El síndrome Latimer fue reconocido oficialmente como enfermedad mental en el Congreso Internacional de Psiquiatría de Basilea del año 1949. Desde mucho antes, 1903, se tuvo conocimiento del primer caso de esta enfermedad. Jonah Latimer, un joven de Long Island, tan sólo aparentaba ser un caso más de fracaso escolar. Desde sus primeros años de colegio, se atribuyó para sí el papel de maestro y trataba de ocupar el lugar de éste al frente de la clase. Con trece años escasos se dirigía a sus compañeros como sólo el maestro lo haría, preparaba las clases del día siguiente, en los recreos rondaba alrededor de la sala de profesores y se hallaba en constante trifulca con otros niños que se negaban a acatar los deberes que él se empeñaba en imponerles. Ni las continuas reprimendas ni el castigo físico lograron atajar su fijación.
Afortunadamente, el joven y ya magullado Latimer cayó en manos del doctor Arnold Eggelhoffer, un psiquiatra centroeuropeo que había introducido en Estados Unidos las novedosas enseñanzas de Freud. Tras estudiar al paciente, el impulsivo Eggelhoffer se decidió a escribir a su maestro en Viena pidiéndole consejo.
Freud llegó a Nueva York en el vapor George Washington, de la compañía Lloyd. Le acompañaban sus discípulos Jung y Ferenczy. En el muelle los recibieron los doctores Ernest Jones, A. A. Brill y el mentado Eggelhoffer. Dos días después, este último y Freud examinaron al joven Latimer de su demencia precoz. Por esos días surgió el chiste.
Un doctor trata de calmar a su paciente, un tal señor Latimer, pero éste insiste en saber cuál es su enfermedad. «Bueno, aún no conocemos muchos casos como el suyo», le dice el doctor. El paciente insiste. «Tranquilícese, señor Latimer, seguro que encontramos la solución para atajar su enfermedad». Pero el paciente no se calma y termina por preguntar: «¿Esta enfermedad tendrá al menos un nombre?». «Bueno, señor Latimer», le responde el doctor, «por el momento la conocemos como el síndrome Latimer». Se trataba de un chiste muy popular por aquellos años, lo que da idea de hasta qué punto el caso tuvo repercusión pública.
1949 es el año en que se acepta la denominación de la enfermedad y se introduce dentro del grupo de los complejos esquizofrénicos de carácter paranoide. Para ello hicieron falta los casos de un empleado de banca en Liverpool que sustituía a su propio interventor jefe; el de un sargento de la Armada francesa que insistía en ser su propio coronel; y, finalmente, el dramático caso de una joven de Menphis que terminó por asesinar a su tía Rifka, tras dos años pretendiendo suplantarla en las reuniones de familia.
En la actualidad en España hay censados mil quinientos treinta y dos enfermos de síndrome Latimer. Matías Belitre es uno de ellos.
Siempre fue un niño paranoide con problemas de adaptación. Jamás pudo recibir una enseñanza normal, expulsado reiteradamente de jardines de infancia y colegios bajo la misma acusación: falta de integración, retraso intelectual y tendencia al paternalismo para con sus compañeros.
Dos años atrás se determinó que padecía el síndrome Latimer. En estos casos de asimilación esquizoide (adaptación patológica de la personalidad al medio, según Meyr), el enfermo opta por asumir el papel de una persona cercana sin abandonar su propia identidad. Este proceso condujo a Matías Belitre a creerse el padre de sus hermanos, el padre de su padre e incluso, y esto es lo determinante del síndrome Latimer, su propio padre.
El único remedio conocido hasta la fecha, en prevención de la catatonia o un final violento, es la reclusión. Por él habían optado los miembros de la familia Belitre hasta que decidieron reintegrar a Matías y respetar su identidad simulada como único modo de convivencia. En Matías, a su vez, por tendencia imitativa, se desencadenó un inusitado interés por los juegos de azar, los deportes de masas, los telediarios y la lectura de prensa y adoptó expresiones tan ajenas a un niño de doce años como «¡Dónde vamos a ir a parar!», «¡Hay que ver cómo están las cosas!», o «Mal se le pone el ojo a la vaca».
No terminaban con Matías todas las complicaciones médicas de la familia Belitre. Confieso haber sentido cierta repulsión el día que Nacho me presentó a Basilio, el segundo de sus hermanos. Ágil con las pinturas y los colores, de talento desarrollado para el dibujo y las manualidades, era, sin embargo, una presencia desagradable y patética. Acné sangrante y erupcionado poblaba su cara y espalda, y cualquiera de sus constantes estallidos provocaba regueros de sangre que goteaban cálidamente de su barbilla. Los dermatólogos que lo trataban desde los trece años coincidieron en su dictamen: acné histérico.
Pero ya antes de que el acné irrumpiera volcánicamente en su adolescencia, Basilio era considerado un niño horriblemente feo. Su nariz era en extremo picuda y un tabique nasal desviado le forzaba a producir un singular sonido al respirar. Tenía bolsas carnosas moradas bajo los ojos y los fármacos contra el acné que él mismo se había administrado de forma caprichosa (de la A de Acneicil a la Z de Zotal Antiacnéico, pasando por la D de Dermatilomicida 2000) habían terminado por hincharle la cara y el estómago, hacerle perder pelo y desarrollar una indeterminada necrosis en la oreja izquierda.
Cumplidos los veintidós, había renunciado a sus visitas periódicas a los médicos, limpiezas de cutis y operaciones estéticas. Parecía acostumbrado a la risa y el desprecio de la gente por la calle, la falta de amigos y el saludo negado de cualquier visitante. Era un solitario entregado a su pintura y a unos mediocres estudios de física en la universidad.
Sólo su familia guardaba con él una relación de normalidad. Tan rutinariamente como aceptaban el síndrome Latimer de Matías, soportaban la visión del antiestético y penoso Basilio. En las familias predomina esa virtud de abrazar la extravagancia cotidiana como normalidad.
Aquella mañana el abuelo Abelardo despertó a todos voceando una tradicional diana militar. Durante el desayuno se decidió visitar a la abuela Alma.
—La pobre estará deseando saber de nosotros —explicó el abuelo.
—Habrá que despertar a Felisín —propuso la madre.
—Estarán agotados del viaje. Les dejamos una nota… —Al padre le interrumpió Matías:
—Eso, voy a dejarles una nota. —Y con su cimbreante caligrafía Matías escribió: «Hemos hido a casa de la avuela. Volberemos a comer. Papá».
La abuela Alma afirmaba que, a punto de cumplir los ochenta, sus piernas ya no la sostendrían por mucho tiempo, así que hacía diecisiete años que no salía de la cama. Asunción, una mujer mayor, campechana y achacosa, se había instalado en la casa para cuidar de ella como si de su propia madre se tratara. Vivía con ellos todo el año y con el tiempo se había convertido en un miembro más de la familia.
—¿Qué es eso de que Felisín se ha traído una francesa? —indagó la abuela—. He leído que apenas se cambian de bragas. Eso es la civilización. Así que por fin alguien aventurero en la familia.
—Por lo visto se han casado en Niza —informó el padre.
—¿Casados? —La abuela vio inmediatamente decepcionado su interés—. Desde luego, qué juventud más meapilas.
La abuela Alma leía y escribía con regularidad sobre una mesita portátil que se acoplaba a su cama, cuya cabecera presidía un retrato de André Bretón. Era culta y su pasado estaba lleno de aventuras entre libros y hombres. De aquello sólo conservaba lo primero, la inmensa estantería repleta de gastados volúmenes.
—¿No vas a salir de ahí ahora que todavía puedes andar? —se atrevía a insinuarle el abuelo.
—Vaya —se irritaba la abuela—, será mejor que me quede en cama porque me da la gana a que tenga que hacerlo por una enfermedad, ¿no? A ti lo que te gustaría es que me cagara y me meara encima sin poder disfrutar de las ruinas de mi inteligencia como me merezco. Pues te vas a joder, porque desde aquí veo el mundo mejor que Ortega en su Hispano-Suiza.
Alma sobrevivía a todos y a todo, sola, con las esporádicas visitas familiares y la correspondencia continuada con sus amistades de todas partes del mundo. Sólo había tenido dos hijos: Félix y el tío Alex. El segundo apenas se ocupaba de ella, vivía en Nueva York, pero todo en la boca de la abuela eran elogios para él. Y un elogio de boca de la abuela era algo raro de escuchar.
—Alex, ése sí que ha sabido sacarle el jugo a la vida y a su talento —les recordaba, refiriéndose a la supuesta existencia de lujo americana del tío Alex como autor teatral en Broadway—. Aquí me ha mandado otro recorte del New York Times poniendo de maravilla su última obra.
—Abuela, tiene que venir a ver la casa, es impresionante —dijo Matías.
—A mí no me tiene que gustar. Al fin y al cabo sois vosotros los que vais a vivir en ella. Ya comprenderéis lo que quería decir Ambrose Bierce con eso de: «El hogar es el único sitio abierto toda la noche»…, ya lo entenderéis, seguro. Esa zorra de Ernestina se tuvo que follar a un buen ricachón para conseguir ese palacete…
—No hable así, madre —la corrigió su hijo Félix.
—Pero si a tus hijos les encanta oír a una vieja loca diciendo tacos, ¿verdad?
El abuelo Abelardo se había encerrado en su cuarto para escribir en sus cuadernos, libretas de contabilidad que se había llevado consigo al jubilarse y que ahora amontonaba en su dormitorio. Las paredes de la habitación estaban llenas de imaginería religiosa y una pequeña estantería poblada de libros de poesía y vidas de santos.
—¿Qué estás escribiendo ahora? —le preguntó Gaspar.
—Escucha a ver qué te parece —anunció el abuelo levantando en sus manos lo escrito y leyendo en voz alta—: «En el combate de la belleza y la muerte, / no podrán jamás vencerte, / quedará el recuerdo y tu alma, /Alma, en la mente de quien te canta».
El abuelo se detuvo y miró a su nieto en busca de aprobación.
—¿Sabes lo que es?
—Una poesía —respondió Gaspar.
—Hombre, claro, si sólo me dices eso. Es una poesía, pero una poesía de muerte, igual que hay poesías de amor o religiosas. Y a este tipo de versos los poetas los llamamos elegías. Se escriben a la muerte de una persona querida, son llantos líricos.
—Pero la abuela todavía no se ha muerto —replicó extrañado Gaspar.
—Bueno, no esperarás que cuando se muera me ponga a improvisar unos versos y salga todo un churro. Además, cuando tu abuela se muera, vendrá el velatorio, el entierro y toda esa zarandaja y a ver quién saca tiempo en esos momentos para escribir unos versos deprisa y corriendo. Así que hay que tenerlo muy bien preparado, para que esté a la altura de una unión de tantos años.
La abuela Alma gozaba de buena salud, por lo que el perfeccionamiento de las elegías del abuelo prometía prolongarse hasta lo magistral. Tras terminar el desayuno llamó a su cuidadora y, en un tono audible para todos, entonó con hastío:
—Asunción, ¿te importaría decirle a mi familia que ya ha cumplido con su deber cristianazo de visitar a la abuela y que pueden irse a casa? Así no hay quien coño lea.
—Bueno, vámonos, que la abuela tiene que descansar —terció Félix.
—Eso, que hay mucho que hacer en casa —concluyó Matías.
Felisín y Nicole aún no habían aparecido cuando se sentaron a la mesa los demás. Nadie se atrevía a subir a llamar a los recién casados. Finalmente, el pequeño Matías se alzó con la responsabilidad paterna. Con sus doce años pálidos y enfermizos, bajo para su edad y algo famélico, hacía uso de una agilidad dialéctica increíblemente precisa.
—¿No crees que ya es hora de sacarlos de la cama? —le sugirió a su madre con lo que parecía más una recriminación.
La madre subió hasta el dormitorio, en la primera planta, frente al suyo y el de invitados y llamó tímidamente con los nudillos a la puerta.
Abajo los hermanos bromeaban entre ellos.
—Éstos deben llevar toda la noche dale que te pego —apuntó Nacho—. Yo no he podido pegar ojo. Ya me habían dicho que las francesas son muy gritonas.
—No digas bobadas —le reprendió el padre.
—La tía está buenísima —afirmó Basilio—. ¿Cómo les habrá robado una joya así a los gabachos?
—¿Qué quiere decir Nicole? ¿Nicolasa? —preguntó Gaspar—. Pues suena mejor en francés.
—Todo suena mejor en francés —aseguró el padre con cierta melancolía.
Lucas comenzó a imitar a Nacho, lo que significaba que el pequeño repetía cada gesto y frase que pronunciara su hermano. Por mucho que se intentara evitar, el niño proseguía con la imitación hasta la extenuación del imitado. Un día había llegado a repetir cada gesto y frase de Gaspar durante quince horas y nadie fue capaz de detenerlo. Sus nueve años encerraban a un curtido charlatán, gordito, como un contable de banco reducido a metro y medio.
—No empieces con tus imitaciones, ¿quieres? —le rogó Nacho.
—No empieces con tus imitaciones, ¿quieres? —le imitó Lucas.
A la luz del día Nicole seguía siendo hermosa, pero real. Conservaba el pelo castaño en lisa cascada sobre los hombros, la piel blanca y los ojos verdes, pero se percibía el maquillaje y toda una retórica de disimulo que al pretender esconder defectos los acentuaba. Felisín volvió a presentarle a sus hermanos. Ahora, en su recorrido por la mesa, intercambió dos besos con cada uno, excepto con Basilio. Mutuamente evitaron acercarse y se dedicaron un saludo lejano. Basilio estaba acostumbrado a no ser besado por las visitas y acogió como normal el instante de repugnancia que había atisbado en la expresión de Nicole. El beso entre Nacho y ella fue acompañado por un «mua y mua» imitativo de Lucas.
—Felisín —le espetó la madre—, pregúntale si le gustan las patatas con carne.
—No, mamá, por favor —se indignó su hijo mayor—. No me llames Felisín delante de Nicole. Para ella soy Félix.
La madre asintió algo acobardada. Lucas, con media sonrisa de ratón, dejó de repetir todo lo que hacía Nacho y comprendió que aún podría lograr mayor incordio.
—¡Felisín, Felisín, Felisín!, te llamas Felisín —aguijoneó como mosca cojonera ante el embarazo de Felisín.
Sin alcanzar a entender, Nicole se abandonó a una mueca vaga. La sonrisa era su más primario modo de comunicación. Tampoco su desconocimiento del idioma le permitía integrarse más allá en esa forma tan baja de civilización que es una familia numerosa a la hora de comer. El hombre es el único animal que no encuentra descanso en familia, sino depredación insaciable.
—Felisín, Felisín…
Matías proporcionó un pescozón a Lucas que le hizo callar.
—Come y calla.
Nicole buscó explicación a la autoritaria actitud de Matías, pero sólo encontró miradas huidizas. Basilio bajó la cabeza no para evitar mirarla, sino para evitar ser visto. El padre percibió la extrañeza de Nicole y acertó a desviar el punto de interés.
—Bueno, ahora ya puedes contarnos cómo os conocisteis.
Felisín dio un sorbo a su vaso de agua y, con credibilidad absoluta, se dispuso a mentir a su familia.