11

Sangre…

Raoul se acercó a ellos y, despreciando a Brégeac, dijo al comisario con tono apacible:

—La vida nos parece muy complicada porque la vemos siempre a migajas, a resplandores inesperados. Así ha sucedido con el asunto del rápido. Es embrollado como una novela de folletín. Los hechos se conocen por casualidad, estúpidamente, como petardos que no explotarían en el orden en que han sido dispuestos. Pero un espíritu lúcido los coloca en su lugar y todo se vuelve lógico, sencillo, armonioso, natural como una página de la historia. Es esta página de la historia lo que acabo de leerte, Marescal. Ahora conoces la aventura y sabes que Aurélie d’Asteux es inocente. Déjame marchar.

Marescal se encogió de hombros.

—No —dijo.

—No seas terco, Marescal. Ya sabes que no bromeo, que no me burlo ya. Te pido simplemente que reconozcas tu error.

—¿Mi error?

—Cierto, puesto que ella no ha matado, puesto que no fue cómplice sino víctima.

El comisario sonrió entre dientes:

—¿Si no asesinó, por qué huyó? Admito la huida de Guillaume, pero ¿la de ella? ¿Qué ganaba con huir? ¿Y por qué no dijo nada del asunto después? Aparte de algunas quejas del principio, cuando suplicaba a los gendarmes: «Quiero hablar con el juez, quiero explicarle…». Aparte de esto, el silencio.

—De acuerdo, Marescal —confesó Raoul—. La objeción es seria. También a mí me ha desconcertado a menudo este silencio que nunca ha roto, ni siquiera conmigo, que le daba seguridad, y que una confesión tanto hubiera ayudado a mis investigaciones. Pero sus labios permanecían cerrados. Y ha sido aquí; en esta casa, en donde he resuelto el problema. Que me perdone si he registrado sus cajones durante su enfermedad. Era preciso. Marescal, lee esta frase, entre las instrucciones que su madre moribunda, que no se hacía ilusiones acerca de Brégeac, le dejó:

Aurélie, pase lo que pase y sea cual sea la conducta de tu padrastro, no le acuses jamás. Defiéndele, incluso, aunque tengas que sufrir por él, aunque sea culpable: yo he llevado su nombre.

Marescal protestó:

—¡Pero ella ignoraba el crimen de Brégeac! Y habría sabido que este crimen no tiene relaciones con el ataque del rápido. ¡Brégeac no podía estar mezclado en ello!

—Sí.

—¿Por quién?

—Por Jodot…

—¿Quién lo prueba?

—Las confidencias que me ha hecho la madre de Guillaume, la viuda Ancivel, a quien he encontrado en París, en donde vive, y a quien he pagado una fuerte suma por una declaración escrita de todo lo que sabe del pasado y del presente. Ahora bien, su hijo le había dicho que en el compartimiento del rápido, frente a la señorita y junto a los dos hermanos muertos, Jodot había jurado con el puño tendido:

»Si sueltas una palabra de este asunto, Aurélie, si hablas de mí, si me detienen, contaré el crimen del pasado. Brégeac mató a tu abuelo d’Asteux.

»Amenaza que repitió más tarde, en Niza, y que trastornó a Aurélie d’Asteux y la redujo al silencio. ¿He dicho la exacta verdad, señorita?

La muchacha murmuró:

—La exacta verdad.

—Ya ves, Marescal, la objeción cae por su propio peso. El silencio de la víctima, este silencio que te dejaba sospechas es, por el contrario, una prueba a su favor. Por segunda vez te pido que la dejes marchar.

—No —dijo Marescal golpeando el suelo con el pie.

—¿Por qué?

Súbitamente, la cólera de Marescal se desencadenó:

—¡Porque quiero vengarme! ¡Quiero el escándalo! ¡Quiero que se sepa todo, la huida con Guillaume, la detención, el crimen de Brégeac! Quiero el deshonor y la vergüenza para ella. Me rechazó. ¡Que lo pague! ¡Y que Brégeac pague también! Has sido suficientemente estúpido para darme las precisiones que me faltaban. Tengo a Brégeac y a la pequeña más atados de lo que pensaba… ¡Y a Jodot! ¡Y a los Ancivel! ¡Toda la banda! ¡No se escapará ni uno, y Aurélie está en el lote!

Deliraba de cólera y encuadraba en la puerta su alta estatura. En el rellano se oyeron a Labonce y a Tony.

Raoul había recogido de encima de la mesa el trozo de papel sacado de la botella y en el que se leía la inscripción: «Marescal es una calabaza». Desplegó despreocupadamente el papel y lo tendió al comisario:

—Toma amigo. Hazlo enmarcar y ponlo en la cabecera de tu cama.

—Sí, sí, ya puedes bromear —profirió el comisario—. Bromea todo lo que quieras. Eso no quita que te tenga, a ti también. ¡Ah, me has jugado muchas malas pasadas desde el principio! ¡El truco del cigarrillo! Fuego, por favor. ¡Sí, ya verás el fuego que te daré! ¡De ésta fumarás toda tu vida en el calabozo! Sí, del calabozo de donde vienes y a donde volverás enseguida. Al calabozo, lo repito, al calabozo. ¡A ver sí crees que a fuerza de luchar contra ti no me he dado cuenta de tu disfraz! ¡A ver si crees que no sé quién eres y que no tengo todas las pruebas necesarias para desenmascararte! Mira bien a tu enamorado, Aurélie, y si quieres saber quién es piensa un poco en el rey de los estafadores, el más caballeroso de los ladrones de guante blanco, al maestro de los maestros y comprende que, a fin de cuentas, el barón de Limézy, falso noble y falso explorador, no es otro que…

Se interrumpió. Llamaban a la puerta. Eran Philippe y sus tipos. No podían ser otros.

Marescal se frotó las manos y respiró profundamente.

—Me parece que estás perdido del todo, Lupin… ¿No crees?

Raoul observó a Aurélie. El nombre de Lupin no pareció sorprenderla; escuchaba angustiada los ruidos del exterior.

—Pobre señorita de los ojos verdes —dijo Raoul—. Su fe no es todavía perfecta. ¿En nombre de qué puede atormentarla el llamado Philippe?

Entreabrió la ventana y dirigiéndose a uno de los que estaban en la acera, debajo de él, gritó:

—¿Es Philippe, verdad, de la prefectura? Escuche, camarada…, dos palabras para sus tres tipos (¡caramba, son tres!). ¿No me reconocen? Barón de Limézy. ¡Rápido! Marescal os espera.

Volvió a cerrar la ventana.

—Marescal, la cuenta está hecha. Cuatro por un lado…, y tres por el otro, puesto que no cuento a Brégeac, que parece desinteresarse por la aventura. Esto hace siete tipos que me convertirán en un guiñapo. ¡Tiemblo de miedo! Y la señorita de los ojos verdes también.

Aurélie se obligó a sonreír, pero no pudo articular sílabas inteligibles.

Marescal esperaba en el rellano. La puerta del vestíbulo fue abierta. Subieron pasos precipitados. De inmediato, Marescal tuvo a sus órdenes, dispuestos a comerse su parte, como una jauría que bastaba desatar, a seis hombres. Les dio órdenes en voz baja, luego volvió con el rostro distendido.

—Que no haya batalla inútil, ¿de acuerdo barón?

—No habrá batalla, marqués. La idea de mataros a los siete, como las mujeres de Barbazul, me resulta intolerable.

—¿Me sigues, entonces?

—Hasta el fin del mundo.

—Sin condiciones, ¿de acuerdo?

—Sí, con una condición. Invítame a merendar.

—De acuerdo. Pan seco, pastel de perros y agua —bromeó Marescal.

—No —dijo Raoul.

—Entonces, ¿quieres menú?

—El tuyo, Rodolphe: merengues Chantilly, borrachos al ron y vino de Alicante.

—¿Qué dices? —preguntó Marescal con un tono de sorpresa inquieta.

—Nada más sencillo. Me invitas a tomar el té. Acepto sin ceremonia. ¿No tienes una cita a las cinco?

—¿Una cita?… —dijo Marescal cada vez más molesto.

—Claro…, ¿no te acuerdas? En tu casa…, o más bien en tu estudio de soltero…, calle Duplan…, un pequeño apartamento que da a la calle… ¿No es allí en donde te reúnes cada tarde, y atiborras de merengues regados con alicante, a la mujer de tu…

—¡Silencio! —susurró Marescal que se había puesto lívido.

Perdía todo su aplomo. Ya no tenía ganas de bromear.

—¿Por qué quieres que guarde silencio? —preguntó Raoul ingenuamente—. ¿Es que no quieres invitarme? ¿No quieres presentarme a…?

—¡Silencio, maldita sea! —repitió Marescal.

Se acercó a sus hombres y llevó a Philippe aparte.

—Un instante, Philippe. Quedan algunos detalles que concretar. Aleja a tus tipos de manera que no puedan oír.

Volvió a cerrar la puerta, se acercó a Raoul y le dijo, mirándole fijamente a los ojos, con voz sorda y olvidándose de Brégeac y de Aurélie:

—¿Qué significa esto? ¿Dónde quieres ir a parar?

—A ninguna parte.

—¿Por qué esta alusión? ¿Cómo has sabido…?

—¿La dirección de tu pisito y el nombre de tu buena amiga? Me ha bastado hacer contigo lo mismo que he hecho con Brégeac, con Jodot y consortes: una investigación discreta sobre tu vida íntima, que me ha conducido hasta un misterioso entresuelo delicadamente amueblado, en donde recibes a hermosas damas. Sombras, perfumes, flores, vinos dulces, divanes profundos como tumbas… ¡La Folie-Marescal, vaya!

—¿Y qué? —ladró el comisario—. ¿No estoy en mi derecho? ¿Qué relación hay entre esto y tu detención?

—No habría ninguna si por desgracia no hubieras caído en la trampa de elegir este pequeño templo de Cupido para esconder las cartas de esas damas.

—¡Mientes! ¡Mientes!

—Si mintiera no estarías del color de un nabo.

—¡Precisa!

—En una moldura hay un cofre secreto. En este cofre, una cajita. En esta cajita, hermosas cartas femeninas, anudadas con cintas de colores. Material para comprometer a docenas de mujeres mundanas y a actrices cuya pasión por el bello Marescal se expresa sin la menor restricción. ¿Es preciso que cite nombres? La mujer del procurador B… La señorita X de la Comédie-Française…, y sobre todo…, sobre todo la digna esposa, un poco madura pero todavía presentable, de…

—¡Cállate, miserable!

—El miserable —dijo Raoul apaciblemente— es quien se sirve de su físico ventajoso para obtener protección y ascensos.

La mirada torva, la cabeza inclinada, Marescal dio dos o tres vueltas por la habitación. Luego se encaró a Raoul y dijo:

—¿Cuánto?

—¿Cuánto qué?

—¿Qué precio pides por las cartas?

—Treinta denarios, como Judas.

—No digas tonterías. ¡Cuánto!

—Treinta millones.

Marescal temblaba de impaciencia y de cólera. Raoul le dijo riendo:

—No te provoques bilis, Rodolphe. Yo soy un buen muchacho y tú me eres simpático. No te pido un céntimo por tu literatura cómico-amorosa. Me importa demasiado. Tengo diversión para unos cuantos meses. Pero exijo…

—¿Qué?

—Que bajes las armas, Marescal. La tranquilidad absoluta de Aurélie y de Brégeac, incluso para Jodot y los Ancivel, de los que yo ya me encargo. Como que todo este asunto, desde el punto de vista policial, reposa sobre ti; puesto que no hay ninguna prueba real, ningún indicio serio, abandónalo: lo clasificarán y ya habrá terminado.

—¿Y tú me devolverás las cartas?

—No… Es un empeño. Las conservaré. Si no te portas bien publicaré algunas, claramente, crudamente. Peor para ti y peor para tus bellas amigas.

Gotas de sudor resbalaban por la frente del comisario. Pronunció:

—He sido traicionado.

—Puede ser.

—Sí, sí, traicionado por ella. Desde hace algún tiempo notaba que me espiaba. Ha sido gracias a ella que tú has tenido el asunto en tus manos y has podido llevarlo donde has querido; ella te ha recomendado a su marido para que te pusiera a mi lado.

—¿Qué quieres? —dijo Raoul alegremente—. Es la ley de la guerra. Si para combatir tú empleas unos medios tan sucios, ¿podría yo hacer de otra manera cuando se trataba de defender a Aurélie contra tu odio abominable? Además, has sido demasiado ingenuo, Rodolphe. ¿Acaso creías que un tipo como yo iba a dormirse durante un mes y esperaría el desenlace de los acontecimientos según tu gusto? Y, sin embargo, me viste actuar en Beaucourt, en Montecarlo, en Sainte-Marie, y viste cómo escamoteaba la botella y el documento. Entonces, ¿por qué no has tomado precauciones?

Le sacudió el hombro y continuó:

—Vamos, Marescal, no te dobles bajo la tempestad. Pierdes la partida, sea. Pero tienes la dimisión de Brégeac en tu bolsillo y, puesto que estás bien en la administración y te han prometido el sitio, es un buen paso hacia adelante. Los días hermosos volverán, puedes estar seguro, Marescal. Sin embargo, con una condición: desconfía de las mujeres. No te sirvas de ellas para triunfar en tu profesión y no te sirvas de tu profesión para tener éxito con ellas. Sé enamorado, si eso te gusta, sé policía, si eso te place pero no seas ni un enamorado policía ni un policía enamorado. Como conclusión, un buen consejo: si encuentras de nuevo a Arsenio Lupin en tu camino, sal por la tangente. Para un policía es el principio de la sensatez. He dicho. Da tus órdenes. Adiós.

Marescal mordía su freno. Hacía girar y torcía con la mano una de las puntas de su barba. ¿Cedería? ¿Se lanzaría sobre su adversario y llamaría a sus tipos?

«Una tempestad sobre el cráneo», pensó Raoul. «Pobre Rodolphe, ¿de qué sirve debatirte?».

Rodolphe no se debatió mucho tiempo. Era demasiado perspicaz para no comprender que toda resistencia no haría más que agravar la situación. Así pues, obedeció, demostrando que le obligaban a hacerlo. Llamó a Philippe y habló con él. Luego Philippe se marchó y se llevó a todos sus camaradas, incluidos Labonce y Tony. La puerta del vestíbulo fue abierta y vuelta a cerrar. Marescal había perdido la batalla.

Raoul se acercó a Aurélie.

—Todo está arreglado, señorita. No nos queda más que partir. Su maleta está abajo, ¿verdad?

La muchacha murmuró, como si se despertara de una pesadilla:

—¡Es posible…! ¿Ya no iré a prisión? ¿Cómo lo ha conseguido usted?

—¡Oh! —dijo Raoul con alegría—. Se obtiene todo lo que se quiere de Marescal con dulzura y razonamiento. Es un excelente muchacho. Déle la mano, señorita.

Aurélie no le tendió la mano sino que pasó por delante de él muy erguida. Marescal, por otra parte, volvía la espalda y colocaba los codos sobre la chimenea, con la cabeza entre las manos.

Aurélie vaciló ligeramente al acercarse a Brégeac. Pero éste parecía indiferente y tenía una apariencia extraña de la que Raoul se acordaría más adelante.

—Todavía unas palabras —dijo Raoul deteniéndose en el umbral—. Me comprometo ante Marescal y ante su padrastro a llevarla a un retiro pacífico en donde, durante un mes, no me verá ni una vez. Dentro de un mes iré a preguntarle cómo ha decidido dirigir su vida. ¿Estamos de acuerdo?

—Sí —dijo ella.

—Entonces, partamos.

Se fueron. En la escalera Raoul tuvo que sostenerla.

—Mi automóvil está cerca de aquí. ¿Tendrá usted fuerzas para viajar toda la noche?

—Sí —afirmó Aurélie—. ¡Es tanta felicidad para mí el verme libre…! ¡Y tal angustia! —añadió en voz baja.

En el momento de salir Raoul se estremeció. Una detonación había resonado en el piso superior. Dijo a Aurélie, que no lo había oído:

—El auto está a la derecha… Se ve desde aquí… Hay una dama dentro, aquella de la que le hablé. Es mi vieja nodriza. Vaya hacia ella, ¿quiere? Yo tengo que volver arriba. Sólo unas palabras y me reúno con usted.

Subió precipitadamente mientras ella se alejaba.

En el gabinete, Brégeac, tendido sobre un diván con el revólver en la mano, agonizaba, cuidado por su doméstico y el comisario. Un chorro de sangre salía de su boca. Una última convulsión. No se movió más.

—Debía haberlo imaginado —murmuró Raoul—. Su hundimiento, la marcha de Aurélie… ¡Pobre diablo! Paga ahora su deuda.

Dijo a Marescal:

—Arréglatelas con el doméstico y llama para que te manden a un médico. Hemorragia, ¿verdad? Sobre todo, que no se trate de un suicidio. Bajo ningún precio. Aurélie no sabrá nada por el momento. Dirás que está en provincias, enferma, en casa de una amiga.

Marescal le cogió por la muñeca.

—Responde, ¿quién eres? ¿Lupin, verdad?

—A buena hora —dijo Raoul— la curiosidad profesional vuelve a surgir.

Se colocó frente al comisario, ofreció luego su perfil y bromeó:

—Tú lo has dicho, engreído.

Volvió a bajar a toda prisa y se reunió con Aurélie, a quien la vieja dama instalaba en una limosina confortable. Pero, después de dar una ojeada de precaución por la calle, dijo a la vieja:

—¿No has visto a nadie rondar alrededor del coche?

—Nadie —declaró ella.

—¿Estás segura? ¿Un hombre un poco grueso acompañado de otro con el brazo en cabestrillo?

—¡Ah, sí, es cierto! Iban y venían por la acera, pero mucho más abajo.

Volvió a marchar rápidamente y atrapó, en un pequeño pasaje que rodea la iglesia de Saint-Philippe du Roule, a dos individuos uno de los cuales llevaba el brazo en cabestrillo.

Les tocó a ambos la espalda y les dijo alegremente:

—¡Vaya, vaya, vaya! Así pues, ¿también os conocéis? ¿Qué tal Jodot? ¿Y tú, Guillaume Ancivel?

Ambos se volvieron. Jodot, vestido de burgués, con el busto enorme y con el rostro velloso como el de un perro sarnoso, no demostró sorpresa alguna.

—¡Ah, usted es el tipo de Niza! En estos momentos estaba diciendo que era usted quien acompañaba a la pequeña.

—Y es también el tipo de Toulouse —dijo Raoul a Guillaume.

E inmediatamente continuó:

—¿Qué estáis haciendo por aquí, camaradas? ¿Vigilando la casa de Brégeac, verdad?

—Desde hace dos horas —dijo Jodot con arrogancia—. La llegada de Marescal, los trucos de los policías, la partida de Aurélie… Lo hemos visto todo.

—¿Y bien?

—Pues que supongo que está usted al corriente de toda la historia, que ha pescado en agua turbia y que Aurélie se marcha con usted, mientras que Brégeac se bate contra Marescal. Dimisión, sin duda…, arresto.

—Brégeac acaba de suicidarse —dijo Raoul.

Jodot se sobresaltó.

—¡Vaya! Brégeac… ¡Brégeac muerto!

Raoul los arrastró contra la iglesia.

—Escuchadme bien los dos. Os había prohibido que os mezclarais en este asunto. Tú, Jodot, fuiste tú quien mató al abuelo d’Asteux, quien ha matado a miss Bakefield y has provocado la muerte de los hermanos Loubeaux, tus amigos, socios y cómplices. ¿Tengo que entregarte a Marescal…? Tú, Guillaume, debes saber que tu madre me ha vendido todos tus secretos por una fuerte suma y a condición de que no fueras molestado. Lo he prometido por lo que respecta al pasado. Pero si vuelves a empezar mi promesa ya no sirve de nada. ¿Quieres acaso que te rompa el otro brazo y te entregue a Marescal?

Guillaume, aturdido, hubiera querido escapar. Pero Jodot se resistió.

—En pocas palabras, que el tesoro es para usted. Eso es lo que queda más claro.

Raoul se encogió de hombros.

—¿Sigues creyendo en el tesoro, camarada?

—Igual que usted. Hace cerca de veinte años que trabajo para conseguirlo y ya estoy harto de todas sus artimañas. No consentiré que me lo sople.

—¡Soplártelo! Primero sería preciso que supieras dónde está el tesoro y en qué consiste.

—Yo no sé nada…, y usted tampoco, no más que Brégeac. Pero la pequeña sí que lo sabe. Por eso…

—¿Quieres que repartamos? —dijo Raoul riendo.

—No vale la pena. Sabré coger solito mi parte, y será una buena parte. Y peor para los que se opongan: tengo más resortes en mis manos de lo que usted cree. Adiós, ya está usted advertido.

Raoul les vio marchar. El incidente le molestaba. ¿Qué diablos venía a hacer aquel pájaro de mal agüero?

«¡Bah!», se dijo. «Si quiere correr detrás del coche durante cuatrocientos kilómetros, voy a proporciónale uno de esos trenes chiquitos…».

Al día siguiente, al mediodía, Aurélie se despertó en una habitación clara desde donde veía, por encima de jardines y vergeles, la sombría y majestuosa catedral de Clermont-Ferrand. Un antiguo pensionado, transformado en casa de reposo y situado en una colina, le ofrecía el asilo más discreto y más capaz de restablecer definitivamente su salud.

Pasó unas semanas placenteras, sin hablar con nadie más que con la vieja nodriza de Raoul, paseándose por el parque, soñando horas enteras con los ojos fijos en la ciudad o en las montañas del Puy-de-Dóme cuyos primeros contrafuertes marcaban las colinas de Royat.

Raoul no fue a verla ni una sola vez. La muchacha encontraba flores en su habitación, frutas, libros y revistas que la nodriza le llevaba. Raoul se escondía a lo largo de los caminos que serpenteaban entre las viñas de las ondulaciones próximas. La miraba y le dirigía discursos en los que se exaltaba su pasión cada día en aumento.

Adivinaba por los gestos de la muchacha y por su caminar ligero que la vida volvía a ella, como una fuente casi extinguida a la que el agua fresca afluye de nuevo. La sombra cubría las horas espantosas, los rostros siniestros, los cadáveres y los crímenes y, por debajo del olvido, surgía una felicidad tranquila, grave, inconsciente, al abrigo del pasado e incluso del futuro.

«Eres feliz, señorita de los ojos verdes» —se decía Raoul. «La felicidad es un estado del alma que permite vivir en el presente. Mientras que la pena se nutre de recuerdos malos y de esperanzas que no llegan a engañarte, la felicidad se mezcla en todos los pequeños actos de la vida cotidiana y los transforma en elementos de alegría y de serenidad. Sí, eres feliz, Aurélie. Cuando coges flores o cuando te tiendes en el sofá, lo haces con expresión de satisfacción».

El día veinte una carta de Raoul le propuso una excursión en automóvil para una mañana de la semana próxima. Tenía cosas importantes que decirle.

Sin vacilar, hizo contestar que aceptaba.

La mañana designada se fue por pequeños caminos rocosos que la condujeron hasta la carretera en donde la esperaba Raoul. Al verle, la muchacha se detuvo, de repente confusa e inquieta, como una mujer que se pregunta, en un momento solemne, hacia dónde se dirige y hacia dónde le arrastran las circunstancias. Pero Raoul se acercó y le hizo señal de callarse. A él le tocaba decir las palabras precisas.

—No he dudado de que vendría. Usted sabía que teníamos que vernos porque la aventura trágica todavía no ha terminado y algunas soluciones permanecen en suspenso. ¿Cuáles? Poco le importa, ¿verdad? Usted me ha dado la misión de arreglarlo todo, de ordenarlo todo, de resolverlo todo y de hacerlo todo. Usted me obedecerá sencillamente. Se dejará guiar y, pase lo que pase, no tendrá ya más miedo. El miedo ha terminado, este miedo que trastorna y que muestra visiones infernales. ¿Verdad? Usted sonríe de antemano a los acontecimientos y está dispuesta a recibirlos como amigos.

Le tendió la mano. Ella le dejó estrechar la suya. Hubiera querido hablar y decirle que se lo agradecía, que tenía confianza… Pero debió comprender lo inútil de tales palabras, pues guardó silencio. Cruzaron la estación termal y la vieja villa de Royat.

El reloj de la iglesia señalaba las ocho y media. Era un sábado, quince de agosto. Las montañas se erguían bajo un cielo espléndido.

No intercambiaron ni una sola palabra. Pero Raoul, en su interior, no dejaba de hablarle tiernamente.

«¿No es cierto, señorita de los ojos verdes, que ya no me detesta? ¿No es cierto que ha olvidado la ofensa de aquellos primeros momentos? Y yo, tengo tanto respeto por usted que no quiero ni quisiera recordarlo. Vamos, sonría usted un poco, puesto que ahora tiene la costumbre de pensar en mí como su buen genio protector, y se sonríe a los genios protectores».

Aurélie no sonreía. Pero Raoul la sentía amistosa y cercana.

El coche no viajó más de una hora. Rodearon el Puy-de-Dóme y tomaron un camino bastante estrecho que se dirigía hacia el sur, con pendientes y curvas, descensos en medio de verdes valles o de bosques umbríos.

La carretera se estrechó todavía más. Corría en medio de una región desierta y seca y se volvió abrupta. Estaba pavimentada con enormes losas de lava desiguales y discontinuas.

—Un antiguo camino romano —dijo Raoul—. No hay un rincón de Francia en el que no se encuentre un vestigio análogo, alguna vía de César.

Aurélie no contestó. De repente, parecía soñadora y distraída.

La vieja carretera romana no era mucho más que un sendero de cabras. La subida fue penosa. Siguió una pequeña meseta, con un pueblo casi abandonado, cuyo nombre vio Aurélie en un letrero: Juvains. Luego un bosque, luego una llanura, repentinamente verdeante, de aspecto amable. A continuación, de nuevo la calzada romana que subía, derecha, entre taludes de hierba espesa. Se detuvieron al borde de una escalera. Aurélie estaba cada vez más absorta. Raoul no cesaba de observarla ávidamente.

Cuando hubieron franqueado las losas dispuestas en peldaños, llegaron a una larga franja de terreno circular que encantaba por el frescor de sus plantas y de su césped, que aprisionaba un alto muro de adoquines que la intemperie no había alterado y que seguía hasta muy lejos, por la derecha y por la izquierda. El muro estaba agujereado por una gran puerta. Raoul tenía la llave. Abrió. El terreno seguía subiendo. Cuando hubieron alcanzado la cima de aquel túmulo, vieron ante ellos un lago sereno como un espejo, en el centro de una corona de rocas que lo dominaba con regularidad.

Por primera vez, Aurélie hizo una pregunta que demostraba todo el trabajo de reflexión que estaba realizando en su cerebro.

—¿Puedo preguntarle si al conducirme aquí y no a otro sitio tiene usted un motivo determinado o es por casualidad?

—El espectáculo es más bien melancólico, en efecto —dijo Raoul sin responder directamente—. Pero sin embargo, es una melancolía salvaje que tiene carácter. Los turistas no vienen nunca de excursión, me dijeron. No obstante la gente se pasea en barca por el lago, como puede usted ver.

La condujo hacia una vieja barca atada con una cadena a una estaca. Aurélie se instaló sin decir palabra. Raoul tomó los remos y se alejaron suavemente.

El agua color de pizarra no reflejaba el azul del cielo, sino más bien el tono sombrío de unas invisibles nubes. En el extremo de los remos, relucían gotas de agua que parecían pesadas como mercurio y era asombroso que la barca pudiera penetrar en aquella masa metálica. Aurélie mojó su mano pero tuvo que retirarla de inmediato de tan fría que estaba y de tan desagradable que era.

—¡Oh! —dijo con un suspiro.

—¿Qué le sucede? —preguntó Raoul.

—Nada…, o por lo menos, no lo sé…

—Está usted inquieta… Emocionada…

—Emocionada, sí… Siento en mí unas impresiones que me sorprenden…, que me desconciertan… Me parece…

—¿Le parece?

—No sabría decirlo… Me parece que soy otro ser…, y que no es usted quien está aquí. ¿Me comprende?

—La comprendo —dijo Raoul, sonriente.

Aurélie murmuró:

—No me lo explique. Lo que siento me hace daño y, sin embargo, por nada del mundo quisiera no sentirlo.

El círculo de farallones, en la cima de los cuales el muro aparecía de vez en cuando, y que se desarrollaba en un radio de 500 a 600 metros, ofrecía, al fondo, un sesgo desde donde empezaba un canal que las altas murallas ocultaban a los rayos del sol. Se dirigieron hacia allí. Las rocas eran más negras y más tristes. Aurélie las contemplaba con estupor y levantaba los ojos hacia las extrañas siluetas que formaban: leones agachados, chimeneas macizas, estatuas desmesuradas, gárgolas gigantescas.

Y repentinamente, cuando llegaron al centro de aquel fantástico corredor, recibieron como una vaharada de rumores lejanos imprecisos que, siguiendo el mismo camino que ellos, venían de las regiones que habían abandonado un poco más de una hora antes.

Se trataba de campanadas, de tintineos de campanas ligeras, canciones de bronce, notas alegres y felices, todo un estremecimiento de músicas divinas en el que dominaba el broncíneo sonido de la campana mayor de una catedral.

La muchacha se sintió desfallecer. Ahora comprendía el por qué de su turbación: la voz del pasado, de aquel pasado misterioso que había intentado no olvidar por todos los medios, resonaba a su alrededor. Aquellos sonidos se estrellaban contra los farallones en los que el granito se mezclaba con la lava de los antiguos volcanes. Aquellos sonidos saltaban de una roca a otra, de una estatua a una gárgola, resbalaban sobre la superficie bruñida del agua, subían hasta el azul del cielo, caían como polvo de espuma en el interior de las simas, y se iban en ecos saltarines hacia la otra salida del desfiladero en donde brillaba la luz del sol.

Estupefacta, palpitante de recuerdos, Aurélie intentó luchar y se encogió para no sucumbir ante tantas emociones. Pero no le quedaban fuerzas. El pasado la curvaba como una rama de árbol. Se inclinó y murmuró entre sollozos:

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Quién es usted?

Se sentía estupefacta ante aquel prodigio inconcebible. No habiendo revelado nunca el secreto que le habían confiado en su infancia, celosa del tesoro de recuerdos que su memoria guardaba piadosamente y que sólo debía entregar, según orden de su madre, a aquél a quien amaría, Aurélie se sentía débil ante aquel hombre desconcertante que leía en el fondo de su alma.

—¿Así pues, no me he equivocado? Es aquí ¿verdad? —preguntó Raoul a quien el abandono encantador de la muchacha emocionaba profundamente.

—Sí, es aquí —murmuró Aurélie—. Ya a lo largo del trayecto muchas cosas me han evocado recuerdos de lo que viera antaño…, los árboles…, ese camino enlosado que subía entre los dos taludes…, y después ese lago, las rocas, el color y la temperatura del agua…, pero sobre todo, las campanas… ¡Oh! Son las mismas que antaño…, nos salieron al paso en el mismo lugar, cuando iba con mi madre y mi abuelo. Entonces, como hoy, salimos de la sombra para entrar en esa otra parte del lago, bajo un mismo sol…

Aurélie había levantado la cabeza y miraba. Otro lago, en efecto, más pequeño pero más grandioso, se abría ante ellos, con farallones más escarpados y un aire de soledad más salvaje y todavía más agresivo.

Uno a uno, los recuerdos despertaron. Aurélie los decía suavemente, dirigiéndose a Raoul, como si fueran las confidencias que se hacen a un amigo. La muchacha evocaba ante sí a una pequeña de seis años, despreocupada, emocionada por el espectáculo de formas y colores que hoy contemplaba también con los ojos húmedos de lágrimas.

—Es como si usted me llevara de viaje a través de su vida —dijo Raoul, a quien la emoción hacía temblar la voz—. Y siento tanto o más placer en ver cómo fue aquel día, que el que experimenta usted en reencontrarlo.

La muchacha prosiguió:

—Mi madre estaba sentada en el lugar en donde se sienta usted y mi abuelo se situaba frente a nosotras. Yo besaba la mano de mamá. Mire, ese árbol solitario, en esa roca, estaba ahí…, y también esas gruesas manchas de sol que iluminan esa roca… Todo está igual que entonces. No se puede pasar más allá, ésa es la extremidad del lago. Se trata de un lago alargado, curvado como un croissant… Ahora veremos una playita que está situada en el extremo más alejado… Mírela, ahí está… Con una cascada a la derecha, que brota del farallón… Y una segunda cascada a la derecha… Verá usted la arena…, brilla como la mica… Y después veremos una gruta… Sí, estoy segura de ello… Y en la entrada de esa gruta…

—¿En la entrada de la gruta?

—Había un hombre que nos esperaba…, un hombre curioso, con una larga barba gris, vestido con una blusa de lana marrón… Desde ahí se le veía, de pie, muy alto. ¿No le veremos hoy?

—Creía que sí —afirmó Raoul—. Y me sorprende que no esté. Es casi mediodía y nuestra cita estaba fijada para las doce en punto.