¿No ves acercarse a nadie, sor Ana?
Aquel mismo día, hacia las dos, «la pequeña» como decía Marescal, se vestía. Un viejo doméstico llamado Valentín, que por aquel entonces constituía todo el personal de la casa, le había servido la comida en su habitación y la había prevenido que Brégeac deseaba hablar con ella.
Apenas acababa de salir de la enfermedad. Pálida, muy débil, se esforzaba por mantenerse en pie, con la cabeza alta para presentarse ante el hombre que detestaba. Se pintó los labios y se puso colorete en las mejillas. Descendió.
Brégeac la esperaba en el primer piso, en su gabinete de trabajo, una gran pieza con los postigos cerrados, iluminada por una bombilla.
—Siéntate —dijo.
—No.
—Siéntate. Estas cansada.
—Dígame enseguida lo que tenga que decirme para que pueda volver de inmediato a mi habitación.
Brégeac se paseó unos instantes por la pieza. Tenía el rostro agitado y preocupado. Furtivamente, observaba a Aurélie con tanta hostilidad como pasión, como un hombre que choca contra una voluntad indomable. También sentía piedad por ella.
Se acercó a la muchacha y poniéndole una mano sobre el hombro, la hizo sentar a la fuerza.
—Tienes razón —le dijo—, no será muy largo. Lo que tengo que comunicarte puede resumirse en pocas palabras. A continuación tú decidirás.
Estaban uno junto a otro y, sin embargo, más alejados entre sí que dos adversarios según notó Brégeac. Todas las palabras que pronunciaría no harían más que aumentar el abismo que había entre ellos. Crispó los puños y articuló:
—¿No comprendes todavía que estamos rodeados de enemigos y que esta situación no puede durar?
Ella dijo entre dientes:
—¿Qué enemigos?
—¡Vamos! —dijo él—. No puedes ignorarlo. Marescal… Marescal, que te detesta y que quiere vengarse.
Y en voz baja, gravemente, explicó:
—Escucha Aurélie: se nos vigila desde hace semanas. En el ministerio se registran mis cajones. Superiores e inferiores, todo el mundo se ha unido contra mí. ¿Por qué? Porque todos están, más o menos, a sueldo de Marescal y porque todos le consideran más vinculado al ministro. Ahora bien, tú y yo estamos unidos, aunque sólo sea por su odio. Y estamos unidos por nuestro pasado, que es el mismo lo quieras o no. Yo te he educado. Soy tu tutor. Mi ruina es tu ruina. Y me pregunto si no es a ti a quien quieren conseguir, por motivos que ignoro. Sí, tengo la impresión, dados algunos síntomas, que me dejarían tranquilo a mí pero que tú estás amenazada directamente.
Aurélie pareció desfallecer.
—¿Qué síntomas?
Brégeac respondió:
—Peor que eso. He recibido una carta anónima con papel del ministerio…, una carta absurda, incoherente, en la que se me advierte que se van a empezar persecuciones contra ti.
Ella tuvo energías para decir:
—¿Persecuciones? ¡Está usted loco! ¿Y todo porque una carta anónima…?
—Sí, ya lo sé —dijo Brégeac—. Algún subalterno debe haber oído estos rumores estúpidos… Pero, con todo, Marescal es capaz de todas las maquinaciones.
—Si tiene usted miedo, váyase.
—Tengo miedo por ti, Aurélie.
—Yo no tengo nada que temer.
—Sí. Este hombre ha jurado perderte.
—Entonces, déjeme marchar.
—¿Tendrás fuerzas para hacerlo?
—Tendría todas las fuerzas que fueran necesarias para dejar esta prisión en la que usted me tiene, para no verle nunca más.
Él hizo un gesto apesadumbrado.
—Cállate… No podría vivir… He sufrido demasiado durante tu ausencia. Prefiero cualquier cosa, lo que sea, antes de verme separado de ti. Mi vida entera depende de tu mirada, de tu vida…
Aurélie se levantó y, con indignación, temblorosa, dijo:
—Le prohíbo que me hable así. Me había jurado que no volvería a dirigirme una palabra de esta clase, que no volvería a oír ninguna de estas palabras abominables…
Mientras ella volvía a sentarse, abatida de repente, él se alejaba y se dejaba caer en una butaca con la cabeza entre las manos, los hombros sacudidos por el llanto, como un hombre vencido para quien la existencia es un peso intolerable.
Al cabo de un largo silencio, volvió a hablar con entonación sorda:
—Somos más enemigos que antes de tu viaje. Has vuelto cambiada. ¿Qué ha hecho, Aurélie, no en Sainte-Marie sino durante las tres primeras semanas en que te buscaba como un loco, sin pensar en el convento? Este miserable Guillaume. Tú no le amabas, lo sé bien… Sin embargo, le seguiste. ¿Por qué? ¿Qué ocurrió entre los dos? ¿Qué ha sido de él? Intuyo acontecimientos muy graves que se produjeron… Se te ve inquieta. En tu delirio hablabas como alguien que huye sin cesar, veías sangre, cadáveres…
Ella se estremeció.
—No, no, no es cierto…, no lo entendió bien.
—Lo entendí perfectamente —dijo él sacudiendo la cabeza—. En este mismo momento tus ojos están desorbitados… Se diría que tu pesadilla continúa…
Se acercó y dijo lentamente:
—Necesitas mucho reposo, mi pobre pequeña. Esto es lo que quiero proponerte. Esta mañana he pedido unos días libres y nos iremos. Te juro que no diré una sola palabra que pueda ofenderte. Es más, no te hablaré de este secreto que hubieras debido confiarme, puesto que me pertenece como a ti. No intentaré leer en el fondo de tus ojos en donde se esconde y en donde he intentado, tan a menudo y por la fuerza, me acuso de ello, descifrar el enigma impenetrable. Dejaré tus ojos tranquilos, Aurélie. No te miraré. Mi promesa es formal. Pero ven, mi pobre pequeña. Me das lástima. Sufres, esperas no sé qué y sólo la desgracia puede responder a tu llamada. Ven.
Aurélie guardaba silencio con una obstinación sombría. Entre ellos existía un desacuerdo irremediable, la imposibilidad de pronunciar una palabra que no fuera una herida o un ultraje. La odiosa pasión de Brégeac les separaba más que cualquier cosa pasada, más que las razones profundas que habían hecho que siempre chocaran mutuamente.
—Contesta —dijo él.
Aurélie declaró firmemente:
—No quiero. No puedo soportar su presencia. No puedo vivir en la misma casa que usted. A la primera ocasión me marcharé.
—Y, sin duda, no será sola —dijo él entre dientes—. Será como la otra vez… Guillaume, ¿verdad?
—He dejado a Guillaume.
—Entonces otro. Otro a quien esperas, estoy seguro. Tus ojos no dejan de buscar…, tus oídos de escuchar… En este mismo momento…
La puerta del vestíbulo se había abierto y cerrado.
—¿No lo decía yo? —gritó Brégeac con una risa malvada—. Se diría verdaderamente que esperas…, y que alguien va a venir. No, Aurélie, no vendrá nadie, ni Guillaume ni otro. Es Valentín, a quien he mandado al ministerio para recoger mi correspondencia, puesto que yo no voy a ir.
Los pasos del doméstico subieron los peldaños del primer piso y cruzaron la antecámara. Entró.
—¿Has hecho el encargo, Valentín?
—Sí, señor.
—¿Había cartas o documentos para firmar?
—No, señor.
—Vaya, es extraño. ¿Y la correspondencia?
—Acababan de entregarla al señor Marescal.
—Pero ¿con qué derecho ha osado Marescal…? ¿Estaba allí, Marescal?
—No, señor. Había ido y se había marchado inmediatamente.
—¿Se había marchado?… ¡A las dos y media! ¿Un asunto de servicio, seguramente?
—Sí, señor.
—¿Has podido enterarte de algo…?
—Lo he intentando, pero no sabían nada en las oficinas.
—¿Iba solo?
—No, con Labonce, Tony y Sauvinoux.
—¡Con Labonce y Tony! —exclamó Brégeac—. ¡En este caso, se trata de un arresto! ¿Cómo es posible que no me hayan prevenido? ¿Qué ocurre, pues?
Valentín se retiró. Brégeac había empezado a pasearse de nuevo pensativamente:
—Tony, el alma maldita de Marescal… Labonce, uno de su favoritos…, y todo esto a mis espaldas…
Pasaron cinco minutos. Aurélie le miraba ansiosamente. De repente, Brégeac se dirigió a una de las ventanas y entreabrió uno de los postigos. Se le escapó un grito y retrocedió balbuceando:
—Están aquí, al cabo de la calle…, vigilan.
—¿Quiénes?
—Los dos… Los acólitos de Marescal. Tony y Labonce.
—¿Y bien? —murmuró ella.
—Y bien, estos dos individuos son los que siempre utiliza en los asuntos graves. Esta misma mañana ha operado con los dos en el barrio.
—¿Están ahí? —preguntó Aurélie.
—Están ahí. Los he visto.
—¿Y Marescal va a venir?
—Sin duda alguna. Ya has oído lo que ha dicho Valentín.
—Va a venir…, va venir —balbuceó la muchacha.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Brégeac sorprendido por la emoción de Aurélie.
—Nada —dijo ella dominándose—. A mi pesar me asusto, pero no hay motivos para ello.
Brégeac reflexionó. También él intentaba dominar sus nervios y repitió:
—No hay motivos, en efecto. Nos dejamos llevar por motivos pueriles. Voy a ir a preguntarles y estoy seguro de que todo se explicará. Claro, sin duda alguna, pues los acontecimientos permiten creer que no somos nosotros sino la casa de enfrente la que está bajo vigilancia.
Aurélie levantó la cabeza.
—¿Qué casa?
—El asunto del que te hablaba…, un individuo que han detenido esta mañana, este mediodía. ¡Ah, si hubieras visto a Marescal cuando ha salido de su despacho, a las once! Me lo he encontrado. Tenía una expresión de alegría y de odio feroces… Ha sido esto lo que me ha desconcertado. No se puede tener tanto odio más que contra una persona sola en la vida. Y es a mí a quien me odia, o más bien a nosotros. Entonces he pensado que la amenaza nos concernía.
Aurélie se había levantado, más pálida todavía.
—¿Qué dice usted? ¿Una detención en la casa de enfrente?
—Sí, un tal Limézy, que se las da de explorador…, un barón de Limézy. A la una he tenido noticias del ministerio. Acababan de registrarle en el calabozo de la prefectura.
Aurélie ignoraba el nombre de Raoul, pero no dudaba de que se trataba de él. Preguntó con voz temblorosa:
—¿Qué ha hecho? ¿Quién es ese Limézy?
—Según Marescal, se trata del asesino del rápido, el tercer cómplice que se busca.
Aurélie estuvo a punto de caer. Tenía un aspecto de demencia y de vértigo, y tanteaba en el vacío para encontrar un punto de apoyo.
—¿Qué te ocurre, Aurélie? ¿Qué relación con este asunto…?
—Estamos perdidos —gimió la muchacha.
—¿Qué quieres decir?
—No puede comprenderlo usted…
—Explícate. ¿Conoces a este hombre?
—Sí…, sí…, me salvó de Marescal, y también de Guillaume, y de ese Jodot que usted recibe aquí… También hoy nos habría salvado…
Brégeac la observaba con estupor.
—¿Era a él a quien esperabas?
—Sí —dijo ella distraídamente—. Me había prometido que estaría cerca de mí… Yo estaba tranquila… Le he visto hacer cosas tan inverosímiles… reírse de Marescal…
—¿Entonces…? —preguntó Brégeac.
—Entonces —respondió ella con el mismo tono ausente— será mejor que nos pongamos a salvo… Tanto usted como yo… Hay cosas que podrían interpretarse en su contra…, historias de otras épocas…
—¡Estás loca! —dijo Brégeac trastornado—. No hubo nada… Por mi parte, no tengo nada que temer.
A pesar de sus negaciones, salía de la pieza y arrastraba a la muchacha hacia el descansillo de la escalera. Fue ella quien, en el último momento, se resistió.
—No, ¿para qué? Nos salvará igualmente… Vendrá, se escapará… ¿Por qué no esperarle?
—No hay quien se escape del calabozo de la prefectura.
—¿Usted cree? ¡Oh, Dios mío, que cosas tan horribles!
No sabía qué decidir. Ideas espantosas corrían como torbellinos en su cerebro de convaleciente…, el miedo a Marescal…, luego la detención inminente…, la policía que se precipitaría sobre ella y le torcería las muñecas…
El espanto de su padrastro la decidió. Como impulsada por una tempestad, corrió hasta su habitación y reapareció inmediatamente con su maleta en la mano. Brégeac también se había preparado. Tenían el aspecto de dos criminales que no pueden esperar más que una huida sin fin. Descendieron la escalera y cruzaron el vestíbulo.
En aquel preciso instante, llamaron a la puerta.
—Demasiado tarde —suspiró Brégeac.
—No —dijo ella llena de esperanza—. Quizá es él que llega y que va a…
Pensaba en su amigo de la terraza, en el convento. Había jurado que no la abandonaría nunca y que en el último minuto sabría salvarla. Obstáculos, ¿acaso había obstáculos para él? ¿No era dueño y señor de los acontecimientos y de las personas?
Llamaron de nuevo.
El viejo doméstico salía del comedor.
—Abre —le dijo Brégeac en voz baja.
Se oían cuchicheos y ruidos de botas al otro lado de la puerta.
Alguien golpeó la puerta.
—Abre —repitió Brégeac.
El doméstico obedeció.
Marescal se presentó, acompañado de tres hombres, aquellos hombres de aspecto especial que la muchacha conocía tan bien. Se apoyó en la baranda de la escalera, gimiendo tan bajo que sólo Brégeac la oyó.
—¡Ah, Dios mío, no es él!
Frente a su subalterno, Brégeac se irguió.
—¿Qué quiere usted, señor? Le había prohibido que volviera a poner los pies en esta casa.
Marescal respondió sonriendo:
—Asunto de servicio, señor director. Orden del ministro.
—¿A quién concierne esta orden?
—A usted, señor, y también a la señorita.
—¿Y quién le obliga a pedir la asistencia de tres hombres?
Marescal se puso a reír.
—¡Yo no!…, el azar… Se paseaban por aquí…, y nos hemos puesto a charlar… Pero, por poco que eso le contraríe…
Entró y vio las dos maletas.
—¡Ah, vaya! Un viajecito… Un minuto más y…, mi misión hubiera fracasado.
—Señor Marescal —pronunció firmemente Brégeac—, si tiene usted una misión que cumplir, una comunicación que hacerme, terminemos de una vez, aquí mismo.
El comisario sonrió duramente:
—Nada de escándalos, Brégeac. Nada de tonterías. Nadie sabe nada todavía, ni siquiera mis hombres. Vayamos a su gabinete.
—Nadie sabe nada…, ¿de qué, señor?
—De lo que ocurre, y que reviste una cierta gravedad. Si su hijastra no le ha hablado de ello, quizá podremos convencerla de que es mejor una confesión sin testigos. ¿No le parece, señorita?
Blanca como una muerta, sin separarse de la barandilla, Aurélie parecía a punto de desfallecer.
Brégeac la sostuvo y declaró:
—Subamos.
La muchacha se dejó llevar y Marescal hizo entrar a sus hombres:
—No os mováis del vestíbulo, los tres, y que nadie entre ni salga, ¿de acuerdo? Usted —dijo al doméstico—, enciérrese en su cocina. Si las cosas se ponen feas daré un silbido y que Sauvinoux venga en mi ayuda. ¿Habéis entendido?
—Sí —respondió Labonce.
—¿No habrá ningún error?
—Claro que no, patrón. Sabe usted bien qué no somos colegiales y que le seguiremos como un solo hombre.
—¿Incluso contra Brégeac?
—¡Pardiez!
—¡Ah, la botella…! ¡Démela, Tony!
Cogió la botella, o más bien el cartón que la contenía y vivamente, bien dispuesto, escaló los peldaños y franqueó, dominador, el gabinete de trabajo de donde le habían echado ignominiosamente no hacía todavía seis meses. ¡Qué victoria para él! Y con qué insolencia la hizo notar al pasearse con paso macizo y tacón sonoro, contemplando de vez en cuando los retratos colgados de las paredes, que representaban a Aurélie, Aurélie niña, muchacha…
Brégeac intentó protestar, pero de inmediato Marescal le cortó la intención.
—Es inútil, Brégeac. Su debilidad consiste en no conocer las armas que tengo contra la señorita y, por consiguiente, contra usted. Cuando las conozca quizá pensará que su deber es inclinarse ante la evidencia.
Los dos enemigos, uno frente a otro, de pie, se amenazaban con la mirada. Su odio era igual, hecho de ambiciones opuestas, de instintos contrarios y, sobre todo, de una rivalidad de pasión que los acontecimientos exasperaban. Cerca de ellos, Aurélie esperaba, sentada, rígida, en una silla.
Cosa curiosa y que sorprendió a Marescal, parecía haber vuelto a dominarse. Seguía cansada, con los rasgos contraídos, no obstante no tenía, como al principio del ataque, aquel aire de impotencia y desamparo. Guardaba la actitud rígida que él le había visto en el banco de Sainte-Marie. Sus ojos, grandes, abiertos, anegados en lágrimas que resbalaban por las mejillas pálidas, miraban fijamente. ¿En qué pensaba?
A veces, la gente consigue salir del fondo del abismo. ¿Creía que él, Marescal, sería accesible a la piedad? ¿Tenía un plan de defensa que le permitiría escapar a la justicia y al castigo?
Marescal golpeó la mesa de un puñetazo.
—¡Ya veremos!
Y dejando de lado a la muchacha, se encaró a Brégeac con tanta furia que éste tuvo que retroceder un paso. Le dijo:
—Seré breve. Los hechos, hechos solamente, de los cuales ya conoce algunos, Brégeac, como los conoce todo el mundo pero la mayoría de los cuales no han tenido más testigo que yo mismo o bien no han sido contestados más que por mí. No intente negarlos; se los diré tal como sucedieron, rodeados de su propia simplicidad. Helos aquí, en proceso verbal. Bien, el 26 de abril último…
Brégeac se estremeció.
—El 26 de abril fue el día de nuestro encuentro en el bulevar Haussmann.
—Sí, el día que su hijastra se escapó de su casa.
Y Marescal añadió claramente:
—Y también el día en que tres personas fueron asesinadas en el rápido de Marsella.
—¿Qué? ¿Qué relación tiene una cosa con otra? —preguntó Brégeac tajante.
El comisario le hizo señal de que no se impacientara. Todas las cosas serían enunciadas en su momento, en su orden cronológico. Continuó:
—Pues el 26 de abril, el coche número cinco de este rápido sólo estaba ocupado por cuatro personas. En el primer compartimiento, una inglesa, miss Bakefield, ladrona, y el barón de Limézy, pretendido explorador. En el compartimiento de cabeza, dos hombres, los hermanos Loubeaux, residentes en Neuilly-sur-Seine.
»El coche siguiente, el cuarto, además de varias personas que no tuvieron ningún papel en el asunto y que ni se dieron cuenta de nada, llevaba un comisario de investigaciones internacionales, un hombre joven y una muchacha, solos en un compartimiento del cual habían apagado la luz y bajado las cortinas, como viajeros dormidos y que, de esta manera, nadie vio, ni siquiera el comisario. Este comisario era yo, que seguía a miss Bakefield. El hombre era Guillaume Ancivel, zurupeto y ladrón de guante blanco, asiduo de esta casa, que marchaba furtivamente con su compañera.
—¡Miente usted! ¡Miente usted! —gritó Brégeac con indignación—. Aurélie está por encima de toda sospecha.
—No he dicho que esta compañera fuera la señorita —respondió Marescal.
Y prosiguió fríamente:
—Hasta Laroche, nada. Media hora más…, todavía nada. Luego el violento drama, brusco. El joven y la muchacha salen de la sombra y pasan del coche cuarto al coche quinto. Se han camuflado. Largas blusas grises, gorras y máscaras. A continuación, en la parte trasera del coche quinto, el barón de Limézy les espera. Los tres asesinan y roban a miss Bakefield. Luego el barón se hace atar por sus cómplices, que corren hacia la parte delantera, matan y roban a los dos hermanos. De regreso, encuentro con el revisor. Batalla. Huyen mientras que el revisor encuentra al barón de Limézy atado como una víctima y declarándose robado también. He aquí el primer acto. El segundo es la huida por el bosque. Pero ya se ha dado la alarma. Yo me informo. Tomo las disposiciones necesarias enseguida. Resultado: los dos fugitivos son alcanzados, pero uno de ellos se escapa. El otro es atrapado y encerrado. Me avisan. Voy a verle en la sombra en donde se disimula. Es una mujer.
Brégeac había retrocedido todavía más y vacilaba como un hombre ebrio. Chocó contra el respaldo de un sillón y balbuceó:
—¡Está usted loco!… ¡Dice usted cosas incoherentes…! ¡Está usted loco…!
Marescal continuó, inflexible:
—Termino. Gracias al pseudobarón, de quien debía haber desconfiado, la prisionera se salva y se reúne con Guillaume Ancivel. Encuentro su pista de nuevo en Montecarlo. Luego pierdo tiempo. Busco en vano…, hasta el día que tengo la idea de volver a París y ver si sus investigaciones, las de usted Brégeac, habían sido más fructíferas y había descubierto el retiro de su hijastra. Así fue como pude precederle algunas horas al convento de Sainte-Marie y llegar a cierta terraza en donde la señorita se dejaba decir cosas dulces. Sólo que el enamorado había cambiado: en lugar de Guillaume Ancivel se trata del barón de Limézy, es decir, el tercer cómplice.
Brégeac escuchaba espantado aquellas monstruosas acusaciones. Todo aquello debía parecerle tan implacablemente cierto, explicaba con tanta lógica sus propias intuiciones y correspondía tan rigurosamente a las confidencias a medias que Aurélie acababa de hacerle a propósito de su salvador desconocido, que no intentaba protestar. De vez en cuando observaba a la muchacha, que permanecía inmóvil y callada, sin cambiar su rígida posición. Las palabras no parecían referirse a ella. Más que aquellas palabras, se hubiera dicho que escuchaba los ruidos de la calle. ¿Acaso esperaba todavía una imposible intervención?
—¿Y entonces? —dijo Brégeac.
—Entonces —replicó el comisario—, gracias a él consiguió escapar una vez más. Y le confieso que todavía hoy me río, puesto que…
Bajó el tono de voz y prosiguió:
—Puesto que tengo mi revancha… ¡Y qué revancha, Brégeac! ¿Qué, se acuerda usted…? Hace seis meses…, me sacó de aquí como a un chiquillo…, de una patada, podríamos decir… Y ahora…, ahora…, ahora la tengo, tengo a la pequeña en mis manos. Y se ha acabado.
Giró el puño como para cerrar una llave. El gesto era tan preciso, indicaba tan claramente su espantosa voluntad respecto a Aurélie, que Brégeac gritó:
—¡No, no, no es cierto, Marescal…! ¿Verdad que no…? Usted no va a entregar a esta criatura…
—En Sainte-Marie —dijo Marescal duramente— le ofrecí la paz, y ella la rechazó… ¡Peor para ella! Hoy ya es demasiado tarde.
Y al ver que Brégeac se acercaba a él con las manos tendidas, suplicante, cortó en seco los ruegos:
—¡Es inútil! ¡Peor para ella! ¡Peor para usted…! No quiso saber nada de mí…, ahora no tendrá a nadie. Y es de justicia. Pagar la deuda por los crímenes cometidos es pagármela a mí por el mal que me ha hecho. Es preciso que sea castigada y yo me vengo castigándola. ¡Peor para ella!
Daba patadas en el suelo o golpeaba la mesa con el puño mientras escanciaba imprecaciones. Obedeciendo a su naturaleza grosera, machacaba injurias dirigidas a Aurélie.
—¡Mírela, Brégeac! Ni siquiera se le ocurre pedirme perdón. Usted inclina la frente, pero ¿y ella? ¿Se humilla? ¿Y sabe usted el por qué de ese mutismo, de esta energía contenida e intratable? ¡Porque todavía espera, Brégeac! Sí, espera, estoy convencido de ello. Aquel que la ha salvado tres veces de mis garras la salvará otra vez.
Aurélie no se movía.
Marescal cogió bruscamente el auricular de un aparato telefónico y pidió la prefectura de policía.
—¿Oiga, la prefectura? Póngame en comunicación con el señor Philippe. De parte del señor Marescal.
Entonces, volviéndose hacia la muchacha, le aplicó al oído el receptor libre.
Aurélie no se movió.
Al otro extremo de la línea, una voz replicó. El diálogo, fue breve.
—¿Eres tú, Philippe?
—¿Marescal?
—Sí. Escucha. Junto a mí hay una persona a quien querría dar una certidumbre. Responde claramente a mis preguntas.
—Habla.
—¿Dónde estabas esta mañana, al mediodía?
—En el calabozo de la prefectura, como me habías pedido. He recibido al individuo que Labonce y Tony traían de tu parte.
—¿Dónde le habíamos arrestado?
—En el apartamento de la calle de Courcelles, donde vive, frente mismo de la casa de Brégeac.
—¿Lo han registrado?
—Ante mí.
—¿Bajo qué nombre?
—Barón de Limézy.
—¿Inculpado de qué?
—De ser el jefe de los bandidos del asunto del rápido.
—¿Le has visto desde esta mañana?
—Sí, ahora mismo en el servicio antropométrico. Está todavía allí.
—Gracias Philippe. Es todo lo que quería saber. Adiós. —Colgó el receptor y exclamó—: ¡Ves, mi bella Aurélie, dónde está el salvador! ¡Encerrado! ¡Esposado!
Ella pronunció:
—Ya lo sabía.
Marescal lanzó una carcajada:
—¡Lo sabía! ¡Y, sin embargo, le esperaba! ¡Ah, es curioso! ¡Tiene toda la policía y toda la justicia a sus espaldas! ¡Es un pingajo, un harapo, una brizna de paja, una pompa de jabón, y todavía le espera! ¡Los muros de la prisión se derrumbarán! ¡Los guardias le traerán hasta aquí en automóvil! ¡Helo aquí! ¡Entrará por la chimenea, por el techo!
Estaba fuera de sí y sacudía brutalmente a la muchacha por la espalda, pero ella permanecía impasible y distraída.
—¡No puedes hacer nada, Aurélie! ¡Ya no te queda esperanza! El salvador está perdido. El barón está emparedado. Y dentro de una hora, te habrá llegado el momento, mi preciosa. ¡Te cortarán el pelo! ¡Saint-Lazare, el tribunal! ¡Ah, pillina! Ya he llorado bastante por tus hermosos ojos verdes, ahora les toca el turno a ellos…
No terminó la frase. Detrás de él Brégeac se había levantado y le había agarrado el cuello con una de sus manos febriles. El acto había sido espontáneo. Desde el primer segundo en que Marescal había tocado el hombro de la muchacha, Brégeac se había deslizado hacia él, trastornado por tal ultraje. Marescal se inclinó bajo aquel impulso y los dos hombres rodaron por el suelo.
El combate fue encarnizado. Uno y otro ponían una rabia que su rivalidad odiosa exacerbaba; Marescal era más vigoroso y más poderoso, pero Brégeac actuaba con tal furor que el desenlace fue incierto durante mucho tiempo.
Aurélie les miraba con horror, pero no se movía. Ambos eran enemigos suyos, igualmente execrables.
Por fin Marescal, que se había sacudido la garra de aquellas manos asesinas, intentaba visiblemente alcanzar su bolsillo para sacar el browning. Pero el otro le torcía el brazo y todo lo que pudo hacer fue sacar su silbato que colgaba de la cadena del reloj. Resonó un silbido estridente. Brégeac redobló sus esfuerzos para agarrar de nuevo a su enemigo por el cuello. La puerta se abrió. Una silueta saltó y se precipitó sobre los adversarios. Casi en el momento en que Marescal se vio libre, Brégeac vio a diez centímetros de sus ojos el cañón de un revólver.
—¡Bravo Sauvinoux! —gritó Marescal—. El incidente le será tenido en cuenta, amigo mío.
Su cólera era tan aguda que cometió la cobardía de escupir sobre el rostro de Brégeac.
—¡Miserable! ¡Bandido! ¿Y te imaginas que te verás libre por tan poco precio? Tu dimisión para empezar, y a continuación… El ministro lo exige… La tengo en el bolsillo. No tienes más que firmar.
Exhibió un papel.
—Tu dimisión y las confesiones de Aurélie. Lo he redactado todo de antemano… Tu firma, Aurélie… Toma, lee…: «Confieso que he participado en el crimen del rápido, el 26 de abril último, que he disparado sobre los hermanos Loubeaux… Confieso que…». En fin, toda la historia resumida… No vale la pena leerla… ¡Firma! ¡No perdamos tiempo!
Había mojado su pluma de tinta y se obstinaba en hacérsela coger por la fuerza.
Lentamente, Aurélie separó la mano del comisario, cogió la pluma y firmó, según la voluntad de Marescal, sin tomarse la molestia de leer. Rubricó. La mano no temblaba en absoluto.
—¡Ah! —exclamó él con un suspiro de alegría—. ¡Ya está! No creía que iría tan rápido. Una buena actitud, Aurélie. Has comprendido la situación. ¿Y tú, Brégeac?
Sacudió la cabeza. Se negaba a firmar.
—¡Vaya! ¿Con que ésas tenemos? ¿El señor no quiere? ¿El señor se figura que va a permanecer en su puesto? ¿Por el honor de ser el padrastro de una criminal, quizá? ¡Ah, ésta sí que es buena! ¿Y continuarás dándome órdenes, Brégeac, a mí, a Marescal? ¡No me digas! ¡Se te ocurre cada cosa, camarada! ¿Crees acaso que el escándalo no será suficiente para desarmarte y que mañana, cuando se lea en los periódicos el arresto de la pequeña tú no te verás obligado a…?
Los dedos de Brégeac se cerraron alrededor de la pluma que Marescal le tendía. Leyó el texto de dimisión. Vaciló.
Aurélie le dijo:
—Firme, señor.
Firmó.
—Ya está —dijo Marescal poniéndose los dos papeles en el bolsillo—. Las confesiones y la dimisión. Mi superior abajo, lo que supone una plaza libre, ¡que me ha sido prometida! Y la pequeña en prisión, lo que me curará poco a poco del amor que me roía.
Dijo aquello cínicamente, mostrando el fondo de su alma, y añadió con una risa cruel:
—Y eso no es todo, Brégeac, pues todavía no dejo la partida. Iré hasta el final.
Brégeac sonrió amargamente.
—¿Quiere usted ir más lejos todavía? ¿Y de qué servirá?
—Más lejos, Brégeac. Los crímenes de la pequeña es algo perfecto, pero ¿por qué pararse aquí?
Clavó sus ojos en los de Brégeac, que murmuró:
—¿Qué quiere usted decir?
—Sabes muy bien lo que quiero decir. Si no lo supieras, si no fuera cierto no habrías firmado y no admitirías que te hablara en ese tono. Tu resignación es una confesión… y si puedo tutearte, Brégeac, es porque tienes miedo.
Brégeac protestó:
—No tengo miedo de nada. Soportaré el peso de lo que ha hecho esta desgraciada en un momento de locura.
—Y el peso de lo que hiciste tú Brégeac.
—Fuera de esto de ahora no hay nada.
—Fuera de esto —continuó Marescal con tono sordo— hay el pasado. No hablemos más del crimen de hoy, pero ¿y el del pasado, Brégeac?
—¿El del pasado? ¿Qué crimen? ¿Qué significa…?
Marescal dio un puñetazo sobre la mesa, argumento supremo para él y que subrayaba una explosión de cólera.
—¿Quieres explicaciones? Soy yo quien las pido, ¿no? ¿Qué significa cierta expedición al borde del Sena, recientemente, un domingo por la mañana…? ¿Y tu actuación ante la villa abandonada…? ¿Y tu persecución del hombre del saco? ¡Vamos! ¿Tendré que refrescarte la memoria y recordarte que esta villa era la de los hermanos que tu hijastra ha suprimido y que el individuo del saco es un tal Jodot, a quien hago buscar en la actualidad? Jodot, el socio de los dos hermanos… Jodot, que habían encontrado en la casa… ¡Vamos, mira cómo todo concuerda…! ¡Cómo se descubre la relación entre tantas maquinaciones…!
Brégeac levantó los hombros y barbotó:
—Absurdos… Hipótesis imbéciles…
—Hipótesis, sí, impresiones a las que antes no hacía caso cuando venía aquí y cuando olía, como un buen sabueso, todo cuanto había de embarazo, de reticencia, de aprensión confusa en tus actos y en tus palabras… Pero hipótesis que se confirman poco a poco, desde hace algún tiempo… y que voy a cambiar en certidumbres, Brégeac… Sí, tú y yo… y sin que sea posible esquivar nada… una prueba irrecusable, una confesión, Brégeac, que vas a hacer voluntariamente… aquí… ahora…
Cogió el cartón que había traído y depositado sobre la chimenea. Lo desató. Contenía uno de esos estuches de paja que sirven para proteger botellas. Había una, que Marescal sacó y que colocó ante Brégeac.
—Mira, camarada. ¿La reconoces? Es la que robaste al señor Jodot, la que yo te quité y que otro me robó ante ti. ¿Este otro? Sencillamente el barón de Limézy, en cuya casa la he encontrado. ¿Comprendes ahora mi alegría? Es un verdadero tesoro esta botella. Hela aquí, Brégeac, con su etiqueta y la fórmula de un agua cualquiera… Agua de Jouvence. ¡Hela aquí, Brégeac! Limézy le puso un tapón y la lacró con cera roja. Mírala bien… se ve un rollo de papel en el interior. Era eso lo que tú querías quitar a Jodot… una confesión sin duda… una pieza comprometedora de tu escritura… ¡Ah, mi pobre Brégeac…!
Marescal triunfaba. Mientras hacía saltar la cera y descorchaba la botella, lanzaba al azar palabras e interjecciones:
—¡Marescal, célebre en el mundo entero…! ¡Detención de los asesinos del rápido…! ¡El pasado de Brégeac…! ¡Cuántos golpes de teatro en la investigación y en los tribunales…! Sauvinoux, ¿tienes las esposas para la pequeña? Llama a Labonce y a Tony… ¡Ah, la victoria… la victoria completa…!
Puso la botella boca abajo y la sacudió. El papel del interior salió. Lo desdobló y, llevado por su discurso fogoso como un corredor al que el impulso precipita más allá de la meta, leyó sin pensar en el significado de lo que decía:
—«Marescal es una calabaza».