Asalto a la villa B…
—Si hay un principio al que siempre he sido fiel —me dijo Arsenio Lupin cuando, muchos años después, me contó la historia de la señorita de los ojos verdes— es el de no intentar nunca resolver un problema antes de que haya sonado la hora. Para desentrañar determinados enigmas, hay que esperar que el azar, o que la habilidad, te den un número suficiente de hechos reales. Hay que avanzar por el camino de la verdad con prudencia, paso a paso, de acuerdo con la progresión de los hechos.
Razonamiento tanto más justo en un caso en el que sólo había contradicciones, absurdo, actos aislados que ningún vínculo parecía unir unos con otros. Ninguna unidad. Ningún pensamiento director. Cada uno marchaba por su cuenta. Nunca Raoul había sentido hasta tal punto cómo hay que desconfiar de las precipitaciones en este tipo de aventuras. Deducciones, intuiciones, análisis, exámenes, todo ello trampas de las que había que huir.
Permaneció, pues, todo el día en el tope de su vagón, mientras que el convoy de mercancías se deslizaba hacia el sur entre campos soleados. Dormitaba apaciblemente y comía manzanas para calmar su hambre. Sin perder tiempo construyendo frágiles hipótesis sobre la gentil señorita, sobre sus crímenes y sobre su alma tenebrosa, saboreaba el recuerdo de la boca más tierna y exquisita que su boca hubiera besado nunca. Éste era el único hecho que quería tener en cuenta. Vengar a la inglesa, castigar al culpable, atrapar al tercer cómplice, recuperar los billetes robados, evidentemente todo esto le interesaba. Pero volver a encontrar aquellos ojos verdes y aquellos labios que se abandonaban, ¡qué voluptuosidad!
La exploración del bolso de cuero no le sirvió de gran cosa. Listas de cómplices, correspondencia con afiliados de todos los países… ¡Vaya por Dios! Miss Bakefield era realmente una ladrona por todo lo alto, como lo demostraban todas aquellas pruebas que los más hábiles cometen la imprudencia de no destruir. Además de aquello, las cartas de lord Bakefield en las que se revelaba toda la ternura y la honestidad del padre. Pero nada indicaba el papel que ella representaba en aquel asunto, ni la relación existente entre la aventura de la joven inglesa y el crimen de los tres bandidos, es decir, en pocas palabras, la relación entre miss Bakefield y la asesina.
Un solo documento, aquel al que Marescal había hecho alusión y que era una carta dirigida a la inglesa con relación al robo de la villa B…
Encontrará la villa B… a la derecha de la carretera que va de Niza a Cimiez, pasado el Circo Romano. Es una construcción maciza en un gran jardín bordeado de tapias.
El cuarto miércoles de cada mes, el viejo conde de B… se instala en su calesa y baja a Niza con su doméstico, sus dos criadas y cestos para las provisiones. Así pues, la casa permanece vacía de tres a cinco horas.
Recorrer las tapias del jardín hasta la parte que da sobre el valle de Paillon. Hay una portezuela carcomida, cuya llave le adjunto con esta misma carta.
Existe la certeza de que el conde de B…, que estaba reñido con su mujer, no ha encontrado el paquete de títulos que ella ocultó, pero una carta escrita por la difunta a una amiga hace alusión a una caja de violín rota, que se encuentra en una especie de belvedere en el que se almacenan los objetos fuera de uso. ¿Por qué esta alusión que nada justifica? La amiga murió el mismo día en que recibió la carta, que se extravió y me cayó a las manos dos años más tarde.
Adjunto el plano del jardín y el de la casa. En lo alto de la escalera se levanta el belvedere casi en ruinas. La expedición requiere dos personas, una de las cuales vigilará, ya que hay que desconfiar de una vecina que es lavandera y que acude a menudo por otra entrada del jardín, cerrada por una verja cuya llave posee.
Fije la fecha (al margen una nota en lápiz azul precisaba: 28 de abril) y avíseme para que podamos encontrarnos en el mismo hotel.
Firmado: G.
Post Scriptum: Mis informaciones con respecto al gran enigma del que le he hablado, siguen siendo muy vagas. ¿Se trata de un tesoro considerable o de un secreto científico? No lo sé todavía. El viaje será, pues, decisivo. ¡Su intervención me será muy útil entonces!
Hasta nueva orden, Raoul se olvidó de aquella postdata tan extraña. Era, según una expresión que le gustaba, uno de estos embrollos en los que sólo se puede penetrar a base de suposiciones e interpretaciones peligrosas. ¡Mientras que el escalo de la villa B…!
Aquel asalto iba tomando para él un interés particular. Pensó mucho en ello. Era un aperitivo, ciertamente. Pero hay aperitivos que valen más que un substancioso almuerzo. Y puesto que Raoul viajaba hacia el Mediodía, despreciar una tan hermosa ocasión hubiera sido algo imperdonable.
En la estación de Marsella, a la noche siguiente, Raoul se apeó de su vagón de mercancías y se instaló en un expreso del que descendió en Niza la mañana del miércoles, 28 de abril, después de haber aligerado a un buen burgués de algunos billetes de banco que le permitieron comprar una maleta, vestidos, ropa interior y elegir el Majestic Palace de Cimiez.
Comió allí mientras leía en los periódicos del país relatos más o menos fantasiosos sobre el caso del rápido. A las dos del mediodía salía tan transformado de ropa y de rostro, que a Marescal le habría sido casi imposible reconocerle. ¿Pero cómo iba a sospechar Marescal que su mistificador tendría la audacia de sustituir a miss Bakefield en el anunciado robo de una villa?
«Cuando una fruta está madura», se decía Raoul, «hay que cogerla. Y ésta me parece que está al punto, y sería un estúpido si la dejara pudrir. La pobre miss Bakefield no me lo perdonaría».
La villa Faradoni está al borde de la carretera y domina un vasto terreno montuoso sembrado de olivos. Unos caminos rocosos y casi siempre desiertos rodean por el exterior las tres restantes tapias del recinto. Raoul inspeccionó los lugares con detenimiento y descubrió una pequeña puerta de madera carcomida, algo más lejos una verja de hierro y, en un campo vecino, una casita que debía ser la de la lavandera. Cuando regresaba a la carretera, una vieja calesa se alejaba hacia Niza. El conde Faradoni y su personal iban a por provisiones. Eran las tres.
«Casa vacía» pensó Raoul. «No es muy probable que el corresponsal de miss Bakefield, que en estos momentos ya debe estar enterado del asesinato de su cómplice, quiera intentar la aventura. ¡Así pues, será para mí el violín roto!».
Regresó a la puerta carcomida y en un lugar que había descubierto con anterioridad, en el que la tapia ofrecía asperezas que facilitaban el escalo, cruzó al otro lado. Se dirigió hacia la casa por unos caminos apenas desbrozados. El camino del vestíbulo le condujo a la escalera, en lo alto de la cual se alzaba el belvedere. Pero no había puesto el pie sobre el primer escalón, cuando resonó un timbre eléctrico.
«¡Diablos!», se dijo Raoul. «¿Acaso estará la casa trucada? ¿Tal vez el conde desconfía?».
El timbre que resonaba en el vestíbulo, ininterrumpido y horripilante, cesó en seco cuando Raoul se movió. Deseoso de descubrir el sistema de alarma, examinó el aparato eléctrico fijado cerca del techo, siguió el hilo que descendía a lo largo de la moldura y comprobó que venía de fuera. Así pues, el timbrazo no se había producido por su culpa sino debido a una intervención exterior.
Salió. El hilo corría por el aire bastante alto, suspendido en las ramas de los árboles, y seguía la misma dirección que él había tomado al venir. Enseguida comprendió de qué se trataba.
«Cuando se abre la puerta carcomida el timbre se pone en acción. En consecuencia, alguien ha querido entrar y ha renunciado a ello al oír el ruido lejano del timbre».
Raoul se dirigió hacia la izquierda y subió a la cumbre de un montículo cubierto de follaje, desde donde se descubría la casa, el campo de olivos y algunos sectores de la tapia, así como los alrededores de la puerta.
Esperó. Se produjo una segunda tentativa, pero de una manera que Raoul no había previsto. Un hombre franqueó la tapia del mismo modo que había hecho él y en el mismo lugar, y, cuando estuvo en lo alto, desconectó la extremidad del cable y se dejó caer.
La puerta fue, en efecto, empujada desde el exterior sin que sonara el timbre. Entró otra persona, una mujer.
El azar desempeña en la vida de los grandes aventureros, y sobre todo en los inicios de sus empresas, un papel de verdadero colaborador. Pero por más extraordinario que parezca, ¿se debía verdaderamente al azar el que la señorita de los ojos verdes se encontrara en compañía de un hombre que no podía ser otro que su cómplice Guillaume? La rapidez de su huida y de su viaje, su súbita intrusión en aquel jardín, en aquella fecha del 28 de abril y a aquella hora de la tarde, ¿no demostraba acaso que también ellos estaban en conocimiento del asunto y que se proponían los mismos fines que él? Y además, ¿acaso todo aquello no permitía ver lo que Raoul buscaba, es decir, una relación cierta entre las empresas de la inglesa, víctima, y de la francesa, asesina? Provistos de sus billetes, con sus equipajes enviados desde París, ambos cómplices habían continuado su expedición con toda naturalidad.
Ambos avanzaban bordeando los olivos. El hombre, bastante delgado, completamente afeitado, con aire de actor poco simpático, tenía un plano en la mano y avanzaba con gesto cauteloso y ojo al acecho.
La mujer… A pesar de que no podía dudar de su identidad, Raoul casi no podía reconocerla. ¡Cómo había cambiado aquel hermoso y sonriente rostro que pocos días antes había admirado en la pastelería del bulevar Haussmann! Tampoco era la imagen trágica que había entrevisto en el pasillo del rápido, sino un pobre rostro contraído, doloroso, temeroso, que daba pena verlo. Llevaba un sencillo vestido gris, sin adornos, y un sombrero de paja que ocultaba sus cabellos rubios. En el momento en que ambos cómplices rodeaban el montículo desde donde Raoul les acechaba, oculto entre el follaje, tuvo la visión brusca e instantánea, como la de un rayo, de una cabeza que surgía por encima de la tapia, siempre en el mismo lugar. Cabeza de hombre, sin sombrero, cabellera negra y ensortijada, fisonomía vulgar… No duró más de un segundo.
¿Era el tercer cómplice apostado en el exterior?
La pareja se detuvo más allá del montículo en el cruce donde se reunían el camino de la puerta y el camino de la verja. Guillaume se alejó corriendo hacia la casa. Dejó a la muchacha sola.
Raoul, que estaba a una distancia de cincuenta pasos a lo sumo, la miraba ávidamente y pensaba que otra mirada, la del hombre oculto, debía contemplarla también por las rendijas de la puerta carcomida. ¿Qué hacer? ¿Prevenirla? ¿Arrastrarla como en Beaucourt y sustraerla a peligros que no conocía?
La curiosidad fue más fuerte que todo. Quería saber. En medio de aquel embrollo en el que se entrecruzaban iniciativas contrarias o en el que se sobreponían los ataques sin que fuera posible ver claro, Raoul esperaba que se hiciera visible un hilo conductor que le permitiera en un momento dado elegir uno u otro camino y así dejar de actuar al azar, siguiendo sus impulsos de piedad o sus deseos de venganza.
Sin embargo, la muchacha permanecía apoyada contra el tronco de un árbol y jugaba distraídamente con un silbato que debería usar en caso de alerta. La juventud de su rostro, un rostro casi de niña, aunque tuviera más de veinte años, sorprendió a Raoul. Los cabellos, bajo el sombrero ligeramente echado hacia atrás, brillaban como bucles de metal y la aureolaban de alegría.
Pasó tiempo. De repente, Raoul oyó rechinar la verja de hierro y vio, al otro lado de su montículo, a una mujer del pueblo que avanzaba canturreando y que se dirigía hacia la casa con un cesto de ropa bajo el brazo. También la señorita de los ojos verdes la había oído. Se tambaleó, se deslizó por el tronco del árbol hasta el suelo y la lavandera prosiguió su camino sin percibir aquella silueta oculta tras un macizo de arbustos que rodeaban el árbol.
Transcurrieron unos instantes terribles. ¿Qué haría Guillaume, estorbado, a plena luz, frente a aquella intrusa? Pero sucedió que cuando la lavandera penetró en la casa por la puerta de servicio y en el preciso instante en que desaparecía, Guillaume regresaba de su expedición cargado con un paquete envuelto en papel de periódico, que tenía la forma de la caja de violín. El encuentro no tuvo, pues, lugar.
La muchacha de los ojos verdes, agazapada en su escondrijo, no le vio en seguida y durante la marcha de su cómplice, que avanzaba furtivamente sobre la hierba, en su rostro se dibujaba la misma expresión de espanto de Beaucourt, después del asesinato de miss Bakefield y de los dos hombres. Raoul la detestaba.
Hubo una explicación breve, que reveló a Guillaume el peligro que había corrido. A su vez, el hombre vaciló y mientras bordeaban el montículo, ambos titubeaban, lívidos y aterrados.
«Tanto mejor», pensaba Raoul lleno de desprecio, «que sean Marescal o sus acólitos los que acechen detrás de la tapia. ¡Ojalá les atrapen a ambos! ¡Ojalá los metan en prisión!».
Pero aquel día las circunstancias hicieron vanas todas las previsiones de Raoul y le obligaron a actuar a su pesar o, en todo caso, sin haber podido reflexionar. A veinte pasos de la puerta, es decir, a veinte pasos de la supuesta emboscada, el hombre cuya cabeza había visto Raoul en lo alto de la tapia saltó sobre el camino, de un puñetazo en la mandíbula puso fuera de combate a Guillaume, cogió a la muchacha bajo su brazo como si fuera un paquete, recogió la caja del violín y se echó a correr a través del campo de olivos en dirección contraria a la casa.
Raoul se lanzó en su persecución, acto seguido. El hombre, a la vez ligero y fornido, corría de prisa sin mirar hacia atrás, como alguien que no cree que puedan impedirle alcanzar su meta.
Cruzó un huerto de limoneros que se levantaba ligeramente hasta un promontorio en el que la tapia no tenía más que un metro de altura y que formaba un terraplén sobre el exterior.
Una vez allí, depositó a la muchacha, obligándola a pasar afuera y reteniéndola por las muñecas. Luego, cruzó él después de haber tirado el estuche del violín.
«A la perfección», se dijo Raoul. «Habrá disimulado un coche en un camino apartado que toca al jardín en este lugar. Después de haber espiado y capturado a la señorita, vuelve al lugar donde tiene el coche y la deja caer, inerte y sin resistencia, en el asiento del vehículo».
Al acercarse, Raoul comprobó que no se equivocaba. Un gran coche descubierto estaba estacionado al borde de la tapia.
La puesta en marcha fue inmediata. Dos vueltas de manivela… el hombre saltó al lado de su presa y arrancó rápidamente.
El suelo estaba lleno de baches y erizado de piedras. El motor roncaba penosamente. Raoul saltó, alcanzó cómodamente el coche, pasó las piernas por encima de la capota y se ocultó en los asientos de detrás, cubriéndose con un abrigo abandonado en el respaldo. El agresor, que no se había vuelto ni una sola vez durante la puesta en marcha del motor, no había oído nada.
El vehículo alcanzó el camino exterior que bordeaba la tapia y después la carretera. Antes de girar, el hombre puso sobre el cuello de la muchacha una mano nudosa y fuerte:
—Si te mueves estás perdida. Te apretaré el gaznate como a la otra… ¿Sabes lo que quiero decir?
Y añadió bromeando:
—Además, no creo que tengas deseos de pedir ayuda, ¿verdad, pequeña?
Algunos campesinos y paseantes se cruzaron con el coche. El auto se alejó de Niza y corrió hacia las montañas. La víctima no se movió.
¿Cómo no sacó conclusiones lógicas de los hechos o de las palabras pronunciadas? En medio de aquel cúmulo de peripecias, ninguna de las cuales se podía relacionar con las precedentes, Raoul aceptó bruscamente la idea de que el hombre era el tercer bandido del tren, el que había estrangulado a «la otra», es decir, a miss Bakefield.
«Esto es», pensó Raoul, «no vale la pena perder el tiempo en meditaciones y deducciones lógicas. Es así. Y además es una prueba más de que existe una relación entre el caso Bakefield, y el caso de los tres bandidos. Ciertamente Marescal tiene razón cuando afirma que la inglesa fue muerta por error, pero a pesar de todo, toda esa gente viajaba hacia Niza con el mismo objetivo. El asalto a la villa B… Este asalto lo había combinado Guillaume, el autor evidente de la carta firmada G. Guillaume, que formaba parte de las dos bandas y que perseguía, a la vez, el asalto a la villa con la inglesa y la solución del gran enigma del que hablaba en la postdata. ¿Está claro? Después, habiendo muerto la inglesa, Guillaume quiere llevar a cabo el golpe y lleva consigo a su amiga de los ojos verdes, puesto que los asaltantes tienen que ser dos. Y el golpe hubiera tenido éxito de no ser por el tercer bandido que vigila a sus cómplices, se apodera del botín y aprovecha la ocasión para raptar a la de los ojos verdes. ¿Con qué fin? ¿Existe alguna rivalidad amorosa entre los dos hombres? Por el momento, no queramos saber más».
Algunos kilómetros más lejos, el coche giró hacia la derecha, cogió un camino de herradura y se dirigió hacia la ruta de Levens, desde donde se podía dirigir a las gargantas del Var o a la región de las altas montañas. ¿Y entonces?
«¿Qué haré si la expedición concluye en algún refugio de bandidos? ¿Debo esperar a estar solo frente a media docena de malandrines a los que tendré que disputar a la señorita de los ojos verdes?».
Una súbita tentativa de la muchacha le obligó a tomar una determinación. En un acceso de desesperación, la muchacha intentó huir aun a riesgo de matarse. Su raptor la retuvo con mano implacable.
—¡No hagas tonterías! ¿Ya has olvidado lo que te dije en el rápido antes de que tú y Guillaume pusierais fuera de combate a los dos hermanos? Te aconsejo…
No pudo terminar. Al girarse hacia la muchacha, entre dos curvas de la carretera, descubrió una cabeza y un busto que le separaban de ella. Un rostro burlón y un fornido busto que le impedían moverse, y una voz bromeó:
—¿Cómo estás, camarada?
El hombre quedó estupefacto. Un bandazo del coche estuvo a punto de lanzarlos a los tres a la cuneta. Exclamó:
—¡Cristo! Pero ¿quién es ese tipo? ¿De dónde sale?
—¿Cómo? —dijo Raoul—. ¿No me reconoces? Puesto que hablabas del rápido, tienes que acordarte del tipo que pusiste fuera de combate al principio. El pobre tipo al que limpiaste veintitrés billetes. La señorita sí que me reconoce, ¿verdad? La señorita reconoce al caballero que le llevó en sus brazos aquella noche y a quien abandonó de manera poco gentil.
La muchacha se calló y bajó los ojos. El hombre seguía balbuceando:
—¿Quién es ese pájaro y de dónde sale?
—De la villa Faradoni, en donde te tenía el ojo echado. Y ahora hay que pararse para que la señorita descienda.
El individuo no respondió. Apretó el acelerador.
—¿Quieres hacerte el malo? Te equivocas, compañero. Has debido leer en los periódicos que te protegí. No dije ni una sola palabra sobre ti y, en consecuencia, me culpan a mí de ser el jefe de la banda, a mí, pobre viajero inofensivo que sólo piensa en salvar a todo el mundo. Vamos, compañero. Un frenazo y afloja la marcha…
La carretera serpenteaba por un desfiladero, colgada de la pared de un acantilado y bordeada de un parapeto que seguía los repliegues de un torrente. Muy estrecha, estaba además partida por una línea de tranvía. Raoul juzgó favorable la situación. Semi-incorporado, espiaba los horizontes restringidos que se ofrecían a sus ojos en cada nueva curva. De repente se levantó, se inclinó, abrió los brazos y los posó a derecha e izquierda del enemigo, abatiéndose sobre él y agarrando el volante por encima de sus ojos.
El hombre, desconcertado, rugió:
—¡Cristo, está loco! ¡Nos va a hacer saltar a todos! ¡Déjame, estúpido!
Intentaba desprenderse, pero ambos brazos le apretaban como unas pinzas, Raoul le dijo riendo:
—Hay que elegir, querido amigo. El barranco o el choque con el tranvía. Por ahí viene uno a nuestro encuentro. O te paras o…
La pesada máquina surgió a cincuenta metros. A la velocidad a que corrían, el frenazo tenía que ser inmediato. El hombre lo comprendió y frenó, mientras que Raoul, agarrado al volante, inmovilizó el coche en los raíles mismos del tranvía. Ambos vehículos quedaron parados a pocos centímetros de distancia.
El hombre no comprendía nada.
—¡Cristo, me las pagarás!
—Cuando quieras, pero si no tienes intención de dormir frente al tranvía, lo mejor que podemos hacer es dejar libre la vía.
Tendió la mano a la muchacha para ayudarla a descender, pero ella la rehusó.
Los viajeros del tranvía se impacientaban. El conductor gritaba. Cuando la vía estuvo libre, el vehículo se puso en marcha velozmente.
Raoul, que había ayudado al hombre a empujar el auto, le dijo con tono imperioso:
—Ya has visto cómo opero. Pues bien, si vuelves a molestar a la señorita, te entrego a la justicia. Tú eres el responsable del asalto al rápido y estrangulaste a la inglesa.
El hombre se volvió, palideciendo. En su rostro surgió una expresión de miedo. Tartamudeó:
—No es cierto, yo no la toqué.
—Fuiste tú… Tengo todas las pruebas… Si te atrapan subirás al cadalso. Así pues, lárgate. Déjame el coche. Me lo llevaré a Niza con la muchacha. ¡Vamos, vete! —Le empujó, saltó al coche y recogió el violín envuelto en papel. En aquel momento se le escapó un juramento:
—¡Maldita sea! ¡Se ha escapado!
La señorita de los ojos verdes había desaparecido. A lo lejos, el tranvía aumentaba la velocidad. Aprovechando la disputa entre los dos hombres, se debía haber refugiado en él.
La cólera de Raoul cayó sobre el hombre.
—¿Quién eres? ¿Conoces a esta mujer? ¿Cómo se llama? ¿Y tú? ¿Cómo ha sido…?
El hombre, igualmente furioso, quería arrancar el violín de manos de Raoul y se iniciaba una pelea cuando bajó un segundo tranvía. Raoul se lanzó al estribo, mientras el bandido intentaba en vano poner en marcha su vehículo.
Raoul regresó furioso al hotel. Felizmente, tenía en compensación los títulos de la condesa Faradoni.
Deshizo el paquete. A pesar de estar desprovisto de arco y de otros accesorios, el violín era más pesado de lo que hubiera tenido que ser.
Examinándolo, Raoul se dio cuenta de que una de las tablillas había sido aserrada y vuelta a pegar.
La desencoló.
El violín sólo contenía un paquete de viejos periódicos, lo que permitía creer, o bien que la condesa había escondido su fortuna en otra parte, o bien que el conde, habiendo descubierto el escondite, disfrutaba apaciblemente de la herencia que la condesa había querido regatearle.
—Fracaso en toda la línea —gruñó Raoul—. Me empieza a disgustar esta señorita de los ojos verdes. Además, ha rechazado mi mano. ¿Por qué? ¿Acaso me guarda rencor por haberla besado? Nos veremos las caras.