Basilio Belitre no era una buena persona, pero prueben a serlo cuando la gente aparta la vista de ustedes repugnada o cuando los conocidos alternan la ofensa cruel con la sorna por la espalda como único modo de convivencia.
—Parece que su enferma imaginación no le ayuda a resolver esa fórmula, ¿verdad, señor Belitre? —le retaba la profesora de física de pie junto a su pupitre. En las manos sostenía el dibujo que había encontrado entre las páginas del libro de Basilio. Ella sólo buscaba un problema para dictar, pero al volver las hojas del libro le saltó a la vista su propia caricatura con un hacha haciéndole la raya en el peinado y una versión de su cuerpo desnudo fláccido y cadavérico. Firmado B. B.
—Salga a la pizarra, señor humorista —le había ordenado la profesora.
Ahora el copioso sudor de Basilio humedecía la tiza en su mano. La clase contenía la risa ante la ironía de la profesora. Basilio supo que un grano le había estallado al ver gotear sangre de su barbilla. Sus compañeros se revolvieron asqueados. Basilio se llevó la mano a la cara conteniendo el borbotón.
—Puede ir a lavarse —concedió la profesora, sin siquiera la piedad a destiempo de evitar una sonrisa cómplice con la clase.
Basilio corrió hasta los servicios y se lavó la cara con el agua helada. Pegó una patada a la puerta de uno de los cubículos y se encerró, sentado sobre una de las tazas. Se entretuvo en desenrollar todo el papel higiénico y dejarlo amontonarse en el suelo. Sacó un rotulador de su bolsillo y pintó sobre la pared de sucio gotelé. Eran rayas sin ningún sentido, levemente inclinadas, cientos de rayas, como si quisiera cubrir la pared entera, tiznarla de negro. Ése le parecía un buen fondo para la viñeta de su vida. Luego se secó las lágrimas con el último pedazo de papel.
Cada vez que sonaba el teléfono en casa de los Belitre sucedía lo mismo: Lucas se lanzaba atropelladamente escaleras abajo hasta descolgarlo y su hermano Nacho surgía de dondequiera que estuviese para advertirle: «Si es una chica no estoy».
—¿Nacho? No, acaba de irse —era la respuesta invariable de Lucas a la defraudada voz femenina al otro lado de la línea.
Claro que a Nacho le gustaban las chicas, pero le agotaba salir con ellas, soportar una relación convencional, meterse en un bar y desperdiciar un par de horas antes de terminar haciendo lo que a ambos congregaba: sexo. Nacho salía con sus amigos y a medida que la noche se precipitaba hacia su final, elegía a la chica que más le interesara e iniciaba el asalto.
Cuando salíamos juntos, él y yo representábamos extremos opuestos. Admiraba su falta de escrúpulos. Se acercaba a una chica, la tomaba del brazo y le decía la mayor burrada que se le ocurriera. Ella reparaba en sus ojos y cambiaba la amenaza de una bofetada por una sonrisa. Un rato después, yo seguía pagando copas a la amiga, sin perder la esperanza, mientras Nacho se revolcaba con la chica en el asiento trasero de mi coche.
Aquella chica, estoy seguro, tropezaría hasta el desánimo con la vocecilla de Lucas al teléfono: «¿Nacho? No, se acaba de ir».
Nacho tocaba la guitarra. Se instalaba en la mecedora del porche con su camiseta del Estudiantes y pasaba el rato rasgando las cuerdas de su guitarra acústica. Cuando el aburrimiento se apoderaba de él, quedaba con nosotros y se lanzaba a la noche. O probaba con alguna de las chicas de su agenda. Tres minutos y dos disculpas después ya tenía lista otra cita.
Cuando aquella tarde llamó al timbre, Aurora le abrió la puerta con un batín de seda como único atuendo. Nacho le mostró un tarro de mermelada de frambuesa que acababa de comprar y la mejor de sus sonrisas.
Aurora superaba la treintena, más apetitosa que atractiva, divorciada y con mirada triste. Llevaban casi tres semanas viéndose con toda la regularidad que el carácter de Nacho toleraba. Pusieron el dormitorio perdido de mermelada. Como todos los que fornican tanto como quieren, Nacho había desarrollado un profundo concepto de generosidad sexual. Más importante que divertirse uno, era conseguir divertir al otro. Hacerlo disfrutar como nadie antes lo hubiera ni tan siquiera sugerido. Esto era, por añadidura, ventajoso en términos de futuro. Luego le tocaba marcharse lo más aprisa que podía, pese a las protestas de Aurora. Nosotros le veíamos llegar con la cara de apacible relajo de quien se presenta bien follado.
La madre, que aún lo imaginaba virgen, estaba segura de que a esa hora Nacho se encontraba visitando a la abuela junto a Gaspar. Que su hermano menor mantuviera en secreto su deserción le costó a Nacho un suculento soborno. Así que a esa hora Gaspar, solo pero con mil pesetas en el bolsillo, se presentó feliz en casa de la abuela Alma. Asunción le abrió la puerta confesando que se despertaba de la siesta. «Cada día que pasa me hago más dormilona y este dolor en el pecho no se me acaba de ir», se justificó frotándose los ojos mientras le acompañaba al dormitorio de la abuela. Gaspar se sentó junto a su cama, en silencio. La abuela dormía. Abrió un ojo.
—Sigue durmiendo, abuela… Yo puedo leer cualquier cosa.
—A mi edad no me conviene dormir muy profundamente, no sea que no me despierte nunca. ¿Qué tal van tus escritos, pequeño?
Gaspar, pudoroso, eludió responder.
—Así me gusta, que no hables de tu obra con desconocidos —le dijo la abuela con ese tono suyo tan difícil de interpretar—, no como ese pesado de Lorca. Siempre recitando sus versos. Era verle llegar y echarnos a temblar.
Gaspar suponía que todas aquellas historias de la abuela llenas de amistades famosas eran sólo invenciones. Como cuando contaba que se colaba con sus amigos en burdeles de moda disfrazada de chico o escandalizaba al abuelo al rememorar su casquivana juventud en la Residencia de Señoritas.
—No busques en los libros lecciones que aprender —le decía a su nieto—. Los buenos libros tienen que hacerte daño, cambiarte la vida.
La abuela aspiraba el humo de su pipa que inundaba el dormitorio de un agradable olor. «Antes de que llegue el meapilas de tu abuelo», le dijo a Gaspar. El abuelo siempre le discurseaba sobre lo pernicioso que era fumar y le escondía las pipas donde ella no pudiera encontrarlas. Asunción se pasaba el día buscándolas por toda la casa. Si una tarde no encontraba ninguna, la abuela se levantaba de la cama, iba al dormitorio de su marido y le pisoteaba los crucifijos con ordenada ira.
—¿No está el abuelo? —preguntó Gaspar.
—No, el muy gilipollas dice que iba visitar a un amigo enfermo… Pobrecillo.
Meapilas, cabronazo y lamedioses eran los insultos más habituales que dirigía a su marido. Por contra, el abuelo siempre hablaba de ella con piedad exquisita: gran mujer venida a menos, gloria degradada de otros tiempos, belleza ya putrefacta. Gaspar pensaba que su abuela Alma estaba chalada perdida. Sin embargo, no sabía cuánta razón tenía al llamar pobrecillo al enfermo visitado por el abuelo.
Sentado a los pies de la cama de su amigo Manolo, bronquítico perdido, el abuelo estaba enfrascado en un contradictorio anecdotario de episodios de su amistad, mientras Manolo recordaba cómo hacía años había borrado con ahínco el teléfono de Abelardo de su listín telefónico para evitar tentaciones. Entonces fue cuando Manolo alargó la mano y, sacando un paquete de tabaco de debajo del colchón, encendió un cigarrillo furtivo. Como un resorte, el abuelo le arrancó el pitillo de la boca y lo pisó con furia.
—¿Pero qué haces? ¡Infeliz! —le gritó ante la sorpresa de Manolo.
El abuelo Abelardo era un cruzado antitabaco. En verano solía vestir camisetas con la inscripción «Yo tampoco fumo», rompía cualquier cigarrillo que se le ofreciera y no toleraba que se fumara en su casa o en la de su hijo. Tampoco en las casas a las que iba de visita. Allá donde viera un cigarrillo plantaba su inquisidora repulsa.
—Mira dónde te ha llevado el tabaco —le gritaba a su amigo aleccionadoramente—. Estás hecho una ruina, das asco, no sirves para nada. Mírame a mí, y tengo cuatro meses más que tú.
Manolo, entre toses, presenció con indiferencia la serie de flexiones y estiramientos gimnásticos que el abuelo había iniciado. Encendió otro cigarrillo, pero Abelardo le arrebató cigarrillo, paquete y mechero dejándolo con una O en los labios.
—¿Estás loco? Se acabó. Ni hablar.
El abuelo, presa de la ira, levantaba la voz a su amigo, que apenas podía incorporarse en la cama.
—El tabaco es el veneno mortal de este mundo. Tráelo todo, vamos, dámelo todo —exigía el abuelo.
Manolo abrió el cajón de la mesilla y se abrazó a un cartón de Ducados, su secreto tesoro, para mantenerlo lejos del alcance del abuelo. Éste creyó que se trataba de un gesto de arrepentimiento de Manolo que le entregaba el tabaco voluntariamente y se lo arrancó de las manos sin reparar en su oposición. Tiró el cartón al suelo y lo pisoteó dando saltos sobre él.
Manolo, desde la cama, tosía sin control. La bronquitis le impedía articular con claridad, aunque cualquiera podía entender sus palabras:
—Cabrón, hijoputa. Dame mi tabaco —increpaba a su amigo de guerra—. ¿Qué haces, desgraciado?
Pero el abuelo lo interpretaba de modo muy distinto.
—No, no me des las gracias. Lo hago por tu bien.
—Dame ese cigarrillo, hijoputa.
—Así me gusta, que tú mismo me des el tabaco. No te arrepentirás. Vamos a acabar con este vicio.
Lanzó a la papelera el amasijo de tabaco destrozado que ahora recogía del suelo. De encima de la mesilla cogió un montón de pólizas de seguro y papeles del hospital. Lo echó todo a la papelera y prendió fuego al interior.
—Acaba tú con el tabaco antes de que el tabaco acabe contigo —acertó a decir el abuelo antes de que la boca de la papelera escupiera una llamarada.
Manolo, con un dolor intenso en el pecho, se retorcía en la cama. El olor a cartón quemado, humo y tabaco inundaba la habitación. Las llamas sobresalían de la papelera. El abuelo palmeó el hombro de su amigo. «Hijoputa», le espetó Manolo entre toses.
—Nada, nada. Cuando te pongas bueno ya me lo agradecerás.
Las alarmas antiincendio se dispararon. Manolo entró en coma bronquítico con esputos sanguinolentos. La enfermera, alertada por el humo, entró en la habitación. Para entonces, el abuelo, enorgullecido por su acción, se había deslizado por el pasillo de enfermos pulmonares ganando la salida.
Echó a andar hacia casa sumido en sus pensares: Había que ver la cara de agradecimiento del pobre Manolo, aunque no le quedan ni dos días. Maldijo el anuncio de tabaco americano en la parada de un autobús y de un certero bastonazo quebró el cristal que lo protegía. Ante el asombro de los cercanos, se justificó: «Lo hago en defensa propia». Prosiguiendo su camino, inspiró el aire de la ciudad y trató de hallar un remedio para acabar con la contaminación del mundo.
Por fortuna, no lo encontró.
Cuando Gaspar volvió a casa, reinaba la tranquilidad que precede a la cena. Fue a entrar en el salón, pero la reunión de amigos de Felisín le hizo cambiar de idea.
—No hay mejor poesía que la del silencio —decía uno.
—Gaspar, lárgate de aquí —ordenó Felisín.
Más que una tertulia aquello era un cineclub portátil. Los cinco o seis amigos de Felisín, todos ellos cinéfilos, se reunían para charlar y proyectar viejas películas en 16 mm. Por un contacto en un colegio mayor conseguían las cintas, que proyectaban sobre la pared del salón gracias a una anticuada máquina de Felisín. El proceso era anacrónico, pero aquellos guardianes del séptimo arte habían declarado la guerra al vídeo. Felisín incluso, un día que Nacho apareció por casa con un modelo de segunda mano, había iniciado una huelga de hambre. Estuvo comiendo sólo bocadillos hasta que se deshicieron del aparato. La intelectualidad de los encuentros sólo era contradicha por la costumbre de los amigos de Felisín de arramblar con las bebidas de la nevera y el vicio de uno de ellos de hurgarse en la nariz y desasirse de los mocos gracias a la cortina del salón. Vicio aquel del que siempre era culpado Lucas cuando la familia descubría los estrafalarios colgantes de la cortina. Todos ellos tenían ese aspecto descuidado, rayano en lo desaseado, de quien pasa muchas horas a oscuras. A la llegada y a la hora de irse desfilaban entre murmullos como los enanitos de Blancanieves, aunque la única nieve que habían visto era la posada sobre sus hombros. Aquella tarde visionaban Gertrud de Dreyer, y Alberto Alegre, el más sentimental de todos, escondía sus lágrimas mientras alguien le insistía en el misticismo de la iluminación.
Felisín no toleraba la presencia de sus hermanos en aquellos encuentros. A Lucas, si era descubierto parapetado tras el sofá, lo expulsaba a empellones, aunque tras la puerta continuaba repitiendo las frases que se pronunciaban en el interior. Aquella tarde, sin embargo, la única interrupción había sido Nicole. Cuando entró en el salón todos enmudecieron. Nicole pidió dinero a Felisín para salir de compras. Felisín hubo de pedir prestado a sus amigos, que se excusaron evasivamente. El dinero va a ser un problema, rumiaba Felisín, tras aceptar el préstamo de su madre.
Ella estaba preparando la cena en la cocina y preguntó de una voz a Gaspar si Basilio aún seguía encerrado en su cuarto. Gaspar subió hasta el dormitorio cercano al suyo y comprobó que la puerta estaba trancada. Basilio llevaba aislado desde el mediodía. Todo intento de la madre para convencerle de que bajara a comer resultó inútil. Incluso la exigencia de Matías: «Te ordeno que obedezcas a tu madre», había sido ignorada.
Tras la clase, Basilio había llegado en autobús y decidió cruzar el parque frente al Hotel Don Quijote para acortar el camino hasta casa. Allí, un grupo de niños se aburría intentando decidir a qué jugar hasta que repararon en él. Comenzaron a seguirle por la calle, primero en broma, luego de un modo ridículo. Basilio se encaró con ellos para que le dejaran en paz, pero aquello no hizo más que empeorar las cosas. Terminó por pegar una bofetada a uno de los niños.
Entonces se desató la batalla. Los niños, insultándole a gritos, comenzaron a lanzarle piedras. La gente se volvía con curiosidad hacia tan lamentable espectáculo.
—Feo, feo, feo —gritaban los niños.
Las piedras empezaban a ser un peligro tangible, así que Basilio se puso la carpeta sobre la cabeza a modo de escudo y echó a correr. Llegó hasta la casa y cerró la puerta del jardín a su espalda. Los niños se aferraron a los barrotes sin cejar en sus gritos.
—Aquí vive la familia Monster.
—¡Gordo!
—Feo, no salgas de tu casa. Das asco.
—Aborto, feto malayo.
Nacho y Gaspar, que practicaban puntería en una esquina del jardín con su escopeta de perdigones, corrieron hacia allí. Nacho los puso en fuga a perdigonazos, asegurando que a uno le había sacado un ojo, pero antes de que pudieran celebrar la victoria sobre el escuadrón de inocentes infantes, Basilio ya había corrido a encerrarse en su cuarto.
No era la primera vez que reaccionaba así. Se venía abajo y se echaba a llorar, se desmoronaba la fortaleza que lo rodeaba y, consciente de la pura realidad, se atrincheraba en su cuarto. El mundo le despreciaba, era un monstruo como le habían gritado los niños lapidadores. Con el paso de las horas, tras dormir y llorar, con las lágrimas escociéndole los granos abiertos y mechones de pelo esparcidos por la colcha, Basilio reaparecía en el comedor de casa. Nadie comentaba nada. Se limitaban a dejar que el calor de la familia lo abrazara y le devolviera el ánimo.