nacho estaba nervioso y agitado, vagaba por la habitación sin conseguir autocontrolarse. Alternaba los momentos en que creía haberlo echado todo a perder con Sara y otros en que pensaba que el camino hacia su corazón ya estaba expedito. Le sorprendía ese terrible estado de enamorado tan infrecuente en él. Leyó sin demasiada atención los folios que su hermano había escrito y no fue capaz de corregirle gran cosa. El tema, la supresión del sistema educativo tradicional por otro de corte libertario y reducido a un par de años, estaba demasiado lejano de los actuales pensamientos de Nacho. Quería contárselo a alguien, Gaspar era su amigo y su hermano, acababan por compartirlo todo, pero aquello no, aquello era imposible. Sabía que a Gaspar también le gustaba Sara.
La madre seguía preocupada por el aire cabizbajo y deprimido de su marido y buscó el remedio más práctico. Aquella noche, tras sentir cómo Matías caía dormido, se reunió con Félix en el dormitorio de invitados, que seguía llamándose así, transformando al padre de los Belitre en un invitado constante, lo que en verdad no difería demasiado de la posición que ocupaba en la actualidad dentro del organigrama familiar.
Despertó a su marido al introducirse junto a él en la pequeña cama.
—No te asustes, soy yo.
Hablaban en un susurro. Comentaban el hecho de que Basilio hubiera llamado para decir que no iría a dormir aquella noche. La sibilina sonrisa de Gaspar y Nacho no había pasado desapercibida ante sus padres, pero éstos, que más que conocer la verdadera razón del trasnoche lo pagaban, se limitaron a lanzar una mirada interrogante al doctor Tristán, que fue respondida con una sonrisa tranquilizadora.
Charlaron un instante sobre la ausencia de Felisín y luego la madre trepó encima del padre; comenzaron a bromear. De pronto, la puerta del dormitorio se abrió con un golpe y ante ellos apareció un somnoliento Matías.
—Mamá, ¿qué haces aquí? —preguntó con visible contrariedad.
La madre rebuscaba entre las excusas más disponibles, cuando Félix, irritado, alzó la voz:
—Matías, vuelve ahora mismo a tu cama. Vamos, inmediatamente.
La autoridad del padre, en franco desuso, despertó a Gaspar y Nacho, que pusieron oído sin atreverse a comentar nada o salir del dormitorio, y sorprendió a Lucas alimentando a sus peces inertes.
Sin embargo, Matías se había quedado detenido ante ellos, junto a la puerta, sin moverse. La madre le miraba y trataba de calmar a su marido.
—Tranquilo, Félix. Vamos, Matías, vuelve al dormitorio que voy en un segundo.
—Me voy si vienes conmigo.
Félix, agitado, se levantó de la cama y se plantó frente a su hijo.
—¿No me has oído? Acuéstate ahora mismo.
—Tú a mí no me mandas…
Matías no pudo acabar la frase ante la sonora bofetada que su padre le propinó. El pequeño dio media vuelta y se perdió por la puerta de su dormitorio. La madre salió de la cama, lanzó una mirada reprobadora al padre y abandonó el cuarto.
—Félix, no era necesario…
Félix, confuso, cerró la puerta y volvió a su cama. Miró al techo durante un tiempo y luego prefirió dejarse caer hacia un lado, intentando recuperar el sueño perdido.
La madre recibió, al entrar en la cama, el abrazo lloroso de su hijo Matías. Las lágrimas surgían sin parar, le costaba respirar. Para consolar al niño, la madre recuperó instintivamente una antigua costumbre cuyo origen los antropólogos sitúan en tribus primitivas. Llevó su mano hasta la entrepierna de Matías y, con fuerza, la agarró hasta que, a medida que satisfacía la excitación del pequeño, éste fue calmándose.