Palabras que valen como actos
Hubo un silencio de estupor que prolongó la frase inconcebible. Marescal estaba aturdido, como un boxeador a punto de derrumbarse de un golpe en el estómago. Brégeac, amenazado todavía por el revólver de Sauvinoux, también parecía desconcertado.
Y de pronto estalló una risa nerviosa, involuntaria, pero que, no obstante, sonaba alegremente en la atmósfera pesada de la habitación. Era Aurélie, a quien el rostro derrotado del comisario lanzaba a aquel acceso de hilaridad verdaderamente intempestivo. El hecho, sobre todo, de que la frase cómica hubiera sido pronunciada en voz alta por quien era objeto de ridículo le hacía saltar lágrimas de los ojos:
—¡Marescal es una calabaza!
Marescal la consideró sin disimular su inquietud. ¿Cómo era posible que la muchacha tuviera tal crisis de risa en la situación espantosa en que se encontraba, ante él, jadeante bajo la garra del adversario?
«La situación ya no es la misma», debía decirse Marescal. «¿Qué es lo que ha cambiado?».
Y sin duda relacionaba aquella risa inopinada con la actitud extrañamente tranquila de la muchacha desde el principio del combate. ¿Qué esperaba? ¿Era posible que, en medio de acontecimientos que deberían haberla hecho caer de rodillas, conservara un punto de apoyo cuya solidez le parecía inquebrantable?
Todo aquello se presentaba bajo un aspecto ciertamente desagradable y dejaba entrever una trampa hábilmente tendida. Había peligro al acecho. Pero ¿de qué lado vendría la amenaza? ¿Cómo admitir, incluso, que pudiera producirse un ataque cuando no había descuidado ninguna medida de precaución?
—Si Brégeac se mueve, peor para él… Una bala entre los ojos —ordenó a Sauvinoux.
Fue hasta la puerta y la abrió.
—¿Nada nuevo ahí abajo?
—¿Patrón?
Se inclinó por encima de la barandilla de la escalera.
—¿Tony…? ¿Labonce…? ¿No ha entrado nadie?
—Nadie, patrón. ¿Ha habido pelotera arriba?
—No… no…
Cada vez más desamparado, volvió al gabinete de trabajo. Brégeac, Sauvinoux y la muchacha no se habían movido. Solamente… Solamente se producía una cosa inaudita, increíble, inimaginable, fantástica, que le cortó las piernas y le inmovilizó en el encuadre de la puerta. Sauvinoux tenía entre los labios un cigarrillo apagado y le contemplaba como si fuera a pedirle fuego.
Visión de pesadilla, tan violentamente opuesta a la realidad que Marescal se negó, al principio, a darle el sentido que comportaba. Sauvinoux, por una aberración que sería castigada, quería fumar y reclamaba fuego, eso era todo. ¿Por qué buscar más lejos? Pero poco a poco la cara de Sauvinoux se iluminó con una sonrisa socarrona en la que había tanta malicia impertinente que Marescal intentó vanamente eludirla. Sauvinoux, el subalterno Sauvinoux se convertía insensiblemente, en su espíritu, en un ser nuevo que ya no era un agente y que, por el contrario, pasaba al campo adverso. Sauvinoux era…
En las circunstancias ordinarias de su profesión, Marescal se habría debatido con más fuerza contra el asalto de un hecho tan monstruoso. Pero los acontecimientos más fantasmagóricos le parecían naturales cuando se trataba de aquel a quien llamaba el hombre del rápido. Aunque Marescal no quería pronunciar, ni siquiera en el fondo de sí mismo, la palabra de confesión irremediable y someterse a una realidad verdaderamente odiosa, ¿cómo eludir la evidencia? ¿Cómo no saber que Sauvinoux, notable agente que el ministro le había recomendado ocho días antes, no era otro que el personaje infernal que había detenido por la mañana y que se encontraba en aquel momento en el calabozo de la prefectura; en las salas del servicio antropométrico?
—¡Tony! —chilló el comisario saliendo por segunda vez—. ¡Tony, Labonce! ¡Subid inmediatamente, maldita sea!
Llamaba, vociferaba, se agitaba, golpeaba, chocaba contra las paredes de la caja de la escalera como un mosquito contra los cristales de una ventana.
Sus hombres se le reunieron rápidamente. Tartamudeó:
—Sauvinoux… ¿Saben quién es Sauvinoux? Es el tipo de esta mañana… el tipo de enfrente, evadido, disfrazado…
Tony y Labonce parecían consternados.
El patrón deliraba. Los empujó dentro de la pieza y luego, armándose con un revólver, gritó:
—¡Arriba las manos, bandido! ¡Arriba las manos! Labonce, apúntale tú también.
Sin hacer caso, después de haber colocarlo un pequeño espejo de bolsillo sobre la mesa, el señor Sauvinoux empezaba a desmaquillarse cuidadosamente. Incluso había dejado cerca de él el browning con el que amenazaba a Brégeac no hacía más que unos minutos.
Marescal dio un salto hacia adelante, cogió el arma y retrocedió inmediatamente con los dos brazos extendidos.
—¡Arriba las manos o disparo! ¿Me oyes, miserable?
El «miserable» no pareció emocionarse. Frente a los brownings apuntando a tres metros de él, se arrancaba algunos pelos falsos que dibujaban arrugas en sus mejillas o que daban a sus cejas un espesor insólito.
—¡Disparo! ¡Disparo! ¿Me oyes, canalla? ¡Cuento hasta tres y disparo! Uno… dos… tres…
—Vas a hacer una tontería, Rodolphe —murmuró Sauvinoux.
Rodolphe hizo la tontería. Había perdido la cabeza. Con las dos manos tiró al azar, hacia la chimenea, sobre los cuadros, estúpidamente, como un asesino que siente el olor de la sangre y que planta puñetazos en el cadáver jadeante. Brégeac se doblaba bajo la ráfaga. Aurélie no hizo ni un gesto. Puesto que su salvador no intentaba protegerla, puesto que dejaba hacer a Marescal, era que no había nada que temer. Su confianza era tan absoluta que casi sonreía. Con el pañuelo untado con un poco de grasa, Sauvinoux se quitaba el colorete de su cara. Raoul aparecía poco a poco.
Habían estallado seis detonaciones. Salía humo. Cristales rotos, estallidos de mármol, cuadros rajados… la habitación parecía haber sido tomada por asalto. Marescal, avergonzado de su crisis de demencia, se contuvo y dijo a sus agentes:
—Espérenme en el descansillo. A la menor llamada, entrad.
—Veamos, patrón —insinuó Labonce—. Puesto que Sauvinoux ya no es Sauvinoux, sería mejor embalar al personaje. No me ha gustado nunca desde el momento en que usted lo puso a su servicio, la pasada semana. ¿De acuerdo? ¿Lo cogemos entre los tres?
—Haz lo que te digo —ordenó Marescal, para quien la proporción de tres a uno no era, sin duda, suficiente.
Los sacó fuera y cerró la puerta a sus espaldas. Sauvinoux acababa su transformación, se giraba la chaqueta, arreglaba el nudo de su corbata y se levantaba. Otro hombre apareció. El pequeño policía enclenque y de aspecto lastimoso se convertía en un hombre seguro de sí mismo, bien vestido, elegante y joven, en quien Marescal reencontraba a su perseguidor habitual.
—La saludo, señorita —dijo Raoul—. ¿Puedo presentarme? Barón de Limézy, explorador… y policía desde hace una semana. Me ha reconocido usted en seguida, ¿verdad? Sí, lo he adivinado, abajo, en el vestíbulo… Sobre todo, guarde silencio, pero vuelva a reír, señorita. ¡Ah, su risa, qué fácil era de comprender! ¡Y qué recompensa ha sido para mí! Saludó a Brégeac.
—A su disposición, señor.
Luego, volviéndose hacia Marescal, le dijo alegremente:
—Buenos días, viejo amigo. ¡Ah, tú, por ejemplo, no me habías reconocido! Todavía te preguntas cómo he podido quitar el sitio a Sauvinoux. ¡Y es que crees en Sauvinoux! ¡Señor Todopoderoso! ¡Decir que existe un hombre que ha creído en Sauvinoux y que este hombre tiene un grado de pez gordo en el mundo policiaco! No, mi buen Rodolphe, Sauvinoux no ha existido nunca. Sauvinoux es un mito, un personaje irreal cuyas cualidades han sido cantadas a tu ministro y el ministro te ha impuesto su colaboración por intermedio de su mujer. Así es que, desde hace diez días, estoy a tu servicio, es decir, que yo te dirijo hacia el buen camino, que te he indicado la vivienda del barón de Limézy, que me he hecho detener a mí mismo esta mañana y que he descubierto, allí donde la había escondido, la magnífica botella que proclama esta fundamental verdad: «Marescal es una calabaza».
Se hubiera creído que el comisario iba a lanzarse sobre Raoul y agarrarle por el cuello. Pero se dominó.
Raoul prosiguió con aquel tono que tranquilizaba a Aurélie y que en cambio azotaba a Marescal como un látigo.
—¿No las tienes todas contigo, Rodolphe? ¿Qué murmuras? ¿Te molesta que esté aquí y no en una celda? ¿Y te preguntas cómo he podido ir a prisión como Limézy y acompañarte como Sauvinoux? ¡Vamos, muchacho, detective de pacotilla! Pero, mi viejo Rodolphe, ¡es sencillísimo! La invasión de mi domicilio ha sido preparada por mí y he sustituido el barón de Limézy por un individuo bien pagado que tenía una vaga semejanza con el barón y al que he dado como consigna aceptar todas las desaventuras que podrían ocurrirle hoy. Conducido por mi vieja criada, tú has caído como un toro sobre el individuo al que yo, Sauvinoux, he envuelto inmediatamente la cabeza con un pañuelo. ¡Y hacia el calabozo!
»Resultado: desembarazado del temible Limézy y absolutamente seguro, has venido a detener a la señorita, cosa que no te habrías atrevido a hacer si yo hubiera estado libre. Ahora bien, era necesario que se hiciera. ¿Comprendes, Rodolphe? Era preciso. Era precisa esta pequeña sesión entre nosotros cuatro. Era preciso que se pusieran todos los puntos sobre las íes para no tener que volver sobre ellas. ¡Y cómo se han aclarado las cosas! ¡Qué bien estamos ahora!, ¿verdad? ¡Cómo nos sentimos libres de un montón de pesadillas! Qué agradable es, incluso para ti, pensar que dentro de diez minutos la señorita y yo vamos a largarnos de aquí.
A pesar de la rechifla horripilante, Marescal había recobrado su sangre fría. Quería parecer tan tranquilo como su adversario y, con gesto descuidado, cogió el teléfono.
—¡Oiga…! La prefectura de policía, por favor… ¡Oiga…! ¿La prefectura? Póngame con el señor Philippe… ¿Oiga… eres tú, Philippe…? ¿Y bien…? ¡Ah, ya…! ¿Ya os habéis dado cuenta del error…? Sí, estoy al corriente y, como tú, no puedo creerlo… Escucha… Toma a dos ciclistas contigo… ¡dos tipos…! y rápidamente aquí, en casa de Brégeac… Llama… ¿Comprendido, eh? No pierdas ni un segundo.
Colgó y observó a Raoul.
—Te has descubierto demasiado pronto, amigo mío —dijo burlón y visiblemente satisfecho de su nueva actitud—. El ataque ha fallado… y ya conoces la respuesta. En el rellano, Labonce y Tony. Aquí, Marescal con Brégeac, quien, en el fondo, no tiene nada que ganar contigo. Esto de principio si es que tenías la idea fantástica de liberar a Aurélie. Y además, dentro de veinte minutos, tres especialistas de la prefectura. ¿No es suficiente?
Raoul se ocupaba gravemente en plantar cerillas en una ranura de la mesa. Plantó siete en fila india y una sola, separada.
—Caramba —dijo—. Siete contra uno. Es poca cosa. ¿En qué os vais a convertir?
Avanzó tímidamente la mano hacia el teléfono.
—¿Me permites?
Marescal le dejó hacer sin dejar de vigilarle. Raoul, a su vez, cogió un auricular:
—¿Oiga…? El número Elysée 22.23, señorita. ¿Oiga…? ¿El presidente de la República? Señor presidente, envíe urgentemente al señor Marescal un batallón de cazadores a pie…
Furioso, Marescal le arrebató el teléfono.
—¡Ya basta de tonterías! ¡Supongo que si has venido aquí no ha sido para hacer bromas! ¿Qué pretendes? ¿Qué quieres?
Raoul hizo un gesto de desolación.
—No tienes sentido del humor. Y, sin embargo, es la mejor ocasión para bromear un poco.
—Habla —exigió el comisario.
Aurélie suplicó:
—Se lo ruego…
Raoul dijo riendo:
—Señorita, usted tiene miedo de los «tipos» de la prefectura y quiere que nos dejemos de bromas y no perdamos el tiempo. Tiene usted razón. Hablemos.
Su voz se había vuelto más seria. Repitió:
—Hablemos… puesto que tú también lo quieres, Marescal. Sin embargo, hablar es actuar, y nada vale tanto como la realidad sólida de ciertas palabras. Si soy el amo de la situación, lo soy por dos razones todavía secretas, pero que necesito exponer si quiero dar a mi victoria unas bases inquebrantables… y convencerte.
—¿De qué?
—De la inocencia absoluta de la señorita —dijo claramente Raoul.
—¡Oh! —rió entre dientes el comisario—. ¿No ha matado?
—No.
—¿Y tú tampoco, tal vez?
—Yo tampoco.
—¿Quién ha sido, pues?
—Otros.
—¡Mentira!
—Verdad. Te has equivocado de un extremo a otro de la historia, Marescal. Te repito lo que te dije en Montecarlo: apenas conozco a la señorita. Cuando la salvé, en la estación de Beaucourt, sólo la había visto una vez, aquella tarde en el salón de té del bulevar Haussmann. Fue en Sainte-Marie en donde tuvimos, ella y yo, algunas entrevistas. Ahora bien, en el curso de estas entrevistas siempre evitó hacer alusiones a los crímenes del rápido y yo nunca la interrogué al respecto. La verdad se ha establecido al margen de ella, gracias a mis esfuerzos encarnizados y gracias, sobre todo, a mi convicción instintiva y, sin embargo, sólida como un razonamiento, de que con este rostro suyo no se puede ser una criminal.
Marescal se encogió de hombros, pero no protestó. A pesar de todo sentía curiosidad por saber cómo podía interpretar los acontecimientos aquel extraño personaje.
Consultó el reloj y sonrió. Philippe y los «tipos» de la prefectura se acercaban.
Brégeac escuchaba sin comprender y miraba a Raoul. Aurélie, ansiosa de repente, no le quitaba los ojos de encima.
Empezó utilizando los mismos términos que había utilizado Marescal.
—El 26 de abril último, el coche número cinco del rápido de Marsella no iba ocupado más que por cuatro personas. Una inglesa, miss Bakefield…
Pero se interrumpió bruscamente, reflexionó durante unos segundos y prosiguió con tono resuelto:
—No, no es así que hay que proceder. Hay que empezar de más adelante, por la fuente de los hechos y desarrollar toda la historia, lo que se podría llamar las dos épocas de la historia. Ignoro algunos detalles, pero lo que sé y lo que se puede suponer con toda certeza es suficiente para que todo se aclare y para que todo se encadene.
Y pronunció lentamente:
—Hace alrededor de dieciocho años —repito la cifra, Marescal… dieciocho años… es decir, la primera época de la historia—, hace, pues, dieciocho años, en Cherbourg, cuatro personas jóvenes se reunían en un café de manera bastante regular. Una de estas personas se llamaba Brégeac, secretario en el comisariado marítimo. Otro era un tal Jacques Ancivel, otro Loubeaux y un tal señor Jodot. Relaciones superficiales que no duraron puesto que los tres últimos rompieron su amistad con la justicia y el puesto administrativo del primero, es decir, Brégeac, no le permitía continuar frecuentándolos. Por otra parte, Brégeac se casó y vino a vivir a París.
»Se había casado con una viuda, madre de una niñita llamada Aurélie d’Asteux. El padre de su mujer, Étienne d’Asteux, era un viejo extravagante de provincias, inventor, buscador incansable siempre al acecho y que, varias veces, había estado a punto de conseguir una gran fortuna o de descubrir el gran secreto que hace posible esta gran fortuna. Ahora bien, con anterioridad a la boda de su hija con Brégeac, le pareció haber descubierto definitivamente el gran secreto. Por lo menos así lo pretendía en las cartas escritas a su hija, al margen de Brégeac, y para probárselo la hizo viajar un día con la pequeña Aurélie. Viaje clandestino, del cual desgraciadamente Brégeac tuvo conocimiento, no más tarde como cree la señorita, sino de inmediato. Entonces Brégeac interroga a su mujer. La señora, callándose lo esencial, tal como había jurado a su padre, y negándose a revelar el lugar visitado, hace algunas confesiones que hacen creer a Brégeac que Étienne d’Asteux ha ocultado un tesoro en algún lugar. ¿Dónde? ¿Y por qué no gozar de él desde aquel momento? La existencia del matrimonio se hace penosa. Brégeac se irrita cada día más, importuna a Étienne d’Asteux, interroga a la chiquilla, que no responde, persigue a su mujer, la amenaza… en pocas palabras, vive en una agitación creciente.
»Entonces dos acontecimientos colman su exasperación. Su mujer muere de una pleuresía. Se entera de que su suegro d’Asteux, atacado por una grave enfermedad, está condenado a morir. Para Brégeac es el fin. ¿Qué será del secreto si Étienne d’Asteux no habla? ¿Qué será del tesoro si Étienne d’Asteux lo lega a su nieta Aurélie “como regalo de mayoría de edad” (la expresión se encuentra en una de sus cartas)? Entonces, ¿qué? ¿Nada habrá para Brégeac? ¿Pasarán por su lado sin afectarle todas esas riquezas que él presume fabulosas? Es preciso saber, a cualquier precio y sin importar los medios.
»Un azar funesto le proporciona este medio. Encargado de un asunto en el que persigue a los autores de un robo, echa mano del trío de sus antiguos camaradas de Cherbourg, Jodot, Loubeaux y Ancivel. La tentación es grande para Brégeac. Sucumbe y habla. Inmediatamente se cierra el trato. Para los tres bribones se trata de la libertad inmediata. Se largarán hacia el pueblo provenzal en donde agoniza el viejo y le arrancaran, de grado o a la fuerza, las indicaciones necesarias. Complot fracasado. El viejo, asaltado en plena noche por los tres malhechores, obligado a responder, brutalizado, muere sin decir una palabra. Los tres asesinos se escapan. Brégeac tiene en su conciencia un crimen del cual no ha sacado ningún beneficio».
Raoul de Limézy hizo una pausa y observó a Brégeac. Éste se mantenía callado. ¿No quería protestar contra aquellas acusaciones inverosímiles? ¿Confesaba? Se hubiera dicho que todo aquello le era indiferente y que la evocación del pasado, por muy terrible que fuera, no podía aumentar su angustia presente.
Aurélie había escuchado con el rostro entre las manos y sin manifestar sus impresiones. Pero Marescal recobraba poco a poco su aplomo, ciertamente sorprendido de que Limézy revelara ante él unos hechos tan graves y le entregara, atado de pies y manos, a su viejo enemigo Brégeac. Y de nuevo consultó el reloj.
Raoul prosiguió:
—Así, pues, crimen inútil, pero cuyas consecuencias se hicieron sentir duramente aunque la justicia no haya sabido nunca nada. Primeramente, uno de sus cómplices, Jacques Ancivel, espantado, se embarca hacia América. Antes de partir lo confía todo a su mujer. Ésta se presenta en casa de Brégeac y le obliga, bajo amenaza de una denuncia inmediata, a firmar un papel por el cual carga con toda la responsabilidad del crimen cometido contra Étienne d’Asteux y declara la inocencia de los tres culpables. Brégeac tiene miedo y, estúpidamente, firma. Entregado a Jodot, el documento es escondido por éste y por Loubeaux en una botella que han encontrado bajo la almohada de Étienne d’Asteux y que conservan por casualidad. Desde ahora tienen a Brégeac en su poder y pueden hacerle cantar cuando quieran.
»Le tienen, pero son individuos inteligentes y prefieren, más que agotarse en pequeños chantajes, dejar que Brégeac gane grandes sumas en la administración. En el fondo no tienen más que una idea: el descubrimiento de este tesoro del que Brégeac tuvo la imprudencia de hablarles. Ahora bien, Brégeac no sabe nada todavía. Nadie sabe nada… nadie excepto esta muchacha que ha visto el paisaje y que, en el misterio de su alma, guarda obstinadamente la consigna del silencio. Así pues, es preciso esperar y vigilar. Cuando salga del convento en el que Brégeac la ha encerrado, actuará…
»Aurélie vuelve del convento y a la mañana siguiente de su llegada, hace dos años, Brégeac recibe una nota en la que Jodot y Loubeaux le anuncian que están totalmente a su disposición para la búsqueda del tesoro. Que haga hablar a la pequeña y que les tenga al corriente. De lo contrario…
»Para Brégeac, aquello es un rayo fatal. Después de doce años, creía que el asunto había sido enterrado definitivamente. En el fondo, a él ya no le interesaba, le recuerda un crimen que le produce horror y una época de la que se acuerda con angustia. ¡Y he aquí que todas aquellas infamias salen de las tinieblas! ¡He aquí que surgen sus camaradas de antaño! ¡Jodot le persigue hasta aquí, está en sus manos! ¿Qué hacer?
»La cuestión planteada es de las que ni siquiera se discuten. Lo quiera o no, es preciso obedecer, es decir, atormentar a su hijastra y obligarla a hablar. Se decide a hacerlo impulsado también, por lo demás, por una necesidad de saber y de enriquecerse que de nuevo le invade. Desde entonces no pasa ni un día sin que se produzcan interrogatorios, disputas, amenazas. La desgraciada es acosada en sus pensamientos y sus recuerdos. Se llama con insistencia a esta puerta cerrada detrás de la cual, siendo niña, encerró un pequeño grupo de débiles imágenes e impresiones. Desearía vivir: no le dejan. Querría divertirse, incluso lo hace algunas veces, frecuenta amigas, hace teatro, canta… Pero, de regreso, otra vez el martirio de cada minuto.
»Un martirio al que se une otra cosa verdaderamente odiosa y que apenas oso evocar: el amor de Brégeac. No hablemos de ello. De eso sabes tú tanto como yo, Marescal, puesto que desde el momento en que pusiste los ojos en Aurélie d’Asteux, entre Brégeac y tú surgió el odio feroz de dos rivales.
»Así es que, poco a poco, la huida se presenta a la víctima como la única salida posible. La anima a ello un personaje que Brégeac soporta a su pesar: Guillaume, el hijo del último camarada de Cherbourg. La viuda Ancivel lo tenía en reserva. Ahora juega su partida, hasta el momento en la sombra, muy hábilmente, sin despertar desconfianza. Guiado por su madre y sabiendo que Aurélie d’Asteux será libre, el día en que ame, de confiar su secreto al elegido de su corazón, sueña con hacerse amar. Propone su ayuda. Llevará a la muchacha al Mediodía, en donde, precisamente, según dice, le llaman sus ocupaciones.
»Y llega el 26 de abril.
»Fíjate bien, Marescal, en la situación de los actores del drama en esta fecha y de qué manera se presentan las cosas. En principio, la señorita se escapa de su prisión. Feliz por la próxima libertad, ha consentido, por última vez, a tomar el té con su padrastro en una pastelería del bulevar Haussmann. Te encuentra allí por casualidad. Escándalo. Brégeac la lleva a su casa. Ella se escapa y se reúne, en la estación, con Guillaume Ancivel.
»En esta ocasión, Guillaume tiene dos asuntos. Seducirá a Aurélie pero, al mismo tiempo, efectuará un robo en Niza, bajo la dirección de la famosa miss Bakefield, en cuya banda está afiliado. Y es así como la infortunada inglesa se encuentra envuelta en un drama en el que no tenía ningún papel.
»En fin, tenemos ahora a Jodot y a los dos hermanos Loubeaux. Los tres han actuado con tanto cuidado que Guillaume y su madre ignoran que han reaparecido y que los tienen como competidores. Pero los tres bandidos han seguido todas las maniobras de Guillaume, saben todo lo que se hace y se proyecta en la casa y están presentes el 26 de abril. Tienen su plan a punto: raptarán a Aurélie y la obligarán a hablar por el medio que sea. Está claro, ¿verdad?
»Y ahora, he aquí la distribución de los sitios ocupados. Coche número cinco: en cola, miss Bakefield y el barón de Limézy; en cabeza, Aurélie y Guillaume Ancivel… ¿Comprendes, verdad Marescal? A la cabeza del coche, Aurélie y Guillaume, y no los dos hermanos Loubeaux como se ha creído hasta ahora. Los dos hermanos, así como Jodot, están en otra parte. Están en el coche número cuatro, en el tuyo, Marescal, bien disimulados detrás de la cortina. ¿Comprendes?
—Sí —dijo Marescal en voz baja.
—¡No está mal! Y el tren parte. Pasan dos horas. Estación de Laroche. Se parte de nuevo. Es el momento. Los tres hombres del coche cuatro, es decir, Jodot y los hermanos Loubeaux salen de su compartimiento oscuro. Van enmascarados, vestidos con blusas grises y tocados con gorras. Penetran en el coche cinco. De repente, a la izquierda, dos siluetas dormidas, un señor y una dama cuyos cabellos rubios entresalen de la manta. Jodot y el mayor de los hermanos se precipitan mientras que el otro vigila. El barón es aturdido y atado. La inglesa se defiende. Jodot la coge por el cuello y sólo entonces se da cuenta del error cometido: no se trata de Aurélie sino de otra mujer de pelo rubio dorado. En este momento el hermano pequeño lleva a los dos cómplices al otro extremo del vagón en donde se encuentran realmente Guillaume y Aurélie. Pero una vez allí todo cambia. Guillaume ha oído ruido. Está en guardia. Tiene un revólver y el resultado del combate es inmediato: dos disparos y los dos hermanos caen. Jodot se escapa.
«¿Estamos de acuerdo, verdad Marescal? Tu error, mi error del principio, el error de la magistratura, el error de todo el mundo, es que se han juzgado los hechos según las apariencias y según esta regla, muy lógica por lo demás: cuando hay un crimen, los muertos son las víctimas y los fugitivos los criminales. No se ha pensado que puede suceder a la inversa, que los agresores pueden resultar muertos y que los asaltados, sanos y salvos, pueden huir. ¿Y cómo no pensaría Guillaume en la huida? Si hubiera esperado habría sido su perdición.
»Guillaume, el ladrón, no admite que la justicia meta las narices. A la menor investigación, los recovecos de su existencia equívoca surgirán con total claridad. ¿Va a resignarse? Sería estúpido, sobre todo cuando el remedio está al alcance de la mano. No duda ni un momento, empuja a su compañera, le demuestra el escándalo de la aventura, escándalo para ella, para Brégeac. Inerte, el cerebro en desorden, espantada por lo que ha visto y por la presencia de los dos cadáveres, se deja llevar. Guillaume le pone a la fuerza la blusa y la máscara del más joven de los hermanos. Él también se disfraza, la arrastra, se lleva las maletas para no dejar nada tras de sí. Y corren los dos a lo largo del corredor, chocan con el revisor y saltan del tren.
»Una hora más tarde, después de una espantosa persecución a través del bosque, Aurélie es atrapada, hecha prisionera y lanzada ante su más implacable enemigo: Marescal. Se siente perdida.
»Pero ahora viene el golpe de teatro. Entro yo en escena…».
Nada, ni la gravedad de las circunstancias, ni la actitud dolorosa de la muchacha, que lloraba al recordar la noche maldita, nada hubiera impedido a Raoul hacer el gesto del señor que entra en escena. Se levantó, se dirigió hasta la puerta y retrocedió dignamente con toda la seguridad de un actor cuya intervención va a producir un efecto fulminante.
—Así pues, entro en escena —repitió con una sonrisa satisfecha—. Había llegado el momento. Estoy seguro de que, también tú, Marescal, te alegras de encontrar en medio de esta turba de estúpidos e imbéciles a un hombre honesto que se dedica, inmediatamente e incluso sin saber nada, y simplemente porque la señorita tiene unos hermosos ojos verdes, a defender la inocencia perseguida. En fin, he aquí una voluntad firme, una mirada clarividente, unas manos tranquilizadoras, un corazón generoso. Es el barón de Limézy. Desde el momento en que llega él, todo se arregla. Los acontecimientos se comportan como muchachitos sensatos y el drama termina con risas.
Segundo paseo. Luego se inclina hacia la muchacha y le dice:
—¿Por qué llora, Aurélie, ahora que todas estas atrocidades han terminado y cuando el propio Marescal se inclina ante una inocencia que reconoce? No llore, Aurélie. Entro siempre en escena en el minuto decisivo. Es una costumbre y no falto nunca a mi cita. Usted lo vio perfectamente aquella noche: Marescal la hace prisionera y yo la salvo. En Montecarlo, en Sainte-Marie, de nuevo Marescal la atrapa y yo la salvo. ¿No estuve junto a usted en el momento preciso? Entonces, ¿qué teme usted? Todo ha terminado y no tenemos más que marcharnos tranquilamente antes de que los tipos lleguen y que los cazadores de a pie rodeen la casa. ¿No es verdad, Rodolphe? ¿Verdad que no pones ningún obstáculo y que la señorita es libre…? ¿Verdad que estás encantado con este desenlace, que satisface tu espíritu de justicia y cortesía? ¿Viene usted, Aurélie…?
Ella se acercó tímidamente, sintiendo que la batalla no había sido todavía ganada. De hecho, Marescal se irguió en el umbral de la puerta, despiadado. Brégeac se le unió. Los dos hombres hacían causa común contra el rival que triunfaba…