Investigaciones
La muerte de miss Bakefield, el salvaje ataque de los tres enmascarados, el probable asesinato de los dos viajeros, la pérdida del dinero, no pesaron tanto en el espíritu de Raoul después de la inconcebible visión que le había sorprendido en los últimos minutos de aquella terrible historia. ¡La señorita de los ojos verdes! ¡La más graciosa y la más seductora mujer que nunca había encontrado, surgía de la sombra criminal! ¡La más radiante imagen aparecía bajo aquella máscara innoble de ladrona y asesina! ¡La señorita de los ojos color verde de jade, hacia quien su instinto de hombre le había empujado desde el primer instante y que ahora volvía a encontrar, con aquella blusa manchada de sangre, con el rostro desencajado, en compañía de dos temibles asesinos y, al igual que ellos, asaltando, asesinando, sembrando la muerte y el terror!
A pesar de que su vida de gran aventurero, mezclado en tantos horrores e ignominias, le había acostumbrado a los peores espectáculos, Raoul (seguiremos llamándole así puesto que éste es el nombre bajo el que Arsenio Lupin desempeñó su papel en el drama), Raoul de Limézy se sentía confuso ante una realidad que le era imposible concebir y, de algún modo, alcanzar. Los hechos sobrepasaban su imaginación.
Fuera reinaba el tumulto. Llegaron empleados de una estación próxima, la estación de Beaucourt, así como un grupo de obreros que trabajaban en la reparación de la vía. Se oían clamores. Se intentaba adivinar de dónde procedía la llamada.
El revisor cortó las ligaduras de Raoul mientras escuchaba sus explicaciones. Después abrió la ventanilla y llamó a los empleados:
—¡Por aquí! ¡Vengan por aquí!
Volviéndose hacia Raoul, le dijo:
—¿Ha muerto, la señorita?
—Sí… Estrangulada. Y eso no es todo. Me parece que también han muerto los dos viajeros del compartimiento de cabeza.
Fueron rápidamente al otro extremo del corredor.
En el último compartimiento, dos cadáveres. Ningún rastro de desorden. En el portaequipajes, nada. Ni maletas ni paquetes.
En aquel mismo momento, los empleados de la estación intentaban abrir la puerta que comunicaba con el coche por aquel lado. Estaba bloqueada, lo que hizo comprender a Raoul las razones por las que los tres bandidos se habían visto obligados a recorrer el mismo camino por el pasillo y a huir por la puerta de atrás.
Ésta, en efecto, estaba abierta. Subieron algunas personas. Otras surgieron de la puerta de comunicación con el otro coche e invadieron los dos compartimientos en el instante en que una potente voz profirió en tono imperioso:
—¡Que nadie toque nada!… No, caballero, deje usted este revólver donde estaba. Es preferible que salga todo el mundo. El coche tiene que ser desenganchado del convoy para que el tren pueda seguir su camino. ¿No le parece a usted, señor jefe de estación?
En aquellos minutos caóticos, bastó con que alguien hablara en tono imperioso, sabiendo lo que quería, para que todo el mundo cumpliera los deseos del que parecía convertirse en jefe. El hombre que había hablado se había expresado como si estuviera acostumbrado a que todo el mundo le obedeciera. Raoul le miró de soslayo y quedó estupefacto al reconocer al individuo que había seguido a miss Bakefield y abordado a la señorita de los ojos verdes. El individuo a quien él había pedido fuego, en una palabra, el lechuguino engomado a quien la inglesa había llamado señor Marescal. En pie ante la entrada del compartimiento en el que yacía la muchacha, obstaculizaba el paso a los intrusos y les empujaba hacia las puertas abiertas.
—Señor jefe de estación, usted tiene obligación de vigilar la maniobra. Llévese con usted a todos sus empleados. Habrá que telefonear a la gendarmería más próxima, pedir un médico y prevenir al juzgado de primera instancia de Romillaud. Nos enfrentamos a un caso de asesinato.
—De tres asesinatos —rectificó el revisor—. Dos hombres enmascarados han huido. Dos hombres que me han atacado.
—Lo sé —dijo Marescal—. Los obreros de la vía han visto dos sombras y en este momento los están persiguiendo. En la parte superior del talud hay un bosquecillo y la batida se ha organizado a lo largo de la carretera nacional. Si logran capturarlos, nos avisarán aquí.
Marescal articulaba duramente las palabras, con gestos secos y actitud autoritaria.
Raoul se sorprendía cada vez más, pero de repente recuperó su sangre fría. ¿Qué hacía allí el engomado? ¿Y qué le daba aquel aplomo increíble? ¿No sucede a menudo que el aplomo de esos personajes proviene justamente de que tienen algo que ocultar tras su brillante fachada?
¿Y cómo olvidar que Marescal había seguido a miss Bakefield durante todo el mediodía, que la acechaba antes de la hora de partida y que se encontraba, sin lugar a dudas, en el coche número cuatro en el preciso instante en que se maquinaba el crimen? Ambos coches estaban unidos por una pasarela… Pasarela por la cual habían surgido los tres bandidos enmascarados y por la que uno de los tres, el primero, había podido regresar… ¿No era acaso el mismo individuo que ahora ordenaba y dirigía la operación?
El coche se había vaciado. Sólo quedaba el revisor. Raoul intentó volver a su asiento, pero se lo impidieron.
—Estaba aquí —dijo, seguro de que Marescal no le reconocería—, y quiero volver a mi sitio.
—No, caballero —respondió Marescal—. Todo lugar en el que se ha cometido un crimen pertenece a la justicia y nadie puede entrar en él sin autorización.
El revisor se interpuso.
—Este viajero fue una de las víctimas del ataque. Le han atado y despojado de sus bienes.
—Lo siento —dijo Marescal—, pero las órdenes son formales.
—¿Qué órdenes? —preguntó Raoul irritado.
—Las mías.
Raoul se cruzó de brazos.
—¿Con qué derecho habla usted así, caballero? Usted nos está haciendo la ley con una insolencia que tal vez los otros puedan aceptar, pero que yo no estoy dispuesto a soportar.
El engomado tendió su tarjeta de visita mientras pronunciaba con voz pomposa:
—Rodolphe Marescal, comisario del Servicio de Investigaciones Internacionales del Ministerio del Interior.
Ante tales títulos, parecía querer decir Marescal, sólo resta inclinarse. Y añadió:
—Y si he tomado la dirección del asunto, lo he hecho de acuerdo con el jefe de estación y porque mi cargo me autoriza a ello.
Raoul, algo sorprendido, se contuvo. El nombre de Marescal, al que no había prestado atención, despertaba repentinamente en su memoria confusos recuerdos de algunos casos en los que le parecía que el comisario había demostrado mérito y clarividencia notables. En todo caso era absurdo hacerle frente.
«Es culpa mía —pensó Raoul—. En lugar de quedarme al lado de la inglesa y de cumplir su último deseo, he perdido el tiempo emocionándome con la muchacha enmascarada. Pero, en cualquier caso, ya te atraparé, engomado, y sabré por qué estás en este tren en el momento preciso para ocuparte de un asunto en el que las dos heroínas son, precisamente, hermosas mujeres. Mientras tanto, despejemos el terreno».
Y con un tono de deferencia, como si fuera sumamente sensible al prestigio de las altas funciones, dijo:
—Discúlpeme, señor. Aunque soy muy poco parisién, puesto que vivo generalmente lejos de Francia, su notoriedad ha llegado hasta mis oídos y recuerdo, entre otras, una historia de pendientes…
Marescal se pavoneó.
—Sí, los pendientes de la princesa Laurentini —dijo—. En efecto, no estuvo del todo mal. Pero intentaremos que el asunto de hoy salga aún mejor. Confieso que me gustaría, antes de llegar a la gendarmería, y especialmente antes de llegar ante el juez de instrucción, haber llevado la investigación hasta un punto…
—Hasta un punto —prosiguió Raoul— en el que esos señores no tuvieran que hacer nada más que sacar conclusiones. Tiene usted razón. Y yo no continuaré mi viaje hasta mañana, si es que mi presencia le puede ser útil.
—Extremadamente útil. Le doy infinitas gracias.
El revisor, por su parte, tuvo que marchar después de haber dicho todo lo que sabía. Mientras tanto, el vagón había sido colocado en un apartadero y el tren se alejó.
Marescal empezó sus investigaciones y con la evidente intención de alejar a Raoul, le rogó que fuera hasta la estación a buscar sábanas para cubrir los cadáveres.
Raoul descendió apresuradamente, se deslizó a lo largo del coche y se izó al nivel de la tercera ventanilla del corredor.
«Tal como pensaba», se dijo. «El engomado quería estar sólo. Una pequeña maquinación preliminar».
Marescal, en efecto, había levantado ligeramente el cuerpo de la inglesa y entreabierto su abrigo de viaje. Alrededor de su talle había un bolso de cuero rojo. Deshizo la hebilla, tomó el bolso y lo abrió. Contenía unos papeles que Marescal se puso a leer acto seguido.
Raoul, que le veía de espaldas, no podía percibir la expresión de su rostro y, a través de ella, lo que pensaba de la lectura. Dejó su observatorio murmurando:
—Puedes apresurarte, camarada. Antes de que eso se acabe te atraparé. Estos papeles me han sido legados y nadie más que yo tiene derecho sobre ellos.
Cumplió la misión que le habían encargado y cuando regresó con la mujer y la madre del jefe de estación, que se habían ofrecido voluntarias para la velada fúnebre. Marescal le comunicó que habían descubierto a dos hombres que se ocultaban en el bosque.
—¿Ningún otro rastro? —preguntó Raoul.
—Nada más —declaró Marescal—. Uno de los perseguidores ha descubierto un tacón de zapato sujeto entre dos raíces. Pertenecía a un zapato de mujer.
—Entonces no habrá ninguna relación.
—No, ninguna.
Tendieron a la inglesa. Raoul miró por última vez a su hermosa y desgraciada compañera de viaje y murmuró para sí:
—La vengaré, miss Bakefield. A pesar de que no haya sabido velar por usted y salvarla, le juro que sus asesinos serán castigados.
Pensó en la señorita de los ojos verdes y repitió, con respecto a la misteriosa criatura, el mismo juramento de odio y de venganza. Después, bajando los párpados de la muchacha, volvió a colocar la tela sobre su pálido rostro.
—Era verdaderamente hermosa —dijo—. ¿Sabe su nombre?
—¿Cómo iba a saberlo? —declaró Marescal, turbándose.
—Aquí hay un bolso.
—Sólo podemos abrirlo en presencia del juez de instrucción —dijo Marescal poniéndoselo en bandolera, y añadió—: Me sorprende que los bandidos no la hayan registrado.
—Debe contener papeles.
—Esperaremos al juez de instrucción —repitió el comisario—. Pero, por lo que parece, los bandidos que le han desvalijado a usted no han robado a la muchacha… Ni el reloj, ni el broche, ni el collar…
Raoul contó lo que había sucedido, y lo hizo con gran precisión, tanto deseaba colaborar en el descubrimiento de la verdad. Pero poco a poco, oscuras razones le empujaron a desnaturalizar algunos hechos: no habló en absoluto del tercer cómplice y de los otros dos sólo dio una descripción aproximada, sin revelar la presencia de una mujer entre ellos.
Marescal le escuchó con atención y le hizo algunas preguntas. Después, dejando uno de los guardias, llevó al otro al compartimiento en el que yacían los dos hombres.
Se parecían mucho entre sí. Uno era mucho más joven, pero ambos presentaban los mismos rasgos vulgares, las mismas cejas espesas, los mismos vestidos grises y mal cortados. El más joven había recibido una bala en plena frente y el otro en el cuello.
Marescal, que afectaba la mayor reserva, los examinó detenidamente sin ni siquiera modificar su posición, registró sus bolsillos y los cubrió con la misma sábana.
—Señor comisario —dijo Raoul, a quien la vanidad y las pretensiones de Marescal no habían escapado—, tengo la sensación de que está usted avanzando hacia la verdad. Se descubre en usted a un maestro. ¿Podría usted, en algunas palabras…?
—¿Por qué no? —dijo Marescal, arrastrando a Raoul hacía otro compartimiento—. Los gendarmes no tardarán y el médico tampoco. Para dejar bien clara la posición que tomo, no me molesta exponerle a usted el resultado de mis primeras investigaciones.
«Vamos allá, engomado», se dijo Raoul. «No podrás encontrar mejor confidente que yo».
Fingió confusión ante tal gesto. ¡Qué honor, qué alegría! El comisario le rogó que se sentara y empezó:
—Caballero, sin dejarme influir por ciertas contradicciones y sin perderme en los detalles, intentaré poner en evidencia los hechos primordiales de considerable importancia en mi humilde opinión. En primer lugar, la joven inglesa, como usted la llama, ha sido víctima de un error. Sí, caballero, de un error. No me contradiga usted, tengo pruebas. En el momento fijado por la aminoración de la marcha del tren, los bandidos que se encontraban en el coche siguiente (recuerdo haberlos entrevisto de lejos, e incluso creí que eran tres) le atacan, le despojan, atacan a su vecina, intentan atarla… y después, bruscamente, lo abandonan todo y se van al compartimiento de cabeza.
»¿Por qué este cambio? Porque se han equivocado. Porque la muchacha estaba disimulada bajo una manta, porque creían que atacaban a dos hombres y han descubierto a una mujer. De ahí su sorpresa. “¡Vaya una arpía!”. A eso se debe su precipitada partida. Exploran el pasillo y descubren a los dos hombres que buscaban… Esos dos que han muerto. Ahora bien, los dos viajeros se defienden. Los matan a tiros y los despojan hasta el punto de no dejar nada. Maletas, paquetes, se lo llevan todo, incluido las gorras… El primer punto parece claramente establecido, ¿no es así?
Raoul estaba sorprendido, no por la hipótesis, ya que él mismo la había admitido desde el principio, sino por el hecho de que Marescal hubiera podido llegar a ella con tanta lógica y acuidad.
—Segundo punto… —prosiguió el policía, a quien la admiración de su interlocutor exaltaba.
Tendió a Raoul una cajita de plata finamente cincelada.
—He recogido esto de detrás de la banqueta.
—¿Una tabaquera?
—Sí, una vieja tabaquera que en la actualidad servía de estuche para cigarrillos. Siete cigarrillos, estos… Tabaco rubio, de mujer.
—O de hombre —dijo Raoul sonriendo, ya que al fin y al cabo allí sólo había hombres.
—De mujer, insisto…
—¡Imposible!
—Huela usted la tabaquera.
La puso bajo la nariz de Raoul. Éste, después de oler, asintió.
—En efecto, en efecto… Un perfume de mujer que deja su estuche de cigarrillos en su bolso, con el pañuelo, la polvera y el perfumador. El olor es característico.
—¿Y bien?
—No comprendo nada. Hemos encontrado muertos a dos hombres… y fueron dos hombres los que atacaron y huyeron después de asesinar.
—¿Por qué no un hombre y una mujer?
—Una mujer… ¿Uno de estos bandidos sería, pues, una mujer?
—Así lo prueba el estuche de cigarrillos.
—Es una prueba insuficiente.
—Tengo otra.
—¿Cuál?
—El tacón… Este tacón de zapato que han encontrado en el bosque, entre dos raíces. ¿Cree usted que se necesita más para establecer una convicción sólida con relación al segundo punto de mi enunciado: dos agresores, un hombre y una mujer?
La clarividencia de Marescal preocupaba a Raoul. Disimuló sus sentimientos y murmuró entre dientes, como si la exclamación se le escapara:
—¡Es usted un sabueso!
Y añadió:
—¿Eso es todo? ¿No hay más descubrimientos?
—Déjeme usted respirar —dijo Marescal con una sonrisa.
—¿Tiene usted intención de trabajar toda la noche?
—Al menos hasta que me traigan a los dos fugitivos, lo que no tardará en suceder si se atienen a mis instrucciones.
Raoul había seguido la disertación de Marescal con la expresión asombrada de un caballero que no siendo un sabueso, deja a los otros el cuidado de desenmarañar un asunto del que no ha comprendido casi nada. Se encogió de hombros y pronunció con un bostezo:
—Diviértase usted, señor comisario. He de confesarle que todas estas emociones me han cansado en extremo y que una o dos horas de reposo…
—Tómeselas usted —aprobó Marescal—. Cualquier compartimiento le servirá de dormitorio… Este mismo, por ejemplo… Daré instrucciones para que nadie le moleste. Y cuando haya terminado, también yo dormiré un poco.
Raoul se encerró, corrió las cortinas y apagó el globo luminoso. En aquel momento no tenía una idea clara de lo que quería hacer. Los sucesos, muy complicados, no desembocaban todavía en una solución clara y él se contentaría con espiar las intenciones de Marescal y descubrir el enigma de su conducta.
«Te he cogido, lechuguino. Eres como el cuervo de la fábula: a base de alabanzas te hacen abrir el pico. Ciertamente tienes mérito y buena vista, pero eres demasiado hablador. En cuanto a atrapar a la desconocida y a su cómplice, me sorprendería que lo consiguieras. Es una empresa a la que me tendré que dedicar personalmente».
En aquel preciso momento, procedente de la estación, llegó un rumor de voces que alcanzó proporciones de tumulto. Raoul escuchó. Marescal se había asomado a una de las ventanillas del corredor y gritaba a la gente que se aproximaba:
—¿Qué sucede? ¡Ah, perfecto! Veo que no me equivocaba…
Una voz le respondió:
—El jefe de la estación me envía, señor comisario.
—¿Es usted, cabo? ¿Ha habido algún arresto?
—Uno solo, señor comisario. Uno de los dos a los que perseguíamos ha caído de fatiga en la carretera, a un kilómetro de aquí. El otro ha podido escaparse.
—¿Y el médico?
—Le hemos avisado, pero tenía que hacer una visita. Tardará cuarenta minutos.
—¿Han atrapado al más pequeño, cabo?
—Uno bajito… muy pálido… con una gorra demasiado grande… Llora y hace promesas: «Hablaré, pero sólo ante el señor juez. ¿Dónde está el señor juez?».
—¿Le han dejado en la estación?
—Y con una buena vigilancia.
—Voy ahora mismo.
—Antes, si no le contraria, señor comisario, quisiera echar un vistazo a lo sucedido.
El cabo subió con un gendarme al tren… Marescal le recibió en lo alto de la escalerilla y acto seguido le condujo hacia el cadáver de la joven inglesa.
«Todo va bien», se dijo Raoul, que no había perdido una palabra del diálogo. «Si el engomado empieza sus explicaciones, hay para un buen rato».
Esta vez veía claro, en el desorden de su cerebro, y discernía las intenciones, verdaderamente inesperadas, que surgían bruscamente en él, a su pesar por así decirlo, sin que pudiera comprender el motivo secreto de su conducta.
Bajó el cristal de la ventanilla y se asomó sobre la doble hilera de los raíles. Nadie. Ninguna luz.
Saltó.