3

El beso en la sombra

La estación de Beaucourt está situada en pleno campo, lejos de todo lugar habitado. Un camino perpendicular a la vía férrea la une al pueblo de Beaucourt, después a Romillaud, en donde se encuentra la gendarmería, y luego a Auxerre, desde donde se esperaban a los magistrados. Dicho camino está cortado por la carretera nacional, que corre paralela a la línea del ferrocarril, a la distancia de unos quinientos metros.

Habían reunido en el andén todas las luces disponibles, lámparas, bujías, linternas, faroles, lo que obligó a Raoul a avanzar con extremas precauciones. El jefe de estación, un empleado y un obrero, conversaban con el gendarme de guardia, cuya alta estatura se levantaba frente a una puerta de dos batientes que comunicaba con una pieza llena de paquetes, reservada sin lugar a dudas a almacén.

En la semioscuridad de aquel recinto se amontonaban cestas, cajas y paquetes de todo tipo. Al aproximarse, Raoul creyó ver sentada sobre un montón de objetos, una silueta inclinada hacia adelante que no se movía.

«Es ella sin duda», se dijo. «Es la señorita de los ojos verdes».

Aquel recinto era ideal para prisión, puesto que, cerrada la puerta del fondo, sólo tenía una salida que vigilaba el gendarme de guardia.

La situación le pareció favorable a Raoul, pero con la condición de que no topara con obstáculos susceptibles de molestarle, ya que Marescal y el cabo podían llegar de un momento a otro.

Rodeó, pues, el edificio corriendo y llegó a la fachada posterior de la estación sin encontrar ningún alma viviente. Era más de media noche. Ningún tren se paraba ya y, salvo el pequeño grupo que charlaba en el andén, no había nadie.

Entró en la sala de registro. Una puerta a la izquierda, un vestíbulo con una escalera, y a la derecha del vestíbulo, otra puerta. Según la disposición de los locales, tenía que ser allí.

Para un hombre como Raoul, una cerradura no constituye un obstáculo importante. Llevaba siempre consigo tres o cuatro pequeños instrumentos con los que podía abrir las puertas más recalcitrantes. Al primer intento la puerta cedió. La entreabrió ligeramente y no distinguió ningún rayo de luz. Empujó, pues, el batiente, y entró en el local. La gente de fuera no le habían oído ni visto, ni, por los sollozos que lanzaba, tampoco la prisionera.

El obrero contaba la persecución a través del bosque. Había sido él quien, con la ayuda de un farol, había levantado «la caza». El otro fugitivo era delgado y de alta estatura y corría como una liebre, pero a cada instante tenía que detenerse y volver sobre sus pasos para arrastrar consigo al más pequeño. Por otra parte, la noche era tan negra que la caza resultaba incómoda.

—De repente el chico ese —contaba el obrero— se puso a gemir. Tiene una curiosa voz de chica. Lloraba y decía: «¿Dónde está el juez? Se lo diré todo. Llévenme ante el juez».

El auditorio se echo a reír. Raoul aprovechó la circunstancia para deslizar la cabeza entre dos montones de cajas. Se había colocado detrás del montón de paquetes postales sobre los que la cautiva estaba tendida. La muchacha debía haber oído algún ruido puesto que sus sollozos cesaron. Raoul murmuró:

—No tenga usted miedo.

Al ver que la muchacha se callaba, insistió:

—No tenga miedo, soy un amigo.

—¿Guillaume? —preguntó la muchacha en voz baja.

Raoul comprendió que se trataba del otro fugitivo y respondió:

—No. Voy a salvarla de los gendarmes.

La muchacha no respondió. Debía temer un engaño, pero Raoul insistió:

—Está usted en manos de la justicia. Si no me sigue la encerrarán en la cárcel, la procesarán…

—¡No! —exclamó la muchacha—. El juez me dejará libre.

—No la dejará libre. Han muerto dos hombres… su blusa está cubierta de sangre… Venga conmigo, no hay que perder ni un segundo. Venga.

Después de un silencio, la prisionera murmuró:

—Tengo las manos atadas.

Raoul desde su posición cortó las cuerdas con su cuchillo y preguntó:

—¿Pueden verla a usted?

—Sólo puede verme el gendarme cuando se da la vuelta, pero no creo que me distinga bien porque estoy en la sombra… Los otros están demasiado hacia la izquierda.

—Todo va bien… Un segundo… Escuche…

Se oyeron pasos en el andén y Raoul reconoció la voz de Marescal. Entonces ordenó a la muchacha:

—No se mueva… Llegan antes de lo que pensaba… ¿Les oye usted?

—Tengo miedo… —tartamudeó la muchacha—. Me parece que esta voz… no es posible…

—Sí —dijo Raoul—. Es la voz de Marescal, su enemigo. Pero no tenga usted miedo… Esta tarde, en el bulevard alguien se ha interpuesto entre usted y él. Era yo. Le suplico que no tenga miedo.

—Pero él va a venir.

—No es seguro.

—Pero ¿y si viene?

—Finja dormir, estar desvanecida… Hunda su cabeza entre sus brazos cruzados…, y no se mueva.

—¿Y si intenta verme? ¿Si me reconoce?

—No le responda usted… Suceda lo que suceda, no diga ni una sola palabra… Marescal no actuará enseguida…, reflexionará…, y entonces…

Raoul no estaba tranquilo. Suponía acertadamente que Marescal debía estar ansioso por saber si era cierta o no su suposición de que uno de los bandidos era una mujer. Iba, pues, a proceder a un interrogatorio inmediato y, en todo caso, creyendo insuficiente la precaución, inspeccionaría personalmente la prisión.

De hecho, el comisario exclamó, cuando estuvo junto a los hombres, con tono alegre:

—¡Buenas noticias, señor jefe de estación! ¡Así que tenemos un preso en su casa! ¡Y un preso de marca! ¡La estación de Beaucourt se va a hacer célebre!… Cabo, el lugar me parece muy bien elegido, pero, por prudencia voy a asegurarme…

De este modo, Marescal actuaba tal como había previsto Raoul. Iba a jugarse una terrible partida entre aquel hombre y la muchacha.

Algunos gestos, algunas palabras, y la señorita de los ojos verdes estaría irremediablemente perdida.

Raoul se dispuso a batirse en retirada. Pero era renunciar a toda esperanza y ponerse en contra de una horda de adversarios que no le permitirían volver a empezar la empresa. Decidió, pues, esperar y encomendarse al azar.

Marescal entró en el recinto hablando todavía con la gente de fuera y actuando de manera que la forma inmóvil quedara oculta a su vista. Raoul permaneció escondido entre las cajas.

El comisario se detuvo y dijo en voz alta:

—Parece dormido… ¡En, compañero, despierta, que tú y yo tenemos que hablar!

Sacó de su bolsillo una linterna, apretó el botón y dirigió los haces luminosos hacia la figura en reposo. Al no ver más que una gorra y dos brazos cruzados, apartó éstos y retiró aquélla.

—Tal como había pensado —murmuró—. Una mujer… una mujer rubia… Vamos, pequeña, enséñame tu rostro…

Cogió la barbilla de la muchacha y la levantó con violencia. Lo que vio era tan extraordinario que no aceptó la inverosímil verdad.

—No, no —murmuró—. No es posible.

Marescal miró hacia la puerta de entrada, ya que no quería que los otros le vieran. Después terminó de arrancar febrilmente la gorra y el rostro de la muchacha apareció a plena luz, sin reservas.

—Ella —murmuró—. No, no puede ser. Estoy loco, es increíble. Ella aquí, ella una asesina.

Se inclinó más todavía. La prisionera no se movió. Su pálido rostro no había experimentado turbación alguna. Marescal le espetó con voz temblorosa:

—¡Usted! ¿Qué milagro es ése? ¡Usted ha asesinado…! ¡Y los gendarmes la han detenido! ¡Y está aquí, aquí! ¿Es eso posible?

Se hubiera dicho que la muchacha dormía. Marescal se calló. ¿Dormía en verdad? Le dijo:

—Así está bien. No se mueva usted. Voy a alejar a los otros y volveré… Dentro de una hora estaré aquí y hablaremos. Tendrá muchas cosas que explicarme, pequeña.

¿Qué quería decir? ¿Iba a proponerle algún abominable trato? En el fondo (Raoul lo adivinó), Marescal no tenía ningún designio fijo. Aquello le cogía desprevenido y ahora se estaba preguntando qué beneficio podría obtener.

Puso de nuevo la gorra a la muchacha y ocultó todos sus bucles rubios. Después, entreabriendo la blusa, le registró los bolsillos de la chaqueta. No encontró nada. Se volvió a incorporar y su emoción era tan grande que no pensó ya en inspeccionar el local ni la puerta.

—Curioso chico —dijo regresando junto al grupo—. Seguramente no tiene ni veinte años. Un pilludo al que su cómplice se la habrá jugado…

Continuó hablando, pero de manera distraída. Se notaba que su pensamiento estaba en otra parte y que experimentaba la necesidad de reflexionar a solas.

—Creo —dijo— que mi pequeña investigación preliminar interesará a los caballeros del juzgado. Mientras les esperamos, haré guardia junto a usted, cabo…, o incluso solo…, ya que no necesito a nadie y así usted podría dormir un poco…

Raoul se apresuró. Entre los paquetes encontró tres sacos atados cuyo tejido parecía, más o menos, del mismo color que la blusa de la prisionera. Levantó uno de los sacos y murmuró:

—Acerque sus piernas hacia mí para que pueda poner ese saco en su lugar. Hágalo con precaución, ¿comprende? Después hará retroceder su busto y luego la cabeza.

Le tomó la mano, que estaba helada, y repitió las instrucciones, ya que la muchacha parecía inerte.

—No sea tonta, hágame caso. Marescal es capaz de todo… Usted le ha humillado. Se vengará de un modo u otro puesto que está en sus manos. Acerque sus piernas hacia mí…

La muchacha obedeció con pequeños gestos que la desplazaron insensiblemente y que tardó tres o cuatro minutos en ejecutar. Cuando la maniobra hubo terminado, frente a ella y ligeramente más alta había una forma gris y retorcida con sus mismos contornos, que daba la impresión de ser ella misma para que si el gendarme y Marescal echaban un vistazo la siguieran creyendo allí.

—Vamos —dijo Raoul—, aprovechemos este instante en que nos dan la espalda y hablan fuerte. Déjese deslizar.

La recibió en sus brazos, manteniéndola curvada, y la llevó por entre el laberinto de paquetes. Una vez en el vestíbulo la dejó en el suelo. Raoul volvió a cerrar la cerradura y cruzaron la sala de equipajes. Pero apenas llegado al terraplén que precedía a la estación, la muchacha tuvo un desfallecimiento y cayó de rodillas.

—Nunca podré —gimió.

Sin el más mínimo esfuerzo, Raoul se la cargó sobre el hombro y echó a correr hacia la masa de árboles que señalaban el camino hacia Romillaud y Auxerre. Experimentaba una profunda satisfacción ante la idea de que tenía a su presa, de que la asesina de miss Bakefield no podía escapársele y de que su acción substituía a la de la sociedad. ¿Qué haría? Poco importaba. En aquel momento estaba convencido —o al menos se lo decía a sí mismo— de que le había guiado una gran necesidad de justicia y que el castigo tomaría la forma que le dictaran las circunstancias.

Doscientos pasos más lejos se detuvo, no a causa del cansancio sino para escuchar el gran silencio apenas agitado por el susurro de las hojas y el furtivo paso de los animales nocturnos.

—¿Qué sucede? —preguntó la muchacha angustiada.

—Nada…, nada inquietante… Por el contrario…, el galope de un caballo…, muy lejos… Exactamente lo que quería… Estoy satisfecho… Esto significa nuestra salvación.

Descargó a la muchacha de su hombro y la tendió entre sus dos brazos como si fuera un niño. De este modo recorrió con paso rápido tres o cuatrocientos metros que le condujeron hasta la carretera nacional cuya blancura se recortaba tan húmeda que Raoul le dijo sentándose en el talud:

—Permanezca tendida sobre mis rodillas y escúcheme bien. El coche que estamos oyendo es el del médico cuyos servicios se han solicitado. Voy a desembarazarme del buen hombre y viajaremos durante toda la noche hasta una estación cualquiera de otra línea.

La muchacha no respondió. Raoul dudó si le había entendido. Su mano quemaba. En una especie de delirio balbuceaba sin sentido:

—No he matado… No he matado…

—Cállese —dijo Raoul abruptamente—. Hablaremos de eso más tarde.

Ambos callaron. La inmensa paz del campo dormido extendía a su alrededor espacios de silencio y seguridad. Sólo el trote del caballo se elevaba de vez en cuando en las tinieblas. En una o dos ocasiones vieron a distancia incierta las linternas del coche que brillaban como ojos fosforescentes. Ningún clamor, ninguna amenaza provenía de la estación.

Raoul pensaba en aquella extraña situación y por encima de la enigmática asesina, cuyo corazón latía con tanta fuerza que se oía su ritmo desenfrenado, evocaba a la parisién, entrevista unas ocho o nueve horas antes, feliz y sin preocupación aparente. Ambas imágenes, tan diferentes la una de la otra, se confundían en él. El recuerdo de la visión resplandeciente atenuaba su odio contra la asesina de la inglesa. Pero ¿acaso experimentaba odio? Raoul se aferraba a esta palabra y pensaba con dureza:

«La odio. Diga lo que diga, ha matado. La inglesa ha muerto por su culpa y por la de sus cómplices. La odio… Miss Bakefield será vengada».

Sin embargo, no decía nada de eso y, por el contrario, se daba cuenta que de su boca salían dulces palabras.

—La desgracia se abate sobre los seres cuando menos piensan en ello, ¿no es verdad? Se es feliz…, se vive…, y después viene el crimen… Pero todo se arregla… Confíe en mí y verá cómo todo se arregla…

Tenía la impresión de que una gran calma penetraba poco a poco en la muchacha. Ya no era presa de aquellos movimientos febriles que la sacudían de pies a cabeza. Lentamente, el mal, las pesadillas, las angustias, los terrores, el lúgubre mundo de la noche y de la muerte se iba apaciguando.

Raoul gustaba violentamente de la manifestación de su influencia y de su poder, de algún modo magnéticos, sobre ciertos seres a quienes las circunstancias habían desorbitado y a quienes devolvía el equilibrio haciéndoles olvidar por un momento la terrible realidad.

También él, por otra parte, se alejaba del drama. La inglesa muerta se desvanecía de su memoria y entre sus brazos ya no estrechaba a la mujer vestida con una blusa manchada de sangre sino a la parisién, elegante y radiante. Todavía se decía sin convicción: «La castigaré. Sufrirá por lo que ha hecho», como si no sintiera el fresco aliento que exhalaban sus labios próximos.

Las luces de las linternas se hicieron mayores. El médico llegaría dentro de ocho o diez minutos.

«Y entonces», se dijo Raoul, «tendré que separarme de ella y actuar…, y todo habrá acabado…, no volverá a existir entre nosotros un instante como este, un instante de tanta intimidad…».

Se inclinó más todavía. Adivinó que la muchacha tenía los ojos cerrados y que se abandonaba a su protección. Ahora todo está bien, debía pensar la muchacha. El peligro se alejaba.

Bruscamente Raoul se inclinó y besó sus labios. La muchacha intentó débilmente debatirse; suspiró y no dijo nada. Raoul tuvo la impresión de que aceptaba la caricia y de que, a pesar del retroceso de su cabeza, cedía a la dulzura de aquel beso. Aquello duró algunos segundos. Después, un sobresalto de revuelta la sacudió. Cerró los brazos y se desprendió de él con súbita energía, mientras gemía:

—¡Es abominable! ¡Qué vergüenza! ¡Déjeme usted! ¡Déjeme! ¡Lo que ha hecho usted es miserable!

Raoul intentó bromear y, furioso contra la muchacha, hubiera querido injuriarla. Pero no encontró las palabras y mientras ella le rechazaba y se hundía en la noche, se dijo en voz baja:

—¿Qué significa esto? Ahora sale con el pudor. ¿Y después? Se diría que he cometido un sacrilegio.

Se puso en pie, escaló el talud y la buscó. ¿Dónde estaba? Frondosos árboles protegían su huida. No había esperanza alguna de atraparla.

Raoul blasfemaba. Estaba fuera de sí y sentía el odio y el rencor del hombre despreciado, mientras experimentaba el terrible deseo de volver a la estación y dar la alerta por sí mismo, cuando oyó a poca distancia unos gritos. Las voces provenían de la carretera, probablemente de algún lugar oculto por los árboles, en donde debía encontrarse el coche. Corrió hacia allí. Vio, en efecto, las dos linternas que parecieron girar sobre sí mismas y cambiar de dirección. El coche se alejaba y no lo hacía al trote apacible de un caballo sino al galope enfurecido de una bestia sobreexcitada a latigazos. Dos minutos más tarde Raoul, dirigido por los gritos, distinguía en la oscuridad la silueta de un hombre que gesticulaba entre los arbustos de la cuneta.

—¿Es usted el médico de Romillaud? —preguntó—. Me envían de la estación para que le salga al encuentro. ¿Ha sido usted atacado?

—Sí… Un viandante que me preguntaba el camino. Me he parado, me ha saltado al cuello, me ha atado y tirado junto a estos arbustos.

—¿Y ha huido en su coche?

—Sí.

—¿Solo?

—No, con alguien que se ha reunido con él. Ha sido entonces cuando he gritado.

—¿Un hombre? ¿Una mujer?

—No he podido verlo. Apenas, han hablado en voz baja. Cuando se han ido me he puesto a gritar.

Raoul le preguntó:

—¿Acaso no le habían amordazado?

—Sí, pero mal.

—¿Con qué?

—Con mi pañuelo.

—Hay una manera de amordazar que poca gente conoce —dijo Raoul, que cogió el pañuelo, y tiró al suelo de nuevo al doctor y se puso a demostrarle cómo hay que hacerlo.

La lección fue seguida de otra operación: la del modo de atar, sabiamente ejecutado, con la manta del caballo y la brida que Guillaume había utilizado, ya que no había dudas de que el agresor fuera Guillaume y de que la muchacha se hubiera reunido con él.

—¿Le hago daño, doctor? Lo sentiría en el alma. No tiene usted que temer ni las espinas ni las ortigas —añadió Raoul conduciendo a su compañero—. Vea, éste es un lugar en el que no pasará una noche demasiado mala. El musgo ha sido secado por el sol… Nada de agradecimientos, doctor. Crea usted que si hubiera podido evitar…

La intención de Raoul era de echarse a correr y alcanzar, costase lo que costase, a los dos fugitivos. Estaba furioso por haberse dejado engañar de aquel modo. ¡Había sido un estúpido! La tenía entre sus garras y en lugar de apretarle la garganta se había divertido besándola. En tales condiciones hay que conservar la sangre fría.

Pero aquella noche las intenciones de Limézy acababan siempre en actos contrarios. Después de dejar al doctor y sin abandonar su proyecto regresó a la estación con un nuevo plan que consistía en tomar prestado el caballo de un gendarme y concluir con éxito la empresa de la persecución.

Había observado que los tres caballos de la policía estaban en un almacén frente al que velaba un hombre del equipo. Raoul se acercó. El gendarme dormía bajo el fulgor de una linterna sorda. Raoul sacó su cuchillo para cortar una de las ataduras, pero en lugar de hacerlo se puso a cortar suavemente, con todas las precauciones imaginables, las cinchas flojas de los tres caballos y las bridas.

De este modo, la persecución de la señorita de los ojos verdes, cuando se dieran cuenta de su desaparición, sería imposible.

«En realidad, no sé lo que me hago», se dijo Raoul mientras regresaba a su compartimiento. «Nada me sería más agradable que entregar a esta muchacha a la justicia y cumplir así mi juramento de venganza. Ahora bien, todos mis esfuerzos tienden sólo a salvarla. ¿Por qué?».

La respuesta a esta pregunta la conocía bien. Si se había interesado por aquella muchacha porque tenía los ojos color de jade, ¿cómo no iba a protegerla ahora que la sentía tan cerca de él, desfalleciente y con sus labios contra los suyos? ¿Acaso se entrega a la justicia a una mujer a la que se ha besado? Era una asesina, de acuerdo, pero se había estremecido bajo su caricia y Raoul comprendía que nada en el mundo podría evitar, de ahora en adelante, que él la defendiera contra todo y contra todos. Para él, el ardiente beso de aquella noche dominaba todo el drama y todas las resoluciones que el instinto, más que su razón, le ordenaba tomar.

Debía tomar contacto de nuevo con Marescal para conocer el resultado de sus investigaciones y también a propósito de la joven inglesa y de aquel bolso que Constance Bakefield le había recomendado.

Dos horas más tarde, Marescal se dejaba caer, muerto de fatiga, frente a la banqueta en la que, en el vagón desenganchado, Raoul esperaba apaciblemente. Despertándose sobresaltado, Limézy encendió la luz y al ver el rostro descompuesto del comisario, su cabeza despeinada y su bigote desengomado, dijo:

—¿Qué sucede, comisario? Está usted desconocido.

Marescal balbuceó:

—¿No lo sabe usted? ¿No ha oído nada?

—Nada en absoluto. No he oído nada desde que usted cerró esta puerta hace unas horas.

—¡Ha huido!

—¿Quién?

—¡El asesino!

—Así pues, ¿le habían atrapado?

—Sí.

—¿Cuál de los dos?

—La mujer.

—Así pues, ¿era una mujer?

—Sí.

—¿Y no han podido retenerla?

—Sí, sólo que…

—¿Sólo qué?

—Era un montón de paquetes…

Al renunciar a perseguir a los fugitivos, Raoul había obedecido ciertamente, entre otros motivos, a una necesidad inmediata de venganza. Sintiéndose burlado, quería burlarse a su vez de otro, al igual que habían hecho con él. Marescal era la víctima designada. Marescal, a quien, por lo demás, esperaba arrancar otras confidencias y cuya desesperación le provocó una delicada emoción.

—Es una catástrofe —dijo Raoul.

—Una catástrofe —afirmó el comisario.

—¿Y no tiene usted ninguna pista?

—Ni la más mínima.

—¿Ningún nuevo rastro del cómplice?

—¿Qué cómplice?

—El que le ha facilitado la fuga.

—¡Pero no sirven de nada! Conocemos las huellas de sus zapatos, que hemos encontrado en el bosque. Ahora bien, a la salida de la estación, en un charco de barro, junto a la huella del zapato sin tacón hemos encontrado huellas diferentes. Un pie más pequeño. Suelas más puntiagudas.

Raoul escondió todo lo que pudo sus botines embarrados y preguntó muy interesado:

—¿Eso significa que hay otra persona?

—Indudablemente. Y, en mi opinión, esa otra persona ha huido con la asesina utilizando el coche del médico.

—¿Del médico?

—Si no es eso, ¿por qué no le hemos visto por aquí? Si no le hemos visto significa que le han cogido el coche y que le han abandonado en alguna parte.

—Un coche se puede alcanzar.

—¿Cómo?

—Los caballos de los gendarmes.

—He corrido al almacén donde estaban atados y he saltado sobre uno de ellos. Pero la silla se ha girado y he caído de bruces en el suelo.

—¡Qué me dice usted!

—El hombre que vigilaba los caballos se ha dormido, y durante su sueño alguien ha cortado las bridas y las cinchas. En esas condiciones, es imposible perseguirles.

Raoul no pudo evitar una sonrisa.

—¡Diablos! Se enfrenta con un adversario digno de usted.

—Un maestro, caballero. Tuve ocasión de seguir con detalle un caso en el que Arsenio Lupin se enfrentó con Ganimard. El golpe de esta noche ha sido montado con la misma maestría.

Raoul fue despiadado.

—Es una auténtica catástrofe, ya que supongo que usted contaba con ese arresto para su porvenir…

—En efecto —dijo Marescal, a quien su derrota disponía cada vez más a las confidencias—. Tengo enemigos poderosos en el ministerio y la captura casi instantánea de esta mujer me habría prestado un gran servicio. Piense usted en el eco que habría tenido ese caso… El escándalo que se hubiera creado alrededor de esta criminal disfrazada, joven, hermosa… Hubiera salido en las primeras páginas de todos los periódicos. Y además…

—¿Y además?

Marescal tuvo una ligera vacilación. Pero estaba en una de aquellas horas en las que nada le evitaría hablar y mostrar hasta el fondo de su alma, a pesar de que en el futuro pudiera lamentarlo. Así pues, dijo:

—Y además, esto doblaría, triplicaría la importancia de la victoria que hubiera obtenido a otro nivel…

—¿Una segunda victoria? —preguntó Raoul con admiración.

—Sí, y definitiva.

—¿Definitiva?

—Sí, ciertamente. Pero ésta no podrán arrancármela puesto que se trata de una muerta.

—¿De la joven inglesa, tal vez?

—De la joven inglesa.

Sin abandonar su aire de indiferencia, y como si cediera ante el deseo de admirar las proezas de su compañero, Raoul preguntó:

—¿Puede usted explicármelo?

—¿Por qué no? Estará usted enterado dos horas antes que los magistrados, eso es todo.

Borracho de fatiga, con el cerebro confuso, Marescal cometió la imprudencia, contraria a sus costumbres, de charlar como un novel. Inclinándose sobre Raoul, le dijo:

—¿Sabe usted quién era esa inglesa?

—Así pues, ¿la conocía usted, señor comisario?

—Sí, la conocía. Incluso éramos buenos amigos. Desde hace seis meses vivía a su sombra, la acechaba, buscaba contra ella unas pruebas que no lograba reunir.

—¿Contra ella?

—Sí, contra ella. Contra Lady Bakefield, por un lado hija de lord Bakefield, par de Inglaterra y multimillonario, pero por otro ladrona internacional, rata de hotel y jefa de una banda; todo ello por placer, por diletantismo. También ella me había desenmascarado y cuando me hablaba lo hacía burlona, segura de sí misma. Era una ladrona, sí, y yo ya había prevenido de ello a mis superiores.

»Pero ¿cómo detenerla? Ahora bien, desde ayer la tenía atrapada. Alguien a mi servicio que trabajaba en su hotel me dijo que miss Bakefield había recibido ayer de Niza el plano de una villa que tenía que asaltar, la villa B…, como se la designaba en una carta adjunta, que había guardado todos esos papeles en un pequeño bolso de cuero junto con un pliego de documentos bastante sospechosos y que partía hacia el Mediodía. De ahí el motivo de mi partida. «En el Mediodía», pensaba, «o bien la detendré en flagrante delito, o bien podré apoderarme de sus papeles». No he tenido que esperar tanto. Los bandidos la han puesto en mi mano.

—¿Y el bolso?

—Lo llevaba bajo el vestido, atado con una correa, y ahora lo tengo yo —dijo Marescal tocándose el vestido de su chaqueta—. He tenido el tiempo justo para echarle una hojeada, que me ha permitido entrever piezas irrecusables, como el plano de la villa B…, en el que, con su escritura, la joven había añadido esta fecha en lápiz azul: 28 de abril. El 28 de abril es pasado mañana, miércoles.

Raoul había experimentado una ligera decepción. ¡Su hermosa compañera de viaje una ladrona! Y su decepción era tanto más grande cuanto que no podía protestar contra aquella acusación que justificaba un gran número de detalles y que explicaba, por ejemplo, la clarividencia de la inglesa a su respecto. Asociada a una banda internacional de ladrones, poseía sobre unas y otras indicaciones que le habían permitido entrever, detrás de Raoul de Limézy, la silueta de Arsenio Lupin.

¿Y acaso no debía creer que, en el momento de su muerte, las palabras que la muchacha se esforzaba en decir en vano, eran palabras de confesión y súplicas de culpable dirigidas precisamente a Arsenio Lupin: «Defienda usted mi memoria… ¡Que mi padre no sepa nada! Destruya usted mis papeles»?

—Entonces, señor comisario, es el deshonor para la familia de los Bakefield.

—¿Qué quiere usted…? —hizo Marescal.

Raoul añadió:

—¿No le es penosa esta idea? ¿Y no le es penosa también la idea de entregar a la justicia a una joven como la que acaba de escapar? ¿Ya que es una joven, verdad?

—Joven y hermosa.

—Y a pesar de ello…

—Caballero, a pesar de ello y a pesar de todas las consideraciones posibles, nada me impedirá nunca cumplir con mi deber.

Marescal pronunció aquellas palabras como un hombre que busca con toda evidencia la recompensa a su mérito, pero cuya conciencia profesional domina todos sus pensamientos.

—Bien dicho, señor comisario —aprobó Raoul mientras pensaba que Marescal parecía confundir su deber con muchas otras cosas en las que entraban, sobre todo, el rencor y su ambición.

Marescal consultó su reloj. Después, viendo que todavía le quedaba tiempo de descansar antes de la llegada del juez de instrucción, se echó sobre la banqueta, garrapateó algunas notas en un cuadernillo que acabó por caer sobre sus rodillas. El comisario cedió al sueño.

Frente a él, Raoul le contempló durante unos minutos. Desde su encuentro en el tren, su memoria iba recordando poco a poco detalles precisos sobre Marescal. Evocaba una figura de policía bastante intrigante o, mejor dicho, de aficionado rico que ejercía de policía por gusto y por placer pero también para servir sus intereses y sus pasiones. Un hombre de buena fortuna, de ello Raoul se acordaba bien, un perseguidor de mujeres no siempre escrupuloso y a quien en algunas ocasiones las mujeres habían ayudado en su carrera, tal vez demasiado rápida. ¿Acaso no se decía que tenía entrada franca en el domicilio de su ministro, que la mujer de dicho hombre público no era extraña a ciertos favores inmerecidos?

Raoul tomó el cuadernillo y escribió, mientras vigilaba de reojo al policía:

«Observaciones relativas a Rodolphe Marescal».

»Notable agente, con iniciativa y lucidez. Demasiado charlatán. Se confía al primer desconocido sin preguntarle su nombre ni verificar el estado de sus botines, sin ni siquiera tomar buena nota de su fisonomía.

»Bastante mal educado. Si encuentra, a la salida de una pastelería del bulevard Haussmann, a una muchacha que conoce, le aborda y habla a su pesar. Si la encuentra algunas horas más tarde disfrazada, llena de sangre y vigilada por gendarmes, no se asegura de que la cerradura esté en buen estado ni de que el tipo a quien ha dejado en el compartimiento del tren no esté agazapado detrás de los paquetes postales.

»No tiene que sorprenderse, pues, si el tipo, aprovechándose de unos errores de tanto bulto, decide conservar un precioso anonimato, rechazar su papel de testigo y de vil denunciador, tomar en sus manos este extraño caso y defender enérgicamente, con la ayuda de los documentos del bolso, la memoria de la pobre Constance y el honor de los Bakefield y consagrar toda su energía en castigar a la desconocida de los ojos verdes sin que permita a nadie que toque uno solo de sus cabellos rubios o que le pida cuentas de la sangre que mancha sus adorables manos».

Como firma, en recuerdo de su encuentro con Marescal en la pastelería, dibujó una cabeza de hombre con gafas y un cigarrillo entre los labios, y escribió:

«¿Tienes fuego, Rodolphe?».

El comisario roncaba. Raoul volvió a poner el cuadernillo sobre sus rodillas y después extrajo de su bolsillo un pequeño frasco que abrió y cuyo contenido hizo respirar a Marescal. Un violento olor de cloroformo salía del frasco. La cabeza de Marescal se inclinó todavía más.

Entonces, con gran suavidad Raoul abrió la chaqueta, desabrochó las correas del bolso y se lo ató alrededor de su cintura, bajo su chaqueta.

En aquel preciso instante pasaba un tren de mercancías a paso lento. Bajó el cristal, saltó sin ser visto y se instaló confortablemente en el tope de un vagón cargado de manzanas.

«Una ladrona que ha muerto», se decía, «y una asesina que me produce escalofríos, tales son las recomendables personas a las que protejo. ¿Por qué demonios me he lanzado a esta aventura?».