El terranova
Durante toda una semana, no sabiendo dónde dar la batalla, Raoul leyó atentamente los reportajes de los periódicos que relataban el triple asesinato del rápido. Es inútil hablar a fondo de los sucesos, demasiado conocidos del público, ni de las suposiciones que se hicieron, ni de los errores cometidos, ni de las pistas que se siguieron. Aquel caso, tan profundamente misterioso que apasionó al mundo entero, sólo tiene interés hoy en razón del papel que el señor Lupin desempeñó en él y en la medida en que él influyó en el descubrimiento de una verdad que por fin podemos establecer de una manera cierta. ¿Por qué, entonces, complicarnos en detalles fastidiosos y arrojar luz sobre hechos que han pasado a segundo plano?
Lupin, o mejor dicho, Raoul de Limézy, vio entonces a qué se restringían para él los resultados de la investigación, y los anotó de este modo:
1. El tercer cómplice, es decir, el bruto a quien acabo de arrebatar a la señorita de los ojos verdes, que ha permanecido en la sombra y cuya existencia nadie sospecha, se convierte a los ojos de la policía en el viajero desconocido, es decir, yo, que soy el instigador del caso. Bajo la inspiración evidente de Marescal, a quien mis detestables maniobras a su respecto han debido impresionar fuertemente, me transformo en un personaje diabólico y omnipotente, que organizó el complot y dominó todo el drama. Víctima aparente de mis compañeros, atado y amordazado, les dirijo, velo por su salud y me desvanezco en la sombra sin dejar otro rastro que mis botines.
2. En cuanto a los otros cómplices, se ha admitido según el relato del doctor, que huyeron en su coche. Pero ¿hasta dónde? A la madrugada, el caballo volvía campo a través. En todo caso, Marescal no duda ni un momento: arranca la máscara del más joven de los bandidos y denuncia sin piedad a una joven y hermosa mujer cuya descripción, sin embargo, no da al público, reservándose para sí el mérito de un próximo y sensacional arresto.
3. Se identifica a los dos hombres asesinados. Se trata de dos hermanos, Arthur y Gaston Loubeaux, asociados para la distribución de una marca de champán y domiciliados en Neuilly, junto al Sena.
4. Un punto importante: el revólver con el que los dos hermanos fueron asesinados y que fue hallado en el pasillo del vagón, ofrece una pista formal. Había sido comprado quince días antes por un hombre joven, delgado y alto, a quien su compañera, una joven cubierta por un velo, llamaba Guillaume.
5. Por último, miss Bakefield. Contra ella no hay objeción alguna. Marescal, desprovisto de las pruebas, no quiere arriesgarse y guarda un silencio prudente. Simple viajera, mundana muy conocida en Londres y en la Riviera, iba a reunirse con su padre en Montecarlo. Eso es todo. ¿La asesinaron por error? Posible. Pero ¿por qué fueron asesinados los dos Loubeaux? Sobre esto y sobre el resto, tinieblas y contradicciones.
«Y como no estoy de humor», concluyó Raoul, «para romperme la cabeza, no pensemos más en ello, dejemos que la policía se equivoque a su gusto y actuemos».
Si Raoul hablaba de este modo era porque sabía, por fin, en qué sentido tenía que actuar. Los periódicos de la región publicaban esta nota:
«Nuestro distinguido huésped, lord Bakefield, después de haber asistido a las exequias de su desgraciada hija, ha vuelto entre nosotros y pasará el fin de esta temporada, según su costumbre, en el Bellevue de Montecarlo».
Aquella tarde Raoul de Limézy tomaba una habitación contigua a las tres ocupadas por el inglés en el Bellevue. Todas esas habitaciones, al igual que las de la planta baja daban sobre un gran jardín, sobre el que todas tenían su salida y que se extendía en la parte posterior del hotel.
A la mañana siguiente, Raoul vio al inglés en el momento en que éste descendía de su habitación. Era un hombre todavía joven, de aspecto pesado, y la tristeza y pesadumbre se expresaban con movimientos nerviosos en los que había angustia y desesperación.
Dos días más tarde, cuando Raoul se proponía transmitirle su tarjeta con la solicitud de una entrevista confidencial, distinguió en el pasillo a alguien que estaba a punto de llamar a la puerta vecina: Marescal.
El hecho no le sorprendió demasiado; puesto que él mismo buscaba información por aquel lado, era muy natural que Marescal intentara averiguar lo más posible del padre de Constance.
Abrió, pues, uno de los batientes acolchados de la doble puerta que separaba su habitación de la contigua. Pero no oyó nada de la conversación.
Hubo otra a la mañana siguiente. Raoul había podido, con antelación, entrar en la habitación del inglés y correr el cerrojo. Desde su habitación entreabrió el segundo batiente. Nuevo fracaso. Los dos interlocutores hablaban tan bajo que no pudo captar la más mínima palabra.
De este modo, perdió tres días en los que el inglés y el policía se dedicaron a conciliábulos que le intrigaban vivamente. ¿Qué fin perseguía Marescal? ¿Revelar a lord Bakefield que su hija era una ladrona? No, ciertamente Marescal no pensaba en ello.
¿Debía, pues, suponer que el policía intentaba obtener algo más que pistas con aquellas conversaciones?
Por último, una mañana Raoul, que hasta aquel momento no había podido espiar los diversos telefonazos recibidos por lord Bakefield, en la habitación más alejada de sus estancias, consiguió oír el final de una conversación:
—De acuerdo, caballero. Nos veremos en el jardín del hotel hoy a las tres. El dinero estará a punto y mi secretario se lo entregará a cambio de las cuatro cartas de que usted habla.
«Cuatro cartas… dinero…», pensó Raoul. «Eso tiene todo el aspecto de una tentativa de chantaje. Y en este caso, el extorsionador será, con toda seguridad, el señor Guillaume que debe rondar por los alrededores y que, cómplice de miss Bakefield, intenta ahora vender su correspondencia con ella».
Las reflexiones de Raoul le afirmaron en esa hipótesis, que arrojaba plena luz en los misteriosos actos de Marescal. Llamado sin duda por lord Bakefield, a quien Guillaume había amenazado, el comisario tendía una emboscada en la que debía caer el joven malhechor. De acuerdo. Esto sólo producía alegría a Raoul. Pero ¿estaría también la señorita de los ojos verdes en el asunto?
Aquel día, lord Bakefield invitó a comer al comisario. Una vez acabado el almuerzo, ambos caballeros se dirigieron al jardín y dieron varias vueltas hablando animadamente. A las tres menos cuarto el policía regresó al apartamento. Lord Bakefield se sentó en un banco muy visible y no lejos de la verja abierta, a través de la cual el jardín comunicaba con el exterior.
Desde su ventana, Raoul vigilaba.
«Si viene, peor para ella», se dijo Raoul. «¡Peor para ella! No moveré ni el dedo meñique para protegerla».
Con todo, se sintió tranquilizado cuando vio aparecer a Guillaume solo, cruzando la verja con precaución.
El encuentro entre ambos hombres fue breve, puesto que las condiciones del intercambio habían sido acordadas con anterioridad. En seguida se dirigieron hacia el apartamento, ambos en silencio. Guillaume intranquilo e inquieto, y lord Bakefield sacudido por movimientos nerviosos.
En lo alto de la escalera, el inglés dijo:
—Entre usted, caballero. No quiero mezclarme con todas esas suciedades. Mi secretario está al corriente y le pagará las cartas si su contenido es el que usted dice.
Y se fue.
Raoul estaba al acecho detrás del batiente acolchado de la doble puerta. Esperaba una escena teatral, pero en seguida comprendió que Guillaume no conocía a Marescal y que éste, a los ojos del chantajista, aparecería como el secretario de lord Bakefield. El policía, en efecto, a quien Raoul entreveía reflejado en un espejo, pronunció con claridad:
—Aquí están los cincuenta billetes de mil francos y un cheque por el mismo valor contra un banco de Londres. ¿Tiene usted las cartas?
—No —dijo Guillaume.
—¿Cómo que no? En ese caso no hay nada que hacer. Mis instrucciones son formales. Toma y daca.
—Las enviaré por correo.
—¿Está usted loco, señor, o pretende burlarse de nosotros?
Guillaume se decidió.
—Tengo las cartas, pero en este momento no las llevo encima.
—¿Entonces?
—Un amigo mío las guarda.
—¿Dónde está?
—En el hotel; voy a buscarle.
—No lo haga —dijo Marescal que, adivinando la situación, precipitó las cosas.
Llamó al servicio. La camarera acudió y le ordenó:
—Haga el favor de avisar a una señorita que debe esperar en el pasillo. Dígale que es de parte del señor Guillaume.
Guillaume se sobresaltó. ¿Así que sabía su nombre?
—¿Qué significa esto? Es contrario a lo que acordamos con lord Bakefield. La persona que me espera no tiene nada que hacer aquí…
Quiso abrir, pero Marescal se interpuso violentamente y abrió la puerta dejando entrar a la señorita de los ojos verdes, que penetró con paso vacilante en la habitación y que soltó un grito de terror cuando el batiente fue cerrado a su espalda con violencia y la llave dio una vuelta brutalmente en la cerradura.
Al mismo tiempo, una mano la tomó por la espalda. La muchacha gimió:
—¡Marescal!
Incluso antes de que pronunciara aquel nombre temible, Guillaume, aprovechando la situación, huyó por el jardín sin que Marescal se ocupara de él. El comisario sólo pensaba en la muchacha que, tambaleándose asustada, avanzó hasta el centro de la habitación mientras el policía le arrancaba el bolso y decía:
—Nada puede salvarte ahora. Has caído en la ratonera.
El comisario registró el bolso y gruñó:
—¿Dónde están las cartas? ¿Con que ahora nos dedicamos al chantaje? ¡Qué bajo has caído! ¡Qué vergüenza!
La muchacha se dejó caer sobre una silla. Al no encontrar lo que buscaba, el comisario la brutalizó:
—¡Las cartas! ¡Las cartas, en seguida! ¿Dónde están? ¿En tu blusa?
Agarró la blusa de la muchacha con una mano y rasgó el tejido con rabia mientras la insultaba y avanzaba la otra mano para registrarla. De repente se detuvo estupefacto, con los ojos saltándole de las órbitas, frente a la cabeza de un hombre que guiñaba los ojos y llevaba un cigarrillo en el ángulo de una boca sarcástica.
—¿Tienes fuego, Rodolphe?
«¿Tienes fuego, Rodolphe?».
La frase insultante que ya había oído en París y leído en su cuadernillo secreto. ¿Qué significaba? ¿Qué querían decir aquel insólito tuteo y aquellos ojos que hacían guiños?
—¿Quién es usted? ¿Quién es usted? ¿El hombre del rápido? ¿El tercer cómplice?
Marescal no era un cobarde. En muchas ocasiones había dado muestras de audacia poco común y no había temido enfrentarse a dos o tres adversarios a la vez.
Pero aquél era un adversario poco común que actuaba con medios especiales y frente al que siempre se sentía en un estado permanente de inferioridad. Quedó, pues, a la defensiva, mientras Raoul, con calma, decía a la muchacha en tono seco:
—Ponga usted las cuatro cartas en el rincón de la chimenea… ¿Hay cuatro en ese sobre? Una… dos… tres… cuatro… Bien. Ahora váyase y adiós. Espero que las circunstancias no vuelvan a ponernos frente a frente. Adiós. Buena suerte.
La muchacha se fue sin decir nada.
Raoul prosiguió:
—Como ves, Rodolphe, conozco poco a esta señorita de los ojos verdes. No soy ni su cómplice ni el asesino que te inspira un saludable temor. No. Simplemente soy un sencillo viajero a quien tu rostro de engomado desagradó desde el primer momento y que encontró divertido arrancarte a tu víctima. La muchacha ya no me interesa y estoy decidido a no ocuparme más de ella. Pero quiero que tú tampoco lo hagas. Que cada uno siga su camino. El tuyo a la derecha, el suyo a la izquierda y el mío en el centro. ¿Me comprendes, Rodolphe?
Rodolphe esbozó un gesto hacia su revólver, que no pudo concluir. Raoul había sacado el suyo y lo empuñaba con tal expresión de energía implacable que obligó a Marescal a estarse quieto.
—Pasemos a la habitación vecina, ¿quieres, Rodolphe? Allí podremos hablar con más tranquilidad.
Empujándole con el revólver, obligó al comisario a pasar a sus habitaciones y cerró la puerta. Pero apenas en su habitación, repentinamente tomó el tapete de una mesa y lo lanzó a la cabeza de Marescal como un capuchón. El otro no se resistió. Aquel hombre fantástico le paralizaba. Pedir auxilio, llamar, debatirse, nada de eso se le ocurrió, pues estaba seguro de que la respuesta de su contrincante sería fulminante. Así pues, se dejó atar con un montón de sábanas que medio le ahogaban y que le impedían cualquier movimiento.
—Ya está —dijo Raoul cuando hubo terminado—. Quedamos de acuerdo. En mi opinión, serás puesto en libertad mañana a las nueve, lo que nos da tiempo, a ti para reflexionar, y a la señorita, a Guillaume y a mí, para ponernos a salvo cada uno por su lado.
Hizo su maleta sin precipitarse y la cerró. Después prendió una cerilla y quemó las cuatro cartas de la inglesa.
—Unas palabras todavía, Rodolphe. No molestes más a lord Bakefield. Por el contrario, puesto que no tienes pruebas contra su hija y puesto que nunca las tendrás, haz el papel del señor providencial y dale el diario íntimo de miss Bakefield que recogí del bolso de cuero y que ahí te dejo. El padre tendrá, de este modo, la convicción de que su hija era la más honesta y la más noble de las mujeres. Tú habrás hecho un bien. Algo es algo. En cuanto a Guillaume y a su cómplice, di al inglés que te has equivocado, que se trataba de un vulgar chantaje que no tenía nada que ver con el crimen del rápido y que les has dejado en libertad. Por otra parte, deja este caso que es demasiado complicado para ti y del que sólo obtendrás golpes y problemas. Adiós, Rodolphe.
Raoul se llevó la llave y se personó en el mostrador del hotel, en donde pidió su cuenta y dijo:
Guárdeme mi habitación hasta mañana. Pago por adelantado por si acaso no pudiera venir.
Una vez fuera, se felicitó por la manera como rodaban los acontecimientos. Su papel había terminado. Que la muchacha se las arreglara como pudiera. Aquello ya no le afectaba.
Su resolución era tan firme que al descubrirla en el rápido de París en el que subió, a las 3,50, no intentó reunirse con ella y se disimuló entre los otros viajeros.
En Marsella la muchacha cambió de dirección y tomó un tren hacia Toulouse en compañía de gente con la que había trabado amistad y que parecían actores. Guillaume también formaba parte del grupo.
«¡Buen viaje!», se dijo Raoul. «Encantado de no tener que volver a relacionarme con esa pareja. ¡Que se vayan con la música a otra parte!».
Sin embargo, en el último momento saltó de su compartimiento y tomó el mismo tren que la muchacha y, como ella, bajó en Toulouse a la mañana siguiente.
Después de los crímenes del rápido, el asalto a la villa Faradoni y el intento de chantaje del Bellevue Palace forman dos episodios bruscos, violentos, forzados, imprevistos, como los cuadros de una obra teatral mal escrita que no permiten al espectador comprender y relacionar los hechos unos con otros. Un tercer cuadro debía acabar lo que Lupin llamó más tarde su tríptico de salvador; un tercero que, como los otros, presenta el mismo carácter áspero y brutal. También en esta ocasión el episodio alcanzó su paroxismo en unas horas y sólo se puede expresar con un guión desprovisto de toda psicología y, en apariencia, de toda lógica.
En Toulouse, Raoul averiguó, gracias a los empleados del hotel al que la muchacha y sus compañeros habían acudido, que aquellos viajeros formaban parte de la compañía de Léonide Balli, cantante de opereta, que aquella noche representaban Véronique en el Teatro municipal.
Raoul estuvo vigilando. A las tres la muchacha salió con aspecto muy agitado, mirando hacia atrás como si temiera que alguien la siguiese. ¿Desconfiaba de su cómplice? Corrió hasta el edificio de Correos en donde garabateó con mano febril un telegrama empezado tres veces.
Cuando se hubo marchado, Raoul pudo obtener una de las hojas arrugadas y leyó:
Hotel Miramare, luz (Hautes-Pyrénées). — Llegaré mañana por la mañana primer tren. Avisad casa.
«¿Qué demonios va a hacer en plena montaña en esta época?», se preguntó Raoul. «Avisad casa… ¿Acaso su familia vive en Luz?».
Volvió a seguirla con precaución y la vio entrar en el Teatro municipal, sin duda para asistir al ensayo de la compañía. Durante el resto del día, Raoul vigiló los alrededores del teatro. Pero la muchacha no se movió. En cuánto a Guillaume, permaneció invisible.
Por la noche, Raoul se deslizó en el fondo de un palco y cuando empezó la representación soltó una exclamación de estupor: la actriz que cantaba el papel de Véronique no era otra que la señorita de los ojos verdes.
«Léonide Balli…» se dijo. «¿Será éste su verdadero nombre? ¿Es acaso una cantante de opereta en provincias?».
Raoul no se lo acababa de creer. Aquello sobrepasaba todo cuanto había podido imaginar a propósito de la señorita de los ojos verdes. Provinciana o parisién, la muchacha se demostró la más diestra de las comediantes y la más adorable de las cantantes, sencilla, discreta, emotiva, llena de ternura y de alegría, de seducción y de pudor. Tenía todos los dones y todas las gracias, mucha habilidad y una inexperiencia de escena que se convertía en un nuevo encanto. Raoul recordó su primera impresión en el bulevard Haussmann y la idea de los dos destinos que vivía la muchacha, cuya máscara era a la vez trágica e infantil.
Raoul pasó tres horas emocionantes. No cesaba de admirar a la extraña criatura a la que, a partir de la primera visión inicial, sólo había percibido discontinuamente, en crisis de horror y de espanto. Ahora era otra mujer en la que todo tenía un carácter de alegría y de armonía.
Y, sin embargo, era la misma que había asesinado y participado en crímenes e infamias. Era la cómplice de Guillaume. De estas dos imágenes tan diferentes, ¿cuál era la auténtica? Raoul observaba en vano, ya que una tercera mujer se sobreponía a las otras dos y las unía en una misma vida intensa y enternecedora, que era la de Véronique. Todo lo más, algunos gestos demasiado nerviosos, algunas expresiones incongruentes, mostraban a ojos advertidos a la mujer debajo de la heroína y revelaban un estado de ánimo especial que deformaba imperceptiblemente el papel que representaba.
«Algo debe suceder», pensó Raoul. «Entre las doce y las tres se ha producido un hecho grave que la ha empujado a Correos y que deforma, en algún momento, su actuación. Piensa en ello, se inquieta. ¿Y cómo dejar de pensar que este hecho está relacionado con Guillaume, con este Guillaume que ha desaparecido de repente?».
Una ovación acogió a la muchacha cuando saludó al público, después de bajar el telón, y una muchedumbre de curiosos se agrupó alrededor de la salida reservada a los artistas.
Delante de la puerta, un landó cerrado con dos caballos estaba esperando. El único tren que permitía llegar por la mañana a Pierrefitte-Nestalas, estación más próxima a Luz, partía a las 12,50 y no había duda de que la muchacha se dirigía directamente a la estación después de haber enviado su equipaje. También Raoul había hecho llevar su maleta con antelación. A las 12,15 la muchacha subió al coche, que arrancó lentamente. Guillaume no había aparecido y las cosas parecían como si aquella partida se produjera al margen de él.
No habían pasado treinta y cinco segundos cuando Raoul, que también se dirigía hacia la estación, asaltado por una súbita idea se puso a correr, alcanzó el landó en los antiguos bulevares y saltó al coche.
Lo que había previsto estaba sucediendo. En el momento de tomar la calle de la estación, el cochero giró repentinamente hacia la derecha, fustigó a los caballos con un vigoroso latigazo y condujo al coche por las avenidas desiertas y sombrías que acaban en el Grand-Rond y el Jardín des Plantes. A la velocidad a que iban, la muchacha no podía bajar.
El viaje no fue largo. Una vez en el Grand-Rond el coche se detuvo. El cochero saltó del pescante, abrió la portezuela y entró en el landó. Raoul oyó un grito de mujer, pero no se apresuró. Persuadido de que el agresor era Guillaume, quería escuchar antes y sorprender el motivo de la discusión. Pero enseguida la agresión le pareció que tomaba un cariz tan peligroso que decidió intervenir.
—¡Habla! —gritaba el cómplice—. ¿Acaso crees que te vas a largar y abandonar mi plan?… Pues bien, sí. Te he querido engañar, pero puesto que ahora ya lo sabes todo, no voy a dejarte ir. ¡Habla, cuéntamelo todo, o si no…!
Raoul tuvo miedo. Se acordó de los gemidos de miss Bakefield. Una presión demasiado violenta con el pulgar y la víctima muere. Abrió la puerta, cogió al cómplice por una pierna, lo tiró al suelo y se lanzó sobre él.
El otro intentó defenderse. Con un gesto seco, Raoul le rompió el brazo.
—Seis semanas de reposo —le dijo—, y si vuelves a molestar a la señorita te romperé el espinazo. A buen entendedor…
Regresó al coche. La muchacha se alejaba ya entre las sombras.
«Ya puedes correr, pequeña», se dijo. «Sé adónde vas y no te escaparás. Ya estoy harto de jugar al terranova sin recibir como recompensa ni siquiera un terrón de azúcar. Cuando Lupin se mete en una aventura, llega siempre hasta el final. Y el final eres tú, son tus ojos verdes y son tus tibios labios».
Dejó a Guillaume con el landó y se apresuró hacia la estación. El tren llegaba. Subió a él de manera que la muchacha no le viera. Les separaban dos compartimientos llenos de gente.
Abandonaron la línea general en Lourdes. Una hora después llegaban a Pierrefitte-Nestalas, estación término.
Apenas había descendido la muchacha del tren, un grupo de muchachas, todas vestidas con uniformes marrones y con una capa bordeada con un tejido azul, se precipitaron sobre ella seguidas de una religiosa adornada con una inmensa cofia blanca.
—¡Es Aurélie, es Aurélie! ¡Ya ha llegado! —gritaban todas a coro.
La señorita de los ojos verdes pasó de brazo en brazo hasta la religiosa que la estrechó afectuosamente y que dijo con alegría:
—¡Qué placer volverla a ver, mi pequeña Aurélie! Así pues, ¿podrá estar todo un mes con nosotras?
Un autobús que hacía el servicio de viajeros entre Pierrefitte y Luz esperaba frente a la estación. La señorita de los ojos verdes se instaló en él con sus compañeras. El autobús partió.
Raoul, que se había mantenido apartado alquiló un coche en dirección a Luz.