Sonó el teléfono y Lucas corrió al salón para descolgarlo. Nacho asomó la cabeza por la puerta de su cuarto y gritó por el hueco de la escalera:
—Si es una chica no estoy.
—Es papá —le respondió Lucas con un grito.
—Lucas, por favor, no pegues esos gritos, que casi me dejas sordo —lo abroncó el padre al otro lado de la línea.
—Perdona, papá.
—Escucha, dile a mamá que me es imposible ir a comer. Tengo unas gestiones que hacer y ya tomaré algo en un bar por aquí.
La madre supo al instante que algo preocupaba a su marido. Y, con esa percepción extrasensorial que tienen las mujeres con sus maridos y con sus hijos, no se equivocaba. «Sólo espero», le confió a Matías, que engrasaba el picaporte con todas sus herramientas esparcidas por el suelo, «que no vaya a uno de esos restaurantes que cocinan todo con mantequilla. Es fatal para su colesterol».
Pero eso no era lo que preocupaba al padre. A media mañana, tras cobrar dos pólizas en pleno centro de Madrid y derretirse en su coche por más de media hora, subió a ver a su madre. Quería hablar con ella, a solas, sin el bullicio de su familia, como acostumbraban a ser sus esporádicas visitas.
—Tú debes de ser Sara, la sobrina de Asunción, ¿verdad? —dijo el padre cuando ella le abrió la puerta—. Soy el hijo de Alma.
—Ah, encantada —saludó la nueva cuidadora de la abuela—. Pase, aunque acaba de quedarse dormida. No se encontraba muy bien.
—Vaya, entonces volveré luego.
Félix entró en la cafetería que había al otro lado de la calle a esa hora medio vacía y se sentó a la barra. La falsa muerte de su madre le había sumido en la reflexión. A la primera sensación de alivio le siguió la urgencia por aprovechar esta segunda oportunidad que se le ofrecía. El espejo decorativo le devolvía su imagen de hombre gris. Pensar, se dijo, es la causa de todos mis males. Pero no podía evitarlo. Su vida era su familia y su familia era la causa de todos sus problemas. Aunque también terminaba por ser la solución de todos ellos.
La noche pasada, de nuevo como dos amantes furtivos, su mujer se había reunido con él en la cama de la habitación de invitados. Antes de que ni tan siquiera pudieran pensar en la posibilidad de hacer el amor, la madre había preferido volver a la cama con Matías. El síndrome Latimer estaba resultando persistente y cada día que pasaba el padre se encontraba más y más desplazado por un imitador de doce años que le suplía en su papel con una vehemencia y una autoridad mayores de las que él nunca había mostrado.
—Tienen que tener cuidado con ese muchacho —le había advertido el doctor Tristán—. No sé si han optado por el trato adecuado.
—¿Qué quiere que haga? Tampoco puedo enfrentarme con él.
—Eso en ningún caso. Contradecir la personalidad de Matías puede traer consecuencias terribles. Lo que pasa es que tampoco se puede ignorar el problema. Es como si por culpa de alguien que se cree Napoleón nosotros estuviéramos obligados a ser Josefina.
Era cierto, porque, eliminada la alternativa de la reclusión, el padre había optado por seguir el juego con naturalidad. ¿Para qué valgo yo?, se preguntaba a menudo.
Sonrió al recordar sus años jóvenes, lo mucho que quería a su mujer y cómo había acelerado la hora del matrimonio para evitar la convivencia con su padre. Entretanto, su madre había volcado el cariño en su hermano pequeño, Alex. Le pareció irónico: cuando era hijo, pisoteado por el padre; ahora que era padre, pisoteado por los hijos.
Salió a la calle y se acercó al puesto de flores de una gitana. Le compró un ramo de rosas rojas y la mujer lo sujetó del brazo con insistencia.
—Por guapo te voy a leer la mano.
—No, gracias.
—¿Qué pasa? ¿Te da miedo? —le seguía diciendo la gitana cuando él ya se alejaba—. Pues te advierto que aunque no lo quieras saber te va a ocurrir, porque lo que está de pasar siempre pasa.
Volvió a llamar a la puerta de la casa de la abuela y, algo decepcionada, Sara le informó que ésta aún dormía.
—Vaya, pues otro día la veré —acertó a decir. Miró a los ojos a la chica y le entregó el ramo de flores—: Qué más da. Quédatelas tú.
Sara cogió el ramo y con una sonrisa vio cómo Félix Belitre desaparecía escaleras abajo sin darle tiempo a agradecérselo. El padre condujo hasta su antiguo barrio de Algete, donde comería en el restaurante de unos viejos amigos que, eso sí, tenían la costumbre de cocinar con demasiada mantequilla.
Después de recoger la mesa, la madre fregó los cacharros que no habían podido entrar en el lavavajillas. Obligó a Lucas y Matías a echarse la siesta para que no soportaran el calor de la sobremesa.
—Pero, mamá, no tengo sueño —protestó Lucas.
—La siesta hay que dormirla aunque no se tenga sueño. —Y, señalando a Matías, que ya subía las escaleras, añadió—: Deberías aprender de lo obediente que es tu hermano.
—Claro, porque tengo que dar ejemplo —asintió con orgullo Matías.
Nacho tocaba la guitarra en el porche.
—Anda, Nacho, cántame ésa tan bonita de Charles Aznavour —le rogaba la madre mientras terminaba de fregar.
—Ni lo sueñes, menuda horterada.
—La Bohéme, que me recuerda a cuando tu padre y yo éramos novios.
—Mamá, esas canciones son de antes de que se inventara la guitarra.
Con disimulo, Nicole había bajado el volumen del televisor en el salón para escucharle mejor. Ojeaba una de esas revistas de moda con desgana y el pasar de páginas le servía de abanico en la lucha contra el calor en una batalla que tampoco le importaba demasiado perder. Felisín apareció y se sentó junto a ella en el sofá. Parecemos un matrimonio, pensó Nicole, pero a ella misma le resultó una idea ridícula.
—Aparta un poco, que me das calor —rogó.
Convivir con toda aquella familia sin la más imprescindible de las intimidades estaba agotando su paciencia. Era obvio que nunca una chica había vivido entre aquella gente y, por fortuna, ahora ya poseían dos cuartos de baño y no llegó a conocer las largas colas en hora punta que se producían en la casa de Algete. Aun así, cada vez que entraba en el baño, alguien indefectiblemente comenzaba a golpear la puerta y forcejeaba con el picaporte hasta comprender que estaba ocupado.
—Joder con la francesa, parece que vive en el váter —era el comentario habitual.
Al saberse escuchado, Nacho arrancó con la única canción que conocía en francés, del repertorio de algún viejo disco de su hermano Felisín.
Quand je pense en Fernande, je bande, je bande Quand je pense en Felisín, je bande aussi, Quand je pense en Nicole alors je bande encore…
Nicole sonrió en el salón, aunque a Felisín no le hizo tanta gracia y con un tono que parecía querer decir «Qué bonita canción, tócanos otra», dijo:
—¿Quieres saber cómo suena una guitarra cuando se rompe en tu cabeza?
—No, gracias.
Nacho cambió el repertorio por algo menos peligroso, pero pronto se aburrió y salió al patio a pegarle patadas a un balón. El doctor Tristán se unió a él, revelándose como un magnífico dominador de la pelota.
—Eh, ¿dónde aprendió a hacer eso?
—Llegué a jugar en juveniles del Barcelona. Tuve que retirarme pronto, por mi alergia al césped.
Y logró lo nunca visto, implicar en un deporte a Basilio. Pronto se agregaron a ellos Felisín y Gaspar.
Nicole se levantó del sofá decidida a darse un baño cuando oyó la voz de la madre desde la cocina.
—Felisín, anda, dile a tus hermanos que no hagan deporte después de comer. —Pero se detuvo al ver aparecer a Nicole—. Ah, eres tú. Perdona, creí que era Felisín. Es que no me gusta que se agiten demasiado después de comer.
Nicole le contestó con una sonrisa, por lo que la madre supuso que no la había comprendido en absoluto. Nicole ya se disponía a emprender la subida de las escaleras, pero la madre llamó su atención y le habló vocalizando con esmero.
—Nicole, bonita, anda, ven aquí.
Nicole entendió el gesto y entró. La madre le alargó un trapo de cocina.
—Ayúdame a secar, hija —le pidió la madre.
La suegra comenzó a pasarle platos aclarados que Nicole secaba sin atreverse a protestar. Tenía calor y no le apetecía estar allí de pie en la cocina, sin entresacar de la conversación de la madre apenas alguna palabra suelta.
—Aquí es que no hay nadie que ayude —explicaba la madre—, y mira que su padre es un ejemplo. El único Matías, pero claro, él es diferente… ¿Vosotros sois muchos de familia?
—Pardon?
Felisín entró en ese momento en la cocina para refrescarse con un vaso de agua antes de volver al partido.
—No bebas agua sudando —le corrigió su madre.
Nicole dirigió a su marido una mirada de hastío que era un ruego para ser liberada de aquella tortura. Felisín comprendió y le quitó el trapo de las manos.
—Deja, ya lo hago yo —se ofreció.
Pero la madre no permitió tal cosa. Sujetó con brusquedad a Nicole para impedir que ésta saliera de la cocina. Arrebató el trapo a Felisín y se lo volvió a poner en las manos a ella.
—Ni hablar. Quiero que me ayude Nicole —ordenó la madre—. Estábamos hablando de nuestras cosas, ¿verdad?
Por toda respuesta, la joven francesa devolvió el trapo a Felisín, contagiada de la brusquedad materna. La madre, indiferente, le tendió a Nicole un plato chorreante. La francesa, con apatía, lo dejó caer al suelo, donde se hizo añicos.
La madre alzó la mano para pegar un bofetón a Nicole, pero Felisín se interpuso entre ellas. Nicole abandonó la cocina y enfiló las escaleras rumbo a su cuarto. La madre le increpó, fuera de sí.
—Es una vaga, nunca me ayuda. ¿Qué clase de mujer es ésta? —gritaba al borde de las lágrimas—. Se cree que está en un hotel.
Felisín aplacaba los grandes aspavientos de su madre al borde de la histeria.
—La señorita tiene más clase que nosotros, ¿o qué?
—Vamos, mamá. No lo líes más. Ya lo hago yo.
—Yo no quiero que lo hagas tú. Quiero que lo haga ella.
—Compréndelo, mamá, aún no está adaptada, no entiende el idioma, sus costumbres son diferentes.
Los hermanos habían detenido su partido de fútbol y prestaban atención a la discusión.
—Ten en cuenta que su familia es rica de toda la vida —inventó a la desesperada Felisín—. En Francia es diferente. Simone de Beauvoir y todo eso, ya sabes.
—Tú eres un calzonazos —le gritó la madre—. Si he visto que hasta hacías tú la cama.
—Yo la quiero, mamá…, no te consiento…
—No, si ya sabía yo que tanto sexo no podía ser bueno. Te ha sorbido el seso esa fulana, porque es una fulana, de eso no hay duda. A saber dónde la encontraste.
La madre se alejó de él y puso rumbo al salón. Felisín fue tras sus pasos, irritado, gritando:
—Lo que pasa es que tienes celos. Te crees que puedes tratar a Nicole como si fuera tu hija. Pues no es tu hija. Te recuerdo que no has tenido ninguna hija. Es mi mujer. Lo tomas o lo dejas.
—Yo nunca habría tenido una hija así.
La madre rompió a llorar y se derrumbó sobre el sofá. Felisín se concedió el tiempo de un hondo suspiro antes de agacharse junto a su madre. Le tomó una mano y, con cariño, trató de mitigar su disgusto.
—Perdona, mamá. Lo siento, no quería decir eso. Es este calor…
La madre se esforzaba por contener sus lágrimas.
—¿Me perdonas, mamá?
—Anda, pon la tele.
Felisín obedeció y encendió la televisión. Dejó a su madre sentada en el sillón y subió las escaleras hasta su cuarto. Llamó quedamente a la puerta y entró. Nicole estaba tendida en la cama, boca abajo. Felisín se tumbó junto a ella y la abrazó.
—Vamos, no llores —dijo en un francés dudoso—. Comprende a mi madre, siempre ha querido tener una hija. Tú eres para ella…
—Vámonos de esta casa —le interrumpió Nicole con voz quebrada.
—Sí, sí —asintió resuelto Felisín—. Nos iremos pronto. Buscaré un trabajo y alquilaré un apartamento para nosotros solos.
Nicole se volvió hacia él. La cama aún estaba deshecha. Felisín sintió el irreprimible impulso de hacer el amor. Ella le separó con sutileza:
—No, demasiado calor.
El abuelo encontró a la madre, aún deprimida, sentada frente al televisor. La convenció para que fuera a dar un paseo: «Yo me quedaré al cuidado de la casa». La madre salió y recorrió el barrio, que todavía no conocía. Casas en construcción, edificios de apartamentos por todas partes. Se dio cuenta de lo privilegiados que eran al vivir en un chalet tan maravilloso como el que había heredado la abuela Alma, en pleno corazón de una barriada en expansión.
La acompañaban Matías y Lucas. El pequeño correteaba de un lado a otro, pisoteando hormigueros y pateando piedras a su paso. Matías, por el contrario, iba cogido de la mano a la madre y caminaba con la vista perdida.
—Vaya pelea con Nicole —dijo.
—Bueno, no ha pasado nada. Una discusión sin importancia. Esto pasa siempre en cualquier familia.
—La culpa es de Felisín. Siempre la defiende en contra nuestra.
—Es normal, Matías, están enamorados. Y ella es su mujer. Un marido debe defender a su esposa.
—Claro, por eso yo te defiendo a ti.
—Bueno, bueno, ya se arreglará todo —le tranquilizó la madre.
A la madre la alteraba la idea de pasear por la calle del brazo de su hijo de doce años. Fuera de casa se sentía indefensa. Entre las paredes de su hogar se alzaba su reino y abandonarlo era poco menos que una temeridad.
De vuelta en casa, Matías rastrillaba el jardín cuando alguien llamó al timbre. Eran dos hombres extravagantes con una apacible sonrisa. El primero era alto, espigado, rubio, de tez muy blanca. El segundo era grueso, con gafas, de aspecto descuidado. Ambos vestían el mismo traje azul marino, algo colegial, hecho a medida y con sendas chapitas en las solapas donde se podían leer sus nombres: John y Paul.
—¿Está chu padrue? —preguntó uno de ellos.
—Soy yo —respondió Matías.
Los dos hombres, de origen inglés, intercambiaron una mirada de incomprensión. El más alto volvió a hablar:
—¿Con quién podrutamos hablar? Truaemos el mensaje de Dios.
—Ah, entonces al que buscáis es a mi abuelo.
Matías corrió a avisar al abuelo, que apareció un momento después con una sonrisa afectuosa a la que no correspondían los dos hombres, sino que la llevaban eternamente dibujada en su rostro.
—Hola, señor, probablamanti no nos conosca —dijo John con un acento que trituraba las palabras negándoles sus erres—. Yo soy John y él es Paul. Truaemos un mansaje para usted y su familia.
—Pues díganme.
—Dejarué que sea Paul quien hable.
—Sí, porque usted la verdad es que debería aprender a hablar castellano un poquito mejor.
El más gordo tomó la palabra. Su acento era peor, si cabe.
—Lo qui quiríamos dicirla…
—Vaya por Dios, pero si a éste se le entiende menos. —Los hombres se miraron, apocados, y el abuelo les concedió—: Sigan, sigan. ¿Cuál es el mensaje?
—Bueno…, queremos que sepa que las iglesias están hasiendo una intipriteción equivocuada de la palabrua de Dios. Despecian a Dios y a Jesucristo.
El abuelo, sin pensarlo dos veces, propinó un sonoro bofetón a Paul. Las gafas de éste fueron a parar al suelo.
—No admito críticas a Nuestro Señor en mi casa —advirtió el abuelo, en tanto Paul recuperaba sus gafas.
—Pero, señor, nosotros no cruitecamos a Dios. Seguimos sus palabras a pies huntillas. Somos testigos de Jehová. ¿Ha oído hablar de nosotruos?
—Ah, los famosos testículos de Jehová —reconoció el abuelo—. He oído hablar mucho de vosotros. Y no me fío un pelo. Dios es uno y trino por mucho que digáis.
—Nosotruos no lo negamos.
—Él mismo lo dice: «Yo soy el alfa y el omega, el principio y el fin».
—Nuestro coñocimiento di la par abra de Dios es profundo y res… petuoso.
—Pero, vamos a ver, ¿no sois de ésos que creéis en la bobada esa de la evolución? ¿El hombre viene del barro, sí o no?
—Al pruincipio di tudo está Dios.
El abuelo no dio tiempo a más. Se fundió con ellos en un abrazo fraternal y los invitó a entrar en casa. Los sentó a la mesa del porche y los obsequió con sendas Coca-Colas.
—Años, años llevo buscando por esta gran tribulación a alguien que conozca la Biblia —les explicaba el abuelo.
—Prisisamente himos editado una prueciousa visión ilustriada del Apocalipsis. Y muy buarata.
—¿El Apocalipsis? Ése es mi libro favorito. Y el de Dios también, ¿lo sabíais? Porque me lo ha dicho Él mismo…
—Nusotros no criimos en apiraciones.
—¿Ah, no? Pues preguntadme, preguntadme lo que queráis saber de él.
En el salón tenía lugar la proyección de Carta a una desconocida. El melodrama desbordó los lacrimales del bueno de Alberto Alegre. Los demás no se dejaron arrastrar por el sentimentalismo. Felisín, la verdad, estaba ausente. Alberto le había conseguido un puesto de crítico en sustitución veraniega del titular y se moría de ganas de contárselo a Nicole. En cuanto regresara de sus compras se lo diría. Y esto era sólo el principio de la buena racha, estaba seguro.
Durante la nueva sesión de tratamiento, el doctor Tristán había plantado a Basilio delante de un espejo. Le mantuvo frente a su propia imagen casi cinco minutos en completo silencio. Luego, sin permitirle apartar la vista de su reflejo, comenzó a hacerle preguntas. ¿Qué sentirías por alguien que tuviera ese aspecto? Asco. ¿Crees que él es culpable de su cara? Sí. ¿Si tratara de acercarse a ti, qué harías? Huir. ¿Confiarías en alguien con esa apariencia? No.
Lo que el doctor Tristán intentaba inculcar en su paciente era que el rechazo social que sufría no era algo extraño basado en un odio personal, sino en la repugnancia exterior. Así, le demostraría que trabajando sobre uno mismo podía lograrse la buena relación con los demás. La palabra clave era autosatisfacción. Cuando Basilio alcanzara una autoestima aceptable, sería capaz de transmitir esa confianza al resto de las personas.
—La sociedad rechaza antes a un deforme que a un imbécil, pero, con sus actos, el deforme puede ganarse el afecto social, mientras que el imbécil sólo puede perderlo —le dijo el doctor.
—Ya, doctor —le interrumpió Basilio—, pero usted en su libro habla de un método radical para acabar con esta situación. Eso es lo que yo quiero…
—Los tropezones no vienen de andar mal, sino de andar demasiado aprisa —zanjó el doctor—. Confía en mí.
Pero lo que Basilio tenía era, precisamente, prisa. Estaba cansado de humillaciones. Hacía días que había decidido no aparecer más por la academia. Se había matriculado en ella para tratar de aprobar alguna asignatura de física en la convocatoria de septiembre, pero su profesora se había empeñado en hacerle la vida imposible. En las horas de clase se refugiaba en un cine o en cualquier biblioteca, aunque, todo sea dicho, en ninguno de los dos sitios era bien recibido.
Antes de empezar a escribir nada, uno debía conocer el final de la historia. Al menos eso había leído Gaspar en una entrevista con un escritor ruso. Su novela terminaría con un beso en el que el chico y la chica se confesaran que se habían querido desde la primera vez que se vieron. Exactamente igual que ocurriría entre Violeta y él esa misma tarde.
A medida que el autobús se acercaba a la parada en la plaza de Algete, el nerviosismo de Gaspar aumentaba. Había imaginado hasta el menor de sus movimientos, como en una partida de ajedrez, dejando incluso el tiempo preciso para que Violeta moviera sus piezas abriendo la defensa, cada uno con su pequeño reloj de control que ya llevaba dos años de retraso. Dos años desde aquel día en que entró en su bar y ella no le cobró la consumición.
Para Violeta fue una casualidad encontrarse con Gaspar aquella tarde. Acababa de salir del bar, cargada con una caja de cervezas, cuando se cruzaron por la calle. Él parecía despistado y no la vio hasta que ella le llamó la atención.
—Gaspar. ¡Hola!
—Hola, Violeta… esto… he venido a ver a mis antiguos amigos —se explicó Gaspar antes de ser preguntado.
—Ah, muy bien. ¿Qué tal la casa nueva?
—Fenomenal. Es una casa increíble, puedes venir a verla cuando quieras…
—Oye —preguntó ella—, ¿tienes mucha prisa?
—No, no, no. Qué va. Tengo toda la tarde…
—¿Podrías hacerme un favor? Te importaría llevar esta caja a la obra que hay junto al Burger. Ya está pagado.
—No, no, claro —dijo con decepción Gaspar.
Un minuto y una corta despedida después, vio irse a Violeta tras un «Menos mal porque llegaba tarde». Cargó con la caja de botellines de cerveza hasta una obra cercana. ¿Cómo había podido ocurrirle aquello? Se sintió el hombre más infeliz del mundo.
Visitó la que había sido su librería habitual durante todos estos años. El viejo librero lo saludó con familiaridad y le obsequió con una edición usada de La cartuja de Parma. Compró dos novelas de Wodehouse y robó el Curso de literatura europea y la Historia abreviada de la literatura portátil. Vagó por la calle frente al bar, esperando que Violeta apareciera de nuevo. Una vez más se le había escurrido entre los dedos. Una vez más la realidad no estaba a la altura de sus novelas. Había llegado dispuesto a adueñarse del corazón de Violeta y lo único que había conseguido eran veinte duros de propina que le había dado uno de los obreros al entregar la caja de cervezas.
Empezaba a hacerse tarde y Gaspar, que estaba dispuesto a esperar toda su vida por ver de nuevo a Violeta, fue consciente de que debía irse. Corrió hasta el autobús y se sentó al fondo. Iniciaron la marcha. Apoyada la cabeza en la ventanilla, vislumbró a Violeta en la distancia, caminando calle abajo. Era ella, no había duda. Su pelo rizado y sus piernas largas bajo la falda negra. Se estaba besando con un tipo mayor que ella, con melena oscura y rostro curtido, con unos vaqueros gastados y una camisa gris. Los vio alejarse. Ella con su brazo en la cintura de él. El con el suyo sobre los hombros de ella. Se besaban a cada paso acompañados por el baile del vuelo de la falda de Violeta. Gaspar dejó que el autobús lo arrastrara lejos de allí.
Tenía ganas de llorar, pero no podía. Estaba demasiado nervioso. Al llegar al centro de Madrid, descendió y caminó entre la gente, más solo que nunca. Había prometido a su madre ir a ver a la abuela, pero no tenía ganas de ver a nadie. Quería morirse. Odiaba al mundo. Pero amaba a Violeta. Pese a su traición, pese al adiós definitivo, nunca podría olvidarla.
Subió pesadamente las escaleras, una a una, él que gustaba de subir de tres en tres, como si ahora cada escalón fuera un mazazo en las rodillas. Al llegar ante la puerta le saludó el relieve de «Dios guarde esta casa» con una ironía que se le escapaba. Llamó al timbre. Tuvo que esperar un instante. Lo mejor sería irse, no tenía nada que hacer allí. Dudaba incluso que el dolor le permitiera hablar.
Sara abrió la puerta. El cabizbajo Gaspar levantó con parsimonia la cabeza. Le pesaba el plomo de la derrota sobre el cuello, el fin de Violeta. La joven le miraba con curiosidad, no se conocían.
—Soy Gaspar —acertó a decir.
—Yo soy Sara, pasa. Vienes a ver a tu abuela, ¿verdad?
Gaspar asintió vagamente, aunque no había escuchado la pregunta. El rostro de Sara, ¿de dónde salía aquella chica?, permanecía ante él como una visión y en aquel momento ya no existía nada más en el mundo.
Dios mío, pensó, es maravillosa.