6

Entre el follaje

«¡Ah, señorita de los ojos verdes!», se dijo Raoul mientras las tres mulas del autobús, cuyos cascabeles oía tintinear, emprendían la subida de las primeras pendientes. «Hermosa señorita. Ahora es usted mi prisionera. Cómplice de asesino, de ladrón y de chantajista, asesina usted misma, muchacha mundana, artista de opereta, pensionaria de convento… Sea usted lo que sea, no volverá a escaparse. La confianza es una prisión de la que nadie puede escapar, y aunque usted me desprecie por haberla besado, en el fondo de su corazón confía en aquél que no cesa de salvarla y que está siempre presente cuando se encuentra usted al borde del abismo. Uno acaba apreciando a su terranova aunque le haya mordido en una ocasión».

»Señorita de los ojos verdes que se refugia en un convento para escapar a todos los que la persiguen, hasta nueva orden usted no será para mí una criminal o una temible aventurera, ni siquiera una cantante de opereta, y no la llamaré Léonide Balli sino Aurélie. Es un nombre que me gusta porque es añejo, honesto, de hermanita de los pobres.

»Señorita de los ojos verdes, ahora sé que usted posee, al margen de sus antiguos cómplices un secreto que ellos quieren arrancarle y que usted defiende ferozmente. Este secreto me pertenecerá un día u otro, porque los secretos son mi vocación y voy a descubrir éste al igual que un día desvelaré las tinieblas en las que usted se oculta, misteriosa y apasionante Aurélie».

Aquellas frases satisficieron a Raoul, que se adormiló para no pensar más en el enigma turbador que representaba la señorita de los ojos verdes.

La pequeña ciudad de Luz y su vecina, Saint-Sauveur, forman una aglomeración termal en la que los bañistas son raros en esta estación. Raoul eligió un hotel casi vacío y se presentó como un aficionado a la botánica y a la mineralogía. Aquella misma tarde se dedicó a estudiar los alrededores.

Un estrecho camino, muy incómodo, conducía en veinte minutos de subida, a la casa de las hermanas Sainte-Marie, viejo convento convertido en pensionado. En medio de una región áspera y atormentada, las construcciones y los jardines se extendían en la cumbre de un promontorio a base de terrazas sobrepuestas que sostenían fuertes murallas a lo largo de las cuales hervía el torrente de Sainte-Marie que en esa parte de su curso se hacía subterráneo. Un bosque de pinos cubría la otra vertiente del promontorio. Lo cruzaban dos caminos en cruz para uso de leñadores. Había grutas y rocas con siluetas extrañas a las que las gentes de los pueblos vecinos acudían los domingos de excursión.

Por aquel lado se puso al acecho Raoul. La región era desierta. Las hachas de los leñadores resonaban a lo lejos. Desde su puesto de observación, Raoul dominaba el césped regular del jardín y las hileras de tilos cuidadosamente podados, que servían de paseo para las pensionistas. En pocos días llegó a conocer a la perfección las horas de recreo y las costumbres del convento. Después del almuerzo, la avenida que bordeaba el torrente era el lugar reservado para las «mayores».

Hasta el cuarto día la señorita de los ojos verdes, a quien sin duda la fatiga había retenido en el convento, no apareció en aquella avenida. A partir del momento de su aparición, cada una de las mayores parecía no tener otro objetivo que acaparar su atención, con unos celos manifiestos que las hacían discutir entre sí.

Enseguida Raoul vio que se había transformado como un niño que sale de una enfermedad y se recupera al sol y al aire puro de la montaña. Evolucionaba entre las muchachas, vestida como ellas, viva, alegre, amable con todas, arrastrándolas poco a poco a jugar y a correr y divirtiéndose tanto que sus risas resonaban en el eco del límite del horizonte.

«¡Ríe!», se decía Raoul maravillado, «y no con la sonrisa ficticia y casi dolorosa del teatro sino con una risa de despreocupación y de olvido en la que se manifiesta su verdadera naturaleza. Ríe… ¡Qué prodigio!».

Después, las otras muchachas regresaron a las clases y Aurélie se quedó sola. Aquello no pareció preocuparla. Su alegría no disminuyó. Se ocupaba en pequeñeces, como por ejemplo, recoger piñas, que iba colocando en un cesto, o coger flores que depositaba en los escalones de una capilla vecina.

Sus gestos eran graciosos. Hablaba a menudo a media voz con un perrito que la acompañaba o con un gato que se frotaba contra sus tobillos. En una ocasión se colocó una guirnalda de rosas y se contempló sonriendo en un espejo de bolsillo. Furtivamente se puso un poco de colorete y polvos de arroz en las mejillas, pero acto seguido se frotó con energía. Aquello debía estar prohibido.

El octavo día, la muchacha franqueó un parapeto y alcanzó la última y más elevada de las terrazas, disimulada en su extremo por un seto de arbustos.

El noveno día regresó allí con un libro en la mano. Entonces, el décimo, antes de la hora del recreo, Raoul se decidió.

Le fue necesario, primero, deslizarse entre los arbustos espesos que bordeaban el bosque y cruzar después una amplia extensión de agua. El torrente de Sainte-Marie se lanza en ella como en un inmenso depósito, después de lo cual se hunde bajo tierra. Una barca carcomida estaba atada a un poste y le permitió, a pesar de los violentos remolinos, alcanzar un pequeño muelle, al pie mismo de la alta terraza que se levantaba como una muralla de una fortaleza.

Los muros estaban hechos de piedras planas puestas sencillamente unas sobre otras y entre las que crecían plantas silvestres. Las lluvias habían trazado resquicios y practicado concavidades que los pilluelos de los alrededores utilizaban para escalar la pared. Raoul trepó sin dificultades. La terraza, en lo alto, formaba una sala de verano rodeada de celosías demolidas y de bancos de piedras, adornada en su centro con una hermosa fuente de piedra.

Raoul oyó el alboroto del recreo. Después se produjo el silencio y al cabo de unos segundos distinguió el ruido de unos pasos ligeros que se acercaban hacia él. Una voz fresca entonaba un aire de romanza. Raoul sintió que su corazón se aceleraba. ¿Qué diría ella al verle?

Crujieron unas ramas. Una mano apartó el follaje como una cortina que se levanta en la puerta de una habitación y entró Aurélie.

La muchacha se detuvo en seco en el umbral de la terraza, su canción se interrumpió y su actitud fue de estupefacción. Su libro, su sombrero de paja que había llenado de flores y que llevaba bajo el brazo, cayeron. La muchacha no se movió, con su silueta fina y delicada bajo el sencillo vestido de lana marrón.

Tardó unos momentos en conocer a Raoul. Entonces enrojeció y, retrocediendo, murmuró:

—Váyase usted.

—No —dijo él.

—Si usted no se va me iré yo.

—Si usted se va la seguiré. Regresaremos juntos al convento.

La muchacha se volvió como si quisiera huir. Raoul corrió hacia ella y la sujetó por el brazo.

—¡No me toque! —exclamó la muchacha con indignación, soltándose—. ¡Le prohíbo que esté a mi lado!

Raoul, sorprendido ante tanta vehemencia, preguntó:

—¿Por qué?

En voz muy baja, ella replicó:

—Me horroriza usted.

La respuesta era tan extraordinaria que Raoul no pudo retener una sonrisa.

—¿Me detesta usted hasta ese punto?

—Sí.

—¿Más que a Marescal?

—Sí.

—¿Más que a Guillaume y que al hombre de la villa Faradoni?

—Sí, sí, sí.

—Sin embargo, ellos le han causado daños y yo no he hecho más que protegerla…

La muchacha calló. Había recogido su sombrero y lo apretaba contra su rostro, de manera que él no vio sus labios. Toda su conducta se explicaba con aquello. Raoul ya no dudaba. Si la muchacha le detestaba, no era debido a que él hubiera sido testigo de todos sus crímenes y de todas sus vergüenzas, sino a que la había estrechado entre sus brazos y besado en la boca. Extraño pudor en una mujer como ella y, al mismo tiempo, tan sincero y que arrojaba tanta luz sobre la intensidad de su alma y de sus instintos, que Raoul murmuró a su pesar:

—Le ruego que lo olvide.

Y retrocediendo algunos pasos para demostrarle que era libre de marcharse, añadió con un tono de respeto involuntario:

—Aquélla fue una noche de aberración cuyo recuerdo no debemos guardar ni usted ni yo. Olvide la manera como actué. Por otra parte, no he venido para recordárselo sino para continuar mi obra de protección. El azar me puso en su camino y el azar ha querido que desde entonces haya podido serle útil. No rechace usted mi ayuda, se lo ruego. El peligro que la amenaza, en lugar de decrecer, aumenta cada vez más. Sus enemigos están exasperados. ¿Qué hará usted si yo no estoy presente?

—Váyase —dijo ella con obstinación.

La muchacha permanecía en el umbral de la terraza, como ante una puerta abierta. Rehuía los ojos de Raoul y ocultaba sus labios. Sin embargo, no se decidía a marchar. Como Raoul pensaba, se es prisionero de quien nos salva incansablemente. Su mirada expresaba temor, pero el recuerdo del beso recibido cedía ante el recuerdo, mucho más terrible, de las pruebas sufridas.

—Váyase. Aquí estoy en paz. Usted ha estado mezclado con todas esas cosas… Con todas esas cosas infernales.

—Afortunadamente —dijo él—. Y por ello, es necesario que me mezcle en las que se preparan. ¿Acaso cree que ellos no la buscan? ¿Cree que Marescal ha renunciado a usted? En la actualidad está sobre su pista. La encontrará incluso en ese convento de Sainte-Marie. Si usted ha vivido aquí, como supongo, los días felices de su infancia, él debe saberlo y vendrá.

Hablaba suavemente, con una convicción que impresionaba a la muchacha, a quien apenas oyó balbucear todavía:

—Váyase…

—Sí —dijo—, pero mañana estaré aquí a la misma hora, y la esperaré todos los días. Tenemos qué hablar. De nada que pueda serle doloroso y recordarle la pesadilla de aquella horrible noche. Guardaremos silencio sobre ello. No tengo necesidad de saber y la verdad saldrá poco a poco de la sombra. Pero existen otros puntos sobre los que tengo que preguntarle. Sólo quería decirle eso, hoy. Nada más. Puede usted irse. Reflexionará usted, ¿no es verdad? Pero no tenga usted miedo. Acostúmbrese a la idea de que estoy siempre aquí y que nunca tiene que desesperar porque siempre estaré presente en el momento de peligro.

La muchacha se marchó sin una palabra, sin un gesto. Raoul la observó descender por las terrazas y caminar por la avenida de los tilos. Cuando la hubo perdido de vista, recogió algunas flores que ella había dejado y al darse cuenta de su gesto inconsciente, bromeó:

—¡Diantre! Esto se pone serio… ¿No será que…? ¡Vamos, vamos, mi viejo Lupin, repórtate!

Regresó por el mismo camino, cruzó de nuevo el estanque y se paseó por el bosque tirando las flores una a una, como sin darse cuenta. Pero la imagen de la señorita de los ojos verdes no se apartaba de su cerebro.

A la mañana siguiente volvió a la terraza. Aurélie no acudió, como tampoco lo hizo los dos días que siguieron. Pero el cuarto día apartó el follaje sin que él hubiera percibido el ruido de sus pasos.

—¡Es usted! —dijo Raoul emocionado.

Por la actitud de la muchacha comprendió que no debía avanzar ni decir la más mínima palabra que pudiera asustarla. Al igual que el primer día, parecía una advertencia que se rebela de ser dominada y que odia a su enemigo por el bien que le hace.

Sin embargo, su voz era menos dura cuando pronunció, con el rostro medio vuelto:

—No debería haber venido. Para las hermanas de Sainte-Marie, para mis bienhechoras, esto está mal. Pero he pensado que debía darle las gracias…, y ayudarle… Y, además —añadió—, tengo miedo… Sí, tengo miedo de todo lo que me dijo usted. Pregúnteme… Le responderé.

—¿A todo?

—No —respondió la muchacha angustiada—. No me pregunte usted sobre la noche de Beaucourt… Pero sobre lo demás… ¿Qué quiere usted saber?

Raoul reflexionó. Las preguntas eran difíciles de plantear, puesto que todas debían servir para arrojar luz sobre el punto que la muchacha rehusaba tratar. Empezó:

—En primer lugar, su nombre.

—Aurélie… Aurélie d’Asteux.

—¿Por qué el nombre de Léonide Balli? ¿Un pseudónimo?

—Léonide Balli existe. Tuvo que quedarse en Niza por una enfermedad. Entre los actores de su compañía con los que viajé de Niza a Marsella, había uno que yo conocía y, puesto que había interpretado el papel de Véronique el invierno pasado, con una compañía de aficionados, me suplicaron que por una noche tomara el lugar de Léonide Balli. Estaban tan desolados, tan preocupados, que tuve que hacerles este favor. Advertimos de ello al director, en Toulouse, quien en el último momento resolvió no anunciarme y hacer creer al público que yo era Léonide.

Raoul afirmó:

—Usted no es actriz… Mejor… Prefiero que sea la sencilla y hermosa pensionista de Sainte-Marie.

La muchacha frunció las cejas.

—Siga preguntando.

Raoul reanudó sus preguntas.

—El caballero que levantó su bastón contra Marescal a la salida de la pastelería del bulevard Haussmann, ¿era su padre?

—Mi padrastro.

—¿Su nombre?

—Brégeac.

—¿Brégeac?

—Sí, director de asuntos judiciales del Ministerio del Interior.

—Y en consecuencia, jefe directo de Marescal.

—Sí. Siempre ha existido antipatía entre uno y otro. Marescal, apoyado por el ministro, intenta ocupar el cargo de mi padrastro y éste intenta desembarazarse de él.

—¿Y Marescal la quiere?

—Me pidió que me casara con él. Le rechacé. Mi padrastro le prohibió que pusiera los pies en nuestra casa. Nos odia y ha jurado vengarse de nosotros.

—Ya tenemos a uno —dijo Raoul—. Pasemos a otro. ¿El hombre de la villa Faradoni se llama…?

—Jodot.

—¿Su profesión?

—Lo ignoro. Venía algunas veces a casa para ver a mi padrastro.

—¿Y el tercero?

—Guillaume Ancivel, que también recibíamos. Se ocupa de la Bolsa y de negocios.

—¿Más o menos dudosos?

—No lo sé…, tal vez…

Raoul resumió:

—Éstos son sus tres adversarios, ya que no hay otros, ¿no es cierto?

—Sí, mi padrastro.

—¡Cómo! ¿El marido de su madre?

—Mi pobre madre ha muerto.

—¿Y toda esta gente la persigue por la misma razón? Sin duda, a propósito de este secreto que usted posee y que ellos ignoran.

—Sí, a excepción de Marescal, que lo ignora todo y que sólo busca la venganza.

—¿Le es posible darme algunas indicaciones, no sobre el secreto en sí mismo sino sobre las circunstancias que lo rodean?

La muchacha meditó unos instantes y declaró:

—Sí, puedo hacerlo. Puedo decirle lo que los otros saben y la razón de su encarnizamiento.

Aurélie, que hasta aquel momento había respondido con una voz breve y seca, pareció tomar interés por lo que estaba diciendo.

—Se lo diré en pocas palabras. Mi padre, que era primo de mi madre, murió antes de mi nacimiento dejando algunas rentas a las que se añadió una pensión que nos pasaba mi abuelo d’Asteux, el padre de mamá, un hombre excelente, artista, inventor, siempre en busca de descubrimientos y de grandes secretos, que no cesaba de viajar a causa de pretendidos negocios milagrosos en los que teníamos que encontrar la fortuna. Le conocí bien; todavía me veo sentada en sus rodillas y le oigo decirme: «La pequeña Aurélie será rica. Trabajo para ella».

»Ahora bien, tenía justo seis años cuando nos rogó por carta a mamá y a mí que nos reuniéramos con él sin que nadie lo supiera. Una noche tomamos el tren y estuvimos a su lado durante dos días. Antes de marchar, mi madre me dijo en su presencia:

»“Aurélie, no digas nunca a nadie donde has estado estos dos días, ni lo que has visto ni lo que has hecho. Es un secreto que te pertenece, tanto a ti como a nosotros, de ahora en adelante, y que cuando tengas veinte años te hará rica”.

»“Te harán muy rica”, confirmó mi abuelo d’Asteux. “Ahora tienes que jurarnos que nunca hablarás de esas cosas a nadie, pase lo que pase”.

»“A nadie”, ratificó mi madre, “salvo al hombre a quien amarás y de quien estarás segura como de ti misma”.

»Hice todos los juramentos que me exigían. Estaba muy impresionada y lloraba. Algunos meses más tarde, mi madre volvía a casarse con Brégeac. Matrimonio que no fue feliz y que duró poco. En el transcurso del año siguiente mi pobre madre moría de una pleuresía, después de haberme dado furtivamente un pedazo de papel que contenía todas las explicaciones sobre el país visitado y sobre lo que tenía que hacer a los veinte años. Poco tiempo después, mi abuelo d’Asteux moría también. Quedé sola, pues, con mi padrastro Brégeac, quien se desembarazó de mí mandándome al pensionado de Sainte-Marie. Llegué aquí muy triste, desamparada, pero sosteniéndome a mí misma con la importancia que daba a la posesión del secreto. Era un domingo. Busqué un lugar aislado y vine aquí, a esta terraza, para ejecutar un proyecto que mi cerebro de niña había concebido. Sabía de memoria las indicaciones que mi madre me había dejado. Entonces, ¿por qué conservar un documento que todo el mundo acabaría por conocer si lo guardaba? Lo quemé aquí mismo.

Raoul bajó la cabeza:

—Y ha olvidado usted las indicaciones.

—Sí —dijo la muchacha—. A medida que el tiempo iba pasando sin que yo lo percibiera, entre los afectos que encontré aquí, en el trabajo y en el placer, se fueron borrando de mi memoria. Olvidé el nombre del país, su situación, el ferrocarril que lleva allí, los actos que tenía que realizar…, todo.

—¿Absolutamente todo?

—Todo, menos algunos paisajes y algunas impresiones que se grabaron con mayor fuerza que las otras en mis ojos y en mis oídos de niña…, imágenes que no he dejado de ver nunca… Campanadas que todavía escucho hoy.

—¿Y son estas impresiones, estas imágenes, lo que sus enemigos quieren saber esperando llegar a la verdad a través de su relato?

—Sí.

—Pero ¿cómo lo saben?

—Porque mi madre cometió la imprudencia de no destruir algunas cartas en las que mi abuelo d’Asteux hacía alusión al secreto que me habían confiado, Brégeac, que recogió estas cartas más tarde, nunca me habló de ello durante mis diez años en Sainte-Marie, diez hermosos años que serán los mejores de mi vida. Pero el día en que regresé a París, hace unos dos años, me interrogó. Le dije lo que le he dicho a usted, como era mi derecho, pero no quise revelarle ninguno de los vagos recuerdos que habrían podido ponerle en la pista. Desde entonces me persiguió constantemente con reproches, querellas, furores terribles… Hasta el mismo momento en que decidí huir.

—¿Sola?

La muchacha enrojeció.

—No —murmuró—. Pero no en las condiciones que podría usted creer. Guillaume Ancivel me hacía la corte con mucha discreción, como alguien que quiere hacerse útil y que no tiene ninguna esperanza de ser recompensado. De ese modo ganó, si no mi simpatía, al menos mi confianza, y cometí el grave error de contarle mi proyecto de fuga.

—¿Y él lo aprobó?

—No sólo lo aprobó con todas sus fuerzas sino que me ayudó en los preparativos y vendió por mí algunas joyas y algunos títulos que poseía de mi madre. La víspera de mi partida y como no sabía donde refugiarme, Guillaume me dijo:

»“Acabo de llegar de Niza y tengo que volver allí mañana. ¿Quiere que la acompañe? En esta época del año no encontrará usted un refugio más tranquilo que la Riviera”.

»¿Qué motivos hubiera tenido para rehusar su oferta? Ciertamente no le amaba pero parecía ser muy sincero y fiel. Acepté.

—¡Qué imprudencia! —exclamó Raoul.

—Sí —dijo ella—. Y tanto más cuanto que entre nosotros no existían relaciones amicales, que son la excusa de una conducta así. ¡Pero qué quiere usted! Estaba sola en la vida, desgraciada y perseguida. Me ofrecieron ayuda… Así, pues, partí.

Una ligera duda interrumpió a Aurélie. Después continuó su relato diciendo:

—El viaje fue terrible…, por las razones que usted ya conoce. Cuando Guillaume me hizo subir al coche que había robado al médico estaba al límite de mis fuerzas. Me arrastró a donde quiso, a otra estación, y de allí, como que teníamos todavía los billetes, a Niza, donde recogí mi equipaje. Tenía fiebre, deliraba, actuaba sin tener conciencia de lo que hacía. Lo aprovechó para que le acompañara a una propiedad en donde había que coger, en ausencia del propietario, unos valores que, según me dijo, le habían robado. Fui allí como habría ido no importa dónde. No pensaba en nada. Me limitaba a obedecer pasivamente.

Fue en aquella villa donde fui atacada y raptada por Jodot…

—Y salvada, por segunda vez, por mí y usted me recompensó, por segunda vez también, huyendo. Bueno, dejémoslo. ¿También Jodot exigía revelaciones, no?

—Sí.

—¿Y después?

—Después volví al hotel, donde Guillaume me suplicó que le siguiera a Montecarlo.

—¡Pero en aquel momento usted ya estaba informada sobre la clase de persona que era! —objetó Raoul.

—¿Cómo? Se ve claro cuando se mira. Pero…, desde hacía dos días yo vivía en una especie de locura, que la agresión de Jodot no había hecho más que exasperar. Así pues, seguí a Guillaume sin ni siquiera preguntarle el objetivo de aquel viaje. Estaba desamparada, avergonzada de mi cobardía y me molestaba la presencia de ese hombre que, cada vez más, se me hacía extraño… ¿Qué papel desempeñé en Montecarlo? Todavía no lo tengo claro del todo. Guillaume me había confiado unas cartas que debía entregarle en el pasillo del hotel para que él, a su vez, las entregara a un señor. ¿Qué cartas? ¿Qué señor? ¿Por qué estaba allí Marescal? ¿Cómo consiguió usted arrebatarme de sus manos? Todo esto es muy oscuro. Sin embargo, mi instinto se había despertado. Sentí una hostilidad creciente contra Guillaume. Le detestaba. Marché de Montecarlo resuelta a romper el pacto que nos unía, para venir a esconderme aquí. Me persiguió hasta Toulouse y cuando le anuncié, justo después del mediodía, mi decisión de dejarle, cuando estuvo convencido de que nada me haría cambiar, él respondió fríamente, duramente, con una cólera que le contraía el rostro:

»“Sea. Separémonos. En el fondo, me da lo mismo. Pero pongo una condición”.

»“¿Una condición?”.

»“Sí. Un día en que su padrastro, Brégeac, hablaba de un secreto que le fue legado a usted. Dígame este secreto y la dejaré libre”.

»Entonces lo comprendí todo. Todas sus protestas, su interés por mí, tantas mentiras… Su único objetivo era obtener de mí, un día u otro, ya fuera ganándose mi afecto o bien amenazándome, las confidencias que había negado a mi padrastro y que Jodot había intentado arrancarme».

Se calló. Raoul la observó. Había dicho toda la verdad, tenía la absoluta certeza de ello. Gravemente pronunció:

—¿Quiere conocer del todo a esta persona?

Ella sacudió la cabeza y dijo:

—¿Es necesario?

—Es conveniente. Escúcheme. Los títulos que buscaba en Niza, en la villa Faradoni, no le pertenecían. Había ido allí simplemente para robarlos. En Montecarlo exigía cien mil francos contra la entrega de unas cartas comprometedoras. Era chantajista y ladrón, quizá peor aún. Éste es el hombre.

Aurélie no protestó. Quizá ya había entrevisto la realidad y el anunciado brutal de los hechos ya no podía sorprenderla.

—Me ha salvado de él; se lo agradezco.

—¡Vaya! —dijo Raoul—. Debería haber confiado en mí, en lugar de huirme. ¡Cuánto tiempo perdido!

Aurélie estaba a punto de marchar, pero de repente replicó:

—¿Por qué confiarme a usted? ¿Quién es usted? No le conozco. Marescal, que le acusa, ni siquiera sabe su nombre. Usted me salva de todos los peligros, pero ¿por qué razón?, ¿con qué objetivo?

Raoul bromeó:

—Con el objeto de arrancarle también su secreto ¿es eso lo que quiere decir?

—No quiero decir nada —murmuró apesadumbrada—. No sé nada. No comprendo nada. Desde hace dos o tres semanas choco por todas partes contra murallas de sombra. No me pida más confianza de la que puedo dar. Desconfío de todo y de todos.

Raoul tuvo piedad y la dejó marchar.

Mientras se iba (había encontrado otra salida, una poterna situada debajo de la penúltima terraza y que había conseguido abrir) pensaba:

«No ha dicho ni una palabra de la terrible noche. Sin embargo, miss Bakefield ha muerto. Dos hombres han sido asesinados y yo la vi, a ella, disfrazada, enmascarada».

Pero, también para él todo era misterioso e inexplicable. A su alrededor, como alrededor de Aurélie, se elevaban las mismas murallas de sombra, por las que apenas se filtraban, de vez en cuando, pálidas rachas de luz. Ni un instante, por otra parte —y estaba así desde el principio de la aventura—, pensaba, cuando estaba en su presencia, en el juramento de venganza y de odio que había hecho ante el cadáver de miss Bakefield, ni en nada que pudiera afear la graciosa imagen de la señorita de los ojos verdes.

Durante dos días no la vio. Luego se presentó tres días seguidos sin explicar su regreso, pero era como si hubiera buscado una protección sin la cual no podía pasar.

Al principio se quedó diez minutos, después quince, finalmente treinta. Hablaban poco. Lo quisiera ella o no, la obra de confianza proseguía en su interior. Más dulce, menos lejana, avanzaba hasta el portillo y contemplaba el agua temblorosa del estanque. En varias ocasiones, Raoul intentó hacerle preguntas. Ella las eludía de inmediato, temblorosa, espantada por todo lo que fuera una alusión a las horas terribles de Beaucourt… No obstante, hablaba más, pero de cosas de su pasado lejano, de la vida que llevaba en otras épocas en Sainte-Marie y de la paz que volvía a encontrar de nuevo en aquella atmósfera afectuosa y serena.

Una vez que había dejado su mano con la palma hacia arriba, en el zócalo de un tiesto, él se inclinó y, sin tocarla, examinó las líneas de la vida.

—Es exactamente como había adivinado el primer día… Un doble destino, uno sombrío y trágico, otro feliz y sencillo. Destinos que se cruzan, se confunden, se enredan, y todavía no es posible decir cuál de los dos prevalecerá. ¿Cuál es el verdadero? ¿Cuál corresponde a su verdadera naturaleza?

—El destino feliz —respondió ella—. Hay en mí algo que sube rápidamente a la superficie y que me da, como aquí, la alegría y el olvido, sean cuales sean los peligros.

Él continuó el examen.

—Desconfíe del agua —le dijo riendo—. El agua puede serle funesta. Naufragios, inundaciones… ¡Cuántos peligros! Pero se alejan… Sí, todo se arregla en su vida. El buen hado toma ventaja ya sobre el malo.

Mentía para tranquilizarla y con el deseo constante de que, sobre aquella bonita boca que apenas osaba mirar, se dibujara una sonrisa. Por lo demás, también él quería olvidar y engañarse.

Raoul vivió dos semanas de una profunda alegría que se esforzaba por disimular. Sufría el vértigo de aquellas horas en que el amor te lanza en locura y te hace insensible a todo lo que no sea el placer de contemplar y de escuchar. Se negaba a evocar las imágenes amenazantes de Marescal, de Guillaume y de Jodot. Si ninguno de aquellos enemigos aparecía era que habían perdido, ciertamente, los rastros de su víctima. ¿Por qué, no abandonarse al delicioso sopor que sentía cerca de la muchacha?

El despertar fue brutal. Una tarde, inclinados entre el follaje que dominaba el barranco, entreveían, debajo de ellos, el espejo del estanque, casi inmóvil en el centro, elevado en los bordes por pequeñas olas rápidas que se deslizaban hacia la salida estrecha en donde se engolfaba el torrente, cuando una voz lejana gritó desde el jardín:

—¡Aurélie… Aurélie…! ¿Dónde está Aurélie?

—¡Dios mío! —dijo la muchacha inquieta—. ¿Por qué me llaman?

Corrió a la cima de las terrazas y vio una de las religiosas en la avenida de los tilos.

—¡Estoy aquí!… ¡Estoy aquí! ¿Qué ocurre, hermana?

—¡Un telegrama, Aurélie!

—¡Un telegrama! No se moleste, hermana. Ya bajo.

Un instante más tarde, cuando volvió a la sala de verano con el telegrama en la mano, estaba trastornada.

—Es mi padrastro —dijo.

—¿Brégeac?

—Sí.

—¿La llama?

—¡Estará aquí de un momento a otro!

—¿Por qué?

—Me lleva con él.

—¡Imposible!

—Tenga, lea…

Leyó dos líneas, fechadas en Bordeaux:

«Llegaré a las cuatro. Partiremos inmediatamente. Brégeac».

Raoul reflexionó y preguntó:

—Así pues, ¿usted le había escrito diciéndole que estaba aquí?

—No, pero él solía venir antaño en tiempo de vacaciones.

—¿Qué piensa hacer?

—¿Qué puedo hacer?

—Negarse a seguirle.

—La superiora no consentiría que me quedara.

—Entonces —insinuó Raoul—, váyase de aquí ahora mismo.

—¿Cómo?

Raoul señaló el extremo de la terraza, el bosque…

Ella protestó:

—¡Marchar! ¿Evadirme de este convento como una culpable? No, no, sería demasiada pena para todas esas pobres mujeres, que me quieren como a una hija. ¡Como la mejor de sus hijas! ¡No, esto jamás!

Estaba cansada. Se sentó en un banco de piedra, en la parte opuesta al parapeto. Raoul se acercó a ella y dijo gravemente:

—No le diré ninguno de los sentimientos que experimento por usted ni las razones que me impulsan a actuar, pero, no obstante, es preciso que sepa que le soy devoto como un hombre es devoto a una mujer…, que lo es todo para él… Y es preciso que esta devoción le dé una confianza absoluta en mí y que esté dispuesta a obedecerme ciegamente. Es una condición para su bienestar, ¿me comprende?

—Sí —dijo ella totalmente dominada.

—Entonces, éstas son mis instrucciones…, mis órdenes… Sí, mis órdenes. Reciba a su padrastro sin rebelarse. No discutan. Ni siquiera hablen. Ni una sola palabra. Es la mejor manera de no cometer errores. Sígale. Vuelva a París. La noche del mismo día de su llegada, salga con un pretexto cualquiera. Una dama de edad, de cabellos canos, la esperará en automóvil a veinte pasos de su puerta. Yo las conduciré a las dos en provincias, en un asilo en donde nadie la encontrará. Me iré inmediatamente, se lo juro por mi honor, para no volver a su lado hasta que usted me lo autorice. ¿Estamos de acuerdo?

—Sí —dijo ella inclinando la cabeza.

—En este caso, hasta mañana por la noche. Y recuerde mis palabras. Ocurra lo que ocurra, ¿comprende?, ocurra lo que ocurra, nada prevalecerá contra mi voluntad de protección y contra el éxito de mi empresa. Si todo parece volverse contra usted, no se desanime. Ni se inquiete siquiera. Dígase con fe, con encarnizamiento que, por muy grande que sea el peligro, ninguno puede amenazarle. En el preciso instante en que sea necesario, yo estaré presente. Estaré siempre presente. La saludo, señorita.

Se inclinó y besó ligeramente el cinturón de su dama. Luego, separando un macizo de celosía, saltó en la espesura y tomó un sendero apenas trazado que conducía a la antigua poterna.

Aurélie no se había movido del lugar que ocupaba en el banco de piedra.

Pasó medio minuto.

En aquel momento, habiendo notado un susurro de hoja al lado de la brecha, levantó la cabeza. Los arbustos se movían. Había alguien allí. Sí, no había duda, había alguien escondido allí.

Hubiera querido llamar, gritar socorro. No pudo hacerlo. Tenía la voz estrangulada.

La hojas se balanceaban cada vez más. ¿Quién aparecería? Con todas sus fuerzas deseó que fuera Guillaume o Jodot. Les temía menos que a Marescal.

Emergió una cabeza. Marescal salió de su escondite.

Debajo, hacia la derecha, subió el ruido de la maciza poterna que se cerraba.