Ocho

¿Puede el chico de catorce años enamorarse de una mujer mayor?

No puede. Debe.

Gaspar Belitre, La vida a los catorce años, cap. 3

Conocí a Sara algún tiempo después de que le abriera la puerta a Gaspar Belitre. Me enamoré de ella, creo, en ese primer instante. No sabría explicar por qué. Quién lo sabe. Ocurre a veces, cuando los ojos de una persona no se limitan a mirarte, sino que te absorben, te introducen en un túnel donde sólo puedes abrazarte al vértigo. Lo que ocurrió entre ella y yo…, bueno, eso es otra historia que ahora no viene al caso contarles.

Cuando Gaspar salió aquella noche de casa de su abuela, Violeta se había borrado de su mente con un golpe de viento y no había otro rostro, otra mujer en sus pensamientos más que Sara. Gaspar Belitre continuaría siendo así largos años, enamorándose y desenamorándose con esa facilidad infantil. A la mañana siguiente se sentaría frente a la máquina de escribir y, abandonado a la lírica novelesca, se explayaría en el conocimiento científico sobre los jóvenes de catorce años. ¿Puede un chico de catorce años estar enamorado de alguien mayor?, escribió Gaspar con su personal estilo. A continuación explicó durante un par de folios que alguien joven, en su despertar a la vida, necesita adiestrarse al costado de un adulto, de alguien que oriente sus pasos en el bosque de la ignorancia (la metáfora es suya). Tras zanjar aquella apología del amor entre edades, se sintió más satisfecho consigo mismo.

Pero Sara no era tan mayor. Tenía veintidós años con todo su aspecto adolescente a cuestas y no transmitía en absoluto una imagen de madurez. Sus ojos eran azules, casi transparentes. El pelo rubio, tostado. En la piel pálida de su rostro, los labios eran un deseado paréntesis rosa. A todas luces obsesionado, el ensayista de catorce años se dedicaba tan sólo a convertir su propia experiencia en generalidad. Porque Sara no estaba tan lejos de ser una adolescente. Con sus piernas musculosas y su vestir siempre descuidado y masculino. Se desplazaba a todas partes con su Honda de 125 cc. y un casco de media esfera que dejaba al descubierto su mentón acogedor.

—¿Y ese casco? —le había preguntado la abuela—. ¿No me digas que vas en moto? Te advierto que estoy harta de que mis cuidadoras se maten antes que yo.

—Descuide, la esperaré —le devolvió Sara, que no tardó en habituarse a la relación irónica con la abuela.

Entretanto, las aguas no habían, ni mucho menos, vuelto a su cauce en el seno de la familia Belitre.

Lucas, el pequeño, había declarado la guerra a Francia, es decir a Nicole, la asesina de peces, como él la llamaba. Desde por la mañana, cuando la francesa salía a tomar el sol al patio, Lucas la perseguía con su cantinela burlona. Si ella le ignoraba, él se entregaba a desfilar cantando la Marsellesa. Cualquier frase que Nicole pronunciara en la mesa o en su conversación con Felisín, Lucas la repetía con sorna. Nicole no hablaba demasiado, pero aquel hostigamiento al que se veía sometida acabó por arrinconarla en un silencio casi absoluto. Cada vez que abría la boca, estuviera donde estuviera, Lucas repetía su frase. A veces con pisos de distancia entre uno y otro se oía el grito de Lucas mofándose reiteradamente de la piscicida. Había decidido vengarse y empleaba toda su artillería en la guerra contra su cuñada.

Desde hacía unos días, además, observaba el extraño comportamiento de sus peces de colores que flotaban sobre la superficie del agua del acuario, sin sumergirse y sin tomarse el menor interés por los pellizcos de foie gras que Lucas les ofrecía.

—Vosotros también odiáis a la francesa, ¿verdad? —les preguntaba Lucas—. Nunca le perdonaremos que matara a Thor.

Felisín intercedió ante sus padres para lograr el silencio de su hermano pequeño, pero la familia estaba acostumbrada a hacer oídos sordos al flujo constante de palabras que desde su más tierna infancia escupía por la boca el charlatán Lucas. Ahora se había convertido en rutina que cada tímido «passe-moi le pain» susurrado por Nicole fuese seguido del «pas mua lepén» irritante de Lucas.

Nicole, como solución, había resuelto salir más. Ahora pasaba aún menos tiempo en casa de su familia y prefería pasear por la ciudad o ir de compras. Felisín enviaba sus críticas de cine al periódico y al verlas publicadas concebía esperanzas de algún día abandonar la casa paterna. Esperanzas que se diluían en círculos de rotulador alrededor de inalcanzables ofertas de alquiler de pisos que publicaba el Segunda Mano.

Nacho y yo nos encontramos en la bodega donde tomábamos la primera cerveza de la tarde. Llevaba días intentando convencerle para que se uniera a nuestro grupo y tocara con nosotros.

—Estamos hasta los cojones del guitarra.

—Tío, no me apetece estar en un grupo —me contestó—. Además, después de esta noche me puedo morir tranquilo. Voy a cumplir el sueño de mi vida.

—Que es…

—¿Te acuerdas de Aurora?

Me sorprendió oírle mencionar a Aurora. Pensaba que su relación con ella no habría pasado de un par de noches. Ya en otras ocasiones Nacho había salido con mujeres mayores, pero siempre con la inconstancia habitual en él. Incluso para sus amigos, Nacho era lo más parecido a una pastilla de jabón.

—El otro día me preguntó cuál era mi fantasía sexual. Me dijo que si yo cumplía la suya, ella cumpliría la mía.

—¿Y cuál era la suya?

—Eso qué más da. El caso es que le conté que la mía era follar con dos tías a la vez y ya se ha conseguido a una amiga suya.

—Pero entonces tú cumpliste la fantasía de ella. ¿Y qué era? —insistí.

—Joder, qué plasta. Que no quiero tocar en ningún grupo, ya te lo he dicho.

John y Paul, los dos testigos de Jehová, apenas conocían el mundo. Abandonados al nacer a la puerta de un Children Home en pleno corazón de Bristol, ya de niños habían entrado a formar parte de la orden que fundara C. T. Russell más de cien años atrás. Desde entonces estaban sometidos a una recta disciplina que incluía desde el desprecio a la bandera, los cumpleaños o la Navidad, hasta la prohibición de fumar, llevar barba, ver televisión o jugar al ajedrez. Aquella rectitud de costumbres era la única vida que conocían y su entrega a Dios, ahora, a los treinta años, era absoluta. Podía decirse que el abuelo Abelardo, fuera de la orden de Jehová, era su único amigo en la ciudad. Por ello, no les pareció nada reprobable adoptar la costumbre de visitarlo casi todas las tardes y charlar con él de teología.

El abuelo encontró en ellos cuatro oídos entregados en los que liberar su misticismo. Tiempo antes había frecuentado grupos religiosos con los que salía de acampada o incluso cumplió su sueño de viajar a Fátima. Fue tras una utreya de convivencia cristiana cerca de Badajoz cuando la familia le prohibió tales reuniones. Había vuelto a casa infestado de chinches, su únicos compañeros de celda de rezo, que se reprodujeron frenéticamente hasta obligar a una desinfección total del piso de la abuela.

Desde hacía días, John y Paul venían comentando con el abuelo un acontecimiento que removía las estructuras religiosas del país. Una mujer aseguraba ver a la Virgen cada primer sábado de mes en un prado de El Escorial junto a un viejo roble. Expediciones de autobuses con creyentes de todos los rincones del país acudían para presenciar cómo la mujer, arrodillada en el suelo, recibía con sus rezos la puntual presencia de la Virgen.

—Deberíamos personarnos en el lugar de los hechos —les empujaba el abuelo—, y poner la mano en la llaga, como Santo Tomás.

Poderiemos ir el próssimo fin de simana —propuso John.

La madre les había preparado unos bocadillos y un caldo en un termo para que comieran caliente. Al mediodía, el tren los dejó en la estación de El Escorial y, por sus compañeros de viaje y el ambiente de la ciudad, localizaron sin dificultades el prado a las afueras donde tenían lugar las apariciones. Se había cortado el tráfico y la zona estaba repleta de autobuses y coches de curiosos y creyentes. John y Paul vestían con su traje habitual, aunque se habían guardado las chapitas identificativas. Aún recordaban la ocasión en que un grupo de jóvenes cristianos, tras una manifestación contra el aborto, los había pateado. Las relaciones entre los testigos de Jehová y sus compañeros de fe no eran demasiado buenas y tampoco era cuestión de tentar a la suerte.

El abuelo se había calado una gorra de pana y llevaba una camisa de cuadros con su habitual bastón. Parecía más un excéntrico inglés que un creyente autóctono en busca del contacto divino. Tras mucho insistir logró que John y Paul se quitaran la chaqueta y la corbata y se arremangaran la camisa.

De pronto, los vendedores de estampas, rosarios, reliquias y cassettes del Papa atenuaron sus voces comerciales y en un instante reinó el silencio más absoluto. Los que bebían de la fuente de agua contaminada que creían milagrosa, detuvieron sus tragos. El abuelo y su extravagante compañía ganaron posiciones hasta conseguir tener al alcance de la vista a la protagonista de las visiones. La mujer oraba de rodillas sobre la hierba y su rezo llegaba a cada rincón del prado gracias a un micrófono que sostenía su marido y un sistema de altavoces repartido con profesionalidad por el arbolado. Con innegable puntualidad la mujer interrumpió su tercer avemaría y comenzó a gritar guturalmente con los brazos extendidos hacia adelante: «Señora, mi señora, gracias por venir», repetía. Un escalofrío de emoción recorrió el silencio de todos los congregados. Alzaron las cabezas. No podían ver nada, pero, por sus gestos, la comunión era total y sentían como suya la visión de aquella buena señora.

El abuelo Abelardo observaba con escepticismo a la gente a su alrededor. En ese momento Dios se había presentado ante él y estaban charlando.

—¿Señor, qué es todo esto? —preguntó el abuelo—. Yo no veo a la Virgen por ninguna parte.

—Déjalos, Abelardo, tú y yo sabemos que no hacen ningún mal —le dijo Dios—. Es como si temiendo quemarse la boca la gente dejara de fumar. Es falso, pero a la larga evitan enfermedades aún peores. La mentira puede ser tan buena como la verdad si es utilizada con bondad.

Pero el abuelo no podía creer lo que no veía y en un murmullo proseguía su protesta. Una anciana le chistó para que guardara silencio.

—Este aquelarre me está sacando de mis casillas.

—Abelardo, no juzgues el contenido por la forma. Piensa en la hermosura del vacío. Aunque una sola de las personas aquí congregadas utilizare lo que siente para hacer el bien en esta vida, ya valdría la pena todo este espectáculo que tú juzgas dantesco. —Dios, con su tremenda habilidad dialéctica, logró apaciguarlo.

Llegados a este punto, la mujer transmitía a los creyentes congregados, micrófono en mano, las palabras que le dirigía la Virgen. «¿Qué quieres de nosotros, mi Señora?», decía. «¿Que recemos por la paz universal? Así lo haremos. ¿Qué quieres que te recemos, mi Señora? ¿Un avemaría?». Y la mujer comenzó a rezar seguida como un solo hombre por todos los que estaban a su espalda. El abuelo Abelardo no pudo contenerse más y se lanzó hacia adelante con furia.

—¡Deténgase esta farsa! —gritó, pero la gente ya estaba acostumbrada a saboteadores en estos actos.

Los guardas jurado que protegían a la vidente fueron hacia allí. El abuelo Abelardo imploraba a todos los presentes:

—¿Cómo va a pedir Nuestra Señora que le recemos un avemaría? ¿No os dais cuenta? Eso es de un egocentrismo humano. Es como si ella dijera: «Soy bendita entre todas las mujeres, soy la mejor», eso es imposible. La vanidad es un pecado capital. Esta farsante está insultando a la Virgen…

Los que estaban más cerca de él se lanzaron a acallarle recriminando su postura. A empellones, una señora estuvo a punto de hacerlo caer. El abuelo levantó su bastón con furia. El resto de creyentes alzaba su recitado de «vidaydulzuraesperanzanuestra» por encima del tumulto. John y Paul trataron de interponerse entre la gente y el abuelo Abelardo. Alguien gritó: «¡Son mormones! ¡A por ellos!».

La gente se abalanzó con violencia, pero los guardas jurado llegaron a tiempo de agarrarlos del brazo y emprender el camino de salida. Los creyentes, indignados, gritaban enfurecidos: «Fuera, fuera, fuera», y «Cristo, Cristo, Cristo». Una mujer hirió a Paul en la mejilla con el latigazo cortante de su rosario. Algunos les escupieron a la cara y en un momento de desfallecimiento el abuelo se arrodilló implorando hacia los cielos: «Señor, soporto este castigo sólo por defender la verdad». Los guardas lo levantaron en el aire y levitando lo sacaron de aquella maraña de creyentes que expresaban su cristiana indignación con insultos y salivazos.

—Lo más prudente es que se vayan —les aconsejó el cabo de la Guardia Civil.

—Nos iremos —aceptó el abuelo—. Pero que sepan que Dios se viene con nosotros.

Abelardo, John y Paul abandonaron el lugar cuando arreciaban los rezos. Desde la estación, esperando el primer tren, aún podían oír los cánticos religiosos. La tímbrica voz de las exaltadas niñas de un colegio de monjas de Abertura, pequeño pueblo extremeño, entonaba, con el solo acompañamiento de bandurria y pandereta, el primer movimiento de una hermosa canción que el abuelo conocía de memoria:

María es esa mujer que desde siempre el Señor se preparó, para nacer, como una flor, en el jardín que a Dios enamoró.

Gaspar se ganó un cariñoso beso de su madre en la mejilla cuando le anunció que iba a visitar a la abuela enferma. Y hacia allí partió Gaspar con la noble vocación de acompañar al enfermo en las tristes horas y la indigna intención de estar cerca de Sara en previsión de dulces horas. Llamó al timbre y, con un grácil saludo, Sara le hizo pasar. Estaba preciosa con una camiseta deportiva y unos amplios pantalones de lino blancos. Revolvió el pelo de Gaspar con la mano mientras éste le explicaba que él era el único de los hermanos que solía visitar a la abuela con asiduidad.

—A mis hermanos no les gusta la abuela —dijo con gesto teatral Gaspar—. A mí, en cambio, me encanta venir a verla. Ahora, en vacaciones, no me importa venir casi todos los días.

—Vaya, eres un nieto ideal —le elogió Sara—. Ojalá cuando yo sea vieja tenga a alguien como tú.

—Puedes estar segura. —Y Gaspar se ruborizó.

—¿Vas a estar mucho rato?

—Bueno, horas y horas. —Gaspar estaba inspirado—. Con ella es que se me pasa el tiempo volando. Se me puede hasta echar la noche encima.

—¿Ah, sí? —Sara estaba gratamente sorprendida—. ¿Me podrías hacer un favor?

—Pues claro.

—¿Podrías quedarte con ella hasta que yo vuelva? No tardaré mucho. —Sara le miró a los ojos a la espera de una respuesta.

—Bueno. —Gaspar trató de pensar—. Bueno, claro, no sé…

—Es que tengo a mi novio enfermo y quiero ir a verle.

—Ah, ¿tienes novio? —interrogó Gaspar con fingido desinterés.

—Sí, Julio. ¿Y tú? ¿Tienes alguna chica por ahí?

—¿Eh? —se sorprendió Gaspar—, no, no… Bueno, salía con una, pero bueno…, ya sabes…, se hartó de mí…

—Vaya, estoy segura de que se arrepentirá.

A Gaspar le bastó aquel piropo para justificar su tarde. Que Sara tuviera novio al fin y al cabo no era tan raro. Chicas así no andan sueltas por el mundo, reflexionó. Además había dicho que estaba enfermo. Eso le hizo concebir esperanzas. A lo mejor ese cerdo de Julio tenía una enfermedad incurable y la palmaba. Ojalá, pensó. A veces un simple constipado se complica y acaba con la vida de una persona.

Con desgana, entró en el dormitorio de la abuela.

—¿Otra vez tú? ¿Ya te has leído los libros que te presté? No te preocupes, antes de que acabes con la biblioteca, los días ya habrán acabado conmigo.

La abuela, aquella tarde, encantada con la visita de Gaspar, estaba siendo más cariñosa con él que de costumbre. Le decía que desde siempre había sabido que era su nieto inteligente y que, por el brillo de sus ojos, podía verse que sería un buen escritor.

—¿Sabes quién tenía esa misma mirada? Dorothy Parker.

Gaspar hubo de confesar que no conocía a tal persona. La abuela se escandalizó. Le ordenó abrir el armario empotrado en la pared y del último cajón sacar unos sobres llenos de fotos. Una a una fue mostrando a Gaspar las innumerables fotos de ella junto a una espantosa y vieja señora peinada con moño y enfundada en vestidos horrorosos.

—Esta foto nos la hicieron en Valencia. Un chico guapísimo que era mi novio por entonces. Por ahí tengo un libro magistral que escribió de su viaje donde no deja de hablar de mí. ¿Lees inglés?

Gaspar negó con la cabeza.

—Luego le dices a Sara que busque en el trastero. Por ahí debe haber una máquina de escribir antigua que era la que usaba Hemingway.

—¿Una Smith-Corona? —preguntó Gaspar.

—Sí, portátil, y en uno de los lados están grabadas sus iniciales: E. H.

—El abuelo me la regaló en mi cumpleaños pasado.

—¿Qué?

—Dijo que había sido de un amigo suyo.

—Sí, de José María Pemán, no te jode el hijoputa…, cómo se gana a los nietos… Ese bastardo ególatra se pasa la vida escribiendo poemas para cuando me muera, pero pienso morirme después que él y en su entierro bailar una jota.

—Así que era de Hemingway…

—Él era un cretino, pero, hijo mío, cosas del arte, con esas teclas escribió La capital del mundo, que es uno de los cuentos más geniales de la literatura moderna. ¿Lo has leído?

Gaspar estuvo a punto de mentir, pero negó algo avergonzado.

—Pero bueno, ¿qué cojones os mandan leer en la escuela?

Gaspar se marchó de casa de la abuela tras la vuelta de Sara. La observó una última vez antes de enfrentarse al calor de la noche. Estaba realmente enamorado de ella. Le había prometido a la abuela ir a buscar sus viejos libros, y aunque quisiera negarlo, aquélla sería su coartada para poder ver con frecuencia a Sara. No pudo por más que odiar a ese tal Julio. Pensar en otro tocando a la frágil Sara… Deseó con todas sus fuerzas la desaparición de ese hijo de perra guaperas, porque seguro que era guapo, que se cayera por un barranco o lo atropellara un coche. O unas fiebres incurables, ¿por qué no? Odiaba a aquel desconocido que tenía el privilegio de apartarle el pelo de la cara cuando Sara se inclinaba, que tenía el placer de ser mirado por aquellos ojos eternos.

Por la noche, en la cama, Gaspar soñaría con Sara. Vivían juntos en una casa en el campo, él dedicado a la escritura y la pesca, como Hemingway. Ella leía emocionada las páginas mecanografiadas de su siguiente libro mientras Gaspar mordisqueaba una pipa con aspecto de escritor consagrado. Sonrió en su sueño y saboreó la visión nocturna de Sara, que al terminar de leer las páginas se levantaba del sofá, iba hacia él y le premiaba con un largo y cálido beso en los labios.