Cinco

La figura paterna debe compensar las deficiencias de una madre en los terrenos de autoridad, solidez profesional, seguridad y bricolaje.

Enciclopedia Ser madre hoy, pág. 73

—Mal empezamos —se quejó el padre antes de salir para el trabajo—. Hace un calor infernal.

Los Belitre disfrutaban de jardín por primer verano en su vida y solían dispararse la manguera unos a otros provocando refrescantes guerras de agua. Nadie echaría de menos los quince días de hacinamiento mediterráneo, arena de playa y agua sucia en que consistían sus vacaciones habituales.

Cuando Nacho apareció con una de esas piscinas redondas desmontables, sueño húmedo de todo madrileño en verano, ninguno planteó demasiadas preguntas. De haberlo hecho, éste tampoco les habría confesado cómo nos lió a cuatro amigos para asaltar un chalet deshabitado y cargar con ella en plena noche. Pasaron el día ocupados en hacer aflorar el ingenio constructor suficiente para poder montar la piscina. La situaron en la parte derecha del jardín de los Belitre, donde permanecería años hasta perecer convertida en un colador por el paso nada generoso de coceantes bañistas.

A medianoche, la familia se había calzado sus respectivos bañadores y aguardaban a que la piscina terminara de llenarse para saltar al interior. Basilio vestía también camiseta, pues odiaba mostrar su espalda destrozada por los granos. Cuando inauguraron aquel pantano portátil el agua rebosó alarmantemente y se impuso la conveniencia de que nunca se metieran más de tres personas al mismo tiempo.

—Nacho, salte ya, que yo también quiero entrar —se quejaba Lucas.

—Aquí se está de maravilla.

—Soy la reina de los mares.

Matías logró hacer llegar un cable con una bombilla desde el salón hasta la rama de un árbol cercano para iluminar la escena. Lucas corrió por su inútil cámara de fotos y desenfocó para la posteridad aquel momento familiar.

—Ojalá se hubieran quedado Nicole y Felisín —repetía la madre—. No sé qué empeño tienen en cenar siempre por ahí.

Nacho se tiró a bomba desde la escalerilla y salpicó gran parte del agua afuera. Todos gritaron de alegría. El padre corrió hacia casa para responder al teléfono, que sonaba insistente desde hacía rato.

Un vecino, que no se identificó, amenazaba con llamar a la policía si no cesaba de inmediato la escandalera. El padre salió consternado al porche e informó al resto de la familia.

—Menudo hijoputa —sentenció Nacho, y comenzó a gritar—: Sal si tienes cojones. Te voy a quemar la casa.

Se dirigía al edificio de apartamentos que quedaba a la izquierda.

—Nacho, por favor, no seas animal —le reprendió el padre—. ¡Adonde vamos a llegar!

—Vaya vecindario —se quejó la madre.

—Mal empezamos —fatalizó el padre.

—Sí, muy mal empezamos —insistió Matías.

—Venga, venga, todos afuera —ordenó la madre—. Además, éstas no son horas de baño.

Envolvió a los que iban saliendo en diversas toallas sin detener sus explicaciones médicas.

—Secaos bien el pelo, que os puede dar un corte de digestión.

Nacho fingió un ataque de paraplejia celebrado con risas por todos sus hermanos, excepto Matías, que le reprendió con dureza: «No bromees con las cosas que dice tu madre». Nacho se levantó del suelo y compartió la toalla con Gaspar.

Felisín y Nicole cenaban en un restaurante francés de la Cava Baja. El mayor de los Belitre apenas reparaba en la comida, había tenido suficiente con ver los precios. Necesitaba con urgencia encontrar un medio de ganar dinero. Ese mismo día había tenido que suplicar a Nacho para que le prestara. A su padre no se atrevía a pedirle más, ni tan siquiera el coche, con lo que el gasto en taxis se sumaba al inflacionista intento de Felisín por hacer sentirse cómoda a Nicole. No quería privarle de nada, al menos hasta que se aclimatara a un país desconocido y se integrara en una familia que aún le era ajena. Para cuando eso sucediera, Felisín ya habría conseguido un trabajo, pagaría sus deudas y podrían pensar en alquilar una casa.

Felisín levantó la vista de su plato y miró a Nicole. Era preciosa y estaban realmente enamorados, sonriendo, cogidos de la mano por encima del mantel, lo que hacía dificultoso su manejo de los cubiertos. Nicole acercó su rostro para recibir un beso de Felisín. Aquéllos eran días felices en sus vidas.

Lejos quedaban ahora las torturadas relaciones que jalonaban el pasado de Nicole. O las más bien precarias experiencias sexuales de Felisín. Tan sólo una novia duradera y formal que dejó en Zaragoza al terminar la mili y a la que visitaba con puntualidad cada fin de semana hasta que ella, aburrida de tanto hablar de cine, decidió abandonarlo.

—¿Por qué? —le había preguntado él.

—No sé… Creo que contigo nunca encontraré la seguridad que una mujer necesita —fue la única respuesta que ella acertó a darle.

Un año más tarde se casó con un fabricante de puertas blindadas de Huesca.

Volvieron a casa de madrugada. Al descubrir la piscina llena de agua, se acercaron sorprendidos y en un pícaro abrazo ella fue despojándole de la ropa. Felisín se dejó hacer y, finalmente, la excitación venció a la prevención. Desnudos ascendieron por la escalerilla. El padre, desvelado, los observaba sentado en un escalón del porche. Se sumergían con sigilo para su baño a deshoras. Se abrazaron y se besaron. Hicieron el amor dentro del agua con un compás pausado y placentero. El padre se deslizó escaleras arriba hasta el cuarto de invitados

—Tú eres un niño, todavía no sabes lo que es follar —le insistía Nacho a Gaspar desde su cama antes de dormirse—. En cuanto lo aprendas te traerá por culo el amor.

—Ya, pero mi novela… —Gaspar era incapaz de convencer a su hermano.

—Mira, si de verdad quieres hacerte famoso, lo que podrías escribir es un libro filosófico.

—¿De filosofía?

—Exacto. Todo el mundo escribe de los chicos y la infancia cuando ya tienen cuarenta años. Tú puedes escribir un libro de cómo son los chicos de catorce años y nadie te podrá llevar la contraria porque tienes catorce años. Se supone que tú sabes más que todos ellos.

Gaspar, tumbado en su cama, reflexionó sobre el asunto. No le fue difícil imaginarse en debates de televisión y tertulias de radio, opinando entre profesores y especialistas, firmando ejemplares de su libro o dando conferencias por todo el país sobre los más diversos asuntos en torno a los chicos de catorce años.

—Un ensayo —sentenció Nacho.

—Se podría llamar La vida a los catorce años —sugirió Gaspar.

—Es un buen título.

Precisamente era el título lo que había atraído la atención de Basilio hacia aquel libro. Al ojearlo descubrió que entre sus casi quinientas páginas se le ofrecían respuestas a gran parte de sus problemas. Desde entonces había pasado las horas sumergido en aquella lectura apasionante. Ahora, no quería dormirse antes de terminarlo.

La agresión social: problemática preocupante estaba escrito por un joven psiquiatra español llamado Tristán Bausán. Basilio, poco aficionado a la lectura, había dejado de lado sus dibujos. Subrayaba párrafos completos y releía páginas que le resultaban oscuras.

Decidido a entrar en contacto con el autor, sacó el tema ante sus padres. Ellos le recordaron cómo había sido él mismo quien decidió no visitar más dermatólogos y rechazar al psicólogo del seguro, conocido de la familia, que se ofreció para charlar con él.

—Fuiste tú el que dijo que los médicos no sirven para nada —le recordó el padre.

—No te puedes fiar de un charlatán que ha escrito un libro para hacerse promoción —argüyó la madre.

Pero Basilio insistía en su interés por contactar con aquel hombre y someterse a su tratamiento.

—¿Qué tiene de diferente a cualquier otro? —preguntó el padre.

—No tiene nada que ver. Éste llama a las cosas por su nombre. Se entiende lo que quiere decir.

—Tú eres muy normal, no tienes nada raro —insistió la madre—. Olvida a los niños que te insultaron y compórtate como un chico más.

—Las teorías de este doctor son totalmente innovadoras —se defendió Basilio.

—Peor me lo pones —cortó la madre—. Seguro que es de alguna secta, que estoy harta de leer cómo atraen a los chicos con problemas y los drogan y todo eso. Al sobrino de Antonia, la de la pollería de Algete, le sacaron todo el dinero, le dejaron ciego y luego lo abandonaron.

Basilio, incapaz de convencer a sus padres, los dejó plantados en la cocina y salió pegando un portazo. Durante los días siguientes se negó a dirigirles la palabra. Entre sus hermanos se había levantado cierta curiosidad en cuanto al libro. Intercedieron por Basilio ante sus padres, pero la desconfianza de éstos era absoluta.

—Dejadle que él decida lo que quiere —había abogado Felisín.

—Sé demasiado de la vida como para confiar en milagrosos doctores salidos de la nada y que parecen tener la curación para todos los males —decía la madre—. Te hacen creer que con unas hierbas todo se cura.

—Mujer, de hierbas no le he oído mencionar nada —terció el padre.

Nacho había subido al cuarto de Basilio y hablaba con él para intentar tranquilizarlo. De pronto, por la ventana, alcanzó a ver algo que le hizo exclamar: «Oh, Dios, la he cagado».

Natacha, una chica de nuestra clase de derecho con la que Nacho había mantenido una inconstante relación, cruzaba el jardín acompañada por Lucas. Tras cientos de llamadas telefónicas, la chica había decidido presentarse en su casa. Lucas, sabiendo que lo que hacía fastidiaría a su hermano, acompañaba a Natacha escaleras arriba con una sonrisa traviesa.

—Ya verás qué sorpresa le vas a dar —le adelantó el pequeño.

Subían hacia los dormitorios de la planta superior, cuando Nacho surgió de la habitación de Basilio y, con teatralidad absoluta, abrazó a Natacha para sorpresa no sólo de ella, sino también de Lucas.

—Natacha, ¡qué sorpresa! Te estaba llamando ahora mismo a casa.

—Ya —contestó ella con descaro—. ¿Y quieres que yo me lo crea?

—Ahora entiendo por qué nadie me cogía el teléfono.

Tomó de la mano a Natacha y le plantó un beso en los labios, prolongado, pasando su lengua por las encías de ella. Con un gesto, despidió a Lucas, que comenzó a descender escaleras abajo quitándose el casco de obra que tanto le hacía sudar.

—Me alegro de que hayas venido, de verdad. Pero ¿puedes esperar un segundo?

Ella asintió. Nacho abrió la puerta del dormitorio de Basilio y pidió a la chica que entrara.

—Ahora mismo vuelvo.

Natacha entró y se sentó sobre la cama mirando los pósters de las paredes. Basilio tosió para hacer notar su presencia y ella se volvió con un ligero susto.

—Hola, yo me llamo Basilio. Tú eres Natacha, ¿verdad?

—Sí, ¿cómo lo sabes?

—Bueno, Nacho no para de hablar de ti y cuando te he visto he supuesto que eras tú.

Natacha se forzó a sonreír tratando de disimular su repulsión. Basilio avanzó hasta la puerta y corrió el cerrojo. Con media sonrisa se dirigió hacia ella, que se tensó como un gato.

—No me extraña que le gustes tanto a Nacho, eres muy guapa —le confió Basilio a aquella joven más bien recia y algo vulgar—. Me gustaría verte desnuda.

—Perdona, pero me voy.

—Espera, no tengas tanta prisa. Sólo quiero hablar contigo. ¿De verdad que no quieres desnudarte? Hace mucho calor.

Basilio se abalanzó sobre ella, la sujetó con fuerza y comenzó a besarla. Ella apartaba sus labios, por lo que el rostro acnéico de Basilio rozaba su cara. La chica lanzó un grito de horror. Basilio la agarró con más fuerza.

—Déjame chuparte las tetas —le susurró.

La chica estaba asqueada, al borde del vómito, presa de un histerismo casi total.

—Tócame, tócame —le decía Basilio con perversión.

La hizo caer sobre la cama y la chica supo que iba a ser violada por aquella bestia. Natacha consiguió desasirse en un descuido de Basilio y corrió hacia la puerta. Liberó el cerrojo y escapó de la habitación escaleras abajo. A la carrera salió de la casa, cruzó el patio y abandonó el hogar de los Belitre. Aún hoy, tiene pesadillas en las que se le aparece el rostro de Basilio, pustulento y horrible, y grita y se abraza a su marido, que jamás ha creído la historia que ella le contó y siempre ha sospechado que fue brutalmente violada de niña.

Nacho palmeó la espalda de Basilio cuando se encontraron en el rellano a la puerta del dormitorio.

—Ha salido perfecto —felicitó a Basilio—. Gracias, tío.

—¿Quién era esa chica? ¿Qué es lo que ha pasado? —gritaba la madre desde la cocina.

—Ahora te toca a ti —anunció Basilio.

Nacho asintió y bajó las escaleras. Con rostro indignado se plantó ante su madre.

—Era una amiga mía, pero se ha ido corriendo.

—¿Por qué? ¿Y esos gritos?

—Basilio la ha atacado. Quería violarla.

—¿Qué? —se escandalizó la madre.

—Lo que oyes. Y es por culpa vuestra, si le dejarais ver a ese doctor… Un día vamos a tener un problema serio.

A la madre le costó trabajo hacer lo que hizo. Subió las escaleras de la casa y llamó a la puerta del dormitorio de su hijo. Basilio la recibió sentado en el colchón de su cama. La madre se sentó junto a él. Había llegado la hora de aplicar lo aprendido en su lectura favorita, la enciclopedia Ser madre hoy. «No ceda nunca al chantaje de un hijo», rezaba el texto, «pero sepa reconocer sus errores, dar marcha atrás y, en determinados casos extremos, pedir perdón, tratando a su hijo como si en verdad fuera el ser humano en el que su trabajo de madre ha de convertirlo».

—Quizá no he sido razonable —llegó a decirle a Basilio—, pero es que, para mí, mi hijo es completamente normal, no tiene nada de enfermo.

A Basilio le sorprendía que su madre se dirigiera a él en tercera persona, sin embargo, la victoria que acababa de apuntarse le abstraía de todo lo demás.

—Puedes llamar a ese doctor —le dijo la madre antes de salir del cuarto—. Pero, antes de acordar nada con él, tu padre y yo debemos conocerlo.

Cuando bajaba de nuevo hacia la cocina, escuchó ruidos procedentes del desván. Subió por las escaleras carcomidas. La portezuela estaba abierta y Gaspar trajinaba bajo el abuhardillado.

—Gaspar, ¿se puede saber qué haces aquí?

—Estaba buscando… por si había algo valioso.

—Dijimos que estaba terminantemente prohibido entrar en el desván hasta que lo viera un arquitecto. ¿No te das cuenta de que el suelo está podrido?

—Sí, mamá, ya salgo —rezongó Gaspar yendo hacia la puerta.

—¿Ves el suelo? Como tu padre no llame a unos albañiles pronto se nos cae encima. Como a esa familia de Tarrasa que tardaron quince días en encontrarlos bajo los escombros.

—Ya salgo.

—Prométeme que no vas a volver a entrar.

—Te lo prometo —admitió Gaspar con desgana.

A la mañana siguiente, el más madrugador fue Matías. Estaba enzarzado a golpes empeñado en arreglar las zapatas del grifo de la cocina. Su padre, cuando entró a desayunar, se sorprendió al encontrarlo.

—¿Qué haces aquí tan pronto?

—Alguien tendrá que hacer todas estas chapucillas, si no, ¿adonde iríamos a parar?

—Matías, ya lo haré yo este fin de semana. Tú no sabes cómo funciona esto.

—Pues lo aprendo. Lo que no podemos es llamar a un fontanero cada vez que falla algo.

Su padre enmudeció. Desayunó mientras su hijo revolvía en la caja de herramientas con total naturalidad. No le importó que estuviera causando una inundación nada despreciable en la cocina ni haber visto interrumpida su ducha matinal, pues Matías había cortado el agua sin previo aviso. Eran gajes del oficio. Cualquier padre habría hecho lo mismo. No lo que hizo el padre entonces, sino lo que estaba haciendo Matías allí, en plena faena, tirado en el suelo, causando un metálico escándalo a altas horas de la mañana en pleno verano. No todos, bien mirado, tenían la suerte del padre de los Belitre, que podía reconocer sus errores al vérselos cometer a su hijo de doce años. A fin de cuentas, Matías hacía una didáctica reducción del papel de cabeza de familia: cuatro o cinco frases dichas con autoridad, un coscorrón a tiempo y entrega absoluta, aunque inconstante, a las chapucillas del hogar. ¿Para qué más sirve un padre?, se preguntó Félix Belitre. Y luego se marchó al trabajo.

A media mañana, encontró a Felisín en el pasillo de su oficina y sonrió con orgullo.

—Gracias por venir —le dijo—. Entra, vamos a empezar.

Felisín se sentó entre la docena de jóvenes aspirantes a enrolarse en el oficio de vendedores de seguros. El padre había sido designado por su superior para impartir un curso de una semana sobre ventas. Felisín, si superaba el tiempo de prueba, podría acceder a un puesto de trabajo.

—Bueno, en estos días os voy a dar una breve introducción al oficio —explicaba el padre, profesoral—, los mínimos conocimientos que se necesitan para llevar a cabo este trabajo.

Los demás habían sacado un cuaderno de notas, pero el padre observaba a su hijo, ausente, con gesto escéptico. Proseguía su clase, con el anhelo secreto de ganar el interés de Felisín.

—No debéis olvidar que estamos tratando de la muerte. Un asunto escabroso. Vender seguros de vida consiste en recordarle a la gente que va a morir, y eso no es plato de gusto. Por eso, la regla de oro es jamás pronunciar la palabra «muerte». Hablaremos a los clientes de «ausencia forzada», «lo inevitable», «lo que ha de llegar», pero jamás nombraremos la muerte. Al mismo tiempo, debemos apelar a sus sentimientos más nobles. A su generosidad para con los que se quedan. En el fondo, hay que convencer al cliente de que pagando nuestros recibos alcanzará la inmortalidad. ¿Por qué? Porque habrá ganado para siempre el cariño y el respeto de quienes le pierden.

Felisín, tras consultar su reloj con indiferencia, optó por levantarse, cruzar en silencio la improvisada aula y abandonar la clase. Padre e hijo ni tan siquiera se miraron. Félix se sintió humillado, insultado. Felisín se alejó por el pasillo de oficinas, con el orgullo intacto, reafirmado en su opción de vida.

A aquella misma hora, en el otro extremo de la ciudad, el abuelo tomó el micrófono que le tendía el sacerdote y habló a los que se congregaban en la iglesia.

—Mi dolor ante la muerte de Manolo es muy grande, porque tengo reciente mi visita al hospital hace unos días, donde pude verlo hecho una ruina humana, ya destrozado por el tabaco, ese nefasto vicio enemigo del hombre. Aún veo a mi amigo Manolo tendiéndome su cartón lleno de cajetillas y susurrándome con aquel hilillo de voz: «Abelardo, amigo, aleja este veneno de mí. Destruye mi tabaco». Demasiado tarde.

La viuda de Manolo emitió un sollozo contenido, trataba de recordar de qué conocía a aquel hombre que había pedido permiso al cura para hablar desde el altar al terminar la misa de funeral.

—Deprisa y corriendo —prosiguió el abuelo—, he querido componer un último adiós para nuestro amigo. Sé que sabréis perdonar la precipitación de mis versos, improvisé esta octava durante la tarde de ayer.

El abuelo se colocó las gafas, sacó una hoja de su bolsillo, la desdobló y comenzó a leer sus rimas ditirámbicas:

En el combate de la amistad y la muerte no podrán jamás vencerte, quedará el recuerdo y tu alma, Manolo, en la mente de quien te canta.

Fuimos compañeros de guerra, siempre perduró nuestra amistad y así en el cielo como en la tierra, por siempre perdurará.

A Gaspar lo despertó el revuelo de su cuarto; Nacho, Lucas y Basilio cruzaban a la carrera hasta el balconcillo que daba al patio.

—Corre, corre, ven a ver esto —le animó Nacho.

Se levantó de la cama y fue a unirse a sus hermanos. Se hizo un hueco para mirar desde el balcón.

Junto a la piscina, tumbada en la hamaca, tostándose al sol, Nicole. Tan sólo llevaba puesta la parte inferior del bikini y unas gafas oscuras. Mostraba a sus jóvenes cuñados unos pechos primorosamente redondeados, turgentes, de areolas tersas y rosadas, con la forma de un par de grandes lágrimas. Basilio se ayudaba de los prismáticos que colgaban del cuello de Lucas, último vestigio de un disfraz de explorador regalo de varias noches de Reyes atrás.

Nicole oyó los comentarios, se volvió hacia ellos y, levantando sus gafas de sol, los miró un instante. Trataron de esconderse con disimulo, pero, turbados, no lograron más que un amasijo de torpezas en el balcón. Nicole se colocó de nuevo las gafas e, indiferente, ganó el sol con todo su cuerpo.

Matías entró en el dormitorio acompañado del chapoteo de sus zapatillas empapadas y cruzó hasta el balcón. Sus hermanos le abrieron un hueco entre ellos y se sumó al voyeurismo adolescente. Después de un instante, balanceó su cabeza con gesto de adulta preocupación.

—Mal empezamos —murmuró para sí.