Tres

Por el momento, esta edición del Festival de Cine de Cannes nos regala cada día la pasión, la excitación, la sensualidad, en una palabra, la felicidad del buen cine.

Ultima crónica de Felisín Belitre desde Cannes

Amor era una palabra mayúscula para los Belitre. Por aquella idea, individualmente, eran capaces de justificar las mayores atrocidades. Estar enamorado era una razón de tal peso, que eliminaba cualquier culpa. No sabían, todavía, que el amor puede llegar a ser el más miserable de los sentimientos, el más cruel, egoísta y tirano. Un Belitre enamorado era una locomotora ciega, apasionada, que no obedecía a ninguna vía.

Por eso, a nadie le importó demasiado que Felisín dibujara su torrencial idilio con Nicole como un fabuloso cuento de hadas. Su familia nunca llegaría a saber con precisión los detalles de cómo se habían conocido ni del inicio de su relación. Se enamoraron y, para los Belitre, aquello bastaba.

He llegado a saber que Nicole era azafata de la marca de cigarrillos Gitanes. Repartía cajetillas a lo largo de La Croissette, vestida con una camisa blanca y una faldita azul, en claro referente a los colores de la marca. Felisín escribía la crítica de cine para un periódico regional de tirada limitada.

Tan limitada que había de ser Felisín quien se pagara el viaje. El periódico sólo corría con los gastos de la estancia en un hotel de tercera desde el que se alcanzaba a ver el neón del Carlton en los días claros. Su historia de amor tuvo un comienzo espectacular. Se encerraron en la habitación del hotel que sólo abandonaban para alimentarse, obligación de la que habrían prescindido de no haberse sentido desfallecer tras cuarenta y ocho horas de aislamiento.

Felisín tan sólo llegó a mandar tres crónicas al periódico y Nicole renunció a su trabajo. Ayudada por Felisín, quemó su traje de azafata en el interior de la papelera. Al caer la tarde, Felisín dictaba su crónica al periódico. Nicole le señalaba en el catálogo las películas que se proyectaban aquel día en la sección a concurso. Felisín improvisaba comentarios, casi todos positivos, dado su estado de optimismo: «La cinta italiana es un Himalaya de pasión, encanto y sensualidad», «Como todo lo francés, esta película es una interminable celebración de la belleza», comentarios, por lo general, en contradicción con las más irritadas opiniones de sus colegas.

El método se prolongó apenas un par de días, hasta que otro crítico y supuesto amigo, ofendido por la falta de ética profesional, se puso en contacto con el periódico y desveló la causa real de tanta magnanimidad. Se adueñó del puesto de Felisín sin que a éste el despido le provocara el más mínimo contratiempo. Le susurró a Nicole: «Ahora, mi único empleo eres tú».

Por los cohetes supieron que el festival había llegado a su clausura y esa noche se abrazaron aún con más fuerza, aunque no hicieron el amor por tener Felisín el glande en carne viva. «Ça ne va pas se terminer jamais», y el mayor de los Belitre quería decir que lo suyo no se terminaría nunca.

Una jueza de Niza, íntima amiga de Nicole, los casó tras pasar por alto la ausencia de varios documentos. Tomaron un autobús a Marsella, un tren a Barcelona y otro autobús a Madrid. Cuando Felisín y Nicole llegaron en taxi a la casa de los Belitre eran marido y mujer y ambos desempleados. Pero en su corazón sentían, quizá por primera vez, la llama de la felicidad. Ésa fue la única verdad que contenía el relato que Felisín detalló a su familia.

Para salir aquella su primera noche en Madrid tuvo que pedir dinero prestado a su padre.

—Te lo devuelvo mañana, estoy pendiente de cobrar unas cosillas…

Felisín estaba volcado en su pasión por el cine, aunque sus esporádicos trabajos de crítico no le aportaran medios de subsistencia propios. Soñaba con dirigir películas, cosa que nunca lograría, y tomaba constantes notas para densos libros de análisis de la obra de maestros del oficio que jamás llegaría a escribir. A sus veintiocho años permanecía en el hogar paterno con unas perspectivas económicas de lo más negro.

—En la empresa te podría encontrar algo —acostumbraba a ofrecerle el padre.

—Papá, si uno quiere hacer lo que le gusta en esta vida tiene que esperar y no agarrarse a lo primero que pasa. El mundo está lleno de frustrados.

—Frustrados sí, pero comen.

—¿Comer te parece una razón suficiente para arruinarse la vida? Hay cosas más importantes.

Secretamente, su padre anhelaba que, con el matrimonio y la llegada de Nicole, Felisín variaría su bienintencionado idealismo. También a él el matrimonio le había instalado de una bofetada en plena realidad.

—Por cierto, papá, ¿me dejas también el coche?

Felisín y Nicole cenaron paella en un restaurante de la calle Arrieta y durante la comida hablaron del futuro como remedio al presente. Aquella tarde, Nicole se había visto obligada a admirar la colección de dientes de leche ya amarillentos que la madre guardaba de la infancia de sus hijos y con los que pretendía en el futuro confeccionarse un collar. Soportó, con una sonrisa cansada, trece álbumes de fotos desenfocadas que mostraban la peripecia vital de la familia jalonada por comentarios entusiastas de la madre. Nicole fue toda oídos. Aunque en realidad era sólo ausencia de voz. Esa noche, de nuevo a solas con Felisín, se sintió más aliviada. «Tienes una familia extraña», bizarre fue la palabra que utilizó, y Felisín lo tradujo como un elogio. «Sí, ya verás como dentro de nada eres una más entre ellos», y prefirió no interpretar la mueca que escuchar aquello produjo en Nicole.

Aún no se conocían bien, al fin y al cabo su suelo de ocupación se había limitado a la cama, pero Nicole se sentía protegida por él, era uno de los pocos hombres que la habían tratado con cariño en su vida y le divertía esa gárgara gutural que quería ser pronunciación francesa. Felisín no se cansaba de decirle cosas hermosas, de hacerle sentir la mujer más extraordinaria del mundo.

Se hartaron de gintonics en una terraza de la Castellana y, con las copas, Nicole se atrevió a sugerir: «Tendríamos que empezar a pensar en un sitio para nosotros», y Felisín asintió enérgico.

Antes de salir de casa aquella tarde, Felisín había entrado en el dormitorio de Nacho y Gaspar y les había confesado su deseo de independizarse muy pronto.

—Vaya, ¿ahora que traes algo interesante a casa te lo quieres llevar? —le dijo Nacho.

Felisín le agarró del cuello y venciéndolo sobre el colchón de la cama le gritó:

—Júrame que ni te vas a acercar a ella.

—Pero, tío, ¿estás loco? —se defendía Nacho—. ¿Crees que le voy a quitar la mujer a mi hermano?

—Nacho, que te conozco.

Felisín no ignoraba el éxito de Nacho, sin precedentes familiares, en lo que a mujeres respectaba. Se debía quizá a su mirada intensa, que provocaba la inmediata rendición del contrario. Había perdido la virginidad a los doce años en la vagina de la monitora de un campamento de verano. Con una vida sexual tan intensa como atropellada, su día más penoso había tenido lugar cuando lo descubrieron siendo masturbado en los servicios de profesores por la catedrática de lengua de tercero de BUP. El cascabeleo de las pulseras de ésta atrajo la atención del jefe de estudios, lo que provocó la expulsión de la profesora y un notable descenso de las calificaciones de Nacho en lengua española.

Al volver de madrugada, Nacho encontró a Gaspar leyendo bajo las sábanas iluminado por una linterna. No le importaban las amenazas de su madre sobre el daño irreparable que aquello causaría en sus ojos. Gaspar deseaba con todas sus fuerzas llevar gafas. Había elegido incluso el modelo. Unas de montura redonda, preciosas, que había visto en una foto de Joyce, a quien, tras haber leído el Ulises y Retrato del artista adolescente sin alcanzar a comprender nada en absoluto, admiraba ciegamente.

—¿Has visto lo celoso que se ha vuelto Felisín? Y todo por esa francesita —añadió Nacho—. Demasiado niña pija para mí, tanto maquillaje y mierda de ésa… Te lo digo en serio, no es mi tipo.

—Ni el mío.

—¿Ah, pero tú tienes tipo? A tu edad no se tienen preferencias, hay que follarse todo lo que se pueda…, no vas a andar con distinciones.

—Sí, eso es verdad —reconoció Gaspar.

—¿Qué tal va tu novela?

—He empezado otra.

—¿Ya has dejado la de Guillermo Brown cuando es abuelo y sus nietos son unos fachas? —le interrogó Nacho recordando un viejo proyecto.

—Sí. Ahora voy a escribir una historia de amor.

—¿De amor? —se escandalizó Nacho—. Pero tú estás loco. Todo el mundo escribe historias de amor. ¿Y tú qué coño sabes del amor?

Gaspar confesó que no demasiado. Por eso tenía algún problema para escribir escenas de la novela.

—Por ejemplo —le contó a Nacho—, después de mucho tiempo enamorado de una chica, ¿no?, ella… ella de pronto le da un beso en la boca, ¿no? Y el protagonista no sabe qué hacer.

—¿Y no se la tira?

—Es que es muy tímido —acertó a explicar Gaspar—. Ella es su primer amor y no sabe qué hacer.

—Lo mejor es pasar de ella. No ir a verla —aconsejó Nacho—. Si la tía le ha dado un beso es porque quiere rollo. Pues que sufra. Que ahora sea ella la que tenga que perseguir al chico. Eso siempre funciona.

—¿Y si la chica no va a buscar al chico?

—Joder, le ha dado un beso, ¿no? Tarde o temprano ya aparecerá. Las tías no dan nada gratis.

Nacho sospechó que aquello era algo, como en todos los escritos de Gaspar, autobiográfico.

—Así que eso es lo que te ha pasado a ti. ¿Te has enamorado?

Gaspar negó rotundamente y fingió caer dormido. Violeta no era como los ligues de su hermano Nacho. Ni como Nicole. Violeta era salvaje y real, y atrevida, con sus labios de melocotón. ¿Melocotón? ¿Cómo sabe un melocotón?, se preguntó. Para su deformación romántica la metáfora era de lo más sugerente, pero, la verdad, jamás se había detenido a degustar un melocotón. Le indignaba no recordar apenas nada carnal del beso que había culminado sus dos años de enamoramiento. No acertaba a rememorar el sabor de los labios de Violeta, el instante del roce.

—¿Quieres dejar de dar vueltas en la cama? —le espetó su hermano Nacho en la oscuridad—. Te daré un consejo: con las chicas no hay que fantasear, porque ellas tienen los pies bien puestos sobre la tierra.

Gaspar aguardó a que su hermano durmiera para calmar su excitación. Se masturbó en el interior de un calcetín que abandonó al calor de su zapatilla antes de rendirse al sueño.

En el otro dormitorio, Lucas acababa de despertarse sobresaltado, salió de la cama y se acercó a la pecera. Era ceremonioso en la alimentación de sus peces. Llamaba a cada uno por su nombre antes de clavar un pedazo de jamón york en el extremo de un delgado alambre. Los peces estaban llamativamente gordos, se movían con pesadez por el agua sucia de la pecera hasta atrapar su alimento. En su intento de dar a cada uno la misma cantidad los había sobrealimentado, eso unido a que en la pequeña pecera se hacinaban multitud de peces como si aquello fuera una parodia submarina del metro en hora punta. En el silencio de la noche, Lucas repetía los nombres de sus pececillos. Sincrónicamente, como el asesino que mata a martillazos a su víctima.

A su lado, Basilio estaba terminando una de sus viñetas. La profesora y toda su clase de la academia se ahogaban en el semen que Basilio lanzaba subido a una de las mesas del fondo de la clase. Se había autorretratado a la perfección, con un gran pene entre sus manos. La clase apenas conseguía ya asomar la cabeza fuera del líquido viscoso en el momento anterior a perecer.

La madre cerró con sigilo la puerta de su dormitorio. Dentro, profundamente dormido, había dejado a Matías. Abrió la puerta del cuarto de invitados y en el sofá nido se unió a su marido bajo las sábanas. Se abrazaron como unos novios furtivos.

—Félix, estoy preocupada por Felisín. Yo no sé si esta chica…

—Mujer, así espabilará.

—Pero todo esto de la boda… ha sido tan precipitado. Y ella no tiene ninguna preparación.

Félix se incorporó con premura sobre su mujer.

—¿Ya te has olvidado de cuando eras joven?

—¿Estás loco? —La madre le detuvo—. Hoy ni hablar. Matías podría despertarse.

La madre de los Belitre sumergió su mano bajo las sábanas y trató de borrar el gesto de disgusto del padre de los Belitre. Cinco minutos después estaba de vuelta en su dormitorio. Matías ocupaba buena parte de la cama de matrimonio y al entrar su madre se le abrazó sin abandonar su profundo sueño. Ella, en su oficio de madre, no pudo dormir hasta que oyó a Felisín y Nicole entrar en casa. Serían las tres o las cuatro de la mañana. Un instante después trató de no oír el ruido que hacían en su dormitorio.

Cualquiera que viera al abuelo Abelardo desayunar, como cada mañana en la cafetería Manila de la Gran Vía, hablando y gesticulando solo, pensaría que acusaba la más desoladora demencia senil. Y puede que fuera cierto. Él sostenía que desayunaba en compañía de Dios y «mejor parecer un loco que habla solo que ignorar al Altísimo si está a tu lado». Con Él entablaba las más banales conversaciones. Siempre a solas porque, según el abuelo, Dios detestaba las masas, aunque le gustara el fútbol y fuera hincha del Atlético de Madrid, ya desde los tiempos en que se denominaba Atlético Aviación: «Ni en mis aficiones me gusta abandonar al desgraciado».

Dios aleccionaba al abuelo aquella mañana sobre la influencia de las casas en las personas que las habitan. «Para tu familia, cambiar de casa será como cambiar de piel. Antes de que puedan llamarla hogar, tendrán que manchar las paredes con sus miserias y sus alegrías». El abuelo no podía entender cómo Dios insistía en despreciar a los poetas, siendo Él alguien que se expresaba con tal lirismo.

Predijo que enviaría sobre su familia pruebas de fuego y el abuelo le rogó que no fuera duro con ellos. Dios habló de una mujer que removería los cimientos de sus vidas y el abuelo creyó que se refería a la esposa francesa de Felisín, pero Dios, anticipándose a su pensamiento, le aclaró que no se refería a ninguna francesa. «Habrá tanto dolor como placer, tanta soledad como compañía, tantas bofetadas como besos».

—Si sólo me dices eso… —le recriminó el abuelo con una carcajada irónica, y la pareja que estaba sentada junto a él sintió pena de aquel viejo loco.

Gaspar, ignorante de lo temprano que aún era, bajó al porche y se sentó en las escaleras. En pijama de verano, con los pies descalzos, pensaba en Violeta. Cada vez se aproximaba más el momento de volver a verla. Sentía irreprimibles deseos de sentarse a escribir el primer capítulo de la novela cuyo teclear tempranero Nacho había interrumpido con un: «Como escribas una palabra más te tragas la máquina».

—¿Cómo es que madrugas tanto? Ya estás de vacaciones. —El padre se unió a su hijo sentándose en los escalones.

—No tenía sueño. Además quiero empezar otra novela.

—Vaya, muy bien. Todavía me acuerdo de cuando te enseñé a escribir…

—Pero, papá, tú no me enseñaste a escribir, fue mamá.

—Ah, pues debió ser a alguno de tus hermanos, lo que no recuerdo es a quién.

—A lo mejor fue a Felisín.

—Puede ser. —Y un escalofrío recorrió la columna vertebral del padre como si una mano amontonara todas las hojas del calendario ya vividas.

Entraban en la casa cuando el padre giró la cabeza y reparó en su coche aparcado en el jardín. Tenía un faro roto y toda la aleta derecha deformada por un golpe.

—¡Qué coño ha pasado! —exclamó yendo hacia el coche—. Maldita sea. Este Felisín, es que no se puede confiar en él. Imposible, te lo rompen todo.

El padre trató esforzadamente de enderezar la aleta. El Renault 18 blanco, tipo ranchera, era de los que inmediatamente encasillan a su conductor como evidente padre de familia. Félix no pertenecía a esa raza de miserables que cuidan su coche más que a sí mismos, lavado semanal, revisión constante, puesta a punto, delectación contemplativa y la única razón por la que meterse en una paliza a muerte. Sin embargo, en su profesión de cobrador de seguros de vida y entierro, utilizaba el coche a diario.

—Ni que fueran niños todavía —se quejaba—. Es imposible confiar en ellos.

En sus dormitorios, el resto de la familia podía oír las lamentaciones del padre. Felisín le explicó en francés a Nicole que su padre acababa de detectar le p’tit coup de hier soir, el pequeño topetazo de la noche anterior. Nicole se dio media vuelta para mostrar su preciosa espalda desnuda por toda respuesta.

Felisín se llevó la mano a la ceja. Estaba hinchada, pero la herida ya se había cerrado. La noche anterior, mientras acariciaba algo alcoholizado la entrepierna de Nicole, había perdido el control del coche y había golpeado contra la horquilla de una acera. Nada serio, salvo la herida en la ceja, causada por Nicole que, con el susto, perdió los nervios y comenzó a golpearlo hasta hacerle sangrar.

La madre, escuchando las lamentaciones del padre, se sentó sobre el colchón. Matías se fingía dormido, le avergonzaba enfrentarse a la madre tras haberse meado en la cama. La madre lo arropó con cariño y bajó las escaleras.

—Vamos, vamos, es sólo un coche —trató de tranquilizar a su marido—. Entra a desayunar y no andes descalzo por el jardín.

El abuelo Abelardo encontró a su hijo terminando de recomponer la aleta antes de salir para el trabajo. El padre, sin responder a su saludo, encendió las luces para comprobar si la bombilla del faro aún era útil.

—¿Funciona? —preguntó el abuelo. El padre negó con la cabeza—. Lo sabía. Nada de faro. «Yo soy la única luz en el desierto». Eso es lo que me ha dicho. Menos mal que el Señor nos guía en la gran tribulación y nuestros coches no necesitan faros.

—Entonces rompo el otro también —ironizó el padre con visible enfado.

El abuelo afirmó y blandió el bastón en el aire antes de dejarlo caer sobre el otro faro. El padre desvió a tiempo lo que era un golpe certero.

—Era una broma, papá.

—No hay bromas con Dios —dijo el abuelo alejándose hacia el porche.

El abuelo se sentó junto a su nieto favorito, Gaspar, en la mesa de la cocina.

—Abuelo, ¿qué más te ha dicho Dios?

—Que no desvele nada de nuestra conversación a no creyentes o a novelistas. Dios sólo habla para rapsodas y por eso Su voz es verso, verdad y vida. Las tres uves, que, por si no lo sabías, son sinónimos.

La madre con un gesto reprendió a Gaspar por su sonrisa burlona. Prestaron atención al abuelo, que proseguía:

—Por cierto, le gustó mucho mi oda al nuevo hogar de los Belitre. Homérico, eso fue lo que dijo.

El padre no hizo sonar el claxon de su coche aquella mañana en lo que era su habitual forma de despedida antes de salir hacia el trabajo. Aún estaba enfadado con Felisín. Y en general con todos sus hijos. Nunca le había gustado enfrentarse a ellos, pero sentía que pese al paso del tiempo no se hacían mayores, no maduraban, carecían de sentido de la responsabilidad. No quiero ser padre eternamente, pensaba, algún día también a mí me gustaría ser persona.