Cuando Gaspar anunció que aquella tarde iría a visitar a la abuela y Nacho se ofreció a acompañarle, no pensó que su hermano tuviera en verdad intención de ir. Pero como durante el trayecto en metro él no mencionó el asunto, Gaspar se atrevió a tomar la iniciativa.
—No te preocupes, hoy no te voy a cobrar nada por mentir a mamá.
—¿Mentirle?
—Sí, ya me entiendes, decirle que has estado conmigo visitando a la abuela.
—Ah, no —le comentó Nacho con indiferencia—, hoy no he quedado con nadie. Me apetece ver a la abuela.
Con precipitación, Gaspar tuvo que cambiar de estrategia.
—Te prometo que yo no diré nada. Además la abuela se pasa todo el día durmiendo. El otro día ni siquiera me reconoció.
—Pobrecilla.
—Sí, yo creo que hacemos fatal visitándola. Mejor lo dejamos para otro día.
Cuando ya subían hacia casa de la abuela, Gaspar insistía en que era preferible no entrar, pero Nacho le agarró del hombro e hizo que le precediera escaleras arriba. Gaspar llamó al timbre y oyó los pasos de Sara hasta la puerta. Se saludaron y mientras le presentaba a su hermano pudo ser testigo de lo esperado. Nacho lanzaba una de sus miradas letales con media sonrisa y todo su agradable encanto desplegado, aislando a Sara en ocho kilómetros a la redonda de cualquier otro ser humano presente. Sara fue sencilla en el saludo y se perdió en su habitación, lo que Gaspar interpretó con alivio y Nacho no acabó de aplaudir. Una de las cualidades más irresistibles de Nacho era que carecía de consciencia de su atractivo directo.
Gaspar eludió intercambiar comentario alguno y entraron en la habitación de la abuela. En honor a la verdad aquélla fue una visita breve. Los dos hermanos salieron del cuarto media hora más tarde y se plantaron en el salón sin el menor rastro de Sara.
—¿No sale a despedirnos? —susurró Nacho. Gaspar alzó los hombros atrayendo la mirada cómplice de Nacho, que en voz muy baja le confesó—: Es guapísima, ¿verdad?
—Bah, no está mal —Gaspar trató de quitarle importancia.
—¿No está mal? ¿Es que no te gusta? ¿Esos ojos?
En silencio, Nacho señaló la puerta del cuarto de Sara. Estaba levemente entornada. Se acercó a ella y Gaspar le siguió de cerca. De pronto, algo los detuvo. Del interior del cuarto llegaban los sollozos de Sara. Los dos hermanos intercambiaron una mirada. Sin duda, estaba llorando. Nacho, decidido, empujó la puerta con pretendida despreocupación.
—Bueno, nos íbamos y no queríamos… sin despedirnos.
Sara levantó los ojos hacia ellos y trató de disimular sus lágrimas.
—¿Estás bien? —preguntó Nacho.
Sara asintió. Los dos hermanos Belitre podían ver sus ojos azules húmedos y llorosos. Nacho guardó silencio y ella fue incapaz de hablar, evitaba mirarlos. Gaspar no quiso perder la iniciativa.
—¿Estás llorando?
Nacho le asestó una mirada reprobatoria que no arredró a Gaspar. Sara estaba sentada en el borde del colchón de su cama. Ningún Belitre abandonaría la nave en un momento así, y menos aún un Belitre enamorado.
Nacho fue a sentarse a un lado de Sara y Gaspar no cedió terreno, yendo a parar a su otro costado. Insistieron en sus preguntas y lo más que pudo articular Sara fue: «Julio…». Nacho lanzó una mirada interrogante a Gaspar.
—¿Qué pasa? —preguntó—, ¿has discutido con él?
Sara le miró. Jamás olvidaría Gaspar aquellos ojos clavados en él cuando ella dijo, después de negar con la cabeza:
—Ha muerto.
Allí estaban los dos hermanos Belitre. Flanqueaban a una hermosa Sara que se resistía a soltar más lágrimas de las imprescindibles. Incapaces de decir nada útil, asistían al dolor de Sara con caricias en la espalda y suspiros de acompañamiento. Nacho fue quien más acertado estuvo con sus «Bueno, venga, vamos, no hay que venirse abajo, tienes que ser fuerte», aunque bien es cierto que sonaban algo excesivos haciendo tan sólo media hora que se conocían. Gaspar, que de haber estado a solas con ella la habría tomado en sus brazos y acunado hasta dormirla, se sentía torpe e incómodo en aquella situación compartida.
Entonces cayó en la cuenta de que dos días antes había deseado la muerte de aquel pobre y desconocido Julio. Se sintió culpable y sucio sentado allí. Acababa de comprender que el deseo es el peor y más cruel de los asesinos. Espió a Sara mientras se secaba las lágrimas y comprendió que era indigno de estar sentado a su lado. Se odió a sí mismo y rompió a llorar. Avergonzado, se puso en pie y corrió fuera de la habitación.
Bajó las escaleras a la carrera y en el portal se dejó vencer por el llanto. Se desplomó en el último de los escalones. Su hermano Nacho lo encontró allí y trató de consolarlo. Pero no podía comprender la verdadera razón de sus lágrimas. En cierto modo, perder la virginidad es comprender que el amor también puede ser cruel, asesino, egoísta y miserable.
El doctor Tristán había reclutado a Mayka y cada día la aleccionaba al detalle sobre todos los pasos que debía dar, entregándole un folio de específicas instrucciones y propuestas. Había elegido con esmero cada situación, incluso el simbolismo de los objetos, con la finalidad de producir en Basilio los efectos que ahora mismo éste le narraba:
—Me siento bien, como nuevo, ¿sabe, doctor?, no es una chica perfecta, es bastante ignorante, no es demasiado guapa, pero…
—Pero se ha fijado en ti —terminó el doctor su frase, y prosiguió—: Te voy a dar un consejo, Basi, no seas demasiado exigente. Piensa que en un mundo donde todos te dan la espalda, ella te ha encontrado. Valóralo y mírate a ti mismo, no eres ni mucho menos perfecto.
El doctor conocía con exactitud el efecto que pretendía provocar con sus palabras y con su plan en general. Por supuesto, no pretendía que aquella relación fuera un parche duradero en la vida de Basilio. Muy al contrario, sabía que aquella historia tenía los días contados. El efecto final era conseguir que Basilio abandonara a Mayka, pero con su ego refortalecido.
No le importó que Basilio le escatimara detalles sexuales que él conocía por Mayka ni que le repitiera una por una las palabras que él había escrito para Mayka y que ella memorizaba como una profesional, que es lo que era a fin de cuentas.
—Basi, es de vital importancia que me transmitas tus sensaciones a cada instante.
Los padres intentaban comportarse con normalidad ante Basilio. Y lo lograban. No todo el mundo es capaz de conservar la naturalidad cuando le está pagando una puta a su hijo.
Tampoco a Gaspar le resultó fácil conservar la naturalidad cuando aquella noche su hermano Nacho, desde la cama de al lado, comenzó a hablarle.
—Es que me encanta Sara.
—A mí no mucho —mintió Gaspar—. Es un poco llorica.
—Joder, ¿llorica? —la excusó Nacho—. A ti no se te ha muerto el novio. Pero si hasta tú te has echado a llorar al verla. Y no me extraña, porque es que daban ganas de abrazarla… —Pocas veces una mujer le había provocado tal estado de nervios—. ¿Sabes, Gaspar? —volvió a decir—, creo que voy a ir por ella.
Gaspar se revolvió inquieto en la cama.
—¿Quieres decir que vas a intentar ligártela? —El sí de Nacho fue como un puñal en el pecho de su hermano. Gaspar pensó: Hijo de puta, cabrón, ¿qué hago yo?, maldito cerdo, salido, violador; y sin embargo, sólo dijo—: Yo que tú no lo haría, se le acaba de morir el novio, está muy sensible.
—Por eso —explicó Nacho—, ahora es cuando necesita otro tío que llene el hueco, si no descubrirá que se está de puta madre sin nadie.
Gaspar podía sentir los ojos brillantes de su hermano centellear en la oscuridad. Antes de negarse a continuar la charla y fingirse dormido, Gaspar terció:
—Eres un cerdo. Me parece una guarrada. No lo hagas, Nacho.
También a Basilio le parecía una guarrada aquello, pero no por eso menos excitante. Después de instruirle en lo que consistía un sesenta y nueve, Mayka le guiaba con pericia para que la penetrara analmente.
Eran nuevas lecciones en su apresurado cursillo sexual. Mayka le insistía en que un buen amante es el que domina cada uno de sus estímulos y no lo contrario. Basilio se esforzaba por adiestrar sus instintos. Para retrasar su precocidad, Mayka le untaba el glande con pasta dentífrica que insensibilizara la zona, «y además luego me deja mejor sabor de boca». De este modo, aleccionó a Basilio con remedios profesionales no siempre tan eficaces como disparatados.
Ni Basilio, que no daba este tipo de detalles, ni Mayka, que informaba de todo menos de lo que consideraba su estricta privacidad, mantenían al corriente al doctor Tristán de tamañas proezas sexuales. De haberlo sabido, el doctor las habría atajado de raíz. Ya se lo había prohibido a Mayka en una de sus notas: «Evita mostrarte ante Basilio como una consumada experta sexual. Esto podría hacerle albergar sospechas». Pero el doctor era tan ajeno a la maestría de Mayka como a las útiles lecciones que sus padres estaban pagando a Basilio.
El momento más emocionante fue cuando la segunda tarde Mayka se había empeñado en quitarle la camiseta a Basilio. Aseguraba que no le daban asco los granos y que ella le quería tal y como era. «Hagámosle sentir que no es un engendro de la naturaleza», le había escrito el doctor en sus notas.
Mayka se adecuaba a la perfección al trabajo por su falta de escrúpulos. Por supuesto que se sentía asqueada, pero en su profesión se había visto forzada a hacer cosas peores, mucho peores, y había soportado a seres mucho más repugnantes. Con Basilio, además, podía desarrollar su diezmado sistema afectivo y regalar toda la ternura que guardaba en su interior. Ella quería ser tierna y ahora podía serlo. El plan del doctor Tristán le exigía serlo. Pero no siempre. Para días posteriores, el doctor había dispuesto que ella, sin violencia, le confesara que le daban cierta repugnancia los granos.
—No te lo he dicho antes para no herirte.
—Te entiendo —reconoció Basilio mientras volvía a ponerse la camiseta.
Mayka no entendía por qué, después de los avances que habían logrado, el doctor Tristán la obligaba a aquello. Y lo peor era lo de la máscara.
—¿Te importaría ponerte esto?
Basilio recogió la máscara de plástico que ella le ofrecía. Una sonriente careta de carnaval. Mayka, al verla, había protestado ante el doctor Tristán, pero éste le había hecho comprender la necesidad de hacer las cosas como él ordenaba: «Tú vas a ser una excepción en la vida de Basilio. Los demás van a sentir natural repugnancia. Él tiene que aprender a ser imaginativo y mucho me temo que yo soy tu imaginación y también la suya».
—¿Estás segura? —preguntó Basilio.
—Vamos, es sólo echarle un poco de imaginación. Hay dos cosas que no soporto en la gente: que no tengan imaginación y que no les guste fantasear.
Basilio se calzó la máscara y se entregó a hacer el amor con Mayka. Desnudos, entre las sábanas, ella con su eterna costumbre de mascar chicle y él con su camiseta y la máscara en la cara sujeta con una goma, como si fuera el bozal de Lucas. Era discreta, un hombre de cejas espesas, de gran nariz, sonriendo. El calor, la camiseta, el plástico de la máscara, la entrega, todo ello convertía las batallas amorosas de Mayka y Basilio en una piscina de sudor y sexo.
—Hoy me ha pedido que me ponga una máscara para hacer el amor —le contó Basilio al doctor Tristán.
—¿Una máscara? —se sorprendió éste—. Buena señal. Creo que la chica ya se siente lo suficientemente a gusto contigo como para confesarte sus más secretas debilidades. Muy buena señal, sí, señor.
Quienes sin máscara se enfrentaban al mundo eran el abuelo Abelardo y sus inseparables y trajeados testigos de Jehová, John y Paul. De sus sosegadas lecturas del Apocalipsis en el porche de casa de los Belitre habían pasado a la acción. John y Paul eludían su trabajo obligado de venta de publicaciones de la causa y se lanzaban con el abuelo a largos e intensos paseos por la jungla de Madrid. El abuelo los había equipado con unos útiles botes de pintura en spray con los que se dedicaban a escribir por las paredes.
Las calles se poblaron de anónimos graffitis que sentenciaban: «Dios te vigila», «Tu mente está pecando», «Pon freno a tu soberbia» o «Yo soy el que escudriña las entrañas y los corazones y os daré a cada uno según vuestras obras», este último de menor frecuencia debido a las dificultades para encontrar un muro lo suficientemente grande. Sus tres autores causaban mucho más la sorprendida carcajada del paseante que su indignación. «Reíd, reíd», solía responder el abuelo Abelardo, «Dios también ríe, pero sólo de los buenos chistes, nunca del pecado. Por eso yo le alabaré y cantaré siempre su Nombre».
Una tarde, en la máquina de escribir de Gaspar, habían redactado a seis manos una actualización de las siete plagas que anuncia el Apocalipsis y que presagiaban en la sociedad de nuestros días el desastre más terrible:
No era raro verles repartir fotocopias del manifiesto a la salida de iglesias, colegios, fábricas. El abuelo Abelardo, con su bastón y los testigos de Jehová encorbatados y elegantes en su traje azul. Todo ello cuando el abuelo, subido en el capó de un coche, no arengaba a las masas más bien escasas.
—Amigos creyentes —decía aquel día—, os contaré la historia del hombre que se ahogó en un vaso de agua. No tenía sed, pero quería beber y deseó tanto el vaso de agua que a medida que su deseo crecía, él se hacía más pequeño, hasta que, al querer beber, cayó dentro del vaso, que ya no era un vaso sino el más grande de los pantanos, y se ahogó. Sabed, pues, que el deseo agranda las cosas y las aleja aún más. Sólo la humildad trae lo deseado.
—Eh, tú, hijoputa, baja de mi coche ahora mismo…
Por lo general, nadie era capaz de agredir a un anciano de ochenta y cinco años, salvo algún católico furioso que sospechara que su Dios estaba siendo insultado.
Ajenos a la guerrilla teologal del abuelo, sus descendientes tampoco lograban vivir en paz. El bozal de Lucas les había traído el silencio, pero no la calma. Se valía de otros medios para expresar la natural protesta existencialista de un niño de diez años. Matías era quien, en función de padre, mantenía más vigilado a su hermano pequeño. No era raro oír a la madre decirle: «Matías, haz que Lucas salga del agua». Porque el pequeño se pasaba mucho rato en la piscina, salía con las uñas moradas y las yemas de los dedos agarbanzadas y había que secarle el candado del bozal para que no se oxidara.
Aquella mañana Matías volvió a la cocina después de sacar a su hermano del agua y siguió ayudando a su madre a limpiar los boquerones que iban a comer.
—Parece que con el bozal Lucas se porta mejor —le dijo Matías a su madre.
Lucas aprovechó un descuido para entrar en la cocina, coger un par de piezas de pescado y salir al jardín con ellas escondidas en el bañador. Se acercó con lentitud a Nicole, que con los senos al aire tomaba el sol, y le dejó caer los boquerones en el pecho. Ella se puso en pie de un salto. Persiguió a Lucas a la carrera y le atrapó en el porche. Lo sujetó del brazo y le pegó dos sonoras bofetadas. La madre salió de la cocina y atizó a su vez dos bofetadas a Nicole.
—A mi hijo sólo le pego yo.
Felisín llegó a tiempo para presenciar los bofetones de su madre. Alzó la mano contra ésta, pero entre ellos y sus voces se interpuso Matías:
—¿Qué pasa aquí? ¿Qué clase de familia es ésta? Siempre peleando —gritó al borde de las lágrimas, y entró en la casa, corrió escaleras arriba y se echó sobre el colchón de la cama de matrimonio que compartía con su madre.
Lucas lloriqueaba y huyó a proteger sus peces inertes de la asesina francesa. Felisín consolaba a Nicole. Le cubría los pechos de la mirada de Gaspar y Nacho desde el balcón. La cabeza del doctor emergió por la cremallera de la tienda de campaña. La madre recorrió el camino hasta su dormitorio y se tumbó junto al lloroso Matías. Trató de consolarlo apoyando la cabeza del niño contra su hombro.
—Vaya familia, vaya familia tenemos —repetía entre lágrimas Matías.
La madre lo asió con fuerza sin permitirle moverse, para evitar que viera que ella también lloraba. Matías le besaba el pelo.
Antes de que el drama desencadenara en una silenciosa comida en la que nadie articuló palabra, el padre coincidió con Basilio al entrar en el jardín. Era tarde, casi las tres y media.
—¿Ahora llegas del trabajo? —preguntó Basilio.
—He pasado antes por casa de la abuela, ya sabes, no se encuentra muy bien —le respondió el padre—. ¿Y tú, cómo es que llegas ahora?
—Vengo de estar con unos amigos.
El padre, tan ruborizado como su hijo, se arrepintió al instante de haber hecho la pregunta. Sabía con certeza que Basilio le estaba mintiendo. Lo que Basilio ignoraba es que su padre también mentía. Que tras su gesto serio y cansado escondía su propio secreto. Juntos avanzaron hacia la casa, cruzaron la diana de Nacho, la piscina redonda, la tienda de campaña, la mecedora del porche y entraron en el hogar. Un segundo después les esperaba el espeso y violento silencio que sucede a toda tormenta familiar.