En las tinieblas
La primera impresión de Raoul fue espantosa. Una noche sin estrellas, pesada, implacable, hecha de bruma espesa, una noche inmóvil pesaba sobre el lago invisible y sobre los farallones indistinguibles. Sus ojos no le servían más que los ojos de un ciego. Sus oídos sólo oían el silencio. El ruido de las cascadas ya no resonaba: el lago las había absorbido. Y, en aquel abismo insondable, había que ver, oír, dirigirse y alcanzar la meta.
¿El desagüe? Ni por un momento había pensado en ello. Habría sido un juego mortal intentar buscarlo. No, su objetivo era alcanzar a los dos bandidos. Ahora bien, se ocultaban. Temiendo sin duda llevar a cabo un ataque directo contra un enemigo de su talla, se mantenían prudentemente en la sombra, armados con los fusiles y con todos sus sentidos en tensión. ¿Dónde encontrarles?
En el reborde superior de la playa, el agua le llegaba hasta el pecho y le causaba tales sufrimientos que no creía posible nadar hasta la esclusa. Por otra parte ¿cómo maniobrar aquella esclusa, cuyo mecanismo desconocía?
Avanzó a lo largo del farallón, a tientas, y alcanzó los escalones sumergidos. Trepando por ellos, llegó al sendero tallado en la pared del farallón.
La ascensión fue penosa. Raoul se detuvo repentinamente. A lo lejos, a través de la bruma, distinguió una débil claridad.
¿Dónde? Imposible de precisar. ¿Era sobre el lago? ¿En lo alto del farallón? En todo caso, venía de frente, es decir, de los alrededores del desfiladero, es decir, del mismo lugar desde donde los bandidos habían disparado y donde se podía suponer que acampaban. Aquella luz no podía distinguirse desde la gruta, lo que probaba sus precauciones y constituía una prueba de su presencia.
Raoul vaciló. ¿Debía seguir el sendero terrestre, seguir todos los recodos de los picos, trepar a las rocas, descender a los agujeros y perder de vista constantemente aquella preciosa luz? Pensó en Aurélie, prisionera de aquel terrorífico sepulcro de granito, y tomó una decisión. Rápidamente bajó por el sendero y se lanzó al agua.
Creyó que iba a ahogarse. La tortura del frío le pareció intolerable. A pesar de que el trayecto no era superior a los doscientos cincuenta metros, Raoul estuvo a punto de renunciar, hasta tal punto la empresa le parecía por encima de las fuerzas humanas. Pero no dejó de pensar en Aurélie. La veía bajo aquel techo despiadado. El agua proseguía su obra feroz, que nada podía ni detener ni aminorar. Aurélie percibía su murmullo diabólico y sentía su aliento glacial. ¡Qué ignominia!
Redobló sus esfuerzos. La luz le guiaba como una estrella bienhechora y sus ojos no se apartaban de ella, como si tuviera miedo de que se desvaneciera súbitamente en la oscuridad. Pero, por otra parte ¿no anunciaba acaso que Guillaume y Jodot estaban al acecho y que, dirigida hacia el lago aquella luz, no permitiría ver el lugar por donde el ataque podía producirse?
Cuando se aproximaba a la luz, experimentó una sensación de bienestar, debida sin duda al ejercicio de sus músculos. Avanzaba a largas brazadas silenciosas. La estrella crecía, reflejada por el espejo del lago.
Raoul se desvió del campo de claridad. Por lo que podía distinguir, supuso que el puesto de vigilancia de los bandidos estaba situado en lo alto de un promontorio que campeaba a la entrada del desfiladero. Se ocultó entre dos arrecifes, descubrió una pequeña caleta de guijarros y la abordó.
Por encima de su cabeza, hacia la izquierda, oyó el murmullo de unas voces.
¿Qué distancia le separaba de Jodot y de Guillaume? ¿Cómo era el obstáculo que tenía que franquear? ¿Muralla cortada a pico o pendiente accesible? Ningún indicio. Era necesario intentar la escalada al azar.
Empezó por friccionarse vigorosamente las piernas y el torso con guijarros secos. Después escurrió sus vestidos mojados y se vistió de nuevo. Ahora estaba dispuesto para el ataque.
No era ni una muralla abrupta ni una pendiente accesible. Eran capas de rocas superpuestas, como los basamentos de una construcción ciclópea. Se podía escalar, pues, pero a costa de mucha audacia y de una peligrosa gimnasia. Se podía escalar, sí, pero los guijarros que los dedos agarraban, salían de sus alveolos, las plantas se arrancaban de cuajo y arriba las voces se hacían cada vez más claras.
En plena luz, Raoul nunca hubiera intentado aquella empresa de locos. Pero el tic-tac ininterrumpido de su reloj le empujaba como una fuerza irresistible; cada segundo que latía junto a su oreja significaba un poco de la vida de Aurélie que se disipaba irremediablemente. Era necesario llegar arriba. Y llegó. Repentinamente no hubo más obstáculos. Un último piso de césped coronaba el edificio. Una vaga claridad flotaba en la sombra, como una nube blanca.
Ante él se hundía una depresión, un terreno en forma de cubeta, en el centro del cual se levantaba una cabaña medio en ruinas. Colgada en el tronco de un árbol se veía una humeante linterna.
En el reborde opuesto, dos hombres le daban la espalda, tendidos boca abajo, inclinados sobre el lago, con los fusiles y los revólveres al alcance de sus manos. A su lado había una linterna eléctrica, cuya luz había guiado a Raoul.
Raoul miró su reloj y se estremeció. La expedición había durado cincuenta minutos, más tiempo de lo que creía.
«Tengo sólo media hora para detener la inundación», pensó. «Si dentro de media hora no he arrancado a Jodot el secreto del desagüe, no me quedará otra alternativa que regresar junto a Aurélie para morir con ella».
Se arrastró en dirección a la cabaña, oculto entre las altas hierbas. Una docena de metros más allá, Jodot y Guillaume hablaban en absoluta seguridad, lo bastante alto para que Raoul reconociera sus voces, pero no lo suficiente para que comprendiera las palabras. ¿Qué hacer?
Raoul había ido hasta allí sin planes concretos y con la intención de actuar según las circunstancias. Al no tener ninguna arma consigo, creyó peligroso entablar una lucha que, después de todo, podía perjudicarle. Y, por otra parte, se preguntaba si en caso de victoria, lograría a base de amenazas hacer hablar a Jodot, es decir, obligarle a declararse vencido y hacerle confesar un secreto que tanto le había costado conseguir.
Siguió pues arrastrándose con precauciones infinitas y con la esperanza de que una palabra de los dos rivales pudiera informarle. Avanzó dos, tres metros. Ni él mismo oía el roce de su cuerpo contra el suelo. Ahora ya podía distinguir las palabras de la conversación.
Jodot decía:
—Vamos, no te preocupes más. Cuando hemos bajado a la esclusa, el nivel del agua alcanzaba la cota cinco, que corresponde al nivel del techo de a gruta. Puesto que no han podido salir, el asunto está arreglado. Tan cierto como dos y dos son cuatro.
—De todos modos, debería usted haberse instalado más cerca de la gruta y espiarles desde allí.
—¿Y por qué no tú, compadre?
—No puedo, tengo el brazo muy débil todavía. No sé ni cómo he podido disparar…
—Lo que pasa es que le tienes miedo.
—Usted también, Jodot.
—No digo que no. Prefiero disparar de lejos… Y el truco de la inundación, dado que tenemos los cuadernos de Talençay…
—No pronuncie usted ese nombre.
La voz de Guillaume era débil. Jodot bromeó:
—¡Eres un cobarde!
—Recuerde usted, Jodot, que a mi regreso del hospital, cuando vino usted a visitarnos, mi madre le dijo: «De acuerdo. Usted sabe dónde ese diablo de Limézy ha escondido a Aurélie y cree que si la vigilamos nos conducirá hasta el tesoro. De acuerdo. Que mi muchacho le eche una mano. Pero nada de crímenes. No quiero sangre…».
—No ha habido una sola gota de sangre —dijo Jodot en tono sarcástico.
—Usted ya me comprende, Jodot. Sabe perfectamente lo que le ha sucedido a ese pobre hombre. Cuando hay un muerto, hay crímenes… Es lo mismo que Limézy y Aurélie…, ¿o acaso pretende usted que no ha habido crimen?
—Bueno ¿y qué querías entonces? ¿Que dejáramos correr la historia? ¿Crees que un tipo como Limézy te hubiera cedido el lugar por tu cara bonita? Y sin embargo, le conoces al maldito tipo ese… Te rompió el brazo…, hubiera acabado por romperte el cuello. No había elección posible. Él o nosotros.
—¿Y Aurélie?
—Los dos son una sola cosa. Imposible tocar uno sin tocar al otro.
—Pobre muchacha…
—¿Quieres el tesoro o no? El tesoro ese no se gana fumando una pipa…
—Sin embargo…
—¿Acaso no viste el testamento del marqués? Aurélie heredaba la posesión de Juvains… ¿Qué habrías hecho? ¿Casarte con ella, tal vez? Para casarse hay que ser dos, compadre. Y, no sé por qué, pienso que el pobre Guillaume…
—¿Y qué sucederá ahora?
—Voy a decírtelo. Mañana el lago de Juvains estará otra vez como siempre, ni más alto, ni más bajo. Pasado mañana, no antes, los pastores volverán por aquí. El marqués les prohibió que lo hicieran mañana. Y entonces encontrarán al marqués, muerto de una caída, en una sima del desfiladero, sin que nadie pueda suponer que una mano caritativa le dio el empujoncito necesario para hacerle perder el equilibrio. Se abrirá la sucesión. No habrá testamento, puesto que lo tengo en mi poder. No habrá heredero, puesto que no tiene familia. En consecuencia, el Estado quedará legalmente con la posesión. Dentro de seis meses, la venta. Y nosotros la compraremos.
—¿Con qué dinero?
—Con seis meses de tiempo no nos será difícil encontrar dinero —murmuró Jodot, en tono siniestro—. Por otra parte ¿qué valor puede tener la posesión para uno que no sabe lo que contiene?
—¿Y si la ley nos persigue?
—¿A quién?
—A nosotros.
—¿Y por qué tienen que perseguirnos?
—A causa de Limézy y de Aurélie.
—¿Limézy, Aurélie? Ahogados, desaparecidos, inencontrables.
—¡Inencontrables! Les encontrarán en la gruta…
—No. Puesto que mañana por la mañana nosotros pasaremos por allí y con un par de buenas piedras atadas a los pies, ambos irán a parar al fondo del lago. Ni visto, ni oído…
—¿El coche de Limézy?
—Por la tarde nos largaremos en él. De manera que nadie sabrá que vinieron por aquí. Creerán que la pequeña ha sido raptada por su enamorado y que se han ido no se sabe dónde. ¿Qué te parece?
—Excelente, canalla —dijo una voz a su lado…; sólo que hay un error.
Ambos se volvieron estupefactos. Había un hombre a su espalda, un hombre sentado a la manera árabe que prosiguió diciendo:
—Un grave error. Puesto que todo este plan se basa en hechos consumados. Ahora bien ¿qué sucede si el caballero y la dama de la gruta han tomado las de Villadiego?
Sus manos buscaron a tientas los fusiles y los revólveres, pero no pudieron encontrar nada.
—¿Buscáis las armas? ¿Para qué? —dijo el hombre en tono burlón—. ¿Acaso llevo armas, yo? Un par de pantalones mojados y una camisa mojada, eso es todo. ¿Acaso son necesarias las armas entre gente civilizada como nosotros?
Jodot y Guillaume no podían moverse de la sorpresa. Para Jodot era el hombre de Niza, aquel que tenía enfrente. Para Guillaume el hombre de Toulouse. Y sobre todo, su temible enemigo que creían muerto y cuyo cadáver…
—Sí, cierto. Estoy vivo. La cota número cinco no coincide con el techo de la gruta. Y si creéis que con trucos como esos podéis acabar conmigo, vais arreglados. ¡Estoy vivo, mi viejo amigo Jodot! ¡Y Aurélie también! Está al abrigo, lejos de la gruta, sin que una sola gota de agua la haya tocado. Ahora podemos hablar. Por otra parte, intentaré ser breve. Cinco minutos, ni un segundo más. ¿Quieres escucharme?
Jodot callaba, estupidizado, asustado. Raoul miró su reloj y apaciblemente, con toda tranquilidad, como si su corazón no saltara en su pecho presa de una angustia indecible, prosiguió:
—Tu plan no se aguanta. Desde el momento en que Aurélie está viva, ella lo hereda todo y no hay venta. Si la matas y hay venta, yo estoy aquí y compro. Tendrías que matarme a mí también. Y eso no es posible. Ya sabes que soy invulnerable. Así pues, estás perdido. Sólo hay una solución.
Hizo una pausa. Jodot se inclinó. ¿Había, pues, una solución?
—Sí —prosiguió Raoul—. Hay una solución. Ponerte de acuerdo conmigo. ¿Quieres hacerlo?
Jodot no respondió. Se había agachado a dos pasos de Raoul y clavaba en él sus ojos brillantes de fiebre.
—No respondes. Pero tus pupilas se animan. Las veo brillar como las pupilas de una fiera salvaje. ¿Si te propongo algo es porque tengo necesidad de ti? En absoluto. No tengo necesidad de nadie. Sólo que desde hace quince o dieciocho años estás persiguiendo un fin que estás a punto de conseguir y eso te da derecho a algo, un derecho que estás dispuesto a defender por todos los medios posibles, incluido el asesinato.
»Te compro estos derechos, ya que quiero estar tranquilo y quiero también que Aurélie lo esté. Un día u otro encontrarías un medio para perjudicarnos. Y no quiero que eso pase. ¿Cuánto quieres?
Jodot pareció distenderse. Gruñó:
—Proponga usted.
—Vamos allá —dijo Raoul—. Ya sabes que no se trata de un tesoro que pueda dividirse en partes, sino de un asunto que hay que poner en marcha y cuyos beneficios…
—Serán considerables —dijo Jodot.
—Lo creo. Por ello mi oferta estará en relación. Cinco mil francos cada mes.
El bandido se sobresaltó, seducido por la cifra.
—¿Para los dos?
—Cinco mil para ti… Dos mil para Guillaume.
Éste no pudo evitar decir:
—Acepto.
—¿Y tú, Jodot?
—Tal vez —murmuró éste—. Pero necesitaría algo a cuenta. Un avance.
—¿Te conviene un trimestre por adelantado? Mañana, a las tres, presentaos en Clermont-Ferrand, en la plaza Jaude. Allí os daré un cheque.
—Bueno, bueno —dijo Jodot, que desconfiaba—. Pero nada me demuestra que el barón de Limézy no me hará detener.
—No podré hacerlo, porque me detendrían a mí, al mismo tiempo.
—¿A usted?
—¡Ya lo creo! La captura sería mejor de lo que tú supones.
—¿Quién es usted?
—Arsenio Lupin.
El nombre causó un efecto prodigioso en Jodot. Ahora se explicaba el fracaso de todos sus planes y el ascendiente que el hombre tenía sobre él.
Raoul repitió:
—Arsenio Lupin, buscado por todos los policías del mundo. Más de quinientos robos calificados, más de cien condenas. Ya ves, estamos hechos para entendernos. Ahora me tienes en tus manos. El acuerdo está firmado, estoy seguro de ello. Hubiera podido romperte la cabeza hace un rato. No. Prefiero una transacción. Y además, te emplearé para mis necesidades. Tienes defectos, pero también cualidades interesantes. Lo prueba, por ejemplo, la manera como me has seguido hasta Clermont-Ferrand. Todavía no he comprendido cómo lo conseguiste. Así, pues, tienes mi palabra. Y la palabra de Lupin… es oro. ¿De acuerdo?
Jodot consultó a Guillaume en voz baja y replicó:
—Sí, estamos de acuerdo. ¿Qué quiere usted?
—¿Yo? Nada en absoluto, muchacho. Soy un caballero que busca la paz y que paga para obtenerla. Nos hemos convertido en asociados, ésa es la palabra. Si deseas aportar una parte a la asociación, haz lo que quieras. ¿Tienes documentos?
—Sí. Las instrucciones del marqués con relación al lago.
—Lo supongo, puesto que has podido cerrar la esclusa. ¿Son detalladas esas instrucciones?
—Sí. Cinco cuadernos de escritura pequeña.
—¿Los tienes aquí?
—Sí. Y tengo también el testamento… en favor de Aurélie.
—Dámelo.
—Mañana, a cambio de los cheques —declaró Jodot bruscamente.
—De acuerdo. Mañana, a cambio del cheque. Estrechémonos la mano. Será la firma del pacto. Y separémonos.
Se dieron la mano.
—Adiós —dijo Raoul.
La entrevista había concluido y, sin embargo, la verdadera batalla iba a librarse en pocas palabras. Todas las palabras pronunciadas hasta aquel momento, todas las promesas, eran mecanismos dispuestos para derrotar a Jodot. Lo esencial era el emplazamiento del desagüe. ¿Hablaría Jodot? ¿Adivinaría la razón de la actuación de Raoul, la verdadera situación en que se encontraba?
Nunca Raoul se había sentido tan ansioso. Dijo descuidadamente:
—Me hubiera gustado ver «la cosa» antes de marcharme. ¿No podrías abrir las compuertas del desagüe ante mí?
Jodot objetó:
—Según los cuadernos del marqués son necesarias de siete a ocho horas para que los desagües operen hasta el final.
—Bueno, ábrelas enseguida. Mañana tú desde aquí y Aurélie y yo desde abajo veremos «la cosa», es decir, los tesoros. ¿Las compuertas están cerca? ¿Junto a la esclusa, tal vez?
—Sí.
—¿Hay un sendero directo?
—Sí.
—¿Conoces el funcionamiento?
—Es fácil. Los cuadernos lo indican.
—Descendamos —propuso Raoul—. Te echaré una mano.
Jodot se levantó y tomó la lámpara eléctrica. No había olido la trampa. Guillaume le siguió. Al pasar, descubrieron los fusiles que Raoul, al principio, había cogido y echado a un lado. Jodot se puso uno en bandolera. Guillaume hizo otro tanto.
Raoul, que había cogido la linterna, siguió a los dos bandidos.
«Esta vez», se decía con una alegría que traicionaba la expresión de su rostro, «esta vez, lo hemos conseguido. Puede haber todavía alguna convulsión, pero he ganado el combate».
Descendieron. En el borde del lago, Jodot se orientó por un sendero de arena y guijarros que bordeaba el farallón, dio la vuelta a una roca que ocultaba una anfractuosidad bastante profunda, en la que había oculta una barca, se arrodilló, desplazó algunas piedras gruesas y descubrió unas manivelas de hierro que estaban conectadas a unos grandes tubos.
—Esas manivelas son las que accionan el desagüe.
Tiró una de las manivelas y Raoul hizo otro tanto con las otras. Se movieron unas cadenas y en el centro del lago se produjo una especie de borboteo.
El reloj de Raoul señalaba las nueve y veinte. Aurélie estaba salvada.
—Déjame tu fusil —dijo Raoul—. O mejor, no. Haz tú mismo dos disparos.
—¿Para qué?
—¿Es una señal?
—¿Una señal?
—Sí. He dejado a Aurélie en el interior de la gruta, que en estos momentos debe de estar casi llena de agua. Puedes imaginarte su angustia. Cuando la he dejado, le he dicho que la avisaría con cualquier sistema para decirle que ya no tenía nada que temer.
Jodot quedó estupefacto. La audacia de Raoul, aquella confesión del peligro que corría todavía Aurélie, le confundían, y al mismo tiempo aumentaban a sus ojos el prestigio de su antiguo adversario. Ni por un momento pensó en aprovecharse de la situación. Los dos disparos de fusil resonaron entre las rocas y los farallones. Jodot añadió:
—Usted es un jefe nato, Lupin. Sólo hay que obedecerle y sin vacilación. Aquí está el testamento y los cuadernos del marqués.
—Un punto a tu favor —exclamó Raoul, embolsándose los documentos—. Haré algo de ti. No un hombre honrado, eso nunca, pero sí un ladrón aceptable. ¿Necesitas la barca?
—No.
—Me será más cómodo utilizarla para reunirme con Aurélie. ¡Ah! Un consejo: no os mostréis en la región. Si yo fuera de vosotros, me iría esta misma noche a Clermont-Ferrand. Hasta mañana, compañeros.
Saltó a la barca y todavía les hizo algunas recomendaciones. Después Jodot desató la amarra. Raoul partió.
«¡Qué tipos más simpáticos!», pensó Raoul mientras remaba vigorosamente. «Si uno se dirige a su buen corazón, a su generosidad natural, los muchachos se conmueven. Tendréis los cheques, compañeros. Lo que no puedo aseguraros es que todavía haya fondos en mi cuenta a nombre de Limézy. Pero a pesar de todo, tendréis los cheques. Y firmados legalmente, tal como os he prometido».
Doscientos cincuenta metros con una buena barca, y sobre todo después de una expedición tan fecunda en resultados, no significaron nada para Raoul. Alcanzó la gruta en pocos minutos y penetró en ella con la barca. Llevaba la linterna en la proa.
—¡Victoria! —exclamó—. ¿Has oído mi señal, Aurélie? ¡Victoria!
Una claridad alegre se esparcía por el exiguo reducto en el que, por poco, habían encontrado la muerte. En la hamaca, colgada de una pared a la otra, Aurélie dormía apaciblemente. Confiada en la promesa de su amigo, convencida de que nada le era imposible, escapando a las angustias del peligro y a los temores de aquella muerte tan deseada, había sucumbido a la fatiga. Tal vez había oído el ruido de las detonaciones. En todo caso, ningún ruido la despertó…
Cuando abrió los ojos a la mañana siguiente, vio cosas sorprendentes en el interior de la gruta, en el que se mezclaban la luz del día y la claridad de una linterna. El agua se había retirado.
En el interior de una barca, apoyada en el suelo, Raoul, vestido con una chaqueta de campesino y con unos pantalones de tela que seguramente habían pertenecido al viejo marqués, dormía tan profundamente como había dormido ella.
Durante largos minutos, Aurélie le contempló con una mirada cariñosa en la que había una curiosidad refrenada. ¿Quién era aquel ser extraordinario cuya voluntad se oponía a los designios del destino y cuyos actos adquirían siempre la apariencia de milagros? Había oído sin turbarse —por otra parte ¿qué le importaba?— la acusación de Marescal y el nombre de Arsenio Lupin lanzado por el comisario. ¿Acaso tenía que creer que Raoul no era otro que Arsenio Lupin?
«¿Quién eres tú a quien yo quiero más que a mi propia vida?», pensaba Aurélie. «¿Quién eres tú que me salvas constantemente, como si ésa fuera tu única misión? ¿Quién eres?».
—El pájaro azul.
Raoul se había despertado y la muda interrogación de Aurélie era tan clara que respondió sin vacilación alguna.
—El pájaro azul encargado de hacer felices a las niñas prudentes y confiadas y de defenderlas contra los ogros y las hadas malas y de conducirlas a su reino.
—¿Así pues, tengo un reino, querido Raoul?
—Sí. Cuando tenías seis años te paseaste por él. Ahora te pertenece por voluntad de un viejo marqués.
—¡Vamos, deprisa, Raoul! Quiero verlo. O mejor dicho, volverlo a ver.
—Comamos algo antes —dijo Raoul—. Tengo un hambre de lobo. Por otra parte la visita no será demasiado larga, no es necesario que lo sea. Lo que ha estado oculto durante siglos, no puede salir a la luz del día hasta que seas la dueña de tu reino.
Según su costumbre, Aurélie evitó todas las preguntas con respecto al modo en que él había actuado. ¿Qué había sucedido con Guillaume y con Jodot? ¿Tenía noticias del viejo marqués? Prefirió no saber nada y dejarse guiar por Raoul.
Al cabo de un rato, ambos salieron juntos, y Aurélie, nuevamente turbada por la emoción, apoyó su cabeza en el hombro de Raoul y murmuró:
—¡Oh Raoul! Eso es… Eso es exactamente lo que vi antaño… El segundo día…, con mi madre…