Maniobras y dispositivos de batalla
Los acontecimientos trajeron a Marescal una ayuda inesperada. La enfermedad de Aurélie que la retenía en su habitación, significaba el fracaso del plan propuesto por Raoul, la imposibilidad de huir y la espantosa espera de la denuncia. Marescal tomó entonces sus disposiciones inmediatas: la guardia que colocó junto a Aurélie le era muy fiel y, como pudo enterarse más tarde Raoul, le rendía cuenta diariamente del estado de la enfermedad. En caso de mejora repentina, hubiera actuado.
«Sí», se dijo Raoul, «pero si no actúa todavía es porque tiene motivos que le impiden denunciar públicamente a Aurélie y porque prefiere esperar el fin de la enfermedad. Marescal se prepara. Preparémonos también».
Aunque se opusiera a las demasiado lógicas hipótesis que los hechos desmienten siempre, Raoul había sacado de las circunstancias algunas conclusiones, involuntarias por así decirlo. La extraña realidad que nadie había captado todavía ni siquiera por un instante, y que era muy sencilla, él empezaba a entreverla confusamente, más por la fuerza de los hechos que por un esfuerzo de deducción. Pero Raoul comprendía que había llegado el momento de buscar a fondo la solución.
«En una expedición», se decía a menudo, «la gran dificultad es el primer paso».
Ahora bien, aunque percibía claramente algunos actos, los motivos de dichos actos permanecían oscuros. Los personajes del drama conservaban para él una apariencia de autómatas que se mueven en la tempestad y la tormenta. Si quería vencer, no bastaba con que defendiera a Aurélie cada día, sino que era necesario que investigara el pasado y descubriera las razones profundas que habían determinado a toda aquella gente e influido en ellos, sobre todo en el curso de la noche trágica.
«Por encima de todo», se decía, «y sin contarme, hay cuatro actores de primer plano que evolucionan alrededor de Aurélie y que la persiguen: Guillaume, Jodot, Marescal y Brégeac. De estos cuatro, los hay que van a ella por amor y otros para arrancarle su secreto. La combinación de esos dos elementos, amor y ambición, determinan la aventura. Ahora bien, Guillaume está, por el momento, fuera de juego. Brégeac y Jodot no me inquietan en tanto que Aurélie esté enferma. Queda sólo Marescal. Éste es el enemigo que hay que vigilar».
Frente a la mansión de Brégeac había una vivienda vacía. Raoul se instaló en ella. Por otra parte, puesto que Marescal empleaba un espía, Raoul vigiló a la doncella y la sedujo. Por tres veces, aquella mujer le introdujo junto a Aurélie. La muchacha parecía no reconocerle. Estaba todavía muy débil a causa de la fiebre y sólo podía murmurar unas palabras sin ilación, y después cerraba de nuevo los ojos. Pero Raoul no dudaba de que la muchacha le escuchaba y que sabía que él le hablaba con aquella voz dulce que la distendía y la tranquilizaba como un pase magnético.
—Soy yo, Aurélie —le decía—. Ya ve usted que soy fiel a la promesa que le hice y que puede usted confiar en mí. Le juro que sus enemigos no son capaces de luchar contra mí y que la libraré de ellos. ¿Cómo podría suceder de otro modo? Sólo pienso en usted. Reconstruyo su vida y, poco a poco, se me aparece tal como es: sencilla y honesta. Sé que usted es inocente. Siempre lo he sabido, incluso cuando la acusaba. Las pruebas más irrefutables me parecían falsas. La señorita de los ojos verdes no podía ser una criminal.
No temía ir más lejos en sus confesiones y decirle palabras mucho más tiernas que la muchacha se veía obligada a escuchar y que Raoul mezclaba con consejos:
—Es usted toda mi vida… Nunca he encontrado en una mujer tanta gracia y encanto. Aurélie, confíe en mí… Sólo le pido una cosa, ¿me oye usted? La confianza. Si alguien la interroga, no responda. Si alguien le escribe, no conteste. Si quieren hacerla marchar, niéguese. Tenga confianza hasta el último minuto de la hora más cruel. Estoy aquí. Siempre estaré aquí ya que sólo vivo por y para usted…
El rostro de la muchacha tomaba una expresión calmada. Se dormía como acunada por un sueño feliz.
Entonces Raoul se deslizaba a las habitaciones privadas de Brégeac y buscaba, en vano por otra parte, papeles o indicaciones que pudieran guiarle. Hizo también en el apartamento que Marescal ocupaba en la calle de Rívoli visitas domiciliarias extremadamente minuciosas.
Por último, efectuó una investigación detallada en los despachos del Ministerio del Interior en el que ambos hombres trabajaban. Su rivalidad, su odio, eran conocidos de todos. Sostenidos ambos por los altos cargos, eran combatidos, bien desde el ministerio, bien desde la prefectura de policía, por poderosos personajes que luchaban por encima de sus cabezas. El servicio se resentía con ello. Ambos hombres se acusaban abiertamente de hechos graves. Se hablaba de retiro forzado. ¿Cuál de los dos sería sacrificado?
Un día, oculto tras unas cortinas, Raoul vio a Brégeac en la cabecera de Aurélie. Era un tipo bilioso, de rostro delgado y amarillo, bastante alto, robusto y que, en todo caso, tenía más elegancia y distinción que el vulgar Marescal. Despertándose, la muchacha le vio y le dijo con tono duro:
—Déjeme usted… déjeme.
—Cómo me detestas —murmuró él—. Con qué alegría me harías daño.
—Nunca haría daño al hombre que se casó con mi madre.
Brégeac la miraba con un visible dolor.
—Eres muy hermosa, pequeña… Pero ¿por qué siempre rechazas mi afecto? Sí, tienes razón, me equivoqué. Durante mucho tiempo sólo me acerqué a ti por el secreto que me ocultabas sin razón, pero si tú no te hubieras obstinado en un silencio absurdo yo nunca habría pensado en otras cosas que ahora son un suplicio para mí… puesto que nunca me amarás… puesto que no es posible que me ames.
La muchacha no quería escuchar y volvía la cabeza. Sin embargo, él le dijo todavía:
—Durante tu delirio has hablado a menudo de revelaciones que querías hacerme. ¿Era a propósito de eso o bien a propósito de tu huida insensata con este Guillaume? ¿A dónde te llevó ese miserable? ¿Dónde fuiste antes de refugiarte en el convento?
Aurélie no respondió, quizá por fatiga, tal vez por desprecio.
Brégeac guardó silencio. Cuando se hubo marchado, Raoul, que se alejaba a su vez, vio que la muchacha lloraba.
En resumen, después de dos semanas de investigaciones, cualquier otro que no fuera Raoul se hubiera sentido desanimado. De una manera general y al margen de ciertas tendencias que él interpretaba a su manera, los grandes problemas permanecían insolubles o, por lo menos, no recibían una solución aparente.
«Pero no pierdo el tiempo», se decía Raoul, «y eso es lo esencial. Actuar consiste a veces en no hacerlo. La atmósfera es menos espesa. Mi visión de los hechos y de los seres se precisa y fortalece. Si algún hecho nuevo falta todavía, mi situación es idónea. Estoy en el centro de los acontecimientos. En vista de un combate que se anuncia violento, cuando todos los enemigos mortales se enfrenten, las necesidades del combate y la de encontrar armas más eficaces producirán un choque inesperado del que saltarán las chispas que lo aclararán todo».
Una de ellas saltó mucho antes de lo que Raoul pensaba y aclaró una parte de las tinieblas en las que él no creía que pudiera producirse nada importante. Una mañana, cuando estaba con la frente pegada a los cristales y los ojos fijos en las ventanas de Brégeac, volvió a ver, bajo el disfraz de trapero, al cómplice Jodot. Jodot esta vez llevaba sobre el hombro un saco de tela en el que iba poniendo su botín. Lo dejó junto a la pared de la casa, se sentó en la acera y se puso a comer mientras registraba el cubo más cercano. El gesto parecía maquinal, pero al cabo de un instante Raoul comprendió que el hombre sólo recogía sobres arrugados y cartas hechas pedazos. Jodot lanzaba una breve ojeada a su botín y después continuaba su búsqueda. Sin lugar a dudas, la correspondencia de Brégeac le interesaba.
Al cabo de un cuarto de hora volvió a cargarse al hombro el saco y se marchó. Raoul le siguió hasta Montmartre, donde Jodot tenía una trapería.
Volvió tres días seguidos y cada vez realizaba la misma operación equívoca. Pero el tercer día, que era domingo, Raoul sorprendió a Brégeac espiando en la ventana. Cuando Jodot se fue, Brégeac a su vez le siguió con infinitas precauciones. Raoul les acompañó de lejos. ¿Iba por fin a saber el vínculo que unía a Brégeac y a Jodot?
De este modo, los tres hombres cruzaron, unos siguiendo a otros, el barrio Monseau, franquearon las fortificaciones y alcanzaron, en el extremo del bulevar Bineau, las orillas del Sena. Algunas villas modestas alternaban con terrenos sin edificar. Jodot dejó el saco apoyado en una de ellas y, sentándose, se dispuso a comer.
Permaneció allí durante cuatro o cinco horas, vigilado por Brégeac que almorzaba a treinta metros de distancia, bajo el toldo de un pequeño restaurante, y por Raoul que, tendido sobre la hierba, fumaba cigarrillos.
Cuando Jodot partió, Brégeac se alejó en dirección opuesta, como si el asunto hubiera perdido todo interés. Raoul entró en el restaurante, se entretuvo con el patrón y se enteró de que la villa en la que Jodot se había sentado pertenecía, algunas semanas antes, a los dos hermanos Loubeaux, asesinados en el rápido de Marsella por tres individuos. La justicia la había clausurado y había confiado la vigilancia a un vecino que todos los domingos iba a pasearse.
Raoul se había sobresaltado al oír el nombre de los hermanos Loubeaux. Las maniobras de Jodot empezaban a tener sentido.
Interrogó más a fondo y supo de este modo que en la época de su muerte, los hermanos Loubeaux vivían muy cerca de aquella villa, que ya no les servía como depósito para su comercio de vinos de champaña. Se habían separado de su asociado y viajaban por su cuenta.
—¿Su asociado? —preguntó Raoul.
—Sí, su nombre está inscrito todavía en la placa de cobre colgada en la puerta: «Loubeaux hermanos y Jodot».
Raoul reprimió un movimiento.
—¿Jodot?
—Sí, un hombre grueso, de rostro rojo, con la apariencia de un coloso de feria. No se le ha visto por aquí desde hace más de un año.
«Informes de extrema importancia», se dijo Raoul una vez estuvo solo. «Así que Jodot fue, en otro tiempo, el asociado de los dos hermanos a quienes más adelante asesinaría. Nada sorprendente, por otra parte, que la justicia no le hubiera molestado, puesto que nunca había sospechado que hubiera un Jodot en el asunto y puesto que Marescal está persuadido de que el tercer cómplice soy yo. Pero entonces, ¿por qué el asesino Jodot acude al lugar donde vivían antes sus víctimas? ¿Y por qué Brégeac vigila esta expedición?».
La semana transcurrió sin incidentes. Jodot no volvió a aparecer ante la casa de Brégeac. Pero el sábado por la tarde, persuadido de que el individuo regresaría a la villa el domingo por la mañana, franqueó la tapia que rodeaba un solar contiguo y se introdujo por una de las ventanas del primer piso.
En aquel piso todavía había muebles en dos habitaciones. Raoul encontró signos ciertos que le permitieron creer que las dos habitaciones habían sido registradas. ¿Quién? ¿Agentes de policía? ¿Brégeac? ¿Jodot? ¿Por qué? Raoul no se obstinó. Lo que otros habían venido a buscar o bien no estaba allí o bien ya no estaba. Se instaló en un sillón para pasar allí la noche. Iluminado por una pequeña linterna de bolsillo, tomó un libro de la mesa cuya lectura no tardó en hacerlo dormir.
La verdad sólo se revela a los que la obligan a salir de la sombra. A menudo, cuando parece estar más lejana, una casualidad la instala en el lugar que se le había preparado y el mérito está justamente en la calidad de esta preparación. Al despertarse, Raoul volvió a ver el libro que había estado hojeando. La encuadernación estaba revestida con una especie de tejido negro como el que emplean los fotógrafos para cubrir sus máquinas.
Buscó. En un armario lleno de trapos y papeles encontró uno de esos trozos de tejido. Tres pedazos habían sido cortados en redondo, cada uno del tamaño de un plato.
«Ya está», se dijo emocionado. «Estoy de lleno en ello. Las tres máscaras de los bandidos del rápido provienen de aquí. Este tejido es la prueba de ello. Explica lo que sucedió y lo comenta».
La verdad le parecía ahora tan natural, tan de acuerdo con las intuiciones inexpresadas que había tenido, y en cierta medida tan divertidas por su sencillez, que se echó a reír en el profundo silencio de la casa.
«Perfecto, perfecto», se decía. «El destino me traerá por sí mismo los elementos que me faltan. De ahora en adelante estará a mi servicio y todos los detalles de la aventura acudirán a mi llamada y se alinearán a plena luz».
A las ocho, el guarda de la villa hizo su paseo del domingo por la planta baja y cerró las puertas. A las nueve, Raoul descendió al comedor y, dejando las persianas cerradas, abrió la ventana por encima del lugar donde Jodot venía a sentarse.
Jodot fue puntual. Llegó con su saco, que apoyó al pie de la pared. Después se sentó y comió. Mientras comía, monologaba en voz baja, tan baja que Raoul no oía nada.
La comida se compuso de embutidos y queso, y fue completada con una pipa cuyo humo subía hasta Raoul.
Hubo una segunda y después una tercera pipa. De este modo, pasaron dos horas sin que Raoul pudiera comprender los motivos de aquella larga permanencia. A través de las rendijas de la persiana, se veían las piernas envueltas en andrajos y los zapatos de suelas gastadas. Más allá corría el río. Los paseantes iban y venían. Brégeac debía permanecer al acecho en la glorieta del restaurante.
Por último, algunos minutos antes de las ocho, Jodot pronunció estas palabras:
—¿Y bien? ¿Nada de nuevo? Confiesa que es áspera ésa.
Parecía hablar, no consigo mismo sino con alguien que estuviese a su lado. Sin embargo, nadie se había reunido con él y no había nadie a su alrededor.
—¡Diablos! —gruñó—. Te digo que está allí. La he tenido en mis manos más de una vez y la he visto con mis propios ojos. ¿Has hecho lo que te he dicho? ¿Todo el lado derecho del sótano, como el otro día el lado izquierdo? Entonces…, tendrías que haberla encontrado…
Calló durante unos momentos y después prosiguió:
—Tal vez podríamos probar en otra parte e ir hasta el solar detrás de la casa, en el caso que hubieran tirado la botella allí antes del golpe del rápido. Es un escondrijo a pleno sol que vale como otro cualquiera. Si Brégeac ha registrado el sótano no habrá pensado en registrar fuera. Ve allí y busca. Te espero.
Raoul no escuchó más. Había reflexionado y empezaba a comprender desde el momento en que Jodot había hablado del sótano. Aquel sótano debía extenderse de un lado a otro de la casa, con un respiradero que daba a la calle y otro a la otra fachada. La comunicación era cómoda por aquel sistema.
Rápidamente, subió al primer piso, una de cuyas habitaciones dominaba el solar y, acto seguido, comprobó la justeza de su suposición. En medio de un espacio no construido en el que se levantaba un cartel con las palabras «En venta», entre montones de desperdicios, escombros y botellas rotas, un pilludo de siete u ocho años, vivaracho, de una delgadez increíble bajo la camiseta gris que se le pegaba al cuerpo, buscaba, removía, se deslizaba con una agilidad de lagartija.
El círculo de sus investigaciones, que parecían tener por fin únicamente el descubrimiento de una botella, era singularmente restringido. Si Jodot no se había equivocado, la operación debía ser breve. Lo fue. Al cabo de diez minutos, después de separar unas viejas cajas, el niño se levantó y, sin pérdida de tiempo, echó a correr hacia la villa con una botella con el gollete roto en la mano y gris de polvo.
Raoul descendió hasta la planta baja con el propósito de llegar al sótano y sustraer al niño su botín. Pero la puerta del sótano que había visto en el vestíbulo no podía ser abierta y regresó a la ventana del comedor para proseguir su vigilancia.
Jodot murmuraba ya:
—¿Ya está? ¿La tienes? ¡Bravo!, ahora estoy preparado. El amigo Brégeac no podrá molestarme más. Vamos, métete dentro.
El pequeño se metió dentro, lo que consistía, evidentemente, en pasar entre las rejas del respiradero y meterse como un hurón en el fondo del saco, sin que ningún movimiento de la tela indicara su paso.
Acto seguido, Jodot se levantó, se puso el saco sobre el hombro y se alejó.
Sin la menor vacilación, Raoul hizo saltar los precintos, fracturó las cerraduras y salió de la villa.
A trescientos metros Jodot caminaba llevando al cómplice que le había servido para explorar el sótano del hotel de Brégeac y después la villa de los hermanos Loubeaux.
Cien metros atrás, Brégeac serpenteaba entre los árboles.
Y Raoul descubrió que, en el Sena, un pescador de caña remaba en el mismo sentido: Marescal.
Así pues, Jodot era seguido por Brégeac, Brégeac y Jodot por Marescal, y los tres por Raoul.
Como apuesta en la partida, la posesión de una botella.
«Esto está en su punto», se decía Raoul. «Jodot tiene la botella, es cierto, pero ignora que los otros quieren apoderarse de ella. ¿Quién será el más listo de nosotros tres? Si no estuviera Lupin apostaría por Marescal. Pero está Lupin».
Jodot se detuvo. Brégeac hizo otro tanto, así como Marescal desde su barca. Raoul se detuvo también. Jodot había tendido su saco de manera que el niño estuviera cómodo y, sentado en un banco, examinaba la botella, la agitaba y la hacía brillar al sol.
Era el momento oportuno para que Brégeac actuara. Así lo pensó y se acercó lentamente.
Había abierto un parasol y lo sostenía como un escudo con el que se ocultaba el rostro. En su barca, Marescal desaparecía bajo un amplio sombrero de paja.
Cuando Brégeac estuvo a tres pasos del banco, cerró el parasol, saltó, sin preocuparse por los viandantes, agarró la botella y echó a correr por una avenida que le condujo junto a las fortificaciones.
Aquella acción fue ejecutada limpiamente y con una admirable prontitud. Espantado, Jodot dudó, gritó, agarró el saco, lo volvió a dejar como si temiera no poder correr lo bastante rápido con él… En resumen, quedó fuera de juego.
Pero Marescal, previendo la agresión, había atracado la barca y se había lanzado en persecución de Brégeac; Raoul hizo otro tanto. Sólo quedaban tres competidores en liza.
Brégeac, a manera de buen campeón, sólo pensaba en correr y no se volvía. Marescal, que sólo pensaba en Brégeac, tampoco se volvía, de manera que Raoul no tomaba ninguna precaución. ¿Para qué?
En diez minutos, el primero de los tres corredores alcanzó la puerta de Termes. Brégeac tenía tanto calor que se quitó el abrigo. Junto al fielato se detuvo un tranvía. Numerosos viajeros esperaban en la parada para subir en él y regresar a París. Brégeac se mezcló con aquella muchedumbre. Marescal también.
El cobrador llamó los números, pero la avalancha fue tan fuerte que Marescal no tuvo ningún problema en sustraer la botella del bolsillo de Brégeac sin que éste se diera cuenta. Marescal, acto seguido, franqueó el fielato y se echó a correr.
«Y van dos», bromeó Raoul. «Mis hombrecitos se eliminan entre sí y todos trabajan para mí».
Cuando, a su vez, Raoul cruzó el fielato, vio a Brégeac haciendo esfuerzos desesperados para salir del tranvía, a pesar de la multitud, y para echarse a correr detrás del ladrón.
Éste elegía las calles paralelas de la avenida Termes, que eran más estrechas y tortuosas. Corría como un loco. Cuando se detuvo en la avenida Wagram estaba sin aliento. Tenía el rostro bañado en sudor, los ojos inyectados en sangre y las venas hinchadas. Se secó con un pañuelo. No podía más.
Compró un periódico y envolvió la botella después de haberle echado una ojeada. Luego se la puso bajo el brazo y partió con paso tambaleante como quien sólo se mantiene en pie por milagro. Lo cierto es que el bello Marescal era irreconocible. El cuello postizo lo llevaba torcido como un trapo. Su barba acabada en dos puntas por las que resbalaban varias gotas de sudor.
Antes de llegar a la plaza de l’Étoile, un caballero con grandes gafas ahumadas que venía en sentido contrario se detuvo frente a él con un cigarrillo encendido en los labios. El caballero le cerró el paso, pero no le pidió fuego, sino que, sin una palabra, le lanzó el humo al rostro con una sonrisa que descubría unos dientes puntiagudos, como caninos.
El comisario abrió los ojos desmesuradamente y balbuceó:
—¿Quién es usted, qué quiere?
Pero ¿de qué servía preguntar? ¿No sabía que aquel era su mistificador, el que él llamaba el tercer cómplice, el enamorado de Aurélie y su eterno enemigo?
Y aquel hombre, que parecía el diablo en persona, señaló con un dedo la botella y dijo en tono de afectuosa broma:
—Vamos, suéltala… Sé amable conmigo… suéltala. ¿Qué es eso de que un comisario de tu grado se pasee con una botella? Vamos Rodolphe, suéltala.
Marescal se desinfló. ¿Gritar, pedir socorro? ¿Lanzar a los viandantes contra el asesino?… Se sentía incapaz de todas esas acciones. Estaba fascinado. Aquel ser infernal le privaba de toda energía, y, estúpidamente, sin tener ni por un segundo la idea de resistir, como un ladrón que encuentra natural devolver el objeto robado, se dejó coger la botella que su brazo ya no podía sostener.
En aquel momento Brégeac llegaba sin aliento, al límite de sus fuerzas, sin energía para precipitarse sobre el tercero en discordia o para interpelar a Marescal. Y ambos, plantados sobre la acera, absolutamente quietos, miraron cómo el caballero de las gafas ahumadas llamaba un coche, se instalaba en él y les saludaba desde la ventanilla quitándose el sombrero.
Una vez en su casa, Raoul deshizo el envoltorio de la botella. Era una botella de litro como las que se utilizan para las aguas minerales, sin tapón y de cristal opaco y negro. Sobre la etiqueta, sucia y polvorienta, y que con todo había sido protegida contra las intemperies, una inscripción en letras grandes, impresas, decía:
AGUA DE JOUVENCE
Debajo, varias líneas que tuvo dificultad en descifrar y que constituían con toda evidencia la fórmula de esa agua mineral:
Bicarbonato de soda 1,349 g.
Bicarbonato de potasa 0,435 g
Bicarbonato de cal 1,000 g
Milicuries, etc.
Pero la botella no estaba vacía. En su interior se movía algo ligero que hacía ruido como de papel. Raoul dio la vuelta a la botella y la sacudió. No cayó nada.
Entonces, deslizó por el gollete un cordel terminado en un grueso nudo y, de este modo, a base de paciencia, logró sacar una delgada hoja de papel enrollada como un tubo y atada con un cordón rojo. Una vez la hubo desdoblado, vio que constituía la mitad de una hoja ordinaria, y que la parte inferior había sido cortada, o mejor dicho, arrancada de manera desigual. Había en el papel unos caracteres escritos con tinta. Faltaban muchas palabras pero le bastaron para formar algunas frases.
La acusación es cierta y mi confesión es formal.
Soy el único responsable del crimen cometido, no hay que responsabilizar de él ni a Jodot ni a Loubeaux.
Brégeac.
Desde el primer momento, Raoul había reconocido la escritura de Brégeac, pero trazada con una tinta que había palidecido con el tiempo y que permitía, al igual que el estado del papel, hacer remontar el documento a quince o veinte años atrás. ¿Cuál era el crimen? ¿Contra quién había sido cometido?
Reflexionó largo rato, después de lo cual concluyó para sí:
«La oscuridad de este asunto proviene de que es doble y de que en él se mezclan dos aventuras, dos dramas, de los cuales el primero manda sobre el segundo. El del rápido, con los dos Loubeaux, Guillaume, Jodot y Aurélie como personajes. Y un primer drama, que tuvo lugar antaño y del cual, en la actualidad, dos de los actores se enfrentan: Jodot y Brégeac».
»La situación, cada vez más compleja para quien no poseyera la palabra clave, se hace para mí cada vez más precisa. La hora de la batalla está cerca y la apuesta es Aurélie, o, mejor dicho, el secreto que palpita en el fondo de sus hermosos ojos verdes. Quien logre ser, durante algunos instantes, por fuerza, por astucia o por amor, dueño de su mirada o de su pensamiento, será dueño de ese secreto que ha producido ya tantas víctimas.
»Y en ese torbellino de venganzas y de odios, Marescal trae consigo, con sus pasiones, sus ambiciones y sus rencores, esa temible máquina de guerra que es la justicia.
»Y frente a todos ellos, yo…».
Se preparó minuciosamente y con tanta más energía por cuanto sus adversarios multiplicaban las precauciones. Brégeac, sin ninguna prueba formal contra la enfermera que informaba a Marescal y contra la criada a la que Raoul pagaba, las despidió a ambas. Las persianas de las ventanas que daban a la fachada principal fueron cerradas. Por otra parte, empezaron a verse agentes de Marescal en la calle. Sólo Jodot no se mostraba. Desarmado sin duda por la pérdida del documento en el que Brégeac había firmado su confesión, debía ocultarse en algún sitio seguro.
Ese período se prolongó durante quince días. Raoul se había hecho presentar, bajo nombre prestado, a la mujer del ministro que protegía abiertamente a Marescal. Había logrado penetrar en la intimidad de esa dama, algo madura, muy celosa y para quien su marido no tenía secretos. Las atenciones de Raoul la llenaban de alegría. Sin darse cuenta del papel que desempeñaba e ignorando, por otra parte, la pasión de Marescal por Aurélie, hora a hora mantuvo a Raoul al corriente de las intenciones del comisario, de lo que combinaba con respecto a Aurélie y de la manera que intentaba, con la ayuda del ministro, derrocar a Brégeac y a los que le sostenían.
Raoul tuvo miedo. El ataque estaba tan bien organizado que se preguntaba si no debería tomar la delantera, raptar a Aurélie y demoler, de este modo, el plan del enemigo.
«¿Y después, qué?», se decía. «¿Cómo me beneficiaría la fuga? El conflicto continuaría igual y habría que volver a empezar».
Supo resistir la tentación.
Una tarde, al volver a su casa, encontró un mensaje. La mujer del ministro le anunciaba las últimas decisiones tomadas, entre otras el arresto de Aurélie, fijado para la mañana siguiente, 12 de julio, a las tres de la tarde.
«¡Pobre señorita de los ojos verdes!», pensó Raoul. «¿Tendrá confianza en mí, contra todos, como le pedí? ¿Todavía más lágrimas y angustias para ella?». Durmió tranquilamente como un gran capitán en vísperas de combate. A las ocho se levantó. El día decisivo empezaba.
Hacia el mediodía, cuando la criada que le servía, su vieja nodriza Victoire, entró por la puerta de servicio con una cesta de provisiones, seis hombres apostados en la escalera, penetraron por la fuerza en la cocina.
—¿Está aquí su señor? —dijo brutalmente uno de ellos—. Vamos, momia, no vale la pena mentir. Soy el comisario Marescal y tengo una orden contra él.
Lívida, temblorosa, la mujer murmuró:
—Está en su despacho.
—Guíenos.
Puso su mano sobre la boca de Victoire para que no pudiera avisar a Raoul y la hizo caminar a lo largo de un pasillo, al final del cual la mujer señaló una habitación.
El adversario no tuvo tiempo de ponerse en guardia. Fue empujado, derribado de un puñetazo, atado y expedido como un paquete. Marescal le lanzó simplemente:
—Usted es el jefe de los bandidos del rápido. Su nombre, Raoul de Limézy.
Y dirigiéndose a los hombres:
—Al depósito. He aquí la orden. ¡Ah, con discreción! Ni una palabra sobre la personalidad del «cliente». Tony, usted me responderá de él, ¿de acuerdo? Y usted también, Labonce. Llévenselo. Y vuelvan a las tres ante la casa de Brégeac. Habrá llegado el momento para la señorita y para la ejecución del padrastro.
Cuatro hombres se llevaron al cliente. Marescal retuvo al quinto, Sauvinoux.
Inmediatamente registró el despacho y miró detenidamente algunos papeles y objetos insignificantes. Pero ni él ni su acólito Sauvinoux encontraron lo que buscaban: la botella, cuya etiqueta quince días antes en la acera, Marescal había tenido tiempo de leer: «Agua de Jouvence».
Fueron a almorzar en un restaurante vecino. Luego volvieron y Marescal se encarnizó en la búsqueda.
Por fin, a las dos y cuarto, Sauvinoux descubrió la famosa botella bajo el mármol de una chimenea.
Ahora tenía tapón y estaba rigurosamente lacrada con cera roja.
Marescal la sacudió y la colocó ante la luz de una bombilla eléctrica: contenía un delgado rollo de papel.
Vaciló. ¿Leería el papel?
—No… no… ¡todavía no!… ¡Ante Brégeac!… ¡Bravo, Sauvinoux, ha maniobrado muy bien, muchacho!
Su alegría desbordaba y marchó murmurado:
—Esta vez estamos cerca de la meta. Tengo a Brégeac en mis manos y no tengo más que apretar el tornillo. En cuanto a la pequeña, ya no tiene a nadie que la defienda. Su enamorado está en la sombra. ¡Por fin solos, querida!