La fuente de Jouvence
¡Extraño espectáculo! Por debajo de ellos, en una arena profunda de la que el agua se había retirado, en todo el espacio que delimitaba la corona de rocas, se extendían las ruinas de monumentos y templos todavía en pie, pero con las columnas truncadas, las escaleras rotas, los peristilos caídos, sin techos, ni frontispicios, ni cornisas, un bosque decapitado por el rayo pero en el que los árboles muertos conservaban su nobleza y toda la belleza de una vida ardiente. Desde lejos venía la Vía romana. Vía triunfal, bordeada de estatuas rotas, encuadrada por templos simétricos que pasaba entre los pilares de los arcos demolidos y que ascendía hasta la orilla, hasta la gruta en donde tenían lugar los sacrificios.
Todo ello húmedo, reluciente, recubierto en ciertas zonas por una capa de limo o bien apesantado por petrificaciones y estalactitas, con trozos de mármol o de oro que brillaban al sol. A derecha e izquierda dos cintas de plata serpenteaban. Eran las cascadas que habían vuelto a encontrar su primitiva canalización.
—El Foro —dijo Raoul, que estaba un poco pálido y cuya voz traslucía una intensa emoción—. El Foro… Poco más o menos las mismas dimensiones y la misma disposición. Los papeles del marqués contienen un plano y explicaciones que he estudiado esta noche. Bajo éste, las termas y los templos consagrados a los dioses de la Salud y de la Fuerza, todo distribuido alrededor del templo de la Juventud, cuya columnata circular vemos ahora.
Raoul sostuvo a Aurélie por la cintura. Descendieron por la Vía sagrada. Las grandes rosas resbalaban bajo sus pies. Musgo y plantas acuáticas alternaban con guijarros entre los que se distinguían, de vez en cuando, algunas monedas. Raoul recogió dos: llevaban la efigie de Constantino.
Llegaron ante el pequeño edificio dedicado a la Juventud. Lo que quedaba de él era delicioso y bastaba para que la imaginación pudiera reconstruir una armoniosa rotonda, levantada sobre algunos escalones, con un estanque en el que se levantaba un pilón de fuente sostenido por cuatro niños redondos y rosados y que debían rodear la estatua de la Juventud. Ahora sólo se veían dos, admirables de forma y de gracia, humedeciendo sus piececitos en el pilón de la fuente en la que antes los cuatro debían lanzar chorros de agua.
Gruesos tubos de plomo, antaño disimulados, y que parecían provenir de un lugar del farallón en el que se ocultaba la fuente, emergían del estanque. En el extremo de uno de ellos recientemente habían soldado un grifo. Raoul lo hizo funcionar. Salió un chorro de agua mezclada con un poco de barro.
—El agua de Jouvence —dijo Raoul—. Esta agua era la que contenía la botella que robaron de la cabecera de vuestro abuelo y cuya etiqueta daba la fórmula.
Durante dos horas ambos deambularon en la fabulosa ciudad. Aurélie iba reencontrando sus sensaciones de antaño, ocultas en el fondo de su ser y reanimadas repentinamente. Había visto aquel grupo de urnas funerarias, y aquella diosa mutilada, y esa calle de pavimento desigual, y esa arcada cubierta de hierbas acuáticas, y tantas cosas, tantas cosas que la hacían estremecer con una alegría melancólica.
—Querido, querido —decía Aurélie— es a ti a quien debo toda esta felicidad. Sin ti, sólo habría experimentado tristeza. Pero a tu lado todo es hermoso y delicioso. Te amo.
A las diez, las campanas de Clermont-Ferrand cantaron la gran misa. Aurélie y Raoul habían ido a la entrada del desfiladero. Las dos cascadas penetraban en él y corrían a derecha e izquierda de la Vía triunfal, y se hundían en los cuatro desagües barboteantes.
La prodigiosa visita concluía. Como había dicho Raoul, lo que había permanecido oculto durante siglos no debía aparecer todavía a la luz del día. Nadie debería contemplarlo hasta que la muchacha fuera su dueña reconocida.
Cerró, pues, los desagües y giró lentamente la manivela de la esclusa para abrir las puertas de manera progresiva. Enseguida el agua se acumuló en aquel espacio restringido, el gran lago empezó a vaciar con fuerza y las dos cascadas salieron de su lecho de piedra. Entonces ambos regresaron al sendero que había recorrido la víspera Raoul en compañía de los bandidos. Se detuvieron a medio camino. El agua iba cubriendo rápidamente los templos y las estatuas y alcanzaba ya la fuente mágica.
—Sí, mágica —dijo Raoul—. Ésta es la palabra empleada por el viejo marqués. Además de los elementos del agua de Royat, contiene, en su opinión, principios de energía y de fuerza que la convierten en una fuente de juventud, principios que provienen de la radioactividad que emana de ella, y que se valora en una cifra de milicuries, según la expresión técnica. Los romanos ricos de los siglos tercero y cuarto venían a bañarse en esa fuente. Fue el procónsul de la provincia de la Galia quien, después de la muerte de Teodosio y de la caída del Imperio, quiso ocultar las termas a ojos de los invasores bárbaros y librarlas de sus desmanes. Entre otras, una inscripción secreta da fe de ello: «Por voluntad de Fabio Aralla, procónsul, y en previsión de los escitas y borusos, las aguas del lago han cubierto a los dioses que amaba y los templos en que los veneraba».
»Pasaron quince siglos. Quince siglos durante los cuales las obras maestras de piedra y mármol se fueron destruyendo lentamente… Quince siglos a los que hubieran podido seguir cien más, que hubieran terminado para siempre con ese pasado glorioso, si tu abuelo, en un paseo por el dominio abandonado de su amigo Talençay, no hubiera descubierto, por casualidad, el mecanismo de la esclusa. Enseguida los dos amigos buscaron, exploraron, investigaron, se las ingeniaron. Repararon la instalación. Volvieron a poner en funcionamiento las puertas de madera maciza que mantenían el nivel del lago y sumergían las partes más altas de los edificios de las termas.
»Ésta es toda la historia, Aurélie, y eso es todo lo que visitaste cuando tenías seis años. Una vez muerto tu abuelo, el viejo marqués no se ha movido de Juvains y con la ayuda de dos pastores se ha consagrado a la resurrección de la ciudad invisible. Ha excavado, limpiado, reconstruido, consolidado el esfuerzo del pasado y ése es el regalo que te ofrece. Regalo maravilloso que no sólo te proporciona la fortuna incalculable de una fuente a explotar comercialmente, fuente más preciosa que las de Royat y Vichy, sino que, además, te ofrece un conjunto de monumentos y obras de arte como nunca se ha visto.
Raoul se entusiasmaba. Transcurrió una hora en la que Raoul se dedicó a hablar con entusiasmo de la exaltación que le producía la hermosa aventura de la ciudad sumergida. Cogidos de la mano, la pareja miraba cómo subía el agua y cómo las columnas y estatuas iban desapareciendo.
Aurélie, sin embargo, guardaba silencio. Por último, sorprendido Raoul de sentir que no había comunión de pensamientos entre los dos, preguntó la razón. Aurélie no respondió hasta después de un instante. Murmuró:
—¿Qué le ha pasado al marqués de Talençay?
—No lo sé —replicó Raoul, que no quería ensombrecer la felicidad de la muchacha—. Debe de haber regresado a su casa. Enfermo, tal vez… A menos de que haya olvidado la cita.
Débil excusa. Aurélie pareció no contentarse con ella. Raoul comprendió que después de las angustias y emociones vividas, Aurélie pensaba en todas las cosas que permanecían todavía en la sombra y que la inquietaban al no comprenderlas.
—Vámonos —dijo la muchacha.
Subieron hasta la cabaña en ruinas, que indicaba el campamento nocturno de los dos bandidos. Desde allí, Raoul quería alcanzar el alto de la muralla y la salida por la que habían salido los dos pastores.
Pero cuando rodeaban una roca vecina, Aurélie hizo observar a Raoul un paquete bastante voluminoso, un saco de tela apoyado en un reborde del farallón.
—Se diría que se mueve —murmuró Aurélie.
Raoul lanzó una ojeada, rogó a Aurélie que le esperara y corrió hacia el saco. Una idea repentina le había asaltado.
Cuando alcanzó el reborde, cogió el saco y hundió su mano en el interior. Algunos segundos más tarde extrajo de allí una cabeza y un cuerpo de niño. Enseguida reconoció al cómplice de Jodot, aquel que el bandido llevaba como un hurón y le enviaba a cazar en sótanos y subterráneos a través de barrotes y celosías.
El niño estaba medio dormido. Raoul, furioso, descifrando repentinamente el enigma que tanto le había intrigado, le sacudió:
—Despierta, pilludo. ¿Fuiste tú quien nos siguió desde la calle de Courcelles? ¿Fuiste tú? Jodot consiguió ocultarte en el portaequipajes de mi coche y de ese modo viajaste hasta Clermont-Ferrand, desde donde le avisaste por correo… Vamos, confiésalo o te doy un bofetón.
El niño no acaba de comprender qué sucedía. Su pálido rostro de pilluelo vicioso, adquiría una expresión asustada. Murmuró:
—Sí. Fue mi tío quien me dijo…
—¿Tu tío?
—Sí, mi tío Jodot.
—¿Y dónde está ahora tu tío?
—Esta noche nos fuimos los tres y después hemos vuelto.
—¿Y entonces?
—Esta mañana ellos dos han descendido allá abajo, cuando se ha retirado el agua, lo han registrado todo y han recogido cosas.
—¿Antes que yo?
—Sí. Antes que usted y la señorita. Cuando han salido ustedes de la gruta, se han ocultado detrás de una pared allá abajo, en el fondo seco del lago. Yo lo he visto todo desde aquí, donde mi tío me ha dicho que esperara.
—¿Y ahora, dónde están?
—No lo sé. Hacía calor y me he dormido. Cuando me he despertado, estaban peleando.
—¿Se peleaban?
—Sí, por una cosa que habían encontrado…, una cosa que brillaba como el oro. He visto cómo caían…, mi tío le ha dado una cuchillada…, y después…, después no sé…, me ha parecido que la pared se derrumbaba y les aplastaba a los dos…
—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué dices? —balbuceó Raoul, asustado—. Dime… ¿Dónde ha sucedido, todo eso? ¿Cuándo?
—Cuando han sonado las campanas… Allí, allí al fondo…
El niño se inclinó sobre el vacío y pareció estupefacto.
—¡Oh! El agua ha vuelto…
Reflexionó un momento y después se puso a gritar y a llorar. Gimoteaba:
—Si el agua ha vuelto…, no han podido salir…, y ahora están… ¡Tío, tío!
Raoul le cerró la boca.
—Cállate.
Aurélie estaba frente a ellos, con el rostro contraído. Lo había oído todo. Jodot y Guillaume heridos, desvanecidos, incapaces de moverse o de llamar habían sido sumergidos por la ola, ahogados, engullidos. Las piedras de la pared que les había caído encima, retenía sus cadáveres.
—Es espantoso —murmuró Aurélie—. ¡Qué suplicio para esos dos hombres!
Sin embargo, los sollozos del niño aumentaron. Raoul le dio dinero y una carta.
—Toma, aquí tienes cien francos. Ve a coger el tren de París. Cuando llegues te presentas en esta dirección y allí cuidarán de ti.
El regreso fue silencioso y, frente a la puerta de la casa de reposo a donde regresaba la muchacha, la despedida fue grave. El destino perseguía a los dos amantes.
—Separémonos durante algunos días —dijo Aurélie—. Te escribiré.
Raoul protestó.
—¿Separarnos? Cuando dos personas se aman, no se separan nunca.
—Dos personas que se aman no tienen por qué temer una separación. La vida les reúne de nuevo siempre.
Raoul cedió, no sin tristeza. Ya que la sentía desamparada. De hecho, una semana más tarde, recibía esta breve carta:
Amigo mío:
Estoy turbada. El azar me hace enterarme de la muerte de mi padrastro Brégeac. Suicidio ¿no es cierto? Sé también que han encontrado al marqués de Talençay en el fondo de una sima, en la que cayó, dicen, por accidente. Crimen ¿no es verdad? ¿Asesinato…? Y después la terrible muerte de Jodot y Guillaume… ¡Demasiados muertos! Miss Bakefield…, los dos hermanos…, y antes, mi abuelo d’Asteux…
Me voy, Raoul. No me busques, no intentes averiguar dónde estoy. No sé a dónde iré. Tengo necesidad de reflexionar, de examinar mi vida, de tomar decisiones.
Te amo. Espérame y perdóname.
Raoul no esperó. El tono de aquella carta, el sufrimiento y la tristeza que adivinaba en Aurélie, su propio sufrimiento y su inquietud, le obligaron a moverse, le incitaron a hacer algunas averiguaciones.
Pero no consiguió nada. Pensó que se habría refugiado en Sainte-Marie: no la encontró. Preguntó en todas partes. Movilizó a todos sus amigos. Esfuerzo inútil. Desesperado, temiendo que algún nuevo adversario atormentara a la muchacha, pasó dos meses verdaderamente dolorosos. Después, cierto día, recibió un telegrama. Aurélie le rogaba que acudiera a Bruselas, a la mañana siguiente, y fijaba una cita en el bosque de la Cambre.
La alegría de Raoul no tuvo límite cuando la vio llegar sonriente, resuelta, con un aire de ternura infinita y un rostro libre de cualquier mal recuerdo.
Aurélie le tendió la mano.
—¿Me perdonas, Raoul?
Caminaron juntos durante un momento, tan cerca el uno del otro, como si nunca se hubieran separado. Después la muchacha le explicó:
—Tú mismo me lo dijiste, Raoul. En mí hay dos destinos adversos que chocan entre sí y que me hacen daño. Uno es un destino de felicidad y alegría, que corresponde a mi verdadera naturaleza. El otro es un destino de violencia, de muerte, de duelo, de catástrofes, todo un conjunto de fuerzas enemigas que me persiguen desde mi infancia y que quieren arrastrarme a un abismo en el que habría caído diez veces, si tú no me hubieras salvado en cada una de ellas.
»Ahora bien, después de los dos días de Juvains, y a pesar de nuestro amor, Raoul, estaba tan cansada que la vida me horrorizaba. Toda esa historia que para ti era mágica y maravillosa, tenía para mí aspectos tenebrosos e infernales. ¿No lo crees así, Raoul? ¡Piensa en todo lo que he sufrido! ¡Piensa en todo lo que he visto! “¡Éste es tu reino!”, decías. No lo quiero, Raoul. No quiero que exista un solo vínculo entre mi pasado y yo. Si he vivido alejada durante algunas semanas, es porque sentía la necesidad de escapar de una aventura de la que soy la única superviviente. Después de años, después de siglos, acaba en mí. Y soy yo la única que tengo por misión sacar a la luz todo lo que ha estado en la sombra y aprovechar lo que contiene de magnífico y de extraordinario. Me niego a ello. Si bien soy la heredera de riquezas y de esplendores, también soy la heredera de crímenes y asesinatos cuyo peso no puedo soportar.
—¿De manera que el testamento del marqués…? —preguntó Raoul, sacando de su bolsillo un papel que le tendió.
Aurélie cogió la hoja de papel y la rompió en mil pedazos que arrojó al viento.
—Te lo repito, Raoul. Todo ha acabado. No quiero proseguir la aventura. Tendría demasiado miedo de que suscitara otros crímenes y otros asesinatos. No soy una heroína.
—¿Qué eres entonces?
—Una enamorada… Una enamorada que ha rehecho su vida…, y que la ha rehecho por amor y sólo por amor…
—Es peligroso, querida, aceptar un compromiso tal…
—Grave para mí, no para ti. Quiero que comprendas que si bien yo te ofrezco mi vida, no quiero de la tuya más que lo que me puedas dar. Puedes guardar con respecto a ti este misterio, si así lo quieres. Nunca tendrás que defenderte de mí. Te acepto como eres. Eres lo más noble, lo más seductor que he encontrado en mi vida. Sólo te pido una cosa: que me ames tanto tiempo como puedas.
—Siempre, Aurélie.
—No, Raoul. No eres hombre que puedas amar siempre, ni siquiera durante mucho tiempo. Pero por poco que dure, habré conocido una tal felicidad, que no podré quejarme. Y no me quejaré. Hasta esta noche. Ven al Théâtre Royal. Te he reservado un palco.
Se separaron.
Aquella noche, Raoul acudió al Théâtre Royal. Representaban la Vie de bohéme con una joven que debutaba, Lucie Gautier.
Lucie Gautier era Aurélie.
Raoul comprendió. La vida independiente de una artista la liberaba de determinadas convicciones. Aurélie era libre.
Una vez terminada la representación —¡y en medio de qué ovaciones!—, Raoul se hizo conducir al camerino de la triunfadora. La hermosa cabeza rubia se inclinó hacia él. Y sus labios se unieron.
Así transcurrió la extraña y espantosa aventura de Juvains que, durante quince años, fue la causa de tantos crímenes y desesperaciones. Raoul intentó arrancar del mal camino al pequeño cómplice de Jodot. Le colocó en casa de la viuda de Ancivel. Pero la madre de Guillaume, a quien él había revelado la muerte de su hijo, se dedicó a la bebida. El niño, demasiado corrompido, no pudo corregirse. Tuvieron que encerrarle en una casa de reposo. Escapó, volvió a reunirse con la viuda y ambos se marcharon a América.
En cuanto a Marescal, más prudente, pero todavía obseso por las conquistas femeninas, subió de grado. Cierto día, pidió audiencia al señor Lenormand, el famoso jefe de la Sureté. Una vez concluida la conversación, el señor Lenormand se aproximó a su inferior y con un cigarrillo en los labios dijo:
—¿Me da usted fuego, por favor?
Lo que hizo estremecer a Marescal. Había reconocido a Arsenio Lupin.
Le reconoció todavía bajo otras máscaras, siempre con aquel tono zumbón y guiñándole un ojo. Y cada vez, Arsenio Lupin le lanzaba aquella frase terrible, áspera, fustigadora, inesperada, que causaba tan terrible efecto en él.
—¿Me da usted fuego, por favor?
Raoul compró el dominio de Juvains. Pero por deferencia hacia la señorita de los ojos verdes, no quiso divulgar su prodigioso secreto. El lago de Juvains y la fuente de Jouvence están entre el cúmulo de maravillas que un día Francia heredará de Arsenio Lupin…