Seis

Todo hombre, al nacer, polariza la agresividad del resto de su especie sobre él. Su felicidad futura dependerá, exclusivamente, de su capacidad para eludir el papel de víctima.

La agresión social: problemática preocupante, pág. 21

Los miembros de la familia Belitre comían, sentados todos a la mesa de la cocina, cuando el doctor Tristán Bausán entró por primera vez en su casa. Rondaba los treinta años, alto y, pese al calor, vestido sobriamente con traje gris y corbata sobre la impecable camisa blanca. Su rostro parecía no haber sido terminado de encajar, con un pelo negro oscuro que caía en cascada sobre su frente y perilla cuidada que terminaba de otorgarle un aire excéntrico e intelectual. Sólo una cicatriz en su mejilla, que describía una extraña parábola, parecía contradecir la idea que transmitía el conjunto.

—Doctor Tristán, soy Basilio. Yo soy quien le llamó. —Basilio creyó oportuno identificarse y presentarle al resto de la familia.

Tras los saludos, el doctor atrajo hacia sí una silla vacía para sentarse junto a ellos, pero el abuelo le detuvo.

—Esa silla está ocupada.

—Lo siento, como no vi a nadie… —se excusó el doctor.

—Ni lo verá, pero está ocupada —replicó el abuelo, ajeno al desconcierto del visitante—. Sólo quien cree puede verlo.

—Basilio, tráele otra silla al doctor —intervino la madre.

—Ésta —prosiguió el abuelo— está reservada para Dios. En cualquier momento puede presentarse a comer.

—Le advierto —comenzó a decir el doctor mientras ocupaba la silla que Basilio le ofrecía— que la forma insustancial de Dios carece de necesidades como comer o sentarse.

—Se nota que sabe usted poco de Dios —le retó el abuelo con una sonrisa—. Él se alimenta por medio de nosotros. Ya lo dice el Apocalipsis: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y abre la puerta yo entraré a él y cenaré con él y él conmigo». Más claro el agua.

El padre lanzó al doctor una mirada tranquilizadora que quería restar importancia a las palabras del abuelo y sugería que los demás miembros de la familia no se adherían a tan descabelladas teorías.

—Por favor, coman, coman —rogó el doctor Tristán—. Perdonen que no les acompañe, pero no tengo costumbre más que de desayunar y cenar. Mis años en América, claro está. Estudié en Palo Alto…

—Mala costumbre, doctor —le reprendió la madre—. Está demostrado que no hay nada como tres comidas diarias.

—Mi trabajo, señora, consiste en dudar de todo lo demostrado. Pero ustedes coman con tranquilidad. Me gusta observar.

Llegados al café, Matías insistió para que se trajera una taza al doctor.

—Vamos, no te quedes ahí parada —recriminó a su madre—, un café tomará seguro.

—Eso sí, gracias —asintió el doctor.

Cuando la madre volvió a tomar asiento, el doctor decidió llegado el momento de hablar a la expectante familia. «Supongo que esperan de mí que exponga mis cartas, pero soy poco aficionado al juego».

—Quizá debería ponernos en antecedentes —convino el padre.

—Eso —puntualizó Matías.

—Sartre dijo: «El infierno son los otros»; yo digo: «El ambiente es la enfermedad». Es decir, sólo los sanos provocan que existan los enfermos y, como en toda provocación, los unos tienen mucho en común con los otros. Diferenciarlos es la única tarea de doctores y especialistas. Para el resto de los mortales es tan difícil como diferenciar una pulga macho de una pulga hembra.

—Yo sí puedo diferenciarlas —interrumpió Lucas, que fue acallado por su hermano Matías con un cachete en la cabeza.

—Vete a jugar con tus peces.

Lucas salió obedientemente del cuarto. El doctor Tristán clavó su mirada en Matías y luego buscó de reojo respuesta a tan llamativa actitud en algún gesto de los demás. No la encontró.

—Yo voy a echarme la siesta, que estoy molido —añadió Matías.

En el instante en que salió de la cocina, el doctor se volvió hacia los padres.

—No sé si lo saben, pero su hijo sufre el síndrome Latimer en estado muy avanzado.

Con un vago asentimiento, la madre dio a entender que, por desgracia, lo sabían. En ese instante, su opinión sobre el doctor Tristán varió en redondo. Especialistas de todo tipo habían empleado años de análisis y estudios antes de dar con la enfermedad de Matías y ahora aparecía este hombre, repasando su perilla, y en apenas un instante determinaba el síndrome del pequeño. El doctor proseguía:

—Confieso que Basilio va a ser uno de mis primeros pacientes. Trato de aunar la psiquiatría, la psicopatología y la psicología en una misma terapia. Mi experiencia es corta, lo sé, pero garantizo dedicación absoluta y entrega en cuerpo y alma al tratamiento de su hijo.

Al padre le preocupaba que los honorarios del doctor fueran prohibitivos para su modesto sueldo, pero silenció sus temores cuando oyó de boca de su mujer un expeditivo: «Doctor, me gustaría que empezara cuanto antes. Creo que es el hombre que mi hijo necesita».

—El único hombre al que su hijo necesita es a sí mismo —terció el doctor con una sonrisa victoriosa—. Todos nos necesitamos, pero a veces nos cuesta trabajo encontrarnos.

A la mañana siguiente, cuando el padre salía hacia el trabajo, se topó con el doctor Tristán a la puerta del jardín. Traía un carrito en el que llevaba un gran macuto y su maletín habitual. El padre le abrió la puerta mientras el doctor le comunicaba su sorprendente primer paso en la terapia. Había decidido instalar una tienda de campaña en el jardín, que sería su vivienda, cuartel general y consulta para el caso de Basilio Belitre.

—Pero, hombre, tanto como instalar una tienda de campaña…

—No me gustaría dar ningún paso con su desconfianza. Si se niegan a mis métodos lo mejor es que lo digan cuanto antes.

El padre no contradijo al doctor y subió a su coche. Le observó mientras exploraba el suelo del jardín a la busca del lugar idóneo para montar la tienda. Se alejó en su coche reconociendo que su trabajo a veces era una bendición que le permitía escapar de las excentricidades de su casa. Y el doctor Tristán parecía sospechosamente bien adaptado al entorno familiar.

A los hermanos Belitre los despertó el martillear del doctor que terminaba de clavar las piquetas de la tienda de campaña en el suelo del jardín. Un instante después la tienda se alzaba junto a la piscina, bajo la sombra del cerezo, y el doctor emprendía la labor decorativa en el interior. Siempre con su elegante traje y corbata, colocó un saco de dormir, un infiernillo de gas y una linterna a modo de lámpara. Desplegó los pocos libros que había traído con él y adhirió a una de las paredes de la tienda una gran foto en blanco y negro de dos extraños tipos que el doctor identificó como Friedrich Nietzsche y su madre. Fue precisamente la madre de los Belitre la única que se atrevió a criticar aquella medida.

—Puede ocupar la habitación de invitados sin ningún problema, pero no se le ocurra dormir a la intemperie. El jardín está lleno de bichos.

—Señora, mi elección no es aleatoria —se negaba el doctor—. Se basa en años de estudio sobre la relación ideal entre el paciente y el médico.

—Vaya, la medida me parece un poco excesiva.

—Freud y los suyos descubrieron que un paciente tumbado era más accesible. De ahí la invención del diván. Yo me he revelado contra el tópico de la consulta inamovible en estos tiempos de cultura portátil.

—Ah, si es por eso —cedió la madre.

Toda la familia terminó por congregarse en torno a la tienda de campaña. El doctor emergió de ella y le hizo un gesto a Basilio para que entrara.

—Creo que ha llegado el momento de nuestra primera sesión.

Basilio entró en la tienda y el doctor subió la cremallera. Aquella primera sesión no fue especialmente intensa. Tras plantearle el test de Apercepción Temática de Murray, el doctor dedicó la mayor parte del tiempo a escuchar cómo Basilio le narraba la historia de la familia y la suya propia. El doctor Tristán tomaba notas, pero no despegaba ni por un instante sus ojos de los ojos de Basilio, algo a lo que éste no estaba acostumbrado y que ganó su total confianza. La gente solía apartar la mirada de él, como se evita el muñón de un inválido, con la creencia de que ignorar el defecto lo hace desaparecer y provocando lo que el doctor denominaba el contacto incómodo.

—Creo que estamos de acuerdo en que tu problema son los demás. La gente que te odia, te rechaza, se burla de ti o te ofrece una piedad que tú no deseas.

Basilio asintió.

—Eso por un lado, pero ¿qué me dices de ti?

Más tarde, Basilio conduciría al doctor hasta su cuarto para mostrarle su serie de lienzos y viñetas. El doctor se sonrió y dijo:

—Cualquier alumno de Freud haría una interpretación obvia de estas pinturas, demostrando su estrechez mental y su poca cultura. A mí, permíteme decirlo, sólo me parecen cruelmente divertidas, algo simples y con moral de tebeo, aunque pintas bien.

A la hora de comer, el padre de los Belitre entró con su coche en el jardín. Allí se erguía la tienda del doctor como un monumento a la psiquiatría moderna. Monumento, aunque de distinto cariz, era el tumbado junto a la piscina en forma de Nicole, que se ofrecía al sol como si quisiera atraer toda la luz hacia ella, medio adormilada bajo sus gafas oscuras. Aquél se había convertido en su método favorito de matar el tiempo de convivencia familiar. Felisín, sentado dentro del agua, sostenía ante sus ojos un viejo ejemplar de Nuestro cine.

El padre llamó su atención y le preguntó si podían hablar un instante. Felisín salió del agua y se envolvió en una toalla. Caminó junto a su padre hacia un lugar apartado del jardín donde pudieran charlar sin ser oídos.

—Sabes —le dijo el padre a su primogénito— que nunca he criticado tu rápido matrimonio y que Nicole me parece una muchacha excelente, incluso lo del coche está olvidado, pero…

—Si sigues enfadado por lo del trabajo, olvídalo. No tengo vocación de vendedor de seguros.

—No es eso. —El padre señaló hacia Nicole—. Tendrás que hacer algo con ella.

—¿Y qué quieres que haga? —susurró el hijo.

—Comprende que tus hermanos son pequeños, que están en una edad… ya me entiendes. No se puede tener a una chica desnuda en el jardín.

—No está desnuda.

—Poco le falta —atajó el padre lanzando una mirada a la inmóvil Nicole.

—Papá, tomar el sol en top-less no es tan raro. Sobre todo en Francia.

—Desgraciadamente, no estamos en Francia.

—Comprende que su mentalidad no es igual que la nuestra…

—Pero si yo no pongo ningún reparo, no es por mí. ¿Es que no has visto cómo la miran tus hermanos? Son sólo unos niños y es demasiado para ellos.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Que le explique que somos una familia retrógrada y reaccionaria que se escandaliza por esas tonterías? Ya bastante alejada se siente de nosotros como para que encima le prohíba hacer lo que le gusta.

—Algo habrá que hacer —propuso el padre—. Esto no puede seguir así.

—Claro que no, pero en vez de obligarla a cambiar a ella, ¿por qué no obligas a cambiar a tu familia? Ya se acostumbrarán a verla así.

—Sí, eso también es verdad —reconoció el padre.

—Además, papá, ahora mismo no tengo dinero para poder ir por ahí a divertirnos o salir de casa más a menudo.

—Bueno, tú pídeme todo lo que necesites, en eso sí que no tengas reparos.

—¿De verdad?

—Pues claro.

—Es que me sacas de un apuro.

El padre echó mano del dinero de su cartera y se lo tendió a Felisín. Lucas había llegado con un cubo hasta la piscina y jugaba por los alrededores. Sus ruidos despertaron a Nicole, que se levantó de la hamaca y decidió darse un remojón. Subió por la escalerilla de la piscina y se sumergió en el agua. Su grito rompió la paz del momento.

Al ponerse en pie en la piscina resbaló y perdió el equilibrio. Había pisado un pez de Lucas de entre todos los que aleteaban por el agua para horror de la chica francesa. Lucas se metió en la piscina con su cubo para rescatar sus peces de colores. Felisín corrió hasta allí, ayudó a salir a Nicole y la cubrió con una toalla. Lo que menos había esperado encontrar en una piscina portátil eran peces.

—¿A quién se le ocurre meter los peces en la piscina?, idiota —le recriminó Felisín a Lucas con un capón.

Pero el pequeño sostenía en la palma de su mano el pez aplastado.

—Idiota, gilipollas, loca francesa, imbécil. Con esas tetas que pareces una vaca, asquerosa, hija de puta.

Nicole entendió lo que Lucas decía y se lanzó hacia el pequeño, que ya salía de la piscina, pero Felisín se interpuso y la sujetó calmándola en francés. Alertados por los gritos, el resto de la familia salió de la casa.

—Calma todos, por favor —rogaba el padre.

—Este niño es un imbécil —se quejaba Felisín.

—¿Pero qué es lo que ha pasado? —trató de mediar la madre.

—La vaca esta ha matado a Thor.

—¿Quién es Thor?

—Mi pez favorito.

—¿Pero cómo se te ocurre echar los peces a la piscina? —se lamentaba el padre.

Matías avanzó hasta Lucas y le dio un capón repitiendo paternalmente:

—¿Cómo se te ocurre echar los peces a la piscina?

Pero Lucas se revolvió con rabia y comenzó a gritarle:

—Loco, loco, no me toques, loco. Tú no eres mi padre, loco. Tú no eres mi padre, sólo eres uno que está loco.

El padre no hizo nada por acallar la rabia del pequeño, que se sentía acosado y chillaba a Matías acercando su cara a la de él, con el pez muerto en una mano y el cubo en la otra. Matías le propinó un severo bofetón que hizo callar a todos, incluso el llanto de Lucas.

En ese momento, por la puerta del jardín, a la carrera, surgió la triste figura del abuelo Abelardo, blandiendo su bastón en el aire, agitado y gritando: «¡Ha muerto! ¡Ha muerto!».

Todos se volvieron hacia él y de inmediato se trazó un corro en torno al abuelo jadeante.

—La he encontrado muerta en la cama. Se ha muerto —repetía el abuelo con su esfuerzo por recobrar el aliento.

La madre se abrazó a él y rompió a llorar.

—Sabía que esto iba a ocurrir. Lo sabía.

Sus lágrimas se unieron a la agitación del abuelo. Por la mente de todos cruzó el recuerdo de la abuela Alma, ahora fallecida.

—Al menos no ha sufrido —dijo el abuelo.

—Era una mujer maravillosa —terció la madre.

—Sí, pero se nos ha ido —sentenció el abuelo.

El padre se hizo a un lado del grupo y contuvo a duras penas las lágrimas. Sintió como un puñal la frustración de nunca haber podido expresar a su madre todo el amor que sentía por ella. Ya nada podría devolverle los años malgastados. Lucas moqueaba, sin poder contener su llanto ahora renacido.

Nacho, que salía del interior de la casa, ajeno a todo, se acercó hasta el grupo y, con un nudo en la garganta, preguntó a su hermano Felisín, que permanecía abrazado a una estupefacta Nicole:

—¿Qué ha pasado?

—La abuela ha muerto —declaró Felisín.

Al oír estas palabras, el abuelo abandonó su ensimismamiento, escapó del abrazo de la madre y replicó con indignación:

—¡Qué coño la abuela! La que se ha muerto es Asunción.

Lucas ofició el modesto entierro de su pez Thor en una esquina apartada del jardín de los Belitre y tejió una cruz con dos ramas. Este entierro se confunde en su memoria con el de la buena de Asunción, esforzada cuidadora de la abuela desde tantos años atrás.

En el cementerio, cuando el sacerdote terminó de leer unos salmos preciosos en los que se comparaba a Dios con un pastor y a los hombres con ovejas, el abuelo se entregó al recitado de un poema que, dijo, había improvisado para la ocasión:

En el combate entre la generosidad y la muerte no podrán jamás vencerte, quedará siempre tu alma, Asunción, en la mente de quien te canta…

Ni Matías ni Lucas ni Gaspar asistieron al sepelio. Felisín se quedó en casa cuidando de ellos, con Nicole. La madre insistió en que Felisín debía ir al entierro como hermano mayor y que Nacho podía haberse quedado a cuidar de los pequeños, pero Felisín no quería ni oír hablar de la posibilidad de que Nacho se quedara a solas con Nicole.

Tampoco la abuela Alma abandonó su cama para dar un último adiós a Asunción. Quiso reflexionar sobre ella y ofrecerle el tributo de su presencia intelectual antes que su presencia física. Le escribió a su fallecida amiga Ernestina: «Como tú, otro ser cercano se marcha. Si os encontráis, estoy segura de que os haréis mutua compañía en ese aburrimiento que debe de ser lo perfecto».

Por fortuna, no tardaron demasiado en encontrar a alguien que cubriera la plaza de Asunción. Una sobrina suya con estudios de enfermería se había ofrecido voluntaria para ocupar el puesto de su tía.

—Te advierto que cuidar de mí puede ser la cosa más aburrida desde que Proust dejó de escribir —le había advertido la abuela.

—A veces no está de más aburrirse un poco —le había contestado Sara, que así se llamaba la joven.

Día tras día a nuestro lado, siempre perduró nuestra amistad y aunque hoy estemos separados, por siempre perdurará.

Nacho escuchaba con desatención los versos de su abuelo junto a la sepultura. Esa misma tarde me comentaría la indiferencia que le produjo la ceremonia necrófila de aquel entierro, el primero al que asistía. A los veinte años, la muerte no entraba en nuestros planes.