7

Una de las bocas del infierno

Si la situación de la terraza, en lo alto de un gran jardín y en un lugar en donde nadie se paseaba, al amparo de espesas frondosidades, había ofrecido unas semanas de absoluta seguridad a Aurélie y a Raoul, ¿no podía éste pensar que Marescal encontraría los pocos minutos que le eran necesarios y que Aurélie no tendría ninguna asistencia? Fatalmente, la escena proseguía hasta el término querido por el adversario y el desenlace se sucedería de acuerdo con su voluntad implacable.

La oía tan bien que no se apresuró. Avanzó lentamente y se detuvo. La certeza del éxito desencajaba la armonía de su rostro regular y deformaba sus rasgos, habitualmente inmóviles. Un rictus le subía la comisura izquierda de la boca, arrastrando la mitad de su barba cuadrada. Los dientes brillaban. Los ojos eran crueles y duros.

Ironizó:

—¡Bien, señorita, me parece que los acontecimientos no me son del todo desfavorables! ¡No tiene usted medio de escarparse como lo hizo en la estación de Beaucourt! ¡No puede escaparse como en París! ¡Ahora tendrá que acatar la ley del más fuerte!

Con el torso erguido, los brazos tiesos y los puños crispados sobre el banco de piedra, Aurélie le contemplaba con una expresión de angustia enloquecida. Ni un gemido. Esperaba.

—¡Qué agradable visión, hermosa señorita! Cuando se ama de la manera un poco excesiva como yo la amo a usted, no es desagradable encontrar frente a sí miedo y rebelión. Así se tiene que ser más ardiente para conquistar la presa… Una presa magnífica —añadió en voz baja—, ya que, la verdad sea dicha, es usted extraordinariamente bella.

Descubriendo el telegrama desdoblado, se burló:

—¿Del bueno de Brégeac, verdad? ¿Le anuncia su llegada inminente y su partida? Lo sé, lo sé. Desde hace quince días le vigilo y estoy al corriente de sus proyectos más secretos. Tengo hombres fieles a su lado y, de ese modo, he podido descubrir su retiro y me he podido avanzar algunas horas a él. El tiempo justo para explorar estos lugares, el bosque, el estanque, para espiarla a usted de lejos y para verla correr apresurada hacia esta terraza. Cuando he llegado he podido sorprender una silueta que se alejaba. ¿Un enamorado, tal vez?

Marescal dio algunos pasos hacia adelante. La muchacha se puso en guardia y su busto tocó la celosía que rodeaba el banco. Marescal dijo irritado:

—¡Vamos muchacha, me imagino que no retrocedía usted de ese modo hace un momento, cuando su enamorado la acariciaba! ¿Quién es el feliz personaje? ¿Un prometido? Mejor un amante. Vamos, que he llegado justo para defender a mi bien e impedir que la cándida pensionista de Sainte-Marie cometa una tontería. ¡Nunca me lo habría imaginado! —Contuvo su cólera y se inclinó sobre ella—. ¡Después de todo, tanto mejor! Eso simplifica las cosas. La partida que jugaba era admirable puesto que ya tenía de antemano todos los triunfos. Pero ahora mi suerte ha aumentado. Aurélie no tiene una virtud a prueba de bombas. Se puede robar y asesinar sin caer en el foso, pero ahora resulta que Aurélie está dispuesta a caer. Entonces, ¿por qué no hacerlo en mi compañía? Tanto será con uno como con otro. Tengo poderosas razones que inclinan la balanza a mi favor. ¿Qué dice usted a eso, Aurélie?

La muchacha callaba obstinadamente, las puyas de su enemigo se exasperaban con aquel silencio aterrorizado. Al fin, Marescal insistió pronunciando lentamente las palabras:

—No podemos perder el tiempo charlando. Hay que ir directo al grano, sin tener miedo a las palabras para que no haya malentendidos. Así pues, escúcheme usted: silencio sobre lo pasado y sobre las humillaciones que he sufrido. Eso ya no cuenta, lo único que cuenta es el presente. Un punto, es todo. Ahora bien, el presente es el asesinato del rápido, es la huida en el bosque, es la captura por parte de los gendarmes, son veinte pruebas cada una de las cuales es mortal para usted. Y el presente es hoy, ahora, cuando la tengo entre mis manos. Basta con que la lleve ante su padrastro y le grite en pleno rostro ante testigos: ésta es la mujer que ha matado y que toda la policía busca… Tengo la orden de arresto en mi bolsillo. Llamemos a los gendarmes.

Levantó los brazos al tiempo que hablaba, como si estuviera dispuesto a coger a la criminal. Y más sordamente todavía, la amenaza en suspenso, concluyó:

—Así, pues, por una parte, la denuncia pública, el juicio, el temible castigo… Y por otra, eso, lo que le doy a elegir: el acuerdo, un acuerdo inmediato, con las condiciones que usted ya ha adivinado. Exijo algo más que una promesa, exijo un juramento hecho de rodillas, el juramento de que, una vez de regreso a París, vendrá usted a verme sola a mi casa. Y para sellar el acuerdo, un beso… Y no un beso de odio y de disgusto, sino un beso voluntario, como los que he recibido de otras más bellas y más difíciles que usted, Aurélie… Un beso de amante… ¡Responda usted de una vez! —gritó con una explosión de rabia—. ¡Respóndeme, dime que aceptas! Deja ya tus aires de desgraciada. Respóndeme o te detengo y te besaré igualmente, pero después te llevaré a la cárcel.

Aquella vez la mano se abatió sobre el hombro con una violencia irresistible, mientras que la otra agarraba a Aurélie por la garganta y le apretaba la cabeza contra la celosía. La boca de Marescal buscó ávidamente la de la muchacha, pero no tuvo tiempo de terminar el gesto. Marescal sintió que la muchacha se desvanecía.

Aquel incidente le turbó profundamente. Había venido sin ningún plan preciso, o, por lo menos, con el único plan de hablar con ella y, una hora antes de la llegada de Brégeac, conseguir promesas solemnes de la muchacha y el reconocimiento de su poder. Ahora bien, el azar le ofrecía una víctima inerte e impotente.

Permaneció unos segundos inclinado sobre ella mirándola con sus ojos ávidos y examinando aquella sala cerrada y discreta. No había ningún testigo, ninguna intervención posible.

Pero un pensamiento repentino le condujo hasta el parapeto y, por la brecha, practicada entre los arbustos, contempló el estanque desierto, el bosque de árboles negros, tenebroso y misterioso en el que había observado, al pasar, el orificio de las grutas. Aurélie, presa allí y retenida bajo la amenaza de los gendarmes. Aurélie cautiva dos, tres u ocho días si era necesario, sería el final inesperado y triunfal de aquella aventura.

Tocó el silbato. Frente a él, en la otra orilla del estanque, dos brazos se agitaron entre dos arbustos del lindero del bosque. Señales convenidas: había apostado allí a dos hombres que servirían a sus maquinaciones. A este lado del estanque la barca se balanceaba.

Marescal no dudó más. Sabía que la ocasión era fugitiva y que, si no la cogía al vuelo, se disiparía como una sombra. Cruzó de nuevo la terraza y comprobó que la muchacha estaba a punto de volver en sí.

«Actuemos», se dijo, «si no…».

Le puso sobre la cabeza un pañuelo cuyas dos extremidades anudó sobre la boca, a manera de una mordaza. Después la tomó en sus brazos y se la llevó. La muchacha era delgada y pesaba poco, Marescal era robusto. El fardo le parecía ligero. Sin embargo, cuando llegó a la brecha y observó la pendiente casi vertical del sendero practicado por las tempestades en medio de la pared, reflexionó y creyó necesario tomar precauciones. Depositó, pues, a Aurélie al borde de la brecha.

¿Esperaba la muchacha aquel error? ¿Fue, por su parte, una inspiración repentina? Sea como sea, la imprudencia de Marescal fue castigada. Con un movimiento imprevisto, con una rapidez y una precisión que le desconcertaron, Aurélie se arrancó el pañuelo y sin preocuparse por lo que podía suceder, se dejó deslizar de arriba a abajo como una piedra que se desliza, arrastrando consigo guijarros y arena formando una nube de polvo.

Recuperado de su sorpresa, el policía se lanzó en zigzag, a riesgo de caerse, y descubrió que la muchacha corría a la aventura desde el farallón hasta el pequeño muelle, como una bestia perseguida y que no sabe qué hacer.

—¡Estás perdida, pequeña! —gritó—. ¡No tienes nada que hacer!

Estaba a punto de alcanzarla y la muchacha vacilaba de miedo, cuando tuvo la impresión de que algo caía desde lo alto de la terraza y se abatía junto a él, como lo hubiera hecho una rama rota. Se volvió bruscamente y vio a un hombre, cuyo rostro estaba oculto por un pañuelo y que debía ser el que él suponía enamorado de Aurélie. Marescal tuvo tiempo de coger su revólver, pero no de utilizarlo. Una patada del agresor, lanzada en pleno pecho, le precipitó hasta media rodilla en una amalgama de líquido viscoso que formaba el estanque en aquel lugar. Furioso, chapoteando, apuntó su revólver sobre el adversario en el momento en que éste, veinticinco pasos más lejos, depositaba a la muchacha en la barca.

—¡Alto o disparo! —gritó.

Raoul no respondió. Levantó y apoyó sobre un banco, como un escudo que les protegía, una plancha de madera medio podrida. Después empujó la barca, que se puso a bailar sobre las olas.

Marescal disparó. Apretó el gatillo cinco veces. Lo apretó desesperada y rabiosamente. Pero ninguna de las cinco balas, sin duda mojadas, salió del tambor. Entonces lanzó un silbido como antes, pero de una manera más estridente. En la otra orilla, los dos hombres salieron de sus escondites como diablos de sus botellas.

Raoul estaba en medio del estanque, es decir, a unos treinta metros de la orilla opuesta.

—¡No disparéis! —gritó Marescal.

Tampoco hubiera servido de nada. El fugitivo sólo podía intentar abordar la orilla si no quería verse arrastrado por la corriente hacia la cueva donde desaparecía el estanque y verse frente a frente a los dos esbirros que empuñaban su revólver.

El fugitivo tuvo que darse cuenta de ello, ya que de repente dio media vuelta, regresó a la orilla en la que sólo tendría que combatir con un adversario desarmado.

—¡Disparad, disparad! —vociferó Marescal adivinando la maniobra—. ¡Disparad ahora, que regresa!

Uno de los hombres hizo fuego.

En la barca hubo un grito. Raoul soltó los remos y cayó, mientras que la muchacha se lanzaba sobre él con gestos de desesperación. Los remos fueron arrastrados por la corriente. La barca permaneció un instante inmóvil, indecisa, después viró un poco y la proa apuntó hacia la corriente, reculó, se deslizó hacia atrás, primero con lentitud y después con rapidez.

—¡Diablos, están perdidos! —balbuceó Marescal. ¿Pero, qué podía hacer? El final de la aventura no dejaba duda alguna. La barca fue zarandeada por dos corrientes de olas que la arrastraron hacia adelante, con los dos cuerpos ocultos en el fondo. Enfiló como una flecha el orificio por donde se deslizaba el agua.

Aquello pasó dos minutos después de que los fugitivos abandonaran la orilla.

Marescal estaba inmóvil. Con los pies en el agua y el rostro contraído de horror, miraba aquel lugar maldito como si estuviera contemplando la boca del infierno. Su sombrero flotaba en el estanque, su barba y sus cabellos estaban en desorden.

—¡No es posible… No es posible! —tartamudeó—. ¡Aurélie… Aurélie!

La llamada de sus hombres le sacó de su estupor. Dieron un gran rodeo para reunirse con él y le encontraron secándose. Les dijo:

—¿Es verdad?

—¿Qué?

—¿La barca? ¿El remolino?

No lo sabía. En las pesadillas, las visiones abominables se suceden de igual modo, dejando la impresión de realidades espantosas.

Los tres hombres alcanzaron la parte superior, del agujero, delimitado por una gran losa rodeada de arbustos y de plantas, que nacían entre las piedras. El agua llegaba en menudas cascadas en las que se distinguían, aquí y allá, las formas lisas de las grandes piedras. Se inclinaron. Escucharon. Nada. Sólo el tumulto de la corriente. Sólo el aliento frío que subía mezclado con el polvo blanco de la espuma.

—¡Es el infierno! —balbuceó Marescal—. Es una de las bocas del infierno.

Y repetía:

—Ha muerto, se ha ahogado. ¡Qué muerte más espantosa! Si este imbécil la hubiera dejado… yo habría… habría…

Se marcharon a través del bosque. Marescal caminaba como si siguiera un convoy. En diversas ocasiones sus compañeros le interrogaron. Se trataba de individuos poco recomendables que había reclutado especialmente para su expedición, fuera de su servicio, y a los que sólo había dado una información sumaria. No les respondió. Pensaba en Aurélie, tan graciosa, tan vivaz y a quien amaba tan apasionadamente. Los recuerdos, mezclados con remordimientos y pavores le turbaban.

Además, no tenía la conciencia tranquila. La investigación inminente podía alcanzarle y, en consecuencia, atribuirle una parte de responsabilidad en el trágico accidente. De ser así, se produciría el hundimiento, el escándalo. Brégeac sería despiadado y llevaría su venganza hasta el final.

Pronto sólo pensó en irse y abandonar el país con la mayor discreción posible. Hizo entrar miedo a sus acólitos. Un peligro común les amenazaba, les dijo, y su seguridad exigía que se dispersaran, que cada uno de ellos velara por sí mismo antes de que se diera la alarma y que su presencia fuera descubierta. Les entregó el doble de la cifra convenida, evitó las casas de Luz, y tomó la carretera de Pierrefitte-Nestalas con la esperanza de encontrar un coche que le llevara a la estación para coger el tren de las siete de la tarde.

A tres kilómetros de Luz fue avanzando por una carreta de dos ruedas cubierta por una tela encerada, que conducía un campesino vestido con un amplio guardapolvo y una boina vasca.

Marescal le detuvo y con tono imperioso dijo:

—Cinco francos si llegamos a tiempo al tren.

El campesino no pareció conmoverse y ni siquiera fustigó a la pobre mula que trotaba ante el carro.

El trayecto fue largo. No avanzaban. Se hubiera dicho, por el contrario, que el campesino retenía a la bestia.

Marescal montaba en cólera. Había perdido el control de sí mismo y se lamentaba:

—No llegaremos nunca… Su bestia es un desastre… Le daré diez francos si llegamos a tiempo, ¿de acuerdo?

La región le parecía odiosa, poblada de fantasmas y llena de policías que perseguían al policía Marescal. La idea de pasar la noche en aquellos parajes, en donde yacía el cadáver de aquella a quien él había enviado a la muerte, era superior a sus fuerzas.

—Veinte francos —dijo al campesino.

Y de repente, perdiendo la cabeza, exclamó:

—¡Cincuenta francos! ¡Aquí están! ¡Cincuenta francos! ¡Sólo quedan dos kilómetros… dos kilómetros en siete minutos… Maldita sea…! Es posible… ¡Vamos, diablos, fustíguela usted!… ¡Cincuenta francos!…

El campesino fue presa de una crisis de energía furiosa y se puso, como si sólo hubiera oído aquella magnífica proposición, a fustigar a la bestia.

—¡Cuidado, hombre, que nos vamos a estrellar!

El campesino no daba importancia a esta perspectiva. ¡Cincuenta francos! Golpeaba a la mula con todas sus fuerzas. La bestia, enloquecida, redoblaba la velocidad. La carreta saltaba de un lado a otro de la carretera. Marescal se inquietaba cada vez más.

—¡Eso es, estúpido, vamos a estrellarnos! ¡Alto, demonios! ¿Está usted loco? ¡Basta, ya está!…

En efecto, «ya estaba». Un toque de rienda desgraciado, un salto demasiado violento, y carreta y pasajeros cayeron en el barranco de una manera tan desastrosa que la carreta pasó por encima de los dos hombres y la mula, cogida por el arnés, cascos al aire, lanzaba patadas en el vacío.

Marescal se dio cuenta enseguida de que salía indemne de la aventura, pero el campesino le aplastaba con todo su peso. Quiso desembarazarse de él, pero no pudo. Y entonces oyó una voz amable que susurraba a su oído:

—¿Tienes fuego, Rodolphe?

De pies a cabeza, Marescal sintió que su cuerpo se helaba. La muerte debe dar esta impresión atroz de miembros ya fríos que nada será nunca capaz de reanimar. Balbuceó:

—El hombre del rápido…

—El hombre del rápido, eso es —repitió la boca que le cosquilleaba en la oreja.

—El hombre de la terraza —gimió Marescal.

—Exactamente… El hombre del rápido, el hombre de la terraza… Y también el hombre de Montecarlo y el hombre del bulevar Haussmann, y el asesino de los dos hermanos Loubeaux, y el cómplice de Aurélie, y el hombre de la barca, y el campesino de la carreta. Son muchos guerreros que tienes que combatir tú solo, Marescal, y todos de talla, me atrevería a decir.

La mula había acabado con sus coces y se había levantado. Poco a poco, Raoul se quitó el sobretodo y consiguió envolver con él al comisario, inmovilizando así sus brazos y sus piernas. Empujó la carreta, tomó las cinchas y las riendas del arnés y ató sólidamente a Marescal, a quien subió a la cuneta y dejó, junto a una pendiente, entre espesos arbustos. Con dos correas restantes ató el busto y el cuello del comisario al tronco de un árbol.

—No tienes suerte conmigo, pobre Rodolphe. Ésta es la segunda vez que te envuelvo como a un faraón. ¡Ah, que no se me olvide! Como mordaza ¡el pañuelo de Aurélie! No gritar y no ser visto, ésta es la regla del perfecto cautivo. Pero podrás mirar con todos tus ojos y oír con todas tus orejas. ¿Oyes? Escucha cómo pita el tren… El tren se aleja con la dulce Aurélie y su padrastro. Es necesario que te tranquilices. La muchacha está tan viva como tú y como yo, cansada tal vez después de tantas emociones. Pero un sueño reparador la dejará como nueva.

Raoul ató la mula y arregló los restos del vehículo. Después volvió a sentarse junto al comisario.

—Extraña aventura ésta del naufragio, ¿verdad?

»Pero ningún milagro como podría parecerte. Y tampoco ningún azar. Para tu gobierno, has de saber que nunca cuento con los milagros ni con el azar, sino solamente conmigo. Así pues… ¿no te molesta, verdad, mi pequeño discurso? ¿Te gustaría más dormir? ¿No? Entonces sigo… Así pues, acababa de dejar a Aurélie en la terraza cuando, de regreso, me asaltó una inquietud: ¿era prudente dejarla de este modo? Nunca se sabe si ronda por allí un malhechor o algún bellaco engomado… Esas intuiciones forman parte de mi sistema… Siempre las obedezco. Así pues, regresé. ¿Y qué es lo que veo? Rodolphe, encantador infame y desleal policía que desciende por el farallón persiguiendo a su presa. En vistas de ello, caigo del cielo, te ofrezco un baño de pies, arrastro conmigo a Aurélie y bogo en la barca. El estanque, las grutas, el bosque, eran la libertad. Pero, he aquí que utilizas tu silbato y dos esbirros surgen a tu llamada. ¿Qué hacer? Problema insoluble. No, una idea genial… ¿Y si me hiciera tragar por el remolino? En aquel preciso momento un browning dispara contra mí. Suelto los remos, me dejo caer como muerto al fondo de la canoa. Explico el asunto a Aurélie y nos dejamos tragar por el remolino.

Raoul golpeó suavemente la pierna de Marescal.

—No, te lo ruego, amigo mío, no te emociones: no corríamos ningún riesgo. Todos los habitantes del país saben que utilizando este túnel tallado en terreno calcáreo, se alcanza, cien metros más abajo, una pequeña playa de fina arena desde donde se puede volver a la superficie por medio de algunos confortables escalones. Los domingos, docenas de pilluelos se divierten de este modo con un esquife. No hay que temer ni un solo rasguño. Y así, hemos podido asistir a tu hundimiento desde lejos y verte marchar con la cabeza gacha, lleno de remordimientos. Entonces he llevado a Aurélie al jardín del convento. Su padrastro ha venido a buscarla en coche para tomar el tren mientras que yo iba en busca de mi maleta, compraba mi equipo y el disfraz de campesino y me alejaba al trote con el fin de proteger la retirada de Aurélie.

Raoul apoyó la cabeza en el hombro de Marescal y cerró los ojos.

—Todo este ajetreo me ha cansado un poco y creo necesitar un sueño reparador. Vela mi reposo, mi buen Rodolphe, y no te inquietes. Todo sea para lo mejor en el mejor de los mundos. Cada uno ocupa en él el lugar que merece y los estúpidos sirven de almohada a los pillines de mi especie.

Se durmió.

Caía la tarde. Las sombras le rodeaban. Raoul se despertó y dijo algunas frases sobre las estrellas brillantes o la claridad azul de la luna. Después nuevamente se durmió.

Hacia medianoche tuvo hambre. Su maleta contenía alimentos. Ofreció comida a Marescal y le quitó la mordaza.

—Come, amigo mío —le dijo poniéndole queso en la boca.

Pero Marescal, presa de furor, escupió el queso y barbotó:

—¡Imbécil, cretino, el estúpido eres tú! ¿Sabes lo que has hecho?

—¡Claro que sí! He salvado a Aurélie. Su padrastro la lleva de regreso a París y yo voy a reunirme con ellos.

—¡Su padrastro! ¡Su padrastro! —gritó Marescal—. Así pues, ¿no lo sabes?

—¿Qué?

—Su padrastro la ama.

Raoul le agarró por el cuello fuera de sí.

—¡Imbécil! ¿No podías decírmelo en lugar de escuchar mis estúpidos discursos? ¿La ama? ¡Ah, miserable! Todo el mundo ama a esta criatura. ¡Montón de brutos! ¿Nunca os habéis mirado a un espejo? Sobre todo tú, con esa facha y todos tus engomados.

Se inclinó hacia él y dijo:

—Escúchame, Marescal. Arrancaré a la pequeña de manos de su padrastro. Pero déjala tranquila. No te ocupes más de nosotros.

—Imposible —murmuró el comisario sordamente.

—¿Por qué?

—Ha matado.

—¿De manera que tu plan…?

—Es entregarla a la justicia. La odio y lo lograré.

Lo dijo con un tono tal de feroz rencor que hizo comprender a Raoul que, de ahora en adelante, en Marescal podría más el odio que el amor.

—Peor para ti, Rodolphe. Iba a proponerte un ascenso. Algo así como un cargo de prefecto de policía. Prefieres la batalla. Como quieras. Empieza por una noche al raso. No hay nada mejor para la salud. En cuanto a mí, me voy al galope a Lourdes. Son veinte kilómetros. Cuatro horas de trote para mi montura. Y esta noche estaré en París y pondré en lugar seguro a Aurélie. Adiós, Rodolphe.

Sujetó como pudo la maleta en la montura, montó la mula y, sin estribos, sin silla, silbando alegremente una canción de caza, se hundió en la noche.

Por la tarde, en París, una vieja dama que él llamaba Victoire y que había sido su nodriza, esperaba en automóvil ante el pequeño hotel particular de la calle de Courcelles, en donde vivía Brégeac. Raoul iba al volante.

Aurélie no acudió.

A partir de la aurora, Raoul reemprendió su vigilancia. En la calle vio a un trapero que se iba, después de haber examinado con la punta de su bastón las profundidades de los cubos de basura. Y en seguida, con un sentido muy especial que le hacía reconocer a los individuos por su manera de caminar, más que por cualquier otro signo característico, descubrió bajo los harapos y la sórdida gorra, y a pesar de que apenas lo había entrevisto en el jardín de la villa Faradoni, al asesino Jodot.

«Demonios», se dijo Raoul. «Éste ya está manos a la obra».

Hacia las ocho, una criada salió de la mansión y corrió a una farmacia vecina. Con un billete en la mano, Raoul la abordó y supo que Aurélie, traída a la víspera por Brégeac, se había acostado con fiebre y delirio.

Hacia el mediodía, Marescal rondaba por los alrededores de la casa.