La sala, medio vacía en el primer pase matinal, estaba aún más helada que la sonrisa de la taquillera. Basilio no prestaba demasiada atención a la película. De aquel modo solían transcurrir sus dos horas de clase diaria en la academia. Como en todas las salas de cine durante el verano, Basilio estaba pasando un frío terrible. Se había sentado encima de sus propias manos para resguardarse del aire acondicionado. Tras el final feliz de la película, salió a la calle a vivir su vida infeliz.
Junto a la cadavérica cartelera, una mujer joven trataba de recomponer la envoltura de un gran espejo de al menos dos metros de largo. Basilio vio cómo intentaba acarrearlo ella sola y lanzarse de nuevo a la calle. Al ver que la chica se volvía hacia él, apartó la vista, como era su costumbre. Pero la joven llamó su atención.
—Oye, perdona, ¿me puedes echar una mano? Es hasta aquí al lado.
—Claro —se ofreció Basilio.
Basilio tomó un extremo del espejo y la mujer el otro. Ella guiaba volviéndose constantemente a reponer el papel que envolvía el espejo, cada vez más al descubierto.
—Creía que lo iba a poder llevar yo sola, pero el condenado pesa…
—Sí pesa, sí…
Un poco azorada, se dio cuenta de su brusquedad con Basilio y comenzó a deshacerse en excusas y agradecimientos.
—Huy, perdona, que es que te he secuestrado sin pedírtelo por favor, ya llegamos…, perdona de verdad, es que me…
—Nada, nada, no te preocupes.
Basilio no había podido evitar lanzar una discreta mirada a las piernas alegres de la chica bajo el breve vestido de gasa. Le falta la raqueta para ser una tenista, pensó. Llevaba el pelo revuelto e iba sin maquillar, pero escondía un cierto atractivo bajo sus rasgos imperfectos y desordenados. Basilio apenas hablaba, sólo para restar importancia al esfuerzo y atenuar así las disculpas de la chica.
—No llevo mucho viviendo aquí. Me acabo de separar…
Basilio la vio colocar el espejo sobre una de las paredes y quitar el envoltorio con un diestro tirón. Tan joven y ya ha estado casada, pensó mientras descubría el final de sus muslos al ponerse la chica de puntillas para retirar el último pedazo de papel.
—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó la chica volviéndose hacia Basilio.
Tenía sus ojos clavados en los de él, como si de verdad le importara su opinión. Basilio se vio obligado a responder:
—Grande, me parece grande.
La chica sonrió hacia él, luego hacia el espejo y, variando mínimamente la colocación, explicó:
—Me encantan los espejos, me encanta ponerlos por todas partes, te dan como la idea de que la casa es más grande, ¿no crees? Debe de ser por el reflejo.
Basilio dudó un instante y luego asintió. Miró alrededor. Había una gran estantería vacía.
—También me gusta mirarme, no te creas. Soy… eso… ¿cómo se dice?
—¿El qué?
—Sí, hombre, eso de cuando te crees…, ah, vanidosa. Huy, si no nos hemos presentado. Me llamo Mayka, ¿y tú?
—Basilio.
—Basilio, no te he ofrecido nada. ¿Qué quieres tomar?
—Nada, gracias, ya me iba.
Hubo un silencio. Ella insistió en la invitación. Él la rechazó amablemente. Mayka le acompañó hasta la puerta y la abrió. Le tendió la mano y dijo que estaba encantada de conocerle. Basilio salió y comenzó a bajar las escaleras. De pronto, la voz de la chica, desde lo alto, le detuvo.
—Por cierto, ¿qué tal la película que has ido a ver? Había pensado ir mañana, pero odio ir sola al cine —reflexionó la chica en voz alta—, no te apetecería verla otra vez, ¿verdad?
Basilio se mantuvo en silencio durante un instante y luego se atrevió a decir lo que estaba pensando: «Si es contigo, sí». La chica lanzó una sonora carcajada que resonó en la profundidad de la escalera.
—Vamos, vamos, ahora va a resultar que eres un galán.
Basilio salió al calor de la calle. No pudo evitar que una sonrisa se abriera paso entre sus granos. Estaba convencido de que tenía posibilidades con la chica. Era ella la que había hecho todos los avances. El optimismo le invadió camino de casa. De pronto, el cristal del escaparate de una tienda le devolvió su imagen. Basilio se reencontró con la realidad. ¿Cómo había podido pensar aquello? Era imposible que alguien sobre la tierra, y menos una chica, se sintiera atraído por él. Sencillamente esas cosas no pasan. No merecía la pena ni tan siquiera comentárselo al doctor.
El doctor Tristán entró en la cocina y abrió el frigorífico. Extrajo de él una bolsa donde guardaba su traje gris.
—¿Se marcha? —le preguntó la madre.
—No, voy a vestirme para la sesión con Basilio.
—Bueno, doctor, entre Basilio y usted ya hay confianza. No creo que le haga falta ponerse de etiqueta, aunque con esta costumbre suya seguro que el traje estará fresquito.
—Pues sí, lo está. Además, el paciente y el doctor han de mantener siempre ciertas distancias. De quien le quería hablar es de Lucas.
En breves palabras, expuso que la educación de Lucas evidenciaba un descuido paterno fundamental y causante de cientos de problemas. De no solucionarse en breve tiempo, la personalidad del pequeño Lucas habría de ser siempre charlatana, irritante y odiosa. La madre pensaba que el doctor Tristán exageraba, pero el acoso a Nicole estaba superando límites. Lucas la imitaba y perseguía de sol a sol y aquel comportamiento exigía a gritos una medida correctora. «Siempre dentro de una parcela científica», aclaró el doctor Tristán. La madre se confió a los buenos modos del doctor y dejó que éste actuara en consecuencia.
Aquella misma tarde, el doctor volvería con un ingenio sorprendente en sus manos. Todos estaban sentados a la mesa comiendo; Lucas imitaba el silencio de Nicole. El doctor entró en la cocina y pidió a Felisín y Basilio que sujetaran a Lucas. Cuando lo tenían inmovilizado, pese a sus gritos y cabezazos, el doctor le agarró y procedió a colocarle el ingenio. Se trataba de dos correas de cuero cosidas que terminaban en una hebilla. Puestas alrededor de la cabeza de Lucas se disponían del siguiente modo: una le pasaba por debajo de la nariz a modo de bigote y le recorría en sentido circular la cabeza; la otra le sostenía la barbilla, cruzaba las mejillas y terminaba en un candado sobre la parte superior del cráneo. El doctor cerró el candado y logró que las mandíbulas de Lucas quedaran apretadas, lo cual le impedía hablar. Su mirada se cruzó con la de Nicole, que expresaba un callado agradecimiento.
—Doctor, por favor, esto me parece excesivo.
—A mí me parece perfecto —le alentó Felisín, atisbando horas de calma para Nicole.
—Como madre no lo puedo consentir. Lucas es sólo un niño, necesita hablar, expresarse…
El doctor tendió la llave a la madre agregando:
—Usted dispone del silencio de su hijo. Utilícelo del modo que quiera.
Allí se terminó la comida de Lucas. Desde ese día y durante años, arrastró consigo ese bozal que su madre le quitaba para comer y dormir. Los primeros días fue causa de protestas y disputas, pero luego el silencio de Lucas se apreció como algo necesario y saludable. El chico hacía su vida normal con el bozal y el candado sobre la cabeza. Acudía a la madre si iba a salir a jugar con sus amigos y se comunicaba por medio de una libreta colgada del cuello.
—No es ninguna crueldad —explicó el doctor—, este método ha sido usado durante siglos en países árabes para forjar el carácter de los niños.
Años después, un reformado y tierno Lucas agradecería aquel silencio forzado y el ingenio del doctor Tristán, tan importante en su formación. Y aún hoy, aunque es incapaz de encajar en su cabeza un casco de moto, es una persona afable, reservada e incluso tímida.
Matías había ordenado a Gaspar que rastrillara todo el patio después de comer, pero Gaspar, entre protestas, se negaba a hacerlo. Matías, con insistencia paterna, le habló con autoridad y llegó a ponerle el rastrillo en la mano. Cuando Gaspar lo lanzó lejos de sí, Matías entró en la casa y fue directamente a hablar con la madre. Le dijo que Gaspar no respetaba su autoridad, que qué clase de hijos estaban educando, que intentara ella hablar con él para ver si entraba en razón. La madre salió al jardín y llamó a Gaspar.
Primero le habló con ternura, en un intento de hacerle comprender la enfermedad de su hermano y que obedeciera: «Tampoco te está pidiendo que hagas nada malo». Pero Gaspar tenía planes muy distintos para aquella tarde. Planes con un nombre propio: Sara.
—Había pensado en ir a ver a la abuela.
—Ya irás mañana. No le des este disgusto a tu hermano.
Con rabia contenida, Gaspar recogió el rastrillo y comenzó a agrupar las hojas caídas. Su hermano Matías se sentó en el porche. Se secó las lágrimas. Poco a poco, a medida que el cansancio quemaba su enfado, Gaspar fue comprendiendo la enfermedad de su hermano Matías y la difícil encrucijada en que estaban inmersos su padre y su madre. Vio a su hermano Matías lloriquear con insistencia a Nacho para que le enseñara una canción en la guitarra, como un niño.
—Déjame en paz, Matías —le decía Nacho—. No tienes ni puta idea de tocar.
—Pues enséñame.
—¿Y que me arranques las cuerdas si algo te sale mal?, como el otro día.
Gaspar observó cómo finalmente Nacho cedía y Matías le daba un abrazo antes de coger la guitarra. Nadie quería que volviesen a internar a su hermano.
—Bueno, vamos a empezar con una facilita. Tres acordes…
—¿Qué son acordes?
La guitarra de Nacho, manejada por las manos de Matías, comenzó a emitir unas terribles disonancias.
—Yo solo, yo solo —se entusiasmaba Matías.
—Esto ya empieza a sonar —mintió Nacho, y en la distancia cruzó un guiño cómplice con Gaspar.
Todos habían notado al padre de los Belitre cabizbajo, con la mirada perdida, ajeno a las habituales disputas de comidas y cenas. Ni tan siquiera había comentado nada especial al encontrarse, a la vuelta del trabajo, a su hijo menor enfundado en un bozal.
Mostraba la más extraviada de sus miradas y reaccionaba tarde a las preguntas. Su mujer conocía bien los estados depresivos de su marido y sabía que pronto terminaban, pero siempre le recomendaba ir al médico o, como en este caso, hablar con el doctor Tristán.
—No hay para tanto, de verdad.
—¿Quieres que te haga una visita esta noche? Cuando se duerma Matías —le propuso la madre con picardía adolescente—. Seguro que eso te cura todos los males.
Félix sonrió sin demasiado entusiasmo.
—Sólo es pasajero —tranquilizó a su mujer—. Esta tarde he ido a ver a mi madre y no está muy bien. La cabeza, ya sabes.
¿Cómo funciona el mecanismo de enamorarse? El doctor Tristán lo explicaba con simpleza científica: una señal visual llegaba hasta el interruptor sentimental, de ahí al nivel intelectual, que procesaba la información. Ésta se subdividía en archivos diversos como complejos infantiles, traumas, edipos, tabúes, gusto visual, adrenalina y deseo sexual. Cuando la nueva visión superaba el grado medio en estos archivos, se disparaba el termostato nada complejo del amor. Gaspar podría ser infinitamente más poético en su descripción, acostumbrado como estaba a confundir el enamoramiento con la infatuación.
Basilio, cansado de esperar a Mayka a la puerta del cine, se dirigió a la taquillera, pero ésta se negó a devolverle el importe de las entradas. Desconfiaba ante la pustulenta cara del joven. La señora en cuestión se enorgullecía de saber, gracias a su oficio, juzgar a la gente por su aspecto. Lo cual no le había evitado casarse con un tipo violento que, tras veinte años de agresión matrimonial, se había fugado con su propia hija, con la que ahora tenía dos niños.
Basilio buscó un lugar cerca de la pantalla y se dispuso a rentabilizar su gasto volviendo a ver la película. El desganado acomodador alumbró tres filas por delante de él y situó a una joven en la tiniebla. Basilio, al reconocer a Mayka, volvió a incorporarse en su butaca y clavó su mirada en la nuca de ella. Empleó el resto del metraje de la película en toser y carraspear, esperando de este modo llamar su atención.
Cuando Basilio ya albergaba temores de que la película durara eternamente, se encendieron las luces y el escaso público se puso en pie. Mayka reparó en Basilio y se acercó a él con absoluta afabilidad.
—Anda, has venido —le dijo.
Mayka y Basilio salían juntos hacia la puerta bajo la mirada de tres o cuatro excéntricos espectadores.
—De verdad que me ha encantado la película… Hasta he llorado. Lo malo es que había un tipo sentado detrás de mí tosiendo todo el rato. Por su culpa no me he podido concentrar.
—Vaya —fue lo único que articuló Basilio.
—He estado a punto de volverme, pero me estaba encantando la película. Desde luego, los actores americanos están muy bien preparados. Mucho mejor que los españoles…
—Pues sí —respondió Basilio con vaguedad.
—Tú fíjate los que hemos visto en esta película. Todos eran americanos y mira lo perfectamente que hablaban español. Es increíble.
—Eso es el doblaje.
—Ya, ya sé que lo doblan. Pero el mérito está en lo bien que lo hablan. Yo todos los americanos que he conocido hablaban español fatal.
Entraron en una cafetería cercana y se sentaron a una mesa. Mayka le contó que hacía cuatro meses que se había separado de su marido, porque éste la engañaba: «Y no soporto que me mientan. Hay dos cosas que no soporto, que me mientan y que me engañen». Basilio extirpó una servilleta del pegajoso servilletero y con su lápiz trazó un rápido retrato de Mayka. Ésta, al descubrir lo que hacía, se había detenido para posar con profesionalidad.
—Soy yo, es genial.
—Para ti.
—¿Para mí? ¿Y yo? Tendré que regalarte algo.
La cama era ruidosa. Mayka se tumbó sobre Basilio y comenzaron a besarse mientras él acariciaba sus pechos. Mayka fue a subirle la camiseta para quitársela, pero él la detuvo.
—Es que tengo granos en la espalda —le dijo.
Mayka no insistió y se lanzó con eficacia sobre la cremallera. Entre risas nerviosas le soltó el pantalón y fue bajándolo poco a poco hasta conseguir sacárselo por los pies con zapatos incluidos. Basilio se deshizo de las bragas de ella y, sin dejar de besarse, Mayka introdujo sus manos en los calzoncillos de él. Palpó su sexo y comenzó a estimularlo. Fuera de sí, incapaz de controlarse, Basilio se derramó sobre los muslos de ella.
—Lo siento.
—Ay, qué va, si yo lo que no puedo aguantar es esa gente que no se corre nunca hagas lo que hagas. Tú me das ternura.
Mayka le acogió entre sus brazos hasta conseguir reponerlo. Varió las posiciones y se colocó sobre él. En la espera, hablaban con un susurro entrecortado. Mayka se distanció levemente de él y llevó la yema de sus dedos a la cara de Basilio. Tocó con suave ligereza sus granos.
—¿Te duelen?
Basilio negó con la cabeza mientras se dejaba hacer. Mayka plantó sus labios sobre la mejilla de él y rozó con un beso silencioso sus pustulencias.
—¿Te dan asco?
—¿Te parece a ti que me dan asco?
Basilio alzó los hombros por toda respuesta. Notaba los pechos de Mayka sobre su camiseta y tenía ambas manos sobre las nalgas de ella. Mayka percibió el redespertar sexual de Basilio y descendió con agilidad hasta su entrepierna. Le besó los muslos con la misma suavidad con que un segundo antes le besaba el odiado acné. Basilio permaneció inmóvil, con los ojos cerrados.
Aquélla era la primera vez que Basilio había hecho el amor con alguien. Así que esto es perder la virginidad, reflexionaba de vuelta a casa. Tardó tiempo en descubrir cómo se sentía realmente. Pues no es para tanto. Es como masturbarse, pero mucho mejor. Sus pensamientos no encubrían cierta decepción. Así que eso era todo.
No notó la extraña mirada de su madre cuando entró en casa y empleó casi media hora en la ducha, dejando caer el agua sobre su cabeza pensando sólo en volver a verla.
Cuando salió de la ducha, descubrió al doctor Tristán hablando con su madre. Al percibir su presencia guardaron silencio. Basilio no fue consciente del extraño comportamiento de ambos.
Cuatro días antes, los padres de Basilio y el doctor Tristán habían mantenido una agria discusión. Con astucia, éste los había reunido a solas en su tienda de campaña y los había puesto al corriente de su plan estratégico. Es obvio que el doctor Tristán no estaba improvisando. Cuenta la leyenda que Georg Groddek, díscolo discípulo de Freud, usó de aquella terapia en más de una ocasión. Pero Groddek era un adelantado a su época. Expulsado de la inteligencia psicoanalítica de su tiempo, terminó sus días en Suiza, desde donde escribió a Hitler proponiéndole un plan conjunto para acabar con el cáncer en el mundo. Pero ésa es otra historia.
—Mi idea consiste —les aleccionó el doctor Tristán a los padres— en elevar la autoestima de Basilio. Para ello he perfeccionado un plan y necesito su consentimiento paterno y su soporte económico.
—Doctor, haremos todo lo que esté en nuestras manos para ayudar a Basilio —declaró la madre.
—La idea es espléndida y perdonen mi falta de modestia. ¿Qué creen ustedes que ha faltado todo este tiempo en la vida de Basilio?
El padre se encogió de hombros, la madre dudó.
—Amor —sentenció el doctor.
—Basilio ha tenido tanto amor como el resto de sus hermanos —argüyó la madre.
—No confunda amor con cariño. De lo que estoy hablando es de que necesitamos que una mujer se enamore de Basilio. Eso lograría fortalecer su personalidad.
Madre y padre asentían convencidos de la lógica de la idea. Sin embargo, el doctor les devolvió a la realidad.
—Pero ¿quién va a enamorarse de su hijo? Obviamente, nadie. —Ante el gesto contrariado de los padres, añadió—: Al menos nadie con la rapidez que el tratamiento terapéutico precisa.
—Creo que es usted muy duro con Basilio —se atrevió a sugerir Félix.
—Seamos sinceros. Nadie se enamoraría de su hijo. Así pues, he de ser yo el que provoque esa relación. ¿Cómo? —preguntó con infalible retórica—. Contratando a una prostituta que de un modo realista se enamore de Basilio.
—Eso es indigno —exclamó la madre—. Mi hijo es capaz de enamorar a cualquier mujer, no a una cualquiera, usted ya me entiende.
—Por supuesto, pero él no lo logra —replicó el doctor—. Yo también creo en Basilio, pero él no cree en sí mismo. Y esa autoconfianza es la que hemos de lograr.
—Ya, doctor, pero llega usted a extremos… —se disculpó el padre.
—Un médico no puede vivir de espaldas al cambio de los tiempos. Para llegar a la curación de su paciente, debe incluso utilizar lo peor de la sociedad. Miren las drogas, si no.
—Pero ¿por qué una prostituta? —preguntó el padre.
—Seamos sinceros. Hoy en día una relación sin sexo no sirve para nada. Al menos en el tema que nos ocupa. Y búsquenme ustedes una mujer dispuesta a acostarse mañana con su hijo Basilio, vamos, búsquenmela.
El padre y la madre se miraron conscientes de la dificultad evidente de lo que el doctor les exigía.
—Yo —les descubrió el doctor— tengo a la persona ideal. Joven, limpia, digna. Sólo necesito su consentimiento y, por supuesto, que ustedes corran con los gastos.
—¿Dónde se ha visto un padre que le pague las putas a su hijo? —se quejó el padre.
El doctor Tristán les miró con detenimiento y recurrió a su tono más dramático para decir:
—Es cierto. Hay que ser muy buen padre para hacer algo así.