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… Y la inglesa de los ojos azules

Raoul de Limézy se paseaba por los bulevares alegremente como un hombre feliz que sólo tiene que mirar para disfrutar de la vida, de sus espectáculos encantadores y de la alegría ligera que ofrece París en ciertos días luminosos del mes de abril. De estatura media, tenía una silueta a la vez delgada y poderosa. Las mangas de su chaqueta se hinchaban en el lugar de los bíceps, y su torso se arqueaba por encima de una cintura fina y ágil. El corte y el tejido de sus vestidos denotaban un hombre que da importancia a la elección de la ropa.

Cuando pasaba frente al Gimnasio tuvo la impresión de que un caballero, que caminaba junto a él, seguía a una dama, impresión cuya exactitud pudo comprobar acto seguido.

Nada parecía a Raoul más cómico ni más divertido que un caballero que sigue a una dama. Siguió pues, al caballero que seguía a la dama, y los tres, uno tras otro, a distancias convenientes, deambularon a lo largo de los tumultuosos bulevares. Era necesaria toda la experiencia del barón de Limézy para adivinar que aquel caballero seguía a aquella dama, ya que dicho señor ponía una discreción de gentleman para que la dama no sospechara nada. Raoul de Limézy fue tan discreto como él y, mezclándose con los paseantes apresuró el paso para no perder de vista a los personajes.

Visto por detrás, el caballero se distinguía por una raya impecable que dividía sus negros y engomados cabellos, y por un terno, igualmente impecable, que ponía de relieve sus anchos hombros y su alta estatura. Visto por delante, exhibía un rostro correcto, provisto de una cuidada barba y de tez fresca y rosada. Tal vez treinta años. Certidumbre en su paso. Importancia en su gesto. Vulgaridad en el aspecto. Anillos en los dedos. Boquilla de oro para el cigarrillo que fumaba.

Raoul se apresuró. La dama, alta, resuelta, de figura noble, posaba con aplomo sus pies de inglesa sobre la acera y movía con gracia sus piernas y sus delicados tobillos. El rostro era hermoso, iluminado por admirables ojos azules y por una pesada cabellera de rubios cabellos. A su paso, los viandantes se paraban y se volvían. La dama parecía indiferente a aquel espontáneo homenaje de la muchedumbre.

«¡Diantre!», pensó Raoul. «¡Qué aristócrata! El engomado que la sigue no se la merece. ¿Qué querrá? ¿Marido celoso? ¿Pretendiente desairado o tal vez lechuguino en busca de aventuras? Sí, eso debe ser. El caballero tiene cara de hombre de fortuna que se cree irresistible».

La dama atravesó la plaza de la Ópera sin preocuparse de los vehículos que la llenaban. Un camión quiso impedirle el paso: tranquilamente, cogió las riendas del caballo y lo inmovilizó. Furioso, el conductor saltó del pescante y la insultó; la dama le golpeó el rostro con su puño y le hizo sangrar. Un agente de policía reclamó explicaciones: la dama le volvió la espalda y se alejó pausadamente.

En la calle Auber dos niños se peleaban. La dama les agarró por el cuello y les envío rodando a diez pasos de distancia. Después les lanzó dos monedas de oro.

En el bulevard Haussmann entró en una pastelería y Raoul vio, desde lejos, que se sentaba ante una mesa. El caballero que la seguía no entró. Raoul penetró en el establecimiento y se sentó de manera que la mujer no pudiera darse cuenta de su presencia.

La dama encargó té y cuatro tostadas, que devoró con unos dientes que eran magníficos.

Sus vecinos la miraban. Permaneció imperturbable y se hizo traer cuatro nuevas tostadas.

Otra muchacha, sentada un poco más lejos, atraía también la curiosidad. Rubia como la inglesa, con los cabellos ondulados, vestida con menos riqueza pero con un gusto más seguro de parisién, estaba rodeada de tres niños pobremente ataviados entre los que distribuía pasteles y vasos de grosella. Les había encontrado en la puerta y les obsequiaba por la evidente alegría de ver sus ojos brillar de placer y sus mejillas manchadas de nata. Los niños no se atrevían a hablar y comían a dos carrillos. Pero, más niña que ellos mismos, la muchacha se divertía infinitamente y hablaba por todos:

—¿Qué se dice a la señorita?… Más alto… No lo he oído… No, no soy una señora… Hay que decirme: «Gracias, señorita.»…

Raoul de Limézy se sintió atraído por dos cosas: la alegría feliz y natural de su rostro y la profunda seducción de sus ojos verdes, color de jade, estriados de oro, de los que era imposible apartar la mirada cuando se había fijado en ellos una sola vez.

Tales ojos son, de ordinario, extraños, melancólicos o pensativos, y tal vez ésa fuera la expresión de aquéllos. Pero en aquel instante ofrecían el mismo brillo de vida interna que el resto del rostro, la boca maliciosa, las trémulas aletas de la nariz, y las mejillas, con hoyuelos sonrientes.

«Alegrías extremas y dolores excesivos, no hay término medio para esta clase de criaturas», se dijo Raoul, que repentinamente sintió en su interior el deseo de influir sobre aquellas alegrías o combatir aquellos dolores.

Volvió a la inglesa. Era auténticamente bella, de una belleza poderosa, hecha de equilibrio, de proporción y de serenidad. Pero la señorita de los ojos verdes, como la llamó, le fascinaba más todavía. Si se admiraba a una, se sentían deseos de conocer a la otra y de penetrar en los secretos de su existencia.

Raoul dudó, sin embargo, cuando la muchacha pagó la consumición y salió con los tres niños. ¿La seguiría? ¿Se quedaría? ¿Quién podría más? ¿Los ojos verdes? ¿Los ojos azules?

Se levantó precipitadamente, lanzó el dinero sobre el mostrador y salió. Los ojos verdes habían vencido. Un espectáculo imprevisto le sorprendió: la señorita de los ojos verdes hablaba, en la acera, con el lechuguino que media hora antes seguía a la inglesa como enamorado, tímido o celoso. Se trataba de una conversación animada, enfebrecida tanto de una parte como de la otra, que parecía más una discusión que otra cosa. Se hacía evidente que la muchacha intentaba pasar y que el caballero se lo impedía. Era tan evidente, que Raoul, sin dudarlo, intentó interponerse.

No tuvo tiempo de hacerlo. Un taxi se detuvo ante la pastelería. Un caballero descendió del vehículo y al ver la escena que se desarrollaba sobre la acera, acudió presuroso, levantó su bastón y volteándolo, hizo saltar el sombrero del engomado lechuguino.

Estupefacto, el hombre retrocedió y después se lanzó contra el caballero sin preocuparse por las personas que les rodeaban.

—¡Está usted loco! ¡Loco! —profirió. El recién llegado, que era más bajo, de más edad, se puso a la defensiva y blandiendo el bastón, gritó:

—¡Le he prohibido que hablara con esta joven! Soy su padre y le digo y repito que es usted un miserable. Sí, un miserable.

Ambos personajes experimentaron un temblor de ira. El lechuguino, ante la injuria, se tensó dispuesto a saltar sobre el recién llegado, a quien la muchacha cogía por el brazo e intentaba arrastrar hacia el taxi. El lechuguino consiguió separar al caballero de la muchacha y agarrar el bastón del anciano cuando, de repente se encontró frente a frente con un rostro desconocido que guiñaba el ojo derecho y cuya boca, deformada por una mueca de ironía, sostenía un cigarrillo.

Se trataba de Raoul, quien dijo con voz ronca:

—¿Me da fuego, por favor?

Petición verdaderamente inoportuna. ¿Qué quería aquel intruso? El lechuguino respondió con acidez:

—¡Déjeme usted tranquilo, no tengo fuego!

—Sí que tiene. Hace un momento estaba usted fumando —afirmó el intruso.

El otro, fuera de sí, intentó apartarlo. Al no poder hacerlo, al no poder incluso mover los brazos, bajó la cabeza para saber qué obstáculo se lo impedía. Pareció confundido. Las dos manos del caballero le agarraban las muñecas de tal manera que le era imposible moverse. Unas esposas de hierro no lo hubieran paralizado con más eficacia. Y el intruso no dejaba de repetir con acento tenaz, obsesivo:

—¿Me da usted fuego, por favor? Me molestaría mucho que se negara a darme fuego.

La gente que les rodeaba estalló en una carcajada. El lechuguino, exasperado, profirió:

—¡Déjeme usted tranquilo! ¡Le he dicho que no tengo fuego!

Raoul se encogió de hombros con aire melancólico.

—Es usted un mal educado. No se puede negar lumbre a quien la pide de un modo cortés. Pero, ya que parece molestarle tanto hacerme un pequeño favor…

Le soltó. El lechuguino, libre, se apresuró. Pero el coche ya se había puesto en movimiento, llevándose a su agresor y a la señorita de los ojos verdes. Raoul se sintió contento al ver que los esfuerzos del engomado serían vanos.

«He hecho bien», se dijo Raoul al verlo correr. «Hago de Don Quijote en favor de una hermosa desconocida de ojos verdes que se esquiva sin ni siquiera darme su nombre ni su dirección. Es imposible volverla a encontrar. ¿Qué haré ahora?».

En vista de la situación, Raoul decidió volver a la inglesa. En aquel preciso momento la dama se alejaba, después de haber presenciado, sin duda alguna, el escándalo. Raoul la siguió.

El barón de Limézy vivía una de aquellas horas en las que la vida se encuentra, de algún modo, suspendida entre el pasado y el futuro. Un pasado, para él, lleno de acontecimientos. Un futuro que se anunciaba igual. En medio, nada. Y en este caso, cuando se tienen treinta y cuatro años creemos que la llave de nuestro destino está en manos de una mujer. Ya que los ojos verdes se habían desvanecido, Raoul decidió regular su incierto deambular a la claridad de los ojos azules.

Casi enseguida, después de haber fingido tomar otro camino y volviendo sobre sus pasos, Raoul vio que el lechuguino de pelo engomado se había puesto de nuevo en marcha y, como él, seguía a la mujer desde la otra acera. Los tres personajes reanudaron su marcha sin que la inglesa pudiera descubrir el cortejo que la seguía.

Caminaba por las repletas aceras, siempre atenta a los escaparates e indiferente a los homenajes que su paso despertaba. Cruzó la plaza de la Madeleine y por la calle Royal alcanzó el Faubourg Saint-Honoré hasta llegar frente al hotel Concordia.

El lechuguino se detuvo, paseó frente a las puertas del hotel, compró un paquete de cigarrillos y después entró en el establecimiento, en donde Raoul le vio conversar con el portero. Tres minutos más tarde volvió a salir, mientras Raoul se disponía a su vez a interrogar al portero con respecto a la joven inglesa de ojos azules, en el preciso momento en que ésta salía y subía a un coche, al que un botones había llevado una maleta. ¿Se iba de viaje?

—Siga usted a ese coche —dijo Raoul al conductor del taxi que detuvo.

La inglesa fue de compras y sobre las ocho descendió del vehículo frente a la estación de París-Lyon. Se instaló en el restaurante y encargó su cena.

Raoul se instaló un tanto alejado para no ser descubierto.

Una vez acabada la cena, la dama fumó dos cigarrillos y después, sobre las nueve y media, se entrevistó frente a las verjas de la estación, con un empleado de la Compañía Cook, quien le entregó su billete y el resguardo del equipaje. Acto seguido, la bella inglesa subió al rápido de las 9,46.

—Cincuenta francos si me dice usted el nombre de esta dama —ofreció Raoul al empleado.

—Lady Bakefield.

—¿A dónde va?

—A Montecarlo, señor. Está en el coche número cinco.

Raoul reflexionó unos instantes y después tomó una decisión. Los ojos azules bien valían un viaje. Y, además, a través de los ojos azules había tenido ocasión de conocer a los ojos verdes y tal vez a través de la inglesa volviera a encontrar al lechuguino, y a través del lechuguino encontrar de nuevo a los ojos verdes.

Fue a la ventanilla a comprar un billete para Montecarlo y corrió al andén.

Descubrió a la inglesa en la escalerilla de uno de los coches, se deslizó entre varios grupos de viajeros y la volvió a ver a través de la ventanilla, de pie, quitándose el abrigo.

Había poca gente. Esto sucedía pocos años antes de la guerra, a finales de abril, y aquel rápido, muy incómodo, sin coches cama ni restaurante, era sólo utilizado por muy pocos viajeros de primera clase. Raoul sólo contó dos hombres que ocupaban el compartimiento situado a la cabeza del coche número cinco.

Se paseó a lo largo del andén, alejado del coche. Alquiló dos almohadones y se proveyó en la biblioteca ambulante de periódicos y revistas. Cuando sonó el silbido del jefe de estación, de un salto subió la escalerilla y entró en el tercer compartimiento como alguien que llega en el último instante.

La inglesa estaba sola, junto a la ventanilla. Raoul se instaló en el asiento opuesto, cerca del corredor. La dama levantó la mirada, observó a aquel intruso que ni tan sólo ofrecía la garantía de una maleta o de un paquete y, sin demostrar interés alguno, siguió comiendo enormes bombones de chocolate de una caja que tenía sobre las rodillas.

Pasó un revisor y taladró los billetes. El tren se lanzó hacia los arrabales. Las luces de París se perdían a lo lejos. Raoul ojeó los periódicos y sin lograr interesarse en ellos, los dejó a un lado.

«Ningún suceso», se dijo. «Ningún crimen sensacional. Esto hace mucho más cautivadora a esta joven dama».

El hecho de encontrarse solo en un pequeño compartimiento cerrado con una desconocida, sobre todo si era hermosa, pasar la noche juntos y dormir casi uno al lado del otro, le había parecido siempre una anomalía mundana que le divertía en grado sumo. Por ello estaba dispuesto a no perder el tiempo en lecturas, meditaciones o miradas furtivas.

Corrió un asiento. La inglesa adivinó con toda evidencia que su compañero de viaje se disponía a dirigirle la palabra y no demostró ni sorpresa ni interés. Sobre Raoul recayeron, pues, todos los esfuerzos para entablar relaciones. Aquello no le molestaba en absoluto. Con un tono infinitamente respetuoso, articuló:

—Aunque sea una incorrección por mi parte, quisiera pedirle permiso para advertirla de algo que puede tener importancia para usted. ¿Puedo decirle unas palabras?

La dama eligió un bombón sin volver la cabeza y respondió en tono seco:

—Si sólo se trata de unas palabras, adelante.

—Se trata, señora…

La joven rectificó:

—Señorita.

—Pues bien, señorita. Por casualidad sé que la han seguido a usted durante todo el día. Sin lugar a dudas, se trata de un caballero que se oculta y…

La inglesa interrumpió a Raoul:

—Su actitud, en efecto, es de una incorrección que me sorprende en un francés. No tiene usted por misión vigilar a la gente que me sigue.

—El caballero en cuestión me pareció sospechoso…

—El caballero en cuestión, a quien conozco puesto que me lo presentaron el año pasado, el señor Marescal, ha tenido por lo menos la delicadeza de seguirme de lejos y no invadir mi compartimiento.

Raoul, sorprendido por aquellas palabras, se inclinó:

—¡Bravo, señorita! Es una estocada directa. Sólo me resta callar.

—En efecto, sólo le resta callarse hasta la próxima estación, en la que le aconsejo que baje.

—Lo lamento. Mis negocios me llaman a Montecarlo.

—Le llaman a Montecarlo desde que ha sabido que es mi destino.

—No, señorita —dijo Raoul con claridad—, sino a partir del momento en que la vi en una pastelería del bulevard Haussmann.

La respuesta fue rápida.

—Inexacto, caballero —dijo la inglesa—. Su admiración por una joven de magníficos ojos verdes le hubiera arrastrado a usted a seguirla de haberle sido posible después del escándalo que se produjo. Al no poder hacerlo, se lanzó usted tras de mí, primero hasta el hotel Concordia, al igual que el individuo cuyos manejos me denuncia, y después hasta el restaurante de la estación.

Raoul se divertía con aquella escena.

—Me halaga que ninguno de mis actos o gestos haya escapado a su perspicacia, señorita.

—Nada escapa a mi perspicacia, caballero.

—Me he dado cuenta de ello. No me sorprendería que me dijera usted mi nombre.

—Raoul de Limézy, explorador. De regreso del Tibet y del Asia central.

Raoul no disimuló su sorpresa.

—Cada vez más halagado, señorita. ¿Sería demasiado preguntarle cómo lo ha sabido?

—En absoluto. Cuando una dama ve a un caballero precipitarse en su compartimiento sin equipaje y en el último minuto, lo más lógico es que se sorprenda y observe al caballero. Pues bien, ha cortado usted las hojas de su revista con una tarjeta de visita. He podido leer la tarjeta y he recordado una reciente entrevista en la que Raoul de Limézy contaba su última expedición. Muy sencillo.

—Muy sencillo. Pero hay que tener buena vista.

—La mía es excelente.

—Sin embargo, no la ha apartado usted de su caja de bombones. Está usted en el número dieciocho.

—No necesito mirar para ver ni reflexionar para adivinar.

—¿Adivinar qué, señorita?

—Adivinar que su verdadero nombre no es Raoul de Limézy.

—¡Imposible!

—O si no, ¿cómo se explicaría que las iniciales de la badana de su sombrero sean una H y una V, a menos, claro está, que lleve usted el sombrero de un amigo?

Raoul empezaba a impacientarse. No le gustaba que en un duelo verbal su adversario le llevara siempre ventaja.

—Y según usted, ¿qué significan esta H y esta V?

La inglesa mordisqueó su bombón diecinueve y dijo con indiferencia:

—Son iniciales que rara vez se juntan. Cuando las veo por casualidad no puedo dejar de relacionarlas con dos nombres que he tenido ocasión de leer más de una vez.

—¿Puedo saber cuáles son estos nombres?

—No creo que le digan nada. Se trata de un nombre que usted no conoce.

—¿Cuál es?

—Horace Velmont.

—¿Y quién es ese Horace Velmont?

—Horace Velmont es uno de los numerosos seudónimos bajo el que se oculta…

—¿Bajo el que se oculta…?

—Arsenio Lupin.

Raoul se echó a reír.

—Así pues, yo sería Arsenio Lupin.

La joven protestó:

—¡Qué idea! Sólo le he dicho el recuerdo que las iniciales de su sombrero evocan en mí de una manera bastante estúpida. Y de una manera bastante estúpida también me digo que su bonito nombre, Raoul de Limézy, se parece mucho a un cierto Raoul d’Andresy, que también ha utilizado Arsenio Lupin.

—¡Excelente respuesta, señorita! Pero si yo tuviera el honor de ser Arsenio Lupin, créame usted que no desempeñaría un papel tan poco lúcido como el que estoy haciendo ante usted. ¡Con qué gracia se burla usted del inocente Limézy!

La inglesa le ofreció la caja de chocolates.

—Un bombón, caballero, para compensar su derrota y déjeme usted dormir.

—Nuestra conversación —imploró Raoul— no puede acabar así.

—No —dijo la joven—. Si el inocente Limézy no me interesa en absoluto, por el contrario siento un vivo interés por aquellas personas que llevan un nombre falso. ¿Cuáles son sus razones? ¿Por qué se ocultan? Curiosidad un poco perversa…

—Curiosidad que puede permitirse una Bakefield —concluyó Raoul, y añadió—: Como ve usted, señorita, también yo conozco su nombre.

—Y el empleado de Cook también —dijo la muchacha sonriente.

—Me doy por vencido. Tomaré mi revancha en la primera ocasión que se me presente.

—La ocasión se presenta siempre cuando no se busca —concluyó la inglesa.

Por primera vez le lanzó con franqueza y en pleno rostro la bella mirada de sus ojos azules. Raoul se estremeció.

—Tan bella como misteriosa —murmuró.

—No hay ningún misterio. Me llamo Constance Bakefield. Voy a Montecarlo a reunirme con mi padre, lord Bakefield, que me espera para que juegue a golf con él. Además del golf, que me apasiona como todos los ejercicios físicos, escribo en los periódicos para ganarme la vida y asegurar mi independencia. Mi oficio de periodista me permite, de este modo, tener información de primera mano sobre todo tipo de personajes célebres, hombres de estado, generales, empresarios, industriales, grandes artistas e ilustres ladrones de guante blanco. Le saludo, caballero.

Apenas concluida esta frase, cerró los dos extremos de un chal sobre su rostro, hundió su bella cabeza en las profundidades de un almohadón, pasó una manta sobre sus hombros y apoyó los pies sobre una banqueta.

Raoul, que se había estremecido ante la mención de los ladrones de guante blanco, lanzó algunas frases que no alcanzaron su objetivo. Se estrellaba contra una puerta cerrada. Lo mejor que podía hacer era callarse y esperar su revancha.

Permaneció, pues, silencioso en su rincón, desconcertado por la aventura, pero contento y lleno de esperanza en el fondo. ¡Qué criatura más deliciosa, original y cautivadora, enigmática y franca! ¡Y qué acuidad en la observación! ¡Con qué facilidad le había reconocido! ¡Cómo había captado las pequeñas imprudencias que el desprecio por el peligro le hacía cometer de vez en cuando! Por ejemplo, aquellas dos iniciales…

Tomó su sombrero y arrancó la badana, que fue a arrojar por la ventanilla del pasillo. Después volvió a instalarse en medio del compartimiento, se acomodó en sus dos almohadones y se adormeció confiadamente.

La vida le parecía encantadora. Era joven. Su cartera estaba bien provista de billetes ganados con facilidad. Veinte proyectos de fácil ejecución y de fructuosos beneficios fermentaban en su ingenioso cerebro y, a la mañana siguiente, tendría frente a él el apasionante y turbador espectáculo de una hermosa mujer que se despierta.

Pensaba en ello con complacencia. En su duermevela veía los hermosos ojos color de cielo. Cosa extraña, poco a poco se iban transformando con matices imprevistos, y se hacían verdes, color de las algas. No sabía ya si eran los de la inglesa o los de la parisién los ojos que le miraban. La muchacha de París le sonreía con gentileza. Era ella la que dormía frente a él. Y con una sonrisa en los labios y la conciencia tranquila, Raoul se durmió finalmente. Los sueños de un hombre cuya conciencia está tranquila y que mantiene relaciones cordiales con su estómago, son de una profundidad que no atenúa ni siquiera los vaivenes del ferrocarril. Raoul flotaba beatíficamente en un paisaje vago en el que se iluminaban ojos azules y ojos verdes. El viaje era tan agradable que ni siquiera había tomado la precaución de colocar fuera de sí mismo, en funciones de centinela diríamos, como solía hacer siempre, parte de su espíritu.

Aquello fue un error. En el tren hay que desconfiar siempre, sobre todo cuando viaja poca gente.

No oyó en absoluto el ruido que hacía la puerta exterior, que comunicaba el coche con el que le precedía, al abrirse, ni oyó tampoco aproximarse los tres personajes enmascarados y vestidos con largas blusas grises que se detuvieron frente a su compartimiento.

Otro error: no había apagado la luz. Si lo hubiera hecho, los individuos se habrían visto obligados a encenderla para llevar a cabo sus funestos proyectos y él se habría despertado.

De manera que, a fin de cuentas, no vio ni oyó nada. Uno de los hombres, revólver en mano, se quedó de centinela en el corredor. Los otros dos, por medio de algunos signos, se repartieron la tarea y sacaron de sus bolsillos un par de rompecabezas. Uno de ellos golpearía al primer viajero, mientras el otro haría lo mismo con el que dormía bajo la manta.

La orden de ataque fue dada en voz baja, pero por más baja que fuera, Raoul percibió el murmullo, se despertó e instantáneamente tensó sus brazos y sus piernas. Gesto inútil. El rompecabezas le golpeo la frente y le hizo perder el sentido. Sólo pudo notar que le agarraban por la garganta y que una sombra pasaba frente a él y se inclinaba sobre miss Bakefield.

A partir de aquel momento le rodeó la noche, unas espesas tinieblas en las que, perdiendo pie como un hombre que se ahorca, sólo tuvo aquellas impresiones incoherentes y penosas que suben más tarde a la superficie de la conciencia y por medio de las cuales la realidad se reconstruye en su conjunto. Le ataron, le amordazaron enérgicamente, y le envolvieron la cabeza en un tejido rojizo. Le quitaron la cartera.

—Buen negocio —murmuró una voz—. Pero todo esto no es más que un aperitivo. ¿Has atado al otro?

—El golpe le ha desvanecido.

Hay que creer que el golpe no hizo perder el sentido «al otro» lo suficiente, y que el hecho de atarla no le gustaba, puesto que se oyeron blasfemias, empujones, una encarnizada batalla que resonó en el compartimiento, y después gritos… gritos de mujer.

—¡Vaya una arpía! —exclamó sordamente una de las voces—. Araña, muerde… ¡Fíjate! ¿La reconoces?

—Ya lo creo.

—Voy a hacerla callar.

El individuo debió emplear tales medios que, en efecto, la muchacha calló al poco rato. Los gritos se atenuaron, se convirtieron en sollozos y en quejas. La muchacha luchaba, sin embargo, y todo ello sucedía junto a Limézy, que sentía, como en una pesadilla, los esfuerzos del ataque y de la resistencia.

Y, repentinamente, todo acabó. Una tercera voz, procedente del pasillo, sin duda del hombre que hacía de centinela, ordenó con voz ahogada:

—¡Alto! Dejadla ya. Supongo que no la habréis liquidado.

—No estoy seguro. En todo caso, podríamos registrarla.

—¡Basta! ¡Cállate!

Ambos agresores salieron. En el pasillo se oyeron voces y discusiones. Raoul, que empezaba a reanimarse y a moverse, oyó esas palabras:

—Sí… más lejos… El compartimiento de cabeza… Y rápido… Podría venir el revisor…

Uno de los tres bandidos se inclinó sobre él.

—Si te mueves eres hombre muerto… Estáte tranquilo.

El trío se alejó hacia el extremo opuesto, donde Raoul había notado la presencia de dos viajeros. Apenas oyó alejarse a los asaltantes, intentó deshacerse de las ataduras y, mediante movimientos de la mandíbula, quitarse la mordaza.

A su lado, cada vez más débilmente, la inglesa gemía. Raoul se sentía desolado. Con todas sus fuerzas intentaba librarse de las ligaduras con el temor de que fuera demasiado tarde para salvar a la desgraciada. Pero las cuerdas eran sólidas y estaban fuertemente anudadas.

Sin embargo, el tejido que le cegaba, mal atado, cayó repentinamente. Descubrió a la muchacha de rodillas, con los codos apoyados en la banqueta, mirándole con ojos que ya no veían nada.

A lo lejos sonaron dos detonaciones. Los tres bandidos enmascarados y los dos viajeros debían pelearse en el compartimiento de cabeza. Acto seguido, uno de los bandidos pasó al galope con una pequeña maleta en la mano y los gestos desordenados.

Desde hacía uno o dos minutos, el tren había empezado a frenar. Cabía en lo posible que aquello se debiera a trabajos de reparación en la vía y de ahí que los bandidos hubieran elegido aquel momento para la agresión.

Raoul estaba desesperado. Mientras se debatía entre sus cuerdas, consiguió decir a la muchacha a pesar de la mordaza:

—Aguante usted, señorita. Ahora me ocuparé de usted. ¿Qué le sucede? ¿Está herida?

Los bandidos habían apretado con demasiada fuerza el cuello de la muchacha hasta rompérselo, ya que su rostro, manchado de negro y convulso, presentaba todos los síntomas de asfixia. Raoul comprendió de inmediato que estaba a punto de morir. Respiraba pesadamente y temblaba de pies a cabeza.

Se dobló hacia Raoul. Éste notó el aliento ronco de su respiración y algunas palabras que la muchacha tartamudeaba en inglés.

—Caballero… caballero… escúcheme… Estoy perdida…

—No, no… Intente usted ponerse en pie, alcanzar el timbre de alarma…

Pero la muchacha no tenía fuerza para ello y Raoul no tenía ninguna posibilidad de deshacerse de sus ligaduras a pesar de sus esfuerzos sobrehumanos. Acostumbrado como estaba a hacer triunfar su voluntad, sufría horriblemente de verse convertido en impotente espectador de aquella muerte atroz. Los hechos escapaban a su dominio y giraban a su alrededor en un vértigo de tempestad.

Por el pasillo pasó un segundo individuo enmascarado provisto de una bolsa de viaje y armado con un revólver. Le seguía el tercero. Sin lugar a dudas, los dos viajeros también habían sucumbido y, debido a la marcha lenta del convoy, los asesinos iban a huir tranquilamente. Sin embargo, ante la sorpresa de Limézy, se detuvieron en seco frente al compartimiento, como si un temible obstáculo se hubiera levantado de improviso frente a ellos. Raoul imaginó que alguien acababa de aparecer en la puerta que comunicaba con el otro coche… Tal vez el revisor que iniciaba una ronda.

Súbitamente, en efecto, se produjeron voces y ruidos, iniciándose bruscamente una lucha. El primero de los individuos no pudo utilizar su arma, que le cayó de las manos. Un empleado, vestido de uniforme, le había agarrado y ambos rodaron por el suelo, mientras que el cómplice, un individuo pequeño que parecía delgado en su blusa gris manchada de sangre y cuya cabeza se disimulaba bajo una gorra demasiado grande a la que había atado una máscara negra, intentaba librar a su camarada.

—¡Ánimo, revisor! —gritó Raoul exasperado—. Por fin llegan refuerzos.

Pero el revisor perdía la batalla ya que el más pequeño de los individuos había inmovilizado una de sus manos. El otro le golpeó salvajemente el rostro con el puño.

Cuando el más pequeño de los agresores se levantó, su máscara se enganchó, arrastrando consigo la gorra. Con gesto vivo, se cubrió de nuevo el rostro y la cabeza, pero Raoul tuvo tiempo de ver los rubios cabellos y el adorable rostro, asustado y lívido, de la desconocida de los ojos verdes que encontrara aquel medio día en la pastelería del bulevar Haussmann.

La tragedia tocaba a su fin. Los dos cómplices huyeron. Raoul, estupefacto, asistió sin decir palabra al largo y penoso esfuerzo del revisor, que consiguió por fin tocar la señal de alarma.

La inglesa agonizaba. En un último suspiro, balbuceó todavía unas incoherentes palabras:

—¡Por amor de Dios!… Escúcheme… Coja… coja…

—¿Qué? Se lo prometo.

—Por el amor de Dios… Coja mi bolso… retire los papeles… que mi padre no se entere…

Dejó caer la cabeza y murió… El tren se detuvo.