Once

¿Sabía que el calor hace que el número de crímenes aumente en más del doble durante los meses de verano?

Un taxista a Felisín

—¿Qué hace una tía como tú con ese monstruo? —gritó uno de los obreros con la boca llena de bocadillo de tortilla de patata.

Basilio aceleró el paso. Mayka recordó las instrucciones del doctor, «muéstrale en público tu afecto», y mantuvo a Basilio cogido por la cintura.

—Eh, chochín… ¿Qué pasa? ¿Te gustan los granos? Yo también tengo uno en el culo…

Mayka les mostró su dedo corazón, desafiante. Se alejaron de los andamios poblados de obreros. Aquello reafirmó a Basilio en su oposición a salir juntos de paseo. Hasta ahora había distribuido su tiempo con pericia a fin de verse con Mayka tan sólo durante sus embates sexuales. Hoy ella había insistido en salir. Y sus modelos, siempre en exceso provocativos, no ayudaban a pasar desapercibidos.

Mayka notó la turbación de Basilio y trató de calmarlo:

—No te preocupes por lo que digan. A mí siempre me gritan cosas. En el fondo es pura envidia. —Basilio no respondió.

A medida que su desincronía sexual se iba limando, sus diferencias personales no hacían sino aumentar. Basilio no encontraba nada de lo que conversar con ella. La visión del mundo de Mayka, le confesó una tarde al doctor, es más o menos del tamaño de un garbanzo. Para el doctor, una vez elevada la autoestima de Basilio el plan consistía en esperar a que éste se cansara de Mayka.

Por la mente de Basilio, en particular tras alcanzar el orgasmo, cruzaba la idea de no volver a ver a Mayka. Le agobiaba su carácter positivo, su plena disposición. Hacer el amor y largarse, éste era el único sistema para aguantar junto a ella. Comenzaba a utilizarla como la mera papelera de semen en que el hombre transforma a su romántico primer amor. Cuando todo el mundo le insultaba, lo evitaba y huía de él, aquella pizpireta mujer se había introducido en la boca su sexo. Obviamente era una razón de peso para guardarle cariño. Y Basilio lo sabía, pero algo en su cabeza, cuando el sexo quedaba saciado, lo transportaba lejos, muy lejos de aquella mujer que a duras penas sabía leer, que jamás había salido de Madrid y que desconocía el partido político que gobernaba en España («Bueno, nadie lo sabe muy bien», había eludido Basilio con brillantez).

A ella debía agradecerle su regreso al mundo. Ella le había abierto de nuevo el corazón como quien abre una lata de sardinas. Ella le había regalado su confianza cuando él se ocultaba de las visitas, posaba de espaldas en las fotos o sufría el desdén generalizado. Por eso Basilio, cuando se sorprendía despreciando a Mayka, se sentía el ser más repugnante sobre la tierra. No sabía hasta qué punto al doctor Tristán le enorgullecía ese carácter miserable, vital para trabajar en la elevación de su autoestima.

Basilio propuso volver a casa. Se adelantó unos pasos, pero Mayka lo atrapó de nuevo con su brazo alrededor de la cintura. De pronto, frente a ellos se detuvo un sonriente Gaspar.

—Hola.

—Gaspar, ¿qué haces por aquí?

Gaspar se encogió de hombros y lanzó una mirada interrogante hacia Mayka. Basilio los presentó.

—No pensé que tuvieras hermanos tan pequeños.

—Bueno, no soy tan pequeño —replicó Gaspar.

—Ay, qué simpático.

—Sí, muy simpático —resolvió Basilio—. Ahora perdona, tenemos que irnos. Hasta luego.

—Adiós, Gaspar. Espero que nos volvamos a ver.

—Seguro —acertó a decir Gaspar mientras los veía perderse calle adelante.

Le faltó tiempo para, al llegar a casa, venderle a Nacho la información por una módica cantidad de dinero. Nacho interrogó a Gaspar a fondo en su intento de completar una descripción que le confirmara que aquella chica no era humana.

—Nada de eso —le convenció Gaspar—. Es hasta guapa. Y menuda minifalda. Marcando bigote.

—Y ¿seguro que estaba liada con él?

—Pues claro. Si le llevaba cogido del brazo.

—¿A Basilio? De verdad que el doctor Tristán está consiguiendo progresos alucinantes.

—¿Crees que se la tirará? —preguntó Gaspar antes de abandonar el tema.

Nacho se encogió de hombros aún incrédulo.

En ese preciso instante, con máscara y camiseta, Basilio estaba incorporado a horcajadas sobre Mayka con el gran espejo frente a ellos. Mayka le había convencido para hacerlo allí y poderse contemplar durante el acto. En realidad, aquello también era una imposición terapéutica del doctor Tristán.

Cuando, antes de comer, Basilio volvió a casa, Nacho y Gaspar corrieron hasta su habitación.

—Bueno, explícate. ¿Es verdad lo que me ha contado Gaspar?

—Tú es que no sabes guardar un secreto.

—Ah, ¿era un secreto?

—Eres una bestia, la máquina de follar, deja alguna para nosotros, rompedor —le jaleó Nacho.

Basilio, aunque con una sonrisa de orgullo dibujada en el rostro, les pidió por favor que mantuvieran aquello en secreto.

—A papá y mamá no creo que les haga ninguna gracia —dijo.

Y no le faltaba razón. Padre y madre aún tenían sus dudas sobre el tratamiento, pero gracia, lo que se dice gracia, no les producía ninguna. En especial aquella mañana en que el doctor salió al paso del padre cuando se iba al trabajo y le puso al corriente de sus gastos.

—¿Ciento cincuenta mil pesetas? —se sorprendió el padre.

—Ha sido gran parte del mes de julio, y luego la… chica. Me parece barato.

—Pero, doctor, yo no puedo disponer de ese dinero todos los meses. Ni siquiera este mes.

—Si todo sale como espero, a mitad de agosto podrán prescindir de mis servicios.

—Y si no sale como usted espera, también.

Esa misma tarde Nacho, aún impresionado, recomendaría a Aurora, su amante treintañera, los servicios del doctor Tristán.

—¿Le conoces? ¿Es buen psicoanalista?

—No le conozco mucho, pero hace milagros.

—Aún no estoy segura de dejar al mío. Son ya cinco años.

—Hombre, si te lo estás follando no creo que te ayude mucho.

—No, y la verdad es que me sigue cobrando un dineral.

—Ah, ¿se acuesta contigo y encima te cobra?

—Bueno, es un profesional.

Nacho le dio la tarjeta del doctor Tristán, tarjeta que éste repartía alegremente a unos y otros, y mientras Aurora la guardaba en su agenda se deslizó hasta el baño.

—Nacho, ¿por qué te cierras? Sabes que odio que te encierres —le recriminó Aurora.

—Tengo prisa.

—No me dirás que te vas a ir ya.

Nacho prefería estar solo bajo la ducha. Para su horror, había descubierto que mientras hacía el amor con Aurora, estaba pensando en Sara. Y eso no le gustaba. Desde que nos conocimos lo había visto eludir el enamoramiento, como si aquello fuera la peor enfermedad. Y quizá lo fuera.

Los constantes golpes en la puerta y ronroneos de Aurora no enternecieron el corazón de Nacho. Se tomó su tiempo para secarse, se vistió y se peinó frente al espejo. Incluso se perfumó para ocultar el penetrante olor a mujer que le perseguía como una sombra.

—Ábreme, quiero hacerlo en la ducha —exigió Aurora, que se negaba a apartarse de la puerta.

Desde el interior del baño, Nacho le prometió que si volvía a la cama él le daría una grata sorpresa. Aurora aún permanecía reacia a confiar en él, pero cuando Nacho prometió quedarse toda la noche con ella, recorrió sumisa el camino hacia la cama y se ofreció a su amante como un caramelo desenvuelto. Nacho abrió la puerta del baño y, a la carrera, consiguió abandonar la casa.

Aurora llegó hasta el umbral y se detuvo antes de salir desnuda a las escaleras.

—Eres un inmaduro —gritó a Nacho, y tras cerrar la puerta rompió a llorar.

Nacho, con absoluta falta de remordimientos, encaminó sus pasos hacia casa de la abuela. Aurora sólo significaba para él la más disponible opción. Menuda sorpresa se iba a llevar la abuela Alma al verle de nuevo de visita, pero había que quererla mucho en estos momentos finales de su vida. Al menos, eso pensaba explicarle a Sara. La sorpresa fue suya cuando Gaspar le abrió la puerta.

—¿Qué haces tú aquí?

—¿Y tú?

Sara estaba ayudando a Gaspar a amontonar una lista de libros que la abuela quería regalarle. Nacho se unió a ellos y eludió cualquier comentario sobre la muerte del novio. Se encontró narrando con torpeza que pasaba por allí y había decidido visitar a la abuela. Tuvo que soportar los comentarios escépticos de un Gaspar celoso y posesivo, pero a quien su hermano sólo interpretaba como torpe e infantil.

—Esto parece el metro —bromeó Sara cuando volvió a sonar el timbre.

Félix, el padre, cruzó el umbral e intercambió una sonrisa irónica con Sara.

—Vaya, me sorprende gratamente el interés que mis hijos se toman por la abuela.

Matías terminaba de recoger el desorden de toallas, balones, cremas y demás objetos abandonados con descuido en torno a la piscina cuando su padre y su dos hermanos volvieron de casa de la abuela.

—¿Es que aquí nadie recoge nada? —fue su recibimiento a los tres recién llegados.

La madre tenía la mesa dispuesta en la cocina y esperaba a que se sentaran todos para servir la cena. El doctor Tristán y Basilio charlaban de algún libro que habían leído durante la sesión. Felisín y sus amigos recogían el desordenado salón tras la proyección del día: Jennie, un antiguo melodrama en blanco y negro que había hecho las delicias de todos y provocado incontenibles lágrimas en Alberto Alegre, que reconoció haber sido ajeno a tres o cuatro defectuosas transparencias y un acercamiento en travelling no justificado por la narración. Convencidos de que el cine había muerto y ya no se hacían películas como aquélla, terminaron de recoger.

Felisín acompañó a sus colegas a la puerta y los vio salir de la casa. Su familia al completo le esperaba sentada a la mesa. Felisín cogió el proyector y subió a depositarlo en su cuarto. Al agacharse para guardarlo bajo la cama, descubrió una hoja de papel colocada sobre la colcha. Era un pliego doblado con delicadeza, escrito con la personal y afilada caligrafía francesa de Nicole: «La situación es insostenible para mí. Vuelvo a casa. No trates de encontrarme. Nuestra llama se ha ido apagando hasta desaparecer y no podía engañarme por más tiempo. Espero que no me guardes rencor. Te quiso, Nicole. P.D.: No me llevo nada conmigo. Todo era tuyo».

Felisín no necesitó un diccionario para que la espada de las palabras le destrozara el corazón. Cuando trataba de recobrar el ritmo de su respiración, la llamada de su madre le hizo doblar el papel, esconderlo bajo la almohada y bajar a la cocina.

Se sentó entre sus hermanos, con el sitio vacío reservado para Nicole abofeteándole el amor propio. No había notado nada extraño en ella cuando esa tarde había interrumpido, como de costumbre, su tertulia entre amigos y le había comunicado que salía a dar un paseo.

—Volveré a cenar —había dicho, y aquella mentira se le hacía ahora insostenible al mayor de los hermanos Belitre.

¿Tanto se había enrarecido la situación? ¿Tan mal marchaba todo? ¿Tan ciego había estado para no darse cuenta de cómo se pudría su relación? No había sido capaz de ofrecerle la seguridad que una mujer necesita. La falta de dinero, la imposibilidad de irse de casa habían echado a perder la más hermosa de las historias de amor. O a lo mejor nunca lo fue. Quizá esa imagen idílica sólo había sido una ilusión óptica. ¿Qué sabía de ella? Que era de Niza, pero ni una dirección, ni un teléfono. Nada. Tan sólo un nombre, una tórrida historia sexual durante un festival de cine y el recuerdo de las caricias de aquel cuerpo suave, tierno y deseable. Y una licencia de matrimonio que ahora podía utilizar para escribir su carta de suicidio en el revés.

Lucas, liberado de su bozal para poder engullir la cena, levantó la cabeza hacia su hermano mayor y le preguntó:

—¿Dónde está Nicole? ¿No va a venir?

Todos los demás se volvieron hacia Felisín aguardando una respuesta que llenara el espacio vacío en mitad de la mesa. Felisín miró a su hermano pequeño con furia.

—Cállate, enano de mierda, y déjame en paz.

Lucas enmudeció, todos lo hicieron. No fue capaz de contener una lágrima que rodó por su mejilla. Felisín se sintió estúpido culpando a un niño de diez años de su fracaso vital. Giró la cabeza hacia su madre y con sangre fría explicó:

—Ha llamado para decir que se quedaba en casa de una amiga.

El padre le miró con severidad y replicó:

—No vuelvas a hablar así a tu hermano pequeño.

—Eso, ¿no ves que es pequeño? —añadió Matías.

Felisín se sintió mareado, se disculpó y subió hacia su dormitorio.

Cuando una gran familia reunida en torno a la mesa permanece silenciosa, no cabe duda de que algo grave sucede. Si nadie grita, llora, pide silencio, da golpes sobre el mantel o discute enrabietado con algún personaje aparecido en el televisor, sólo puede ser por razones de suma importancia.

El mayor de los Belitre se desnudó en su dormitorio y se metió en la cama. Sintió un vahído. Las sábanas olían a Nicole. En la oscuridad, recuperó la nota de debajo de la almohada y, con ella en un puño, rompió a llorar mansamente. Como hacía un instante había hecho su hermano pequeño.

Nacho y Gaspar, en su acostumbrada charla de antes de dormirse, tenían otros asuntos en la cabeza que requerían toda su concentración.

—¿Has visto cómo estaba hoy Sara? Es preciosa —dijo Nacho para romper el silencio de la oscuridad—. Y no llevaba sujetador.

—Ya te he dicho que no es mi tipo —mintió Gaspar por enésima vez, como un San Pedro del amor que negara con reiteración a su dama.

—Ya tengo el método para ligármela. Ya lo tengo.

—¿Ah, sí? Tío listo. Te crees que Sara es como esas pedorras que te ligas tú.

—Mira, para conquistar a una chica lo mejor es que te vea con otra. De este modo, pierden el miedo a lo desconocido y saben que donde ha pisado otra chica no hay nada que temer. Además se ponen celosas. Y una mujer celosa es más manejable.

—Sí, venga, cuéntame otro cuento —restó credibilidad Gaspar, aunque ya en ese instante trataba de hallar con qué chica podría él presentarse ante Sara y poner en práctica el método de su hermano.

Un piso más abajo, Felisín se despertó, con la nota húmeda en su mano e ignorante de cuánto tiempo había pasado. Creyó que todo había sido un sueño, pero volvió a releer las palabras de Nicole. Miró el reloj. Eran las cuatro y media de la madrugada. Por la ventana abierta pudo ver la luna de agosto riéndose de él. Se vistió aprisa y, en silencio, vació el armario en las dos maletas. Puso en ellas toda la ropa que Nicole había acumulado durante su corta vida en común. Preciosos vestidos, sugerente ropa interior, vaqueros descosidos y gastados, zapatos de todas las clases. Cerró la maleta y buscó un cuaderno sobre la mesa. Se sentó y sujetó con fuerza el bolígrafo.

La inspiración se negaba a ayudarle en aquella empresa, así que desplegó ante sus ojos la nota de Nicole planchando las arrugas con la palma de la mano. Incapaz de serenarse, comenzó a escribir: «La situación es insostenible para nosotros. Volvemos a Francia. Ha sido imposible vivir todos juntos y no podíamos engañarnos por más tiempo. Que no haya rencores. Os quieren, Nicole y Félix. P.D.: Ya nos pondremos en contacto con vosotros».

Al leerla de nuevo, Felisín sintió una punzada en el pecho. Poner en plural aquellas frases había sido un ejercicio bastante más doloroso que un vulgar plagio. Pensó que tenía que haber escrito esas palabras mucho antes de que Nicole redactara las suyas. Dejó su nota en el centro de la cama y guardó la de Nicole en un bolsillo. Cogió las dos maletas y se deslizó escaleras abajo.

Abrió la puerta de casa y salió a la noche calurosa. Cruzó el jardín con ligeras pisadas que no despertaran al doctor Tristán, que dormía en su tienda. Le tranquilizó oír los ronquidos del psiquiatra. Por la acera, se alejó caminando con las dos maletas. Agotado, detuvo un taxi que atravesaba la calle desierta. Cargaron los bultos en el maletero y emprendieron el camino.

El taxista trató de entablar conversación, sin lograr sacar a Felisín de su ensimismamiento.

—¿Sabía que el calor hace que el número de crímenes aumente en más del doble durante los meses de verano?

—Pare aquí un segundo.

Felisín bajó del taxi, sacó las maletas y las tiró al interior de un contenedor repleto de escombros. Volvió a subir y el taxista le miró con una mezcla de temor y dureza a través del retrovisor.

El taxista cruzaría de nuevo la ciudad, tras dejar a Felisín, para regresar al contenedor. Sin embargo, cuando llegó, las maletas estaban abiertas y la ropa saqueada. Se sintió decepcionado al no encontrar el cadáver descuartizado de alguna víctima. Un rato antes, una desvelada mujer lo había visto todo desde el balcón de su casa. Bajó a hurtadillas a la calle y tras ver el lujoso contenido se hizo con las prendas más valiosas y volvió a su casa. Al día siguiente, al mostrarle a su marido a la vuelta del trabajo un precioso traje malva y unos zapatos de ante, éste la emprendería a golpes con ella. Al asegurarle la mujer que lo había encontrado en la basura, el marido redobló sus golpes y gritos de puta. «Aquí el único que te hace regalos soy yo», juró haber oído un vecino. Desgarrado el vestido, descubrió la combinación negra y sugerente de Nicole y tras abofetearla con brutalidad la poseyó, sin caer en la cuenta, hasta más tarde, de que estaba muerta.

El taxista dejó a Felisín frente a un viejo portal en la calle Ortega y Gasset. El mayor de los Belitre vio perderse en la lejanía la pequeña lucecita verde del taxi. Dudó un instante y pulsó con fuerza el botón del portero automático correspondiente al quinto izquierda. Eran las cinco y cuarto de la madrugada.

—¿Quién es?

—Soy Félix Belitre. Necesito un sitio para pasar la noche.