El agua que sube
Desembarcaron en una pequeña playa en la que los granos de arena brillaban al sol como si fueran mica. El farallón de la derecha y el de la izquierda, al juntarse, formaban un ángulo agudo que se abría, en la parte inferior, en una pequeña anfractuosidad que protegía el saliente de un techo de pizarra.
Bajo este techo, había una mesa cubierta por un mantel y platos, con fruta y queso.
En uno de los platos había una tarjeta de visita con unas palabras:
«El marqués de Talençay, amigo de su abuelo d’Asteux, le saluda, Aurélie. Llegará pronto y se excusa de no poder presentarle sus respetos hasta dentro de un rato».
—¿Esperaba, pues, mi llegada? —preguntó Aurélie.
—Sí —dijo Raoul—. Hablamos durante mucho rato, el marqués y yo, hace cuatro días. Quedamos que yo la traería a usted hoy al mediodía.
Aurélie miró a su alrededor. Un caballete de pintura se apoyaba en una pared, bajo un estante cubierto de pinturas y dibujos, de telas, esculturas y tubos de colores. Había también ropa vieja. En uno de los ángulos se veía una hamaca. En el fondo, dos gruesas piedras formaban un hogar en el que habían encendido fuego muchas veces, ya que las paredes estaban ahumadas y había una especie de conducto que se abría en la roca como si se tratara de una chimenea.
—¿Acaso vive aquí? —preguntó Aurélie.
—A menudo, sobre todo en esta época del año. El resto del año vive en el pueblo de Juvains, donde le descubrí. Pero incluso entonces viene aquí cada día. Al igual que su difunto abuelo es un original, muy cultivado, muy artista, a pesar de que su pintura es muy mala. Vive solo, un poco al estilo de un ermitaño; caza, corta y poda sus árboles, vigila a los pastores de sus rebaños, y alimenta a todos los pobres de este país que viven dos leguas a la redonda. Y hace quince años que la espera a usted, Aurélie.
—O, por lo menos, que espera mi mayoría de edad.
—Sí, a causa de un acuerdo con su viejo amigo d’Asteux. Le interrogué a propósito de ello. Pero sólo quiere responder ante usted. Tuve que explicarle toda su vida, todo lo de estos últimos meses y cuando le prometí que la traería a usted aquí, me prestó la llave de la posesión. Su alegría por verla era inmensa.
—Entonces ¿cómo es que no ha venido?
La ausencia del marqués de Talençay sorprendía a Raoul cada vez más, aunque no había razón alguna que la hiciera sospechosa. En todo caso, para no inquietar a la muchacha, recurrió a todo su verbo y a todas sus dotes histriónicas para entretenerla durante aquella primera comida que realizaban juntos, en un marco tan particular.
Siempre atento a no demostrarle demasiada ternura, Raoul la sentía en plena seguridad a su lado. Aurélie debía darse cuenta de que ya no era el adversario de quien ella huía al principio, sino el amigo que sólo le quería bien. ¡La había salvado tantas veces! ¡Tantas veces ella sólo había esperado que él la salvara, como si su vida dependiera sólo de aquel desconocido!
Murmuró:
—Me gustaría agradecerle todo lo que hace por mí. Pero no sé cómo. Le debo demasiado y nunca podré pagárselo.
Raoul le dijo:
—Sonría, señorita de los ojos verdes, y míreme usted.
Aurélie sonrió y le miró.
—Estamos en paz.
A las dos y cuarenta y cinco minutos, la música volvió a empezar y el sonido de la catedral se estrelló contra el farallón.
—Es muy lógico —explicó Raoul—. Todo el mundo en la región conoce este fenómeno. Cuando el viento sopla del nordeste, es decir, de Clermont-Ferrand, la disposición acústica de estos lugares hace que una gran corriente de aire arrastre todos estos rumores por un camino obligatorio que serpentea entre los promontorios montañosos y desemboca en la superficie del lago. Es fatal, matemático. Las campanas de todas las iglesias de Clermont-Ferrand y la campana mayor de la catedral, vienen a cantar aquí, como lo están haciendo ahora mismo…
Aurélie se encogió de hombros.
—No —dijo—, no es eso. Su explicación no es satisfactoria.
—¿Tiene usted otra?
—La verdadera.
—¿En qué consiste?
—En creer firmemente que es usted, que me ha traído aquí, quien hace sonar las campanas para devolverme todos mis recuerdos de infancia.
—¿Acaso lo puedo todo?
—Sí. Usted lo puede todo —dijo Aurélie con fe.
—Y lo veo todo, también —dijo Raoul, bromeando—. Hace quince años, a esta misma hora, usted durmió aquí.
—¿Lo cuál significa…?
—Que sus ojos se cierran de sueño…, su vida de hace quince años vuelve a empezar…
Aurélie no se resistió en absoluto a los deseos de Raoul, y se tendió en la hamaca.
Raoul veló durante un instante en el umbral de la gruta. Pero, después de consultar su reloj, tuvo un gesto de impaciencia. Las tres y cuarto y el marqués de Talençay no había llegado todavía.
«Calma» se dijo Raoul «al fin y al cabo, no tiene importancia».
Volvió a entrar en la gruta y observó a la muchacha, que dormía bajo su protección. Quiso hablarle y agradecerle su confianza. Pero no pudo. Se sintió invadido por una inquietud creciente.
Cruzó la pequeña playa y comprobó que la barca, cuya proa había hecho reposar sobre la arena, flotaba ahora a dos o tres metros del muelle. Tuvo que recuperarla con una pértiga. Hizo, entonces una segunda comprobación: la barca, que durante la travesía se había llenado con dos o tres centímetros de agua, contenía ahora treinta o cuarenta.
Logró ponerla cabeza abajo sobre la playa.
«Es un milagro» pensó, «que no nos hallamos ido al fondo».
No se trataba de una vía de agua ordinaria, fácil de arreglar, sino de una plancha entera que estaba podrida. Y era una plancha que había sido colocada recientemente y sujeta sólo por cuatro clavos.
¿Quién había hecho aquello? Al principio Raoul pensó en el marqués de Talençay. Pero ¿por qué lo habría hecho el viejo marqués? ¿Qué motivo tenía para pensar que el viejo amigo de d’Asteux hubiera querido provocar una catástrofe en el momento en que la muchacha era conducida a su lado?
Raoul se planteó, de entrada, una cuestión: ¿cómo venía Talençay a la gruta, cuando no disponía de la barca? ¿Por dónde se llegaba a la gruta? ¿Existía un camino terrestre que desembocaba en aquella playa que parecía inexpugnable a causa de los dos farallones que la protegían?
Raoul buscó. No había salida alguna en el lado izquierdo, ya que la cascada de las dos fuentes se añadía al muro de granito. Pero en el lado derecho, justo antes de que el farallón se hundiera en el agua y encerrara la playita, existían unos veinte escalones tallados en la piedra, en el flanco del promontorio y que se prolongaban en una especie de sendero natural, un resalte de la dura piedra, tan estrecho que era necesario, de trecho en trecho, agarrarse a las asperezas de la roca para no caer.
Raoul se lanzó por él. De trecho en trecho se observaban señales de una barandilla que servía para que el caminante no cayera en el abismo. Como pudo, llegó a una plataforma superior y se aseguró de que el sendero bordeaba el lago y se dirigía hacia el desfiladero. A su alrededor se extendía un paisaje de verdor, salpicado de gruesas piedras. Dos pastores se alejaban, empujando sus rebaños hacia la alta muralla que dominaba la extensa posesión. La alta silueta del marqués de Talençay no aparecía por ninguna parte.
Raoul regresó después de una hora de exploración. Ahora bien, durante aquella hora, se dio cuenta con descontento cuando pisó el bajo del farallón, que el agua había subido y que recubría los primeros escalones. Tuvo que saltar para llegar a la playita.
—Es curioso —murmuró, preocupado.
Aurélie debió oírle. Corrió hacia él y se detuvo estupefacta.
—¿Qué sucede? —preguntó Raoul.
—El agua…, ha subido mucho… Hace un rato estaba más baja…, ¿no es cierto?… No hay duda.
—En efecto.
—¿Cómo se lo explica usted?
—Se trata de un fenómeno tan natural como el de las campanas.
Y se esforzó por bromear:
—El lago experimenta la ley de las mareas, que como usted sabe, provocan el flujo y el reflujo.
—¿Y cuándo cesará de subir?
—Dentro de una o dos horas.
—Es decir, que llenará la mitad de la gruta.
—Sí. En algunas ocasiones debe invadir la gruta, como lo prueba esta señal negra que no es otra cosa que una cota del nivel máximo.
La voz de Raoul se hizo sorda. Por encima de aquella cota había otra que debía corresponder al mismo techo del abrigo. ¿Qué significaba aquella otra señal? ¿Quería decir que en determinadas épocas el agua podía alcanzar el techo? Pero ¿a causa de qué fenómeno anormal, de qué cataclismo?
«No, no», se dijo, tranquilizándose, «una hipótesis de este tipo es absurda. ¿Un cataclismo? ¡Sólo se producen cada mil años! ¿Una oscilación del flujo y del reflujo? Fantasías en las que no creo. Sólo puede tratarse de una casualidad, de un hecho pasajero…».
De acuerdo…, pero ¿quién producía aquel hecho pasajero? Sin quererlo, Raoul siguió razonando. Pensaba en la inexplicable ausencia de Talençay. Pensaba en las relaciones que podían existir entre aquella ausencia y la sorda amenaza de un peligro que todavía no comprendía. Pensaba en aquella barca desfondada.
—¿Qué le sucede? —preguntó Aurélie—. Está usted distraído.
—Empiezo a pensar —dijo Raoul—, que estamos perdiendo el tiempo aquí. Puesto que el amigo de su abuelo no viene, vayámonos. La entrevista tendrá lugar en su casa de Juvains.
—¿Pero cómo salir de aquí? La barca parece estar fuera de uso…
—Hay un camino a la derecha, muy difícil para una mujer, pero, con todo, practicable. Tendrá que aceptar usted mi ayuda y dejarse llevar en brazos.
—¿Y por qué no puedo andar yo también?
—¿Por qué mojarse? Deje que sea yo quien lo haga.
Había hecho aquella propuesta sin segundas intenciones. Pero descubrió que la muchacha había enrojecido hasta la raíz de sus cabellos. La idea de ser llevada en brazos por Raoul, como en el camino de Beaucourt debía parecerle insoportable.
Ambos callaron, embarazados. Después la muchacha, que estaba en el borde del lago, hundió su mano en el agua y dijo:
—No…, no…, no podría soportar esta agua helada… No podría de ningún modo.
Aurélie volvió a entrar en la gruta. Pasó un cuarto de hora, que pareció muy largo a Raoul.
—Se lo ruego —dijo Raoul—, vámonos. La situación se hace muy peligrosa.
La muchacha obedeció y ambos abandonaron la gruta. Pero, en el preciso instante en que ella se dejaba tomar en brazos, algo silbó junto a ellos y saltó una esquirla de piedras. A lo lejos resonó una detonación.
Raoul empujó bruscamente a Aurélie. Silbó una segunda bala e hizo blanco en la roca, en donde antes estaban sus cabezas. Con un gesto, obligó a que la muchacha se levantara y la empujó hacia el interior de la cueva. Luego echó a correr en dirección a los escalones.
—¡Raoul, Raoul! Se lo prohíbo… Le matarán…
Raoul la cogió de nuevo y la obligó por la fuerza a entrar en el refugio. Pero esta vez ella no le soltó. Agarrada a él, le detuvo diciendo:
—Se lo suplico, quédese…
—No —respondió Raoul—. Se equivoca usted. Hemos de hacer algo.
—No quiero…, no quiero…
Aurélie le retenía con manos temblorosas. Y la muchacha, que poco antes había temido ser llevada en brazos por él, ahora se estrechaba contra Raoul con una indomable energía.
—No tema usted nada —dijo él con suavidad.
—No temo nada —replicó Aurélie—. Pero debemos permanecer juntos… Nos amenazan los mismos peligros. No nos separemos.
—No nos separaremos —respondió Raoul—. Tiene usted razón.
Miró hacia fuera para observar el horizonte.
Una tercera bala se estrelló contra las pizarras del tejado.
Estaban sitiados, inmovilizados. Dos tiradores, provistos de fusiles, de largo alcance, les impedían cualquier tentativa de salir. Raoul, gracias a las nubecillas de humo de los disparos, había podido precisar las posiciones de ambos tiradores. No muy alejados uno de otro, se ocultaban en la orilla derecha, por encima del desfiladero, es decir, a unos doscientos cincuenta metros más o menos. Desde allí, apostados frente a la gruta, dominaban toda la amplitud del lago, la playita e incluso podían alcanzar parte del interior de la gruta. En efecto, la gruta estaba en su ángulo de tiro, a excepción de un recodo a la derecha y de las dos grandes piedras del fondo.
Raoul hizo un violento esfuerzo para echarse a reír.
—Es divertido —dijo.
Su hilaridad pareció tan espontánea que Aurélie se dominó. Raoul continuó hablando:
—Estamos bloqueados. Al menor movimiento, nos dispararán. La línea de fuego es tal que nos vemos obligados a ocultarnos en una madriguera de conejo. Reconozca usted que todo está muy bien combinado.
—¿Por quién?
—Al principio pensaba en el viejo marqués. Pero no, no es él, no puede ser él…
—¿Qué le ha sucedido, pues?
—Encerrado, sin duda. Habrá caído en alguna trampa que le habrán tendido, precisamente, los que nos bloquean la salida.
—¿Es decir?
—Dos enemigos temibles de los que no podemos esperar piedad alguna. Jodot y Guillaume Ancivel.
Raoul afectaba a ese respecto una franqueza brutal para disminuir, en el ánimo de Aurélie, la idea del verdadero peligro que les amenazaba. Los nombres de Jodot y de Guillaume, los disparos, nada contaban para Raoul: el auténtico peligro radicaba en aquella silenciosa invasión de agua que se había convertido en la aliada de sus enemigos.
—Pero ¿a qué viene esa emboscada?
—El tesoro —afirmó Raoul, que reflexionaba en voz alta—. He reducido a Marescal a la impotencia, pero no ignoraba que un día u otro tendría que enfrentarme con Jodot y con Guillaume. Han tomado la delantera. Estaban al corriente de mis proyectos, no sé por qué medios, y por ello han atacado al amigo de su abuelo, le han hecho prisionero, le han robado los papeles y los documentos que quería darle a usted y, desde esta mañana, estaban preparados para recibirnos.
»Si no han disparado contra nosotros, cuando cruzábamos el desfiladero, ha sido a causa de unos pastores que rondaban por allí. Por otra parte ¿para qué apresurarse? Era evidente que esperaríamos a Talençay, siguiendo las instrucciones que uno de los dos cómplices ha escrito en la tarjeta de visita del anciano marqués. Así es como nos han tendido esta emboscada. Apenas habíamos cruzado el desfiladero, han cerrado las pesadas esclusas y el nivel del lago ha comenzado a crecer, alimentado por las dos cascadas, sin que nosotros nos hayamos dado cuenta antes de cuatro o cinco horas. Pero entonces los pastores han regresado al pueblo y el lago ha quedado desierto y convertido en un magnífico campo de tiro. Con la barca desfondada y los tiradores impidiéndonos salir, imposible huir. De este modo Raoul de Limézy ha caído en una trampa como si fuera un vulgar Marescal.
Todo aquello lo dijo Raoul en un tono de burlona campechanería, como un hombre que se divierte de la broma que le han jugado sus amigos. Aurélie casi sentía deseos de reír.
Raoul encendió un cigarrillo y tendió, con la punta de los dedos, la cerilla encendida.
Sonaron dos disparos. Después un tercero y un cuarto. Pero las balas no podían alcanzarles.
La inundación, sin embargo, proseguía con rapidez. El agua había cubierto ya la playita y se deslizaba ahora en pequeñas olas sobre un terreno llano. Pronto alcanzó la entrada de la cueva.
—Estaremos más seguros sobre las dos piedras del hogar.
Subieron a ellas con rapidez. Raoul hizo que Aurélie se tendiera en la hamaca. Después, corriendo hacia la mesa, recogió lo que había sobrado de la comida, lo puso en el mantel y regresó al hogar. Sonaron varios disparos sin que las balas le alcanzaran.
—Demasiado tarde —exclamó Raoul—. Aquí no tenemos nada que temer. Un poco de paciencia y saldremos de ésta. ¿Mi plan? Descansar y reponernos. Mientras tanto, cae la noche. Una vez haya oscurecido, la llevo en brazos hasta el sendero. Nuestros adversarios deben su fuerza a la luz del día, que les permite bloquearnos. Con la oscuridad les será imposible vernos.
—Sí, pero mientras tanto, el agua va subiendo —dijo Aurélie—. Y falta todavía una hora para que la oscuridad sea total.
—¿Y qué importa? —respondió Raoul—. En lugar de un baño de pies, tendremos que mojarnos medio cuerpo.
Era muy sencillo, en efecto. Pero Raoul sabía cuáles eran las lagunas de su plan. En primer lugar, el sol acababa de desaparecer detrás de las cumbres de las montañas, lo que significaba una hora y media o dos horas de luz todavía. En segundo lugar, el enemigo se iría aproximando poco a poco y se pondría al acecho sobre el sendero ¿cómo se las arreglaría Raoul para cruzarlo con la muchacha en brazos?
Aurélie dudaba, preguntándose qué debía creer. A su pesar, veía cómo el agua iba creciendo. Pero la calma de Raoul la impresionaba.
—Nos salvaremos, estoy segura de ello —murmuró la muchacha.
—Eso está bien. Confíe usted en mí.
—Sí, confío en usted. Usted me dijo en cierta ocasión…, ¿se acuerda?…, mientras leía las líneas de mi mano, que debía temer el peligro del agua. Su predicción se cumple ahora. Y sin embargo, no tengo miedo porque usted lo puede todo… Usted hace milagros…
—¿Milagros? —preguntó Raoul que intentaba por todos los medios distraer a la muchacha—. No, lo único que hago es razonar y actuar según las circunstancias. Usted me considera una especie de brujo porque, sin interrogarla nunca sobre sus recuerdos de infancia, la ha traído aquí, en medio de los paisajes que usted contempló de niña. Es un error. Mi éxito es fruto de la reflexión y del razonamiento. No disponía, de informes más completos que los demás. Jodot y sus cómplices conocían también la botella, habían leído, como yo, la fórmula inscrita bajo el nombre de Agua de Jouvence.
»¿Qué pistas obtuvieron de ello? Ninguna. Por mi parte, me dediqué a investigar y me di cuenta de que casi toda la fórmula, menos una línea, reproducía con exactitud la fórmula de las aguas Royat, una de las principales estaciones termales de Auvernia. Consulté un mapa de Auvernia y descubrí el pueblo y el lago de Juvains (Juvains es la contracción de la palabra latina juventia que significa, concretamente, «Jouvence»). Me informé. Y al cabo de una hora de paseos y charlas en Juvains, comprendí que el viejo marqués de Talençay era el centro mismo de la aventura. Me presenté a él como su enviado. Cuando me reveló que había usted venido aquí el domingo y el lunes de la Asunción, es decir, el 14 y el 15 de agosto, preparé nuestra expedición para esas mismas fechas. Precisamente el viento soplaba del norte en la otra ocasión, de ahí la escolta de campanas que hemos tenido. Y en eso queda el famoso milagro, señorita de los ojos verdes.
Pero las palabras no eran suficientes ya para distraer a su compañera. Al cabo de unos instantes, Aurélie murmuró:
—El agua sigue subiendo. Ha cubierto las dos piedras y cubre sus zapatos.
Raoul levantó una de las piedras y la puso encima de la otra. De ese modo, más alto, se apoyó en la cuerda de la hamaca y, con aire desenvuelto siguió charlando, ya que tenía miedo del silencio de la muchacha. Pero, en el fondo, mientras pronunciaba palabras de seguridad, Raoul se entregaba a otros razonamientos y a otras reflexiones sobre una realidad cuya amenaza creciente comprobaba con temor.
¿Qué sucedía? ¿Cómo enfrentarse con aquella situación? Después de ciertas maniobras por parte de Jodot y de Guillaume, el agua sube. Sea. Pero los dos bandidos no hacen más que aprovecharse de un estado de cosas existente de antes, que se remonta sin duda a bastantes años atrás. Ahora bien ¿no es lógico suponer que los que hicieron posible el aumento del nivel del agua por motivos secretos (motivos que ciertamente no eran los de bloquear y ahogar a gente en la gruta) hicieran a su vez posible un sistema para disminuir el nivel del agua? El cierre de las exclusas debía permitir la puesta en marcha de un mecanismo invisible que permitiera vaciar el lago según las circunstancias. Pero ¿dónde buscar ese mecanismo? ¿Dónde podía encontrarse el mecanismo cuyo funcionamiento se conjugaba con el juego de las exclusas?
Raoul no era de ésos que esperan la muerte. Pensaba en lanzarse contra el enemigo a pesar de todos los obstáculos, o nadar hasta las esclusas. Pero si una bala le detenía o el agua demasiado helada del lago paralizaba sus esfuerzos ¿qué le sucedería a Aurélie?
Por más atento que estuviera en disimular sus inquietudes a Aurélie, la muchacha no podía pasar por alto ciertas inflexiones de su voz o ciertos silencios cargados de angustia que ella misma experimentaba. Repentinamente Aurélie dijo a Raoul, como si estuviera desbordada por aquella angustia que la torturaba:
—Le ruego que me responda. Me gustaría saber la verdad. No hay esperanza, ¿verdad?
—¡Cómo! Cada vez hay menos luz…
—Pero la oscuridad no acaba de llegar. Y cuando sea de noche ya no podremos partir…
—¿Por qué?
—No lo sé. Pero intuyo que todo ha acabado y que usted lo sabe.
Raoul respondió con tono firme:
—No, no. El peligro es grande, pero todavía lejano… Lograremos escapar si no perdemos la calma. El secreto del éxito reside en reflexionar, comprender. Cuando lo haya comprendido todo, estoy seguro de que habrá tiempo todavía para actuar. Sólo…
—Sólo…
—Sólo que tiene usted que ayudarme. Para comprender lo que sucede, necesito sus recuerdos. Todos sus recuerdos.
La voz de Raoul se hacía apremiante. Prosiguió con ardor contenido:
—Sí, lo sé. Prometió usted a su madre que sólo lo revelaría al hombre que amase. Pero la muerte es una razón para hablar tan fuerte como el amor. Y si bien usted no me ama, yo la amo a usted tanto como hubiera podido desear su madre. Perdone usted que se lo diga, a pesar del juramento que le hice… Pero hay horas en las que uno no puede callar. La amo… La amo y voy a salvarla… La amo… No admito su silencio porque sería un crimen contra usted misma. Respóndame. Algunas palabras bastarán para esclarecerlo todo…
Aurélie murmuró:
—Pregúnteme.
Raoul empezó:
—¿Qué sucedió antaño cuando usted llegó aquí con su madre? ¿Qué paisajes vio usted? ¿A dónde la condujeron su abuelo y su amigo?
—A ninguna parte —respondió Aurélie—. Estoy segura de haber dormido aquí, en una hamaca, igual que hoy… Charlaban junto a mí. Los dos hombres fumaban. Ésos son los recuerdos que había olvidado y que ahora vuelven a mi mente. Recuerdo el olor del tabaco y el ruido de una botella al ser destapada. Y después…, después…, ya no dormí más. Me hicieron comer…, fuera había sol…
—¿Sol?
—Sí, debía ser a la mañana siguiente.
—¿A la mañana siguiente? ¿Está usted segura? Todo está aquí, en ese detalle.
—Sí, estoy segura. Me desperté aquí mismo, a la mañana siguiente. Y fuera había sol. Sólo que…, todo había cambiado… Me veo todavía aquí y, sin embargo, era otro sitio. Había las rocas, pero no estaban en el mismo sitio.
—¿Cómo…? ¿No estaban en el mismo sitio?
—No. El agua ya no las bañaba.
—¿El agua ya no las bañaba, y sin embargo, usted salió de la gruta?
—Sí, salí de la gruta. Mi abuelo iba delante. Mi madre me daba la mano. Resbalábamos. A nuestro alrededor había una especie de casas…, como ruinas… Y después nuevamente las campanas…, las campanas que siempre oigo…
—Eso es…, eso es —dijo Raoul entre dientes—. Todo encaja con lo que había supuesto. No hay duda.
Un pesado silencio cayó sobre ellos. El agua chapoteaba con ruido siniestro. La mesa, el caballete, los libros y las sillas flotaban.
Raoul tuvo que sentarse en el extremo de la hamaca y curvarse bajo el techo de granito.
Fuera las sombras se mezclaban con la luz decreciente. Pero ¿para qué le servía la sombra por más espesa que fuera? ¿Qué hacer?
Raoul forzaba su pensamiento para encontrar una solución. Aurélie estaba semiincorporada, con ojos que él adivinaba afectuosos y dulces. La muchacha tomó una de sus manos, se inclinó y la besó.
—¡Dios mío! —exclamó Raoul—. ¿Qué hace usted?
Aurélie murmuró:
—Le amo.
Los ojos verdes brillaban en la semioscuridad. Raoul oía latir el corazón de la muchacha. Nunca había experimentado una alegría tal.
Aurélie prosiguió tiernamente, rodeándole el cuello con los brazos:
—Le amo. ¿Ve usted, Raoul? Éste es mi único y gran secreto. El otro no me interesa en absoluto. ¡Pero éste es toda mi vida y toda mi alma! Le amé enseguida, antes incluso de verle a usted… Le amé en las tinieblas y era por ello que le detestaba… Sí, estaba avergonzada… Cuando me besó usted en la carretera de Beaucourt sentí algo que me asustó. ¡Tanto placer, tanta felicidad en una noche tan atroz y a causa de un hombre a quien no conocía…! En el fondo de mi ser tuve la impresión deliciosa y excitante de que le pertenecía…, y que usted podía hacer conmigo lo que quisiera. Si huí de usted fue a causa de eso, Raoul, no porque le odiase, sino porque le amaba demasiado y le temía. Mi turbación me confundía… No quería volver a verle a ningún precio y, sin embargo, sólo pensaba en volver a verle a usted… Si pude soportar el horror de aquella noche y todas las abominables torturas que vinieron después, fue por usted, por usted de quien huía y a quien volvía irremediablemente en las horas de peligro. Estaba irritada contra usted y al mismo tiempo me sentí suya cada vez con más fuerza. Raoul, Raoul, estrécheme usted entre sus brazos. Raoul, le amo.
Raoul la estrechó con una pasión dolorosa. En el fondo no había dudado nunca de aquel ardor que un primer beso le había revelado y que, en ninguno de sus encuentros se manifestaba por unos motivos cuyas profundas razones había adivinado. Pero Raoul sentía miedo de la felicidad que experimentaba. Las tiernas palabras de la muchacha, la caricia de su aliento fresco le atontaban. La indomable voluntad de lucha, se le esfumaba.
Aurélie intuyó su secreta lasitud, y le atrajo contra sí con más fuerza.
—Resignémonos, Raoul. Aceptemos lo inevitable. No temo la muerte si estoy a tu lado. Pero quiero que me sorprenda en tus brazos…, con mi boca en tu boca, Raoul. Nunca la vida nos hubiera dado tanta felicidad.
Sus brazos le enlazaban como un collar que no podía retirar. Poco a poco la muchacha avanzó su rostro hacia el de él.
Raoul resistió, sin embargo. Besar aquella boca que se le ofrecía era aceptar la derrota y, como decía ella, resignarse a lo inevitable. Él no quería. Toda su naturaleza se revelaba contra tal lasitud. Pero Aurélie le suplicaba y balbuceaba las palabras que le desarmaban y debilitaban.
—Te amo… Te amo… No rechaces lo que debe ser… Te amo… Te amo…
Sus labios se unieron. Raoul sintió la embriaguez de un beso en el que se mezclaban el ardor de la vida y la espantosa voluptuosidad de la muerte. La noche les envolvió, más rápida, parecía, desde que se entregaron al sopor delicioso de la caricia. El agua subía.
Fue un desfallecimiento pasajero del que Raoul se arrancó brutalmente. La idea de que aquel ser encantador, a quien tantas veces había salvado, iba a conocer el espantoso martirio del agua que penetra, ahoga y mata, le sacudió de horror.
—No…, no —murmuró—. No será así… ¿La muerte?… No… Impediré tal ignominia…
Aurélie quiso retenerle. Raoul la cogió por las muñecas, mientras ella murmuraba con voz lamentable:
—Te lo ruego…, te lo ruego… ¿Qué quieres hacer?
—Salvarte…, y salvarme.
—¡Es demasiado tarde! ¡La noche ha caído! Ya no veo ni tus hermosos ojos, ni tus queridos labios…
—Ha llegado el momento de actuar.
—Pero ¿cómo?
—No lo sé. Lo importante es actuar. Además, tengo unos elementos de certidumbre… Debe haber medios para dominar el agua. Deben existir mecanismos que permitan una rápida evacuación del lago. Hay que encontrarlos…
Aurélie no le escuchaba. Gemía:
—Te lo ruego… No me dejes sola aquí… Tengo miedo, Raoul.
—No, puesto que no temes morir, tampoco tienes que temer vivir…, vivir dos horas, no más… El agua no te alcanzará hasta dentro de dos horas como mínimo… Y yo ya estaré aquí… Te lo juro, Aurélie, estaré aquí suceda lo que suceda…, para decirte que estás salvada…, o para morir contigo.
Poco a poco, sin piedad, Raoul se había librado del abrazo de la muchacha. Se inclinó sobre ella y le dijo apasionadamente:
—Ten confianza, querida. Sabes que nunca he fracasado en la tarea de salvarte. Cuando lo haya conseguido, te avisaré por medio de una señal. Dos silbidos. Dos disparos… Cree en mí ciegamente.
Aurélie cayó sobre la hamaca sin fuerzas:
—Puesto que así lo quieres, ve.
—¿Tendrás miedo?
—No, puesto que no quieres que lo tenga.
Raoul se quitó la chaqueta, el chaleco y los zapatos, echó una mirada a la esfera luminosa de su reloj de bolsillo, se lo puso alrededor del cuello y saltó.
Fuera sólo había tinieblas. Raoul no tenía arma alguna, ninguna indicación.
Eran las ocho…