Jerry Was a Man, 1947
No echéis la culpa a los marcianos. De todos modos la raza humana hubiese desarrollado la plastobiología. Fijaros en las razas más antiguas de los Clubs de Perros, gigantes glandulares como el San Bernardo y el mastín danés, y pequeñas atrocidades como el chihuahua y el pekinés. Y pensad en los peces de colores de fantasía.
El estropicio lo causó el Dr. Morgan cuando produjo nuevas razas de la mosca de la fruta a fuerza de aporrear sus cromosomas por medio de los rayos X. Después de aquello, la tercera generación de los supervivientes de Hiroshima no nos enseñó nada nuevo; aquellos desgraciados monstruos no hicieron sino dar publicidad a los conocimientos genéticos corrientes.
Mr. y Mrs. Bronson van Vogel no pensaban en ninguna clase de reforma social cuando fueron al Rancho de Cría Fénix; Mr. van Vogel sencillamente quería comprar un pegaso. Lo había mencionado a la hora del desayuno:
—¿Estás ocupada esta mañana, querida?
—Nada de especial. ¿Por qué?
—Me gustaría llegarme a Arizona y encargar el proyecto de un pegaso.
—¿Un pegaso? ¿Un caballo volador? ¿Y para qué, guapo?
Se sonrió:
—Nada más que por diversión. Pudgy Dodge llegó al Club ayer con un pachón de seis patas; debía tener lo menos un metro de largo. Era algo ingenioso, pero postineaba tanto que me gustaría poderle enseñar algo que le hiciese abrir los ojos. Imagínate, Marta, si aterrizase en la plataforma de helicópteros del Club montado en un caballo alado. ¡Les haría estallar los ojos!
Su esposa apartó la vista de la costa de Jersey para contemplar con indulgencia a su marido. No se engañaba; aquello resultaría caro. ¡Pero Brownie era tan simpático!
—¿Cuándo salimos?
Aterrizaron dos horas antes de haber partido. Desde el aire se leía el letrero, en letras de quince metros:
RANCHO DE CRÍA «EL FÉNIX»
Genética controlada
Contratistas de mano de obra autorizados
—¿Contratistas de mano de obra? —dijo ella al leerlo—. Creía que en este lugar no hacían sino idear nuevos animales.
—Idean y producen —explicó él dándose importancia—. Distribuyen a través de la corporación matriz «Trabajadores». Deberías saberlo, pues eres propietaria de un buen paquete de acciones de «Trabajadores».
—¿Quieres decir que soy propietaria de un rebaño de monos? ¿De veras?
—Quizá no te lo había dicho. Haskell y yo… —Se inclinó hacia adelante e informó al aeropuerto que aterrizaría a mano; estaba bastante orgulloso de su aptitud como piloto.
Desconectó el robot y añadió, brevemente, pues su atención se concentraba en hacer descender la nave:
—Haskell y yo hemos estado invirtiendo tus dividendos de Atómica General en «Trabajadores». Buena diversidad, aún hay mucho trabajo duro para los antropoides. —Manipuló los contactos, y el ruido de los chorros de proa cortó la conversación.
Bronson había llamado al gerente desde el aire, y fueron recibidos, si bien no con alfombra roja, dosel y ordenanzas de librea, en forma tal que producía una impresión semejante.
—¡Mr. van Vogel, Mrs. van Vogel! ¡Nos sentimos verdaderamente honrados! —Les hizo entrar en un pequeño y lujoso monorrueda, subieron por una rampa y entraron en el vestíbulo del edificio administrativo. El gerente, Blakesly, no descansó hasta que los hubo instalado alrededor de una fuente en el salón de sus oficinas, y les hubo ofrecido cigarrillos y bebidas frescas.
A Bronson van Vogel le aburría tanta cortesía, ya que estaba evidentemente inspirada por la clasificación que Dunn y Bradstreet otorgaba a su mujer (diez estrellas, explosión solar y música celestial). Le gustaba más la gente que podía convencerle de que había inventado la fortuna de los Briggs, en vez de haberse casado con ella.
—Esta visita es de negocios, Blakesly. Tengo un encargo para usted.
—¿Si? Nuestras instalaciones están a su disposición. ¿Qué desea, señor?
—Quiero que me hagan un pegaso.
—¿Un pegaso? ¿Un caballo volador?
—Eso mismo.
Blakesly frunció los labios.
—¿Desea usted en serio un caballo que vuele? ¿Un animal como el mítico Pegaso?
—Sí, sí, eso es lo que he dicho.
—Me pone usted en un aprieto, Mr. van Vogel. Me figuro que desea usted un regalo único para su señora. ¿Qué le parecería un elefante enano, de medio metro de altura, perfectamente educado, y que sabe leer y escribir? Agarra el estilete con su trompa. Muy ingenioso.
—¿Y habla? —preguntó Mrs. van Vogel.
—Pues bien, señora, ni su lengua ni su caja de resonancia fueron ideados para el habla, pero si usted insiste, veremos lo que pueden hacer nuestros especialistas en plástica.
—Pero, Marta…
—Puedes encargarte tu pegaso, Brownie, pero me parece que me gustará ese elefante de juguete. ¿Podría verlo?
—Naturalmente. ¡Hartstone!
El aire respondió a Blakesly.
—¿Si, jefe?
—Lleva a Napoleón a mi sala.
—En seguida, señor.
—Y ahora, acerca de su pegaso, señor van Vogel, preveo dificultades, pero necesito consejo técnico. El doctor Cargrew es el verdadero cerebro de la organización, el más eminente diseñador biológico —de origen terrestre, se entiende— en el mundo, hoy en día. —Y alzó la voz para hacer que funcionasen las conexiones—: ¡Dr. Cargrew!
—¿Qué ocurre, Mr. Blakesly?
—Doctor, ¿quiere hacer el favor de venir a mi oficina?
—Más tarde; ahora estoy ocupado.
Mr. Blakesly se excusó, entró en su oficina interior, y luego volvió diciendo que el Dr. Cargrew iría pronto. Entre tanto compareció Napoleón. Se habían conservado en miniatura las proporciones de sus nobles antepasados; parecía una pequeña estatua de un elefante que se hubiese animado como por arte de encanto.
Dio tres pasos hacia el centro de la sala, saludó a todos con la trompa, y al saludar a Mrs. van Vogel dobló al mismo tiempo las rodillas.
—¡Oh, qué encanto! —dijo aquella—. Ven aquí, Napoleón.
El elefante miró a Blakesly, quien asintió. Napoleón dio unos pasos y puso su trompa sobre el regazo de la señora; cuando ésta le rascó las orejas, gruñó de satisfacción.
—Enséñale a esa señora cómo sabes escribir —le ordenó Blakesly—. Ve a buscar las cosas a mi habitación.
Napoleón esperó a que le hubiesen acabado de rascar una parte que le picaba especialmente, y salió para regresar al poco rato con varias hojas de grueso papel blanco y un lápiz muy grande. Extendió una hoja enfrente de Mrs. van Vogel, la sujetó delicadamente con una de sus patas delanteras, agarró el lápiz con el dedo de su trompa y escribió en grandes y vacilantes letras, «USTED ME GUSTA».
—¡Qué rico! —La señora se arrodilló y le puso su brazo alrededor del cuello—. No tengo más remedio que llevármelo. ¿Cuánto vale?
—Napoleón es parte de una edición limitada de seis —dijo cautelosamente Blakesly—. ¿Desea usted un modelo exclusivo, o se podrán vender los otros?
—Me es igual. Quiero a Napoleoncito. ¿Puedo escribirle una nota?
—Desde luego, Mrs. van Vogel. Utilice grandes mayúsculas y emplee inglés básico. Napoleón lo sabe casi perfectamente. Su precio, sin exclusiva, son 350.000. Eso incluye cinco años de sueldo del veterinario que le acompaña.
—Da un cheque a ese caballero, Brownie —dijo Marta por encima del hombro.
—Pero, Marta…
—No seas pesado, Brownie. —Se volvió nuevamente a su nuevo amigo y continuó escribiendo. Apenas si levantó la vista cuando entró el Dr. Cargrew.
Cargrew era un frío individuo que llevaba una bata blanca y un casquete en su cabeza. Dio la mano a todos con brusquedad, encendió un cigarrillo y se sentó. Blakesley le puso al corriente.
Cargrew meneó la cabeza:
—Es una imposibilidad física —dijo.
Van Vogel se levantó.
—Ya veo —dijo distanciadamente— que debería haberme dirigido a los Laboratorio Nuevavida. Vine aquí porque estamos económicamente interesados en esta firma, y porque fui lo suficientemente cándido para creer en sus anuncios.
—¡Siéntese, joven! —le ordenó Cargrew—. Si quiere, páseles el pedido a aquellos idiotas, pero debo advertirle que son incapaces de hacer crecer alas a un saltamontes. Primero escúcheme.
»Podemos hacer crecer lo que sea, y hacer que viva. Le puedo hacer a usted una cosa viva —no lo llamaré un animal— del tamaño y forma de aquella mesa de allá abajo. No serviría de nada, pero estaría viva. Comería, emplearía energía química, produciría excreciones y sería irritable. Pero sería una tontería. Mecánicamente, una mesa y un animal son dos cosas distintas. Sus funciones son diferentes, y sus formas también lo son. Ahora bien; puedo hacerle a usted un caballo alado…
—Me acaba de decir que no podía hacerlo.
—No interrumpa. Puedo hacerle un caballo alado idéntico a los dibujos de los cuentos de hadas. Si está dispuesto a pagarlo, se lo haremos; para esto estamos. Pero no podrá volar.
—¿Por qué?
—Porque no está formado para volar. Los antiguos que idearon ese mito no sabían nada de aerodinámica, y menos aún de biología. Pusieron alas a un caballo, así, sin más. Pero eso no constituye una máquina voladora. Recuerde, amigo, que un animal es una máquina, fundamentalmente una máquina térmica, con un sistema regulador para hacer actuar palancas y sistemas hidráulicos, según leyes de ingeniería bien definidas. ¿Sabe algo de aerodinámica?
—Pues bien; soy piloto.
—¡Hummm!… Pues trate de comprender esto: un caballo no tiene una máquina adecuada para volar. Es un quemador de heno, y eso no es eficiente. Podríamos manipular lo suficiente las tripas de un caballo de modo que pudiese vivir a base exclusivamente de azúcar, y entonces tendría energía suficiente para volar cortas distancias. Pero no se parecería al Pegaso mítico. Para anclar los músculos voladores necesitaría un esternón de quizá unos tres metros. Y debería tener una amplitud de alas de unos veinticinco metros. Cuando cerrase las alas, le cubriría como una tienda de campaña. Nos enfrentamos con la dificultad del cubo-cuadrado.
—¿Eh?
Cargrew hizo gestos de impaciencia:
—La fuerza ascensional aumenta según el cuadrado de una dimensión determinada, y el peso según el cubo de la misma dimensión, siendo las demás circunstancias iguales. Podría hacerle un pegaso del tamaño de un gato, sin deformar demasiado las proporciones.
—No; quiero uno que pueda montar. No me importa la amplitud de las alas, y me resignaré al esternón. ¿Cuándo me lo pueden entregar?
Cargrew apareció algo asqueado, se encogió de hombros y replicó:
—Tendré que consultar con B’na Kreeth. —Silbó y gorjeó; una parte de la pared que tenían enfrente se disolvió, y se encontraron mirando un laboratorio. En primer plano de aquella imagen tridimensional aparecía un marciano de tamaño natural.
Cuando aquella criatura gorjeó respondiendo a Cargrew, Mrs. van Vogel levantó la vista, pero volvió a apartarla en seguida. Reconocía que era una tontería, pero no podía soportar ver un marciano, y aquellos que se habían modificado adquiriendo una forma semihumana eran los que más le repugnaban.
Después de haber estado gorjeando y haciéndose señas el uno al otro durante unos minutos, Cargrew se volvió a van Vogel.
—B’na dice que lo deje usted correr; se tardaría demasiado. Quiere saber si le gustaría a usted un hermoso unicornio o una pareja de ellos de reproducción exacta garantizada.
—Los unicornios son cosa vieja. ¿Cuánto tardaría el pegaso?
Al término de una nueva conversación en chirridos, Cargrew respondió:
—Probablemente diez años; garantizado en dieciséis.
—¿Diez años? Es ridículo.
Cargrew se molestó.
—Creía que se tardarían unos cincuenta, pero si B’na Kreeth dice que puede conseguirlo en unas tres a cinco generaciones, así debe ser. B’na es el mejor biomicrocirujano de los dos planetas. Su cirugía de cromosomas no tiene rival. Al fin y al cabo, joven, los procesos naturales tardarían hasta un millón de años en conseguir los mismos resultados, si es que los conseguían. ¿Es que cree usted que es posible comprar milagros?
Van Vogel tuvo la gentileza de avergonzarse.
—Lo siento, doctor. Olvidémoslo. Diez años es realmente demasiado tiempo. ¿Qué hay sobre la otra posibilidad? Me dijo que podría hacer un pegaso como un cuadro, siempre y cuando no insistiese en que pudiese volar. ¿Podría montarlo sobre el suelo?
—¡Oh, sin duda! No serviría para jugar al polo, pero podría usted montarlo.
—Pues encargaré eso. Pregunte a Benny Kreeth, o como se llame, cuánto tiempo tardaría en hacerlo.
El marciano había desaparecido de la pantalla.
—No tengo que preguntárselo —afirmó Cargrew—. Eso es cuestión mía, sencillamente manipulación. La colaboración de B’na solamente es necesaria para redistribuir y trasplantar genes, verdadero trabajo genético. Podré entregarle el animal dentro de dieciocho meses.
—¿No le es posible hacerlo más aprisa?
—¿Y qué se figura usted, hombre? Un potro tarda once meses en desarrollarse. Necesito un mes de proyectos y planos. Sacaremos el embrión al cuarto día y lo desarrollaremos en una cápsula extrauterina. Operaré diez o doce veces durante la gestación, injertando y haciendo otras cosas de las cuales no ha oído ni hablar. Dentro de un año tendremos un potro con alas. Luego le entregaré a usted un pegaso de seis meses.
—Aceptado.
Cargrew hizo unas notas, y luego las leyó:
—Un caballo alado, incapaz de volar y de reproducirse exactamente. Raza básica, la que usted elija; yo recomendaría un palomino o un árabe. Alas según las de un cóndor, blancas. Plumas de alfiler simuladas, con un borde injertado de plumas de ave, o facsímile adecuado. —Le pasó la hoja—. Ponga sus iniciales y comenzaremos antes de formalizar el contrato.
—Trato hecho —confirmó van Vogel—. ¿Y cuánto costará? —Escribió su monograma bajo el de Cargrew.
Cargrew hizo nuevas notas y se las pasó a Blakesly, presupuesto de las horas de trabajo de los profesionales, de los técnicos, compras y gastos generales. Había hinchado un poco sus propios números para subvencionar su investigación colateral, pero incluso él mismo alzó las cejas sorprendido ante la interpretación que en término de dólares y centavos, dio Blakesly a sus datos.
—Serán dos millones de dólares justos.
Van Vogel vaciló; su esposa había levantado la vista ante la mención de dinero. Pero volvió de nuevo su atención al educado elefante.
Blakesly añadió apresuradamente:
—Como es natural, ese precio es por una creación exclusiva.
—Evidentemente —asintió van Vogel, y añadió la cantidad al memorándum.
Van Vogel estaba dispuesto a regresar, pero su esposa insistió en ver a los «micos», según llamaba ella a los trabajadores antropoides. El descubrimiento de que poseía una participación considerable en esas criaturas infrahumanas le había intrigado. Blakesly se apresuró a proponer una visita a los laboratorios en los que se producían los trabajadores partiendo de verdaderos simios.
Los laboratorios estaban dispuestos en siete edificios, los siete «Días de la Creación». El «Primer Día» era un gran edificio ocupado por Cargrew, sus ayudantes, los locales de trabajo, las incubadoras y los laboratorios. Marta van Vogel contempló con horripilada fascinación los órganos vivientes, e incluso los embriones completos, que vivían vidas artificiales mantenidas por ingeniosos sistemas alambiques de vidrio y metal, y por una maquinaria automática exquisita.
No podía apreciar la técnica, pero le pareció deprimente. Ya casi había formado un juicio adverso de la plastobiología, cuando Napoleón, al tirar de sus faldas, le recordó que también producía algo bueno, además de horrores.
No entraron en la habitación «Segundo Día», que estaba ocupada por B’na Kreeth y sus colegas de la misma raza.
—No podríamos vivir ahí dentro, ¿comprenden? —explicó Blakesly.
Van Vogel asintió con la cabeza, y su esposa se apresuró a continuar su camino, no quería saber nada de los marcianos, ni siquiera tras plasticristal.
A partir de aquél, los edificios eran para la producción y desarrollo de trabajadores industriales. El «Tercer Día» se utilizaba para el desarrollo de las variaciones de antropoides que se requerían para satisfacer las siempre cambiantes necesidades de la industria. El «Cuarto Día» era un edificio muy grande enteramente dedicado a incubadoras para la producción en serie de antropoides de tipos comerciales. Blakesly explicó que habían prescindido de los nacimientos naturales.
—Ese procedimiento permite un control exacto de las variaciones forzosas, como las del tamaño, y ahorra cientos de miles de horas de trabajo por parte de los antropoides hembras.
Marta van Vogel se quedó encantada con el «Quinto Día», el kindergarten de antropoides, donde los pequeñuelos aprendían a hablar y se acondicionaba al comportamiento social necesario para su situación en la vida. Trabajaban en tareas sencillas tales como la selección de botones y en hacer agujeros en montones de arena, y como recompensa y estímulo de un trabajo rápido y exacto recibían pedazos de caramelo.
El «Sexto Día» completaba la educación de los antropoides. Allí aprendían todos el trabajo inferior que cada uno de ellos debería practicar; limpiar, cavar, y en especial trabajos semiespecializados, tales como espigar, limpiar las malas hierbas y recolectar.
—Un agricultor Nisei con tres neochimpancés puede cultivar el triple de verduras que una docena de empleados agrícolas de los antiguos —afirmó Blakesly—. Cuando terminamos con ellos, verdaderamente les gusta trabajar.
Admiraron los trabajos increíblemente duros que realizaban los gorilas modificados, y se detuvieron a contemplar los pequeños neocapuchinos que recolectaban en elevados árboles, y luego siguieron hacia el «Séptimo Día».
Aquel edificio era utilizado para la mutación radioactiva de genes, y estaba por lo tanto situado a cierta distancia de los demás. Como la acera circulante estaba siendo reparada, tuvieron que ir andando, y el rodeo les llevó junto a los corrales y cobertizos de los trabajadores. Algunos de los trabajadores se acercaron a la tela metálica y comenzaron a gritar:
—¡Cigrillo! ¡Cigrillo! ¡Pofavó Missy, pofavó jefe! ¡Cigrillo!
—¿Qué están diciendo? —preguntó Marta van Vogel.
—Piden cigarrillos —respondió Blakesly, enojado—. Saben que no deben hacerlo, pero son como niños. Verá, pronto se callarán. —Se acercó a la cerca y gritó, dirigiéndose a un macho viejo—. ¡Eh, Jefe-paja!
El trabajador a quien se había dirigido llevaba, además del corto faldellín de costumbre, un brazal raído. Se volvió, y se acercó a la cerca.
—¡Jefe paja —ordenó Blakesly—, llévate de aquí a estos tipos!
—Bien, jefe. —El viejo comenzó a dar de puñetazos a los que se encontraban más cerca—. ¡Fuera, sinvergüenzas, fuera!
—Pero yo tengo algunos cigarrillos —protestó Mrs. van Vogel— y me gustaría darles algunos.
—No conviene mimarles —le dijo el gerente—. Se les ha enseñado que las golosinas se ganan por medio del trabajo. Tengo que excusarme en nombre de mis pobres criaturas; esos que están en los corrales se están haciendo viejos, y se olvidan de sus buenos modales.
La dama no respondió, sino que avanzó a lo largo de la cerca hasta donde un viejo neochimpancé se apretaba junto a la tela metálica, mirándola con ojos dulces y trágicos, como los de un niño ante el escaparate de una confitería. No había tomado parte en la tumultuosa demanda de tabaco, y el Jefe paja no se había metido con él.
—¿Te gustaría un cigarrillo? —preguntó Marta.
—Pofavó, Missy.
Le dio uno encendido, que el otro aceptó con embarazado agradecimiento, y que aspiró profundamente, llenándose los pulmones, y dejando que el humo saliese lentamente por las narices; y luego dijo:
—Tacias, Missy. Yo Jerry.
—¿Cómo estás, Jerry?
—¿Cómo estás, Missy? —Se inclinó, doblando las rodillas, bajando la cabeza y juntando sus manos sobre el pecho, en un solo movimiento conjunto.
—Vámonos, Marta. —Su esposo y Blakesly habían llegado hasta detrás de ella.
—En seguida —respondió—. Brownie, te presento a mi amigo Jerry. ¿Verdad que se parece al tío Albert? Salvo que tiene un aire tan triste. ¿Por qué estás tan triste, Jerry?
—No comprenden ideas abstractas —dijo Blakesly.
Pero Jerry le sorprendió.
—Jerry triste —anunció en un tono tan doliente que Marta van Vogel no supo si reír o llorar.
—¿Por qué, Jerry? —preguntó afectuosamente—. ¿Por qué estás tan triste?
—No trabajo —enunció—. No cigrillo. No carmelo. No trabajo.
—Todos esos son viejos trabajadores que ya no son de utilidad —repitió Blakesly—. La inactividad les perturba, pero no tenemos ningún trabajo que darles.
—Bueno —dijo Marta—. ¿Por qué no les hacen clasificar botones, o algo así, como hacen los pequeñuelos?
—No sabrían hacer ni eso —le respondió Blakesly—. Esos trabajadores son seniles.
—¡Jerry no es senil! Ya le han oído hablar.
—Bueno; quizá no lo sea. Un momento. —Se acercó al hombre-mono, que estaba en cuclillas y acariciaba la cabeza de Napoleón con un dedo que había pasado a través de la cerca—. ¡Tú, ven aquí!
Blakesly rebuscó alrededor del velloso cuello del trabajador y localizó una delgada cadena de acero de la cual pendía una etiqueta metálica. La estudió.
—Tiene usted razón —admitió—. No es verdaderamente viejo, pero su vista es mala. Recuerdo el lote; cataratas, resultado de una mutación desgraciada. —Y se encogió de hombros.
—Pero eso no es razón para dejar que se consuman en la inactividad.
—Francamente, Mrs. van Vogel, no debería usted contrariarse tanto. No están mucho tiempo en esos corrales, solamente unos cuantos días todo lo más.
—¡Ah! —respondió, algo ablandada—. Entonces es que tienen otro lugar a donde retirarlos. ¿Y allá les dan algo que hacer? Deberían hacerlo; Jerry quiere trabajar. ¿Verdad, Jerry?
El neochimpancé se había esforzado por seguir la conversación. Comprendió la última idea expresada, y sonrió.
—¡Jerry trabajar! ¡De veras! Buen trabajador. —Y dobló sus dedos, cerró los puños y exhibió sus pulgares totalmente opuestos.
Mr. Blakesly parecía estar bastante confuso.
—Francamente, Mrs. van Vogel, no es necesario. Verá usted… —Y se detuvo.
Van Vogel había estado escuchando irritado. Los entusiasmos de su esposa le molestaban, cuando no eran los suyos propios. Y además empezaba a culpar a Blakesly de su propio y reciente despilfarro, y tenía el presentimiento de que su esposa le haría pagar, muy afectuosamente, por su capricho.
Y, molesto con los dos, hizo una observación absolutamente desafortunada.
—No seas tonta, Marta. No los jubilan; los liquidan.
La idea tardó algo en ser comprendida, pero cuando lo fue, Marta van Vogel se enfureció.
—Cómo…, cómo… ¡Jamás oí cosa semejante! Deberían darse vergüenza. Usted…, usted… fusilaría a su propia abuela.
—¡Por favor, Mrs. van Vogel!
—Nada de «Mrs. van Vogel». Eso tiene que terminar, ¿me oye? —Y miró en derredor suyo, contemplando a los cientos de viejos trabajadores que había en ellos—. Es algo horrible. Les hacen trabajar hasta que ya no pueden más, luego les suprimen sus pequeños lujos, y se los sacan de delante. ¡Me extraña que no se los coman!
—Pues sí que se los comen —dijo brutalmente su esposo—. Comida para perros.
—¡Qué! Bueno; ¡terminaremos con eso!
—Mrs. van Vogel —suplicó Blakesly—. Permítame que le explique.
—¡Humm! Está bien. Y valdrá más que sea satisfactorio.
—Pues verá; es así… —Su mirada alcanzó a ver a Jerry, quien estaba junto a la cerca con preocupada expresión en sus facciones—. ¡Fuera, Jerry! —Jerry se apartó lentamente.
—Espera, Jerry —dijo Mrs. van Vogel, llamándole. Jerry se detuvo, incierto—. Dígale que vuelva —ordenó a Blakesly.
El gerente se mordió los labios, y luego llamó.
—Vuelve, Jerry. —Mrs. van Vogel comenzaba francamente a molestarle, a pesar de su tendencia automática a inclinarse ante un crédito de alto nivel. Eso de que le enseñasen a llevar sus propios asuntos… ¡no faltaba más!—. Mrs. van Vogel, admiro su espíritu humanitario, pero es que usted no se hace cargo de la situación. Nosotros comprendemos a nuestros trabajadores y hacemos lo que más les conviene. Mueren sin sufrimientos antes de que su incapacidad les perturbe. Viven vidas felices, más felices que la de usted o la mía. No hacemos sino suprimirles la peor parte. Y no olvide que esos pobres animales ni siquiera hubiesen nacido si no lo hubiésemos dispuesto así nosotros.
Pero Mrs. van Vogel denegó con la cabeza.
—¡Paparruchas! Veo que si me descuido empezará usted a citarme la Biblia. Eso se terminará, Mr. Blakesly. Le consideraré a usted personalmente responsable.
Blakesly asumió un aspecto sombrío:
—Mi responsabilidad es ante los directores.
—¿Se figura usted eso? —Abrió su bolsa y sacó el teléfono. Estaba tan nerviosa que no se preocupó de llamar directamente, sino que estableció contacto con el operador local.
—¿Fénix? Déme Great New York Murray Hill 9Q-4004, Sr. Haskell. Prioridad. Suscriptor de estrella 777. ¡Y rápido! —Permaneció en pie, golpeando el suelo y con la mirada fija, hasta que su gerente comercial respondió—: ¿Haskell? Aquí Marta von Vogel. ¿Cuántas acciones de Corporación «Trabajadores» tengo? No, no, eso no importa… ¿Qué tanto por ciento?… ¿Sí? Pues no es bastante. Quiero el 51 por ciento para mañana por la mañana… Bien, busque intermediarios, pero cómprelo…; no le he preguntado lo que costaría; le he dicho que lo compre. Póngase a la obra. —Desconectó repentinamente, y se volvió hacia su esposo—: Nos vamos, Brownie, y nos llevamos a Jerry con nosotros. Mr. Blakesly, ¿quiere tener la amabilidad de hacerlo sacar de aquel corral? Dale un cheque por lo que valga, Brownie.
—Pero, Marta…
—Estoy decidida, Brownie.
Mr. Blakesly carraspeó. Iba a resultar agradable poner en su sitio a aquella mujer.
—Los trabajadores no se venden nunca. Lo siento, pero es cuestión de política.
—Muy bien; entonces lo arrendaré a perpetuidad.
—Ese trabajador ha sido retirado del mercado del trabajo. No se arrienda.
—¿Es que voy a tener más dificultades con usted?
—Como usted quiera, señora. Ese trabajador no está disponible en forma alguna, pero, como cortesía hacia usted, estoy dispuesto a transferirle su contrato, gratis. Deseo que usted sepa que la política de esta empresa se basa en una preocupación muy real por el bienestar de nuestros trabajadores, así como en una sana práctica comercial. Por lo tanto, nos reservamos el derecho de inspección en cualquier momento, para asegurarnos de que cuida usted adecuadamente a este trabajador.
«¡Eso le enseñará!», se dijo furiosamente Mr. Blakesly.
—Naturalmente. Gracias, Mr. Blakesly. Es usted muy amable.
El viaje de regreso a Great New York no resultó divertido. A Napoleón no le gustó, y lo hizo notorio; Jerry se portó pacientemente, pero se mareó. Cuando aterrizaron, los van Vogel habían dejado de hablarse.
—Lo siento, Mrs. van Vogel. No fue posible adquirir las acciones. Deberíamos haber encontrado un intermediario en el Grupo O’Toole, pero alguien las había comprometido una hora antes de que llegásemos nosotros.
—Blakesly.
—Sin duda. No debería haberle puesto al corriente; le dio tiempo a que avisase a sus patronos.
—No pierda el tiempo indicándome los errores que cometí ayer. ¿Qué vamos a hacer hoy?
—Mi querida Mrs. van Vogel, ¿qué puedo hacer? Ejecutaré las instrucciones que tenga a bien darme.
—No diga tonterías. Usted es al parecer más listo que yo; para eso le pago: para que piense por mí.
Mr. Haskell parecía indefenso.
Su superior frotó un cigarrillo para encenderlo, con tanta furia, que lo rompió.
—¿Por qué no está Weinberg aquí?
—En verdad, Mrs. van Vogel, no hay ningún aspecto legal especial. Usted quiere las acciones; no podemos ni comprarlas ni comprometerlas. Por lo tanto…
—Pago a Weinberg para conocer los aspectos legales. Búsquelo.
Weinberg salía en aquel momento de su oficina.
Haskell le localizó por medio del circuito de persecución.
—Sidney —dijo Haskell—. Venga a mi oficina, ¿quiere? Aquí Oscar Haskell.
—Lo siento; ¿va bien a las cuatro?
—Sidney, ¡le necesito ahora! —interpuso la voz de su cliente—. Aquí, Marta van Vogel.
El pequeño hombre se encogió resignadamente de hombros.
—Voy en seguida —dijo. ¡Qué mujer! ¿Por qué no se habría retirado al cumplir los ciento veinticinco años, tal como le había pedido su esposa?
Diez minutos más tarde estaba escuchando las explicaciones de Haskell y las interrupciones de su cliente. Cuando hubieron terminado, extendió sus manos.
—¿Y qué puede usted esperar, Mrs. van Vogel? Aquellos trabajadores son enseres. No ha podido usted adquirir los derechos de propiedad correspondientes, y le han frustrado a usted. Pero no comprendo por qué está usted tan enojada. Le han regalado el trabajador cuya vida deseaba proteger.
Mrs. van Vogel habló con determinación, respondiéndole:
—Eso no es lo importante. ¿Qué significa un trabajador entre millones de ellos? ¡Lo que quiero es detener esa mortandad!
Weinberg meneó la cabeza.
—Si pudiese usted probar que los métodos que siguen para liquidar a esos animales son inhumanos, o que descuidan su bienestar físico antes de destruirlos, o que tal destrucción es injustificable…
—¿Injustificable? Evidentemente lo es.
—Probablemente no en un sentido legal, mi estimada señora. Hubo un caso, de Julius Hartman y otros contra la herencia Hartman, en 1972, según creo, en el cual se otorgó una orden permanente prohibiendo llevar a cabo una de las cláusulas del testamento que exigía la destrucción de una valiosa colección de gatos persas. Pero para poder mantener aquí tal teoría sería preciso poder demostrar que esas criaturas, después de jubiladas, son a pesar de ello de más valor vivas que muertas. No se puede obligar a que una persona conserve unos enseres que ocasionan pérdidas.
—Mire, Sidney, no le llamé para que me explicase la manera de no hacerlo. Si lo que quiero no es legal, haga que se apruebe una ley.
Weinberg miró a Haskell, quien tenía el aspecto de estar embarazado, y respondió:
—Pues bien, es que en realidad ocurre, Mrs. van Vogel, que nos hemos puesto de acuerdo con los demás miembros de la Asociación Republicana para no subvencionar ninguna legislación durante el término de la administración actual.
—¡Qué ridiculez! ¿Y por qué?
—El Grupo Legislativo ha propuesto un nuevo código de acción correcta con una escala progresiva en perjuicio de los pudientes, que nosotros consideramos del todo injusto, que suena muy bien, que prevé disposiciones especiales para honorarios nominales en el caso de cuentas particulares de veteranos, y otras cosas semejantes, pero de hecho el código es para confiscar. De entrar en vigencia tal código, ni siquiera la Fundación Briggs podría permitirse un adecuado interés en los asuntos públicos.
—¡Hurra! Bien están las cosas cuando los legisladores forman uniones; son profesionales. Se debería poder competir en el soborno. Consiga un mandato en contra de ellos.
—Mrs. van Vogel —protestó Weinberg—, ¿cómo cree usted que voy a poder conseguir una orden en contra de una organización que no tiene existencia legal? En sentido legal no existe tal Grupo Legislativo, en la misma forma en que la costumbre de apoyar la legislación por medio de subvenciones tampoco tiene existencia legal.
—¡Y los niños vienen de París! Dejen de hacerme perder el tiempo, señores. ¿Qué vamos a hacer?
Weinberg habló cuando se dio cuenta de que Haskell no iba a hacerlo:
—Mrs. van Vogel, creo que deberíamos emplear a un abogado especialista en asuntos espinosos.
—Nunca empleo esa clase de especialistas; no comprendo su manera de pensar. No soy más que una mujer de su casa, Sidney.
Mr. Weinberg se asombró ante la descripción que su clienta hacía de sí misma, y anotó mentalmente que no debía permitir que se enterase de que los honorarios del especialista que él mantenía en su plantilla corrían a cargo de Mrs. van Vogel. Tal como lo requerían las apariencias, él no era sino un abogado corriente, pero hacía ya tiempo que había descubierto que los problemas de Marta van Vogel requerían a veces la asistencia de otras ramas legales más exóticas.
—El hombre a quien me refiero es un artista creador —insistió—. No es necesario comprenderle, de la misma manera que no es necesario comprender a un compositor para apreciar una sinfonía. Le recomiendo a usted que, por lo menos, hable con él.
—Bueno, pues; hágalo venir.
—¿Aquí? Pero, ¡querida señora! —Haskell parecía anonadado, y Weinberg estaba asombrado—. Si se supiese que usted había consultado a ese hombre, no solamente sería rechazada cualquier petición que usted presentase a los tribunales, sino que perjudicaría durante años enteros todos los intereses de la empresa Briggs.
Mrs. van Vogel se encogió de hombros.
—Ustedes los hombres nunca comprenderán mi manera de pensar. ¿Por qué no se podrá consultar a un especialista de la misma manera que se consulta a un astrólogo?
James Roderick McCoy no era muy corpulento, pero lo parecía. Conseguía dominar incluso una habitación tan grande como el salón de Mrs. van Vogel. Su tarjeta profesional decía:
J. R. McCoy «El verdadero McCoy»
Abogado especialista con licencia. Arreglos.
Contactos especiales. Puntos de vista.
Se garantiza todo el trabajo.
Teléfono Skyline 9-8M4554. Pregúntese por Mac.
El número indicado era el de la sala de billares del Club de los Tres Planetas. No perdía el tiempo con oficinas, y llevaba su fichero en la cabeza, el único lugar seguro.
Estaba sentado sobre el suelo, tratando de enseñar a Jerry a jugar a los dados, mientras Mrs. van Vogel explicaba su problema.
—¿Qué le parece, Mr. McCoy? ¿No podríamos intentarlo a través de la Protectora de Animales y Plantas? Mi departamento de propaganda podría darle prominencia.
McCoy se levantó.
—Jerry no está tan mal de la vista; me cogió tratando de hacer trampas. No —prosiguió—. La Protectora no serviría. Es precisamente lo que los «Trabajadores» esperan. Estarían preparados para demostrar que en realidad a los antropoides les gusta que los maten.
Jerry hizo sonar los dados, esperanzado.
—Nada más ahora, Jerry; vete.
—Bien, Jefe. —El hombre mono se levantó y se dirigió al gran estéreo que llenaba un rincón de la habitación. Napoleón le siguió y lo puso en marcha. Jerry oprimió un botón selector y salió un cantor de jazz. Napoleón inmediatamente oprimió otro y luego otro, hasta que obtuvo una banda de música chillona y popular. Y se quedó allí, marcando el ritmo con su trompa.
Jerry puso cara de ofendido y volvió a conectar su cantor de jazz. Pero Napoleón, testarudo, extendió su nariz prensil, y apagó el aparato.
Jerry soltó un taco.
—¡Chicos! —exclamó Mrs. van Vogel—. Basta de peleas. Jerry, deja que Napoleón ponga lo que quiera. Tú podrás poner lo que quieras cuando Napoleón esté haciendo la siesta.
—Está bien, Missy Jefe.
McCoy se mostró interesado.
—¿Le gusta la música a Jerry?
—¿Si le gusta? La adora. Ha estado aprendiendo a cantar.
—¿Cómo? Pues tengo que oírle.
—En seguida. Napi, apaga el estéreo. —El elefante obedeció, pero consiguió asumir un aire ofendido—. Vamos, Jerry. «Campanitas». —Y le ayudó a comenzar:
—Campanitas, campanitas, campanitas todo el día… —y Jerry continuó:
—Capailas, capailas, capailas loro elia. ¡Oh qué divelio el lineo de un caballo!…
Era desafinado y terrible. Estaba ridículo, batiendo incesantemente el ritmo con su pie plano; pero era canto al fin y al cabo.
—Pues no está mal —comentó McCoy—. Lástima que Napi no sepa hablar…, tendríamos un dúo.
Jerry pareció sorprendido:
—Napi hablar bien —dijo. Se inclinó sobre el elefante y le habló. Napoleón gruñó y le contestó mugiendo—. ¿Ves, Jefe? —dijo triunfalmente Jerry.
—¿Qué ha dicho?
—Dice «¿Puede Napi poner estéreo ahora?».
—Está bien, Jerry —intercedió Mrs. van Vogel.
El hombre mono susurró algo al oído de su amigo. Napoleón chilló, pero no puso el estéreo.
—¡Jerry! —exclamó su ama—. No dije nada de eso. No tienes por qué poner tu cantor de jazz. Apártate, Jerry. Napi, puedes poner lo que quieras.
—¿Quiere usted decir que trató de hacer trampa? —preguntó con interés McCoy.
—Sin duda.
—¡Hum! Evidentemente Jerry es un verdadero ciudadano en potencia. Si le afeitas y le pones zapatos quedará muy bien para el barrio donde yo me crié. —Y se quedó contemplando al antropoide. Jerry le devolvió la mirada, perplejo pero paciente. Mrs. van Vogel había tirado el sucio faldón de tela que era al mismo tiempo emblema de su servidumbre y concesión a la decencia, y lo había sustituido por un traje de guerrero escocés del clan Cameron, incluso con bolsa y gorro.
—¿Cree usted que podría aprender a tocar la gaita? —preguntó McCoy—. Empiezo a enfocar el asunto.
—Pues, no sé. ¿Qué idea tiene?
McCoy se sentó con las piernas cruzadas, y comenzó a hacer rodar los dados distraídamente.
—No importa —dijo—, ese enfoque no serviría. Pero nos vamos acercando. ¿Dice usted que Jerry todavía pertenece a la Corporación?
—Nominalmente, sí. Dudo mucho de que traten nunca de recobrarlo.
—Me gustaría que lo intentasen. —Echó una vez más los dados y se levantó—. Eso está en el saco, hermana. Olvídese. Quiero hablar con el agente de publicidad de usted, pero no hace falta que se preocupe usted más.
Es cierto que Mrs. van Vogel debería haber llamado antes de entrar en la habitación de su esposo; pero si lo hubiese hecho no se hubiese enterado de lo que estaba diciendo, ni a quién se lo decía.
—Exactamente —su esposa le oyó decir—, ya no lo necesitamos. Lléveselo, y cuanto antes mejor. Asegúrese de que los hombres que envíe traigan consigo una orden firmada dándonos instrucciones para que se lo devolvamos.
Como ella no había comprendido la conversación, no sintió aprensión ninguna y sí solamente curiosidad. Miró la pantalla del video por encima del hombro de su esposo.
Allá vio la cara de Blakesly y su voz estaba diciendo:
—Muy bien, Mr. van Vogel; mañana pasaremos a recoger el antropoide.
Mrs. van Vogel se acercó a la pantalla.
—Un momento, Mr. Blakesly. —Y luego, volviéndose a su esposo—: Brownie, ¿qué demonios estás haciendo?
La expresión que sorprendió en la cara de su marido era una que no le había sido nunca dado contemplar.
—¿Por qué no llamaste?
—Quizá vale más que no lo haya hecho. Brownie, ¿es que te oí bien? ¿Estabas diciendo a Mr. Blakesly que pasase a recoger a Jerry? —Y se volvió hacia la pantalla—. ¿Era eso, Mr. Blakesly?
—Es cierto, Mrs. van Vogel. Y debo añadir que esta confusión es por demás…
—Déjelo correr. —Se volvió de nuevo—. Brownie, ¿qué puedes decir en defensa tuya?
—Marta, te estás portando de un modo absurdo. Entre el elefante y el mono, este sitio se ha convertido en un parque zoológico. Esta mañana hasta sorprendí a tu querido Jerry fumándose mis cigarros especiales, personales… para no citar el hecho de que los dos se pasan el día con el estéreo en marcha, y que no es posible tener un momento de paz. No tengo por qué soportar estas cosas en mi propia casa.
—¿En casa de quién, Brownie?
—Eso no tiene nada que ver. No toleraré que…
—No importa. —Se volvió hacia la pantalla—. Al parecer mi esposo ha perdido la afición a los animales exóticos. Mr. Blakesly, anule el pedido del pegaso.
—¡Marta!
—Para que te vayas enterando. Pagaré tus caprichos, pero no estoy dispuesta a pagar tus locuras. El contrato queda anulado, Mr. Blakesly. Mr. Haskell se entenderá acerca de los detalles.
Blakesly se encogió de hombros.
—Como es lógico, ese comportamiento caprichoso le costará. La penalidad…
—He dicho que Mr. Haskell se entenderá acerca de los detalles. Y otra cosa, señor Gerente Blakesly, ¿ha hecho usted lo que le dije?
—¿Qué quiere usted decir?
—Lo sabe usted perfectamente. ¿Es que aquellas pobres criaturas están aún sanas y salvas?
—Eso no le importa a usted nada.
La verdad era que había suspendido las matanzas; los directores no habían querido arriesgarse en tanto no viesen lo que podía conseguir el trust Briggs, pero Blakesly no quería darle la satisfacción de que ella lo supiese.
Mrs. van Vogel le miró de arriba abajo.
—Conque no, ¿verdad? Pues bien, recuerde bien esto, miserable avefría: le considero a usted responsable personalmente. Si uno solo de ellos se muere, de lo que sea, me haré una alfombra con el pellejo de usted.
Desconectó bruscamente y se volvió hacia su esposo.
—Brownie…
—No vale la pena de decir nada —la interrumpió, en el tono tajante que acostumbraba a utilizar para dominarla—. Estaré en el Club. ¡Adiós!
—Eso era precisamente lo que iba a proponer.
—¿Qué?
—Te enviaré tus ropas. ¿Tienes algo más en la casa?
Él la contempló asombrado.
—No digas tonterías, Marta.
—No estoy diciendo tonterías. —Le miró de arriba abajo—. La verdad es que tienes buen tipo, Brownie. Me figuro que fui muy estúpida al creer que podía comprarme un buen pedazo de hombre con mi libro de cheques. Supongo que las chicas los consiguen gratis, o no los consiguen de ningún modo. Gracias por la lección. —Se volvió, y se fue a sus habitaciones dando un portazo.
Cinco minutos más tarde, después de reparado el maquillaje y de haber tranquilizado los nervios con un poco de Vuela-Bien, llamó a la sala de billares del Club Tres Planetas. McCoy se acercó a la pantalla con un taco en la mano.
—Oh, es usted, mi gatita. Bien, abrevie, la partida va muy en serio.
—Se trata de negocios.
—Bueno, bueno, ¿qué quiere?
Le contó lo más esencial:
—Siento haber anulado el contrato del caballo volador, Mr. McCoy. Espero que no hará su trabajo más difícil. Lamento haber perdido la calma.
—Magnifico. Vuélvala a perder.
—¿Eh?
—Vamos por buen camino. Vuelva a llamar a Blakesly. Dígale que no le envié los procuradores, o que los hará disecar para que sirvan de perchas. Desafíele a que se lleve a Jerry.
—No le comprendo.
—Ni tiene por qué, chiquilla. Pero recuerde esto: no es posible hacer que el toro embista si no se le enfurece. Haga que Weinberg consiga un interdicto provisional prohibiendo a Corporación Trabajadores que reclame a Jerry. Dígale a su agente de publicidad que me llame. Luego llame a los chicos de la prensa y dígales lo que piensa de Blakesly; y que sea bien desagradable. Dígales que está decidida a terminar con esos asesinatos en masa, aunque le cueste hasta su último céntimo.
—Bueno… está bien. ¿Vendrá usted a verme antes de que hable con ellos?
—No. Tengo que acabar mi partida. Quizá mañana. No se preocupe por haber anulado aquel contrato idiota del caballo con alas. Siempre me pareció que a su marido le faltaba un tornillo, y además se ha ahorrado algo que vale la pena. Y que necesitará para cuando le envíe mi cuenta, ¡será buena, ya verá! ¡Adiós!
Las brillantes letras recorrían los costados del edificio del Times: «La mujer más rica del mundo se lanza a la lucha en defensa del hombre mono». Sobre la gigantesca pantalla de video aparecía una imagen de Jerry en su ridículo traje de jefe de las Highlands. Un pequeño ejército de policías particulares rodeaba la casa de Briggs de la ciudad, mientras Mrs. van Vogel informaba a todo el que quería escuchar, incluyendo a diversas agencias de noticias, que estaba dispuesta a defender a Jerry personalmente y hasta la muerte.
La oficina de relaciones públicas de la Corporación «Trabajadores» negó tener intención ninguna de apoderarse de Jerry; pero su desmentida no les sirvió de nada.
Entre tanto, los técnicos iban instalando circuitos suplementarios en la sala de justicia mayor de la ciudad, pues un tal Jerry (sin apellido), a quien se describía como un residente legal y permanente en estos Estados Unidos, había solicitado un interdicto contra la persona jurídica «Trabajadores», sus jefes, empleados, sucesores o delegados, prohibiéndoles que le hiciesen ningún daño, y en particular prohibiéndoles matarle.
Jerry presentaba la demanda a través de su abogado, el honorable, distinguido y pomposamente respetable Augustus Pomfrey, en nombre propio.
Marta van Vogel no era sino un espectador en el juicio, pero estaba rodeada de secretarios, guardas, doncellas, agentes de publicidad y hombres de paja, y tenía una cámara de televisión para ella sola. Estaba nerviosa. McCoy había insistido en instruir a Pomfrey a través de Weinberg, a fin de que Pomfrey no se enterase de que era ayudada por un «especialista». Por lo que a ella se refería, tenía su opinión propia acerca de Pomfrey…
McCoy había insistido en que Jerry no llevase su hermoso traje nuevo, sino que lo había vestido con un «mono» descolorido, y chaquetilla. A Mrs. van Vogel aquello le parecía teatro barato.
El propio Jerry la preocupaba. Parecía confuso por la luz y los ruidos y la gente, y a punto de hundirse.
Y McCoy se había negado a ir al juicio con ella. Le había dicho que era completamente imposible, y que su sola presencia antagonizaría al tribunal, y Weinberg había estado de acuerdo en ello. ¡Hombres! ¡Qué tortuosas eran sus mentes! Parecía que les gustaba las maneras tortuosas de hacer las cosas. Todo aquello le confirmó en su opinión de que no se debería permitir que los hombres votasen.
Pero sin la presencia inmediata de la fácil confianza en sí mismo de McCoy, se sintió algo perdida. Al estar lejos de él se preguntaba cómo era que había confiado una cuestión de tal importancia a un saltimbanqui irresponsable, a un payaso con sesos de pájaro, de la categoría de McCoy. Se mordía las uñas, y deseaba que él hubiese estado presente.
El equipo de abogados que representaba a la Corporación «Trabajadores» comenzó por proponer que se rechazase la acción sin celebración de juicio, alegando que Jerry era un enser de la Corporación, una parte integral de la misma, y que era por lo tanto incapaz de proceder contra ella como lo es el dedo pulgar de proceder contra el cerebro.
El Honorable Augustus Pomfrey apareció realmente con la prestancia de un hombre de estado, cuando saludó al tribunal y a sus antagonistas.
—Es realmente extraño —comenzó diciendo— oír la voz de segunda mano de una ficción legal, de una entidad imaginaria y sin alma, llamada persona jurídica, que mantiene que una criatura de carne y hueso, un ser de esperanzas, ansias y pasiones, no tiene existencia legal. Veo junto a mí a mi pobre primo Jerry. —Golpeó amistosamente la espalda de Jerry, quien, necesitado de apoyo moral, deslizó una mano en la del abogado. Aquello cayó muy bien.
—Y cuando busco esa fantasía abstracta «Trabajadores», ¿qué es lo que encuentro? Nada. Palabras sobre un papel, pliegos firmados…
—Con permiso del Tribunal, una pregunta —interpuso el abogado principal de la oposición—. ¿Es que el ilustre letrado pretende mantener que una sociedad anónima no puede ser propietaria?
—¿Responderá el abogado demandante? —preguntó el juez.
—Gracias. Mi estimado colega ha presentado una ficción. Lo único que he mantenido es que la cuestión de si Jerry es un enser de la Corporación «Trabajadores», es indiferente; ni es esencial, ni viene a cuento. Yo soy parte de la corporación ciudad de Great New York; pero ¿es que eso me priva de mis derechos personales como individuo de carne y hueso? La verdad es que ni siquiera me priva de mi derecho a demandar a tal corporación cívica de la cual formo parte, si estimo que he sido perjudicado por ella.
»Nos encontramos aquí hoy, más a la luz de la equidad que dentro de los estrechos y fríos confines de la ley. Parece que ha llegado la hora de ocuparnos de las extrañas absurdidades en que vivimos, donde una inexistente entidad de papel, y una ficción legal, pueden negar la existencia de este pobre pariente nuestro. Solicito que los sabios letrados de la corporación estipulen que Jerry existe efectivamente, y que prosigamos con la demanda.
Aquellos conferenciaron y respondieron:
—No.
—Muy bien. Mi cliente solicita ser examinado para que el tribunal pueda determinar su estado y condición.
—¡Objeción! Este antropoide no puede ser examinado; no es sino un enser del demandado.
—Eso es precisamente lo que debemos determinar —respondió secamente el juez—. Se rechaza la objeción.
—Ve y siéntate en aquella silla, Jerry.
—¡Objeción! Este animal no puede prestar juramento. Es algo que no puede comprender.
—¿Qué responde a eso, abogado del demandante?
—Con permiso del Tribunal —respondió Pomfrey—, lo más sencillo es hacer que se siente en la silla y averiguarlo.
—Que se adelante; el escribiente tomará el juramento. —Marta van Vogel se agarró a los brazos de su silla; McCoy se había pasado toda una semana adiestrándole para aquel momento. ¿Lo soportaría la pobre bestia, sin McCoy para guiarle?
El escribiente masculló el juramento; Jerry le miró perplejo, pero paciente.
—Señoría —dijo Pomfrey—, cuando un niño pequeño debe prestar declaración, se acostumbra a permitir cierta laxitud en la fórmula a fin de ajustarse a su capacidad mental. ¿Se me permite? —Y se adelantó hacia Jerry.
—Jerry, hijo mío, ¿eres un buen trabajador?
—¡Si, seguro! ¡Jerry buen trabajador!
—Quizá mal trabajador, ¿eh? Perezoso, se esconde del Jefe paja.
—¡No, no, no! Jerry buen trabajador. Cava. Deshierba. No arranca verduras. Arranca malas hierbas. Trabaja mucho.
—Ustedes verán —dijo Pomfrey dirigiéndose al Tribunal— que mi cliente tiene ideas bien definidas acerca de lo que es cierto y de lo que es falso. Intentemos ahora averiguar si tiene o no ideas morales que le impulsen a decir la verdad.
—Jerry.
—Sí, Jefe.
Pomfrey extendió su mano enfrente de la cara del antropoide.
—¿Cuántos dedos ves?
Jerry extendió la mano y los contó:
—Uno, dos, tres, cuatro, ¡ah!, cinco.
—¿Seis dedos, Jerry?
—Cinco, Jefe.
—Seis dedos, Jerry; te daré un cigarrillo. Seis.
—Cinco, Jefe. Jerry no hace trampas.
Pomfrey extendió sus manos.
—¿Le aceptará el Tribunal?
El Tribunal le aceptó. Marta van Vogel suspiró. Jerry no sabía contar muy bien, y ella había tenido miedo de que se olvidara de lo que le habían enseñado y aceptara el soborno. Pero le habían prometido todos los cigarrillos que quisiese, y además chocolate, si se acordaba de insistir en que cinco son cinco.
—Supongo —prosiguió Pomfrey— que ha sido aceptado el punto. Jerry es una entidad; si puede ser aceptado como testigo, es entonces evidente que puede actuar como demandante. ¿Están de acuerdo mis apreciados colegas?
La Corporación de Trabajadores aceptó, por medio de su batería de abogados; y justo a tiempo, pues el juez empezaba a enfurruñarse. La pequeña ceremonia le había impresionado mucho.
La marea le acompañaba, y Pomfrey se aprovechó de ello.
—Si el Tribunal lo permite, y acceden a ellos los consejeros del demandado, podemos acortar el proceso. Enunciaré la teoría en virtud de la cual hacemos nuestra petición, y luego, por medio de unas cuantas preguntas será posible resolverla en un sentido u otro. Solicito que se admita que la Corporación Trabajadores tenía la intención de privar de la vida a mi cliente, por intermedio de sus servidores.
La propuesta no fue aceptada.
—¿De veras? Entonces solicito que el Tribunal se dé por enterado oficialmente de que estos trabajadores antropoides son destruidos cuando ya no pueden producir beneficios; por lo tanto voy a llamar a testigos, comenzando por Horace Blakesly, para demostrar que Jerry estaba, y probablemente está aún, condenado a muerte.
Después de otra apresurada conferencia los demandados admitieron que, efectivamente, Jerry había sido destinado a la eutanasia.
—Pues ahora —dijo Pomfrey— enunciaré mi teoría. Jerry no es un animal, sino un hombre. No es legal matarlo; es asesinato.
Primeramente reinó el silencio, y luego el público emitió un suspiro asombrado. La gente se había acostumbrado a animales que hablaban y trabajaban, pero no estaba más preparada a considerarlos personas humanas de lo que los altivos ciudadanos romanos habían estado dispuestos a admitir sentimientos humanos en sus esclavos bárbaros.
Pomfrey prosiguió atacando mientras estaban aún desconcertados.
—¿Qué es un hombre? ¿Una colección de células y tejidos vivientes? ¿Una ficción legal como esa persona «corporativa» que querría privar de vida al pobre Jerry? No, un hombre no es ninguna de esas cosas. Un hombre es una colección de esperanzas y temores, de deseos humanos, de aspiraciones más elevadas que él mismo, algo más que el barro del cual procede, y algo menos que el Creador que lo formó de aquel barro. Se ha sacado a Jerry de la selva, y con él se ha hecho algo superior a las pobres criaturas que fueron sus antepasados, lo mismo que vosotros y que yo. Pedimos que el Tribunal reconozca su condición humana.
Los abogados de la oposición se dieron cuenta de que el Tribunal había sido afectado, y contraatacaron rápidamente. Mantuvieron que un antropoide no puede ser un hombre, pues carece de forma, y de inteligencia humanas. Pomfrey llamó a su primer testigo, Master B’na Kreeth.
El mal genio acostumbrado del marciano no había precisamente mejorado al haber sido obligado a esperar durante tres días en un tanque de viaje, y por la indignidad de haber tenido que interrumpir sus investigaciones para tomar parte en las infantiles querellas de los terrestres.
Se produjeron aún más demoras que le irritaron, cuando Pomfrey tuvo que obligar a los abogados de la Corporación a que aceptasen a B’na como testigo experto. Querían rechazarle, pero no podían, pues era su propio Director de Investigaciones. Y además controlaba el voto de las acciones de «Trabajadores» propiedad de marcianos, hecho que no se mencionó, pero que coartaba sus movimientos.
Y más demora mientras llegaba un intérprete para ayudar a tomar el juramento a B’na Kreeth, pues éste, independiente como todos los marcianos, no se había nunca preocupado de aprender inglés.
En respuesta a la demanda de que dijese la verdad, toda la verdad, etc., estuvo chirriando y gorjeando buen rato, hasta que el intérprete puso cara de angustia.
—Dice que no puede hacerlo —informó al juez.
Pomfrey pidió una traducción exacta.
El intérprete miró al juez con inquietud.
—Dice que si dijese toda la verdad, ustedes, necios que son; bueno, «necios» no es la palabra exacta es una palabra marciana que designa a una especie de gusano sin cabeza. No la entenderían.
El Tribunal discutió por unos momentos la posibilidad de sancionarle por desacato, pero cuando el marciano comprendió que podía ser forzado a permanecer treinta días en el tanque, arrió sus velas y accedió a decir la verdad tan adecuadamente como le fuese posible. Fue aceptado como testigo.
—¿Es usted un hombre? —preguntó Pomfrey.
—Según las leyes de ustedes, soy un hombre.
—¿En virtud de qué teoría? Su cuerpo no es como el nuestro; ni siquiera puede usted vivir en nuestro aire. No habla nuestro idioma, y sus ideas son para nosotros extrañas. ¿Cómo puede ser usted un hombre?
El marciano contestó con cautela:
—Voy a citar el Tratado Terra-Marciano, que es preciso aceptar como suprema ley: «Todos los miembros de la Gran Raza, mientras residen en el Tercer Planeta, disfrutarán de los derechos y prerrogativas de la raza nativa dominante en el Tercer Planeta». Esta cláusula ha sido interpretada por el Tribunal Biplanetario en el sentido de que los miembros de la Gran Raza son «hombres», aunque sean otra cosa.
—¿Por qué se refiere a los de su clase como a Gran Raza?
—Por su superior inteligencia.
—¿Superior a la de los hombres?
—Somos hombres.
—¿Superior a la inteligencia de los hombres terrestres?
—Eso es evidente por sí mismo.
—¿De la misma manera en que nosotros somos superiores en inteligencia a este pobre Jerry?
—Eso no es evidente por sí mismo.
—He terminado con el testigo.
Más les hubiese valido a los abogados de la oposición dejar ahí las cosas; pero en lugar de eso intentaron que B’na Kreeth definiese las diferencias en inteligencia entre los humanos y los trabajadores antropoides. Master B’na explicó detalladamente que las diferencias de cultura enmascaraban las diferencias intrínsecas, y que, en todo caso, tanto los antropoides como los hombres utilizaban tan poco sus respectivas inteligencias potenciales que era verdaderamente demasiado pronto para determinar cuál de las dos razas sería eventualmente la raza superior del Tercer Planeta.
Había apenas comenzado a discutir cómo se podría criar una raza verdaderamente superior combinando las mejores características de los antropoides y de los hombres, cuando se le ordenó apresuradamente que «bajase».
—Con la venia del Tribunal —dijo Pomfrey—, no hemos propuesto nosotros esa teoría; no hemos hecho sino refutar la pretensión de que para la condición humana sean necesarias cierta forma y un grado determinado de inteligencia. Y ahora pido que se llame nuevamente al demandante para que el Tribunal determine si es, en verdad, humano.
—Con la venia del Tribunal… —La batería de abogados había estado consultando desde que se habían llevado el tanque de B’na Kreeth; ahora habló el letrado director.
—El objeto de la petición parece ser el de proteger la vida de este enser. No hay necesidad de prolongar esta acción; el demandado se compromete a permitir que este enser muera de muerte natural en manos de su custodio, y pide que se dé por terminada la acción.
—¿Qué dice usted a eso? —preguntó el Tribunal a Pomfrey.
Pomfrey se envolvió en su toga con gesto ampuloso.
—No hemos venido a solicitar la caridad de la Corporación, sino la justicia del Tribunal. Pedimos que se establezca legalmente la humanidad de Jerry. Que no pueda votar, que no pueda tener propiedades, que no se le exima de disposiciones policiales adecuadas a su grupo; pero sí pedimos que se admita que es por lo menos tan humano como ese monstruo de acuario que acaba de ser sacado de esta sala…
El juez se volvió a Jerry:
—¿Es eso lo que quieres, Jerry?
Jerry miró inquieto a Pomfrey, y contestó:
—Sí, Jefe.
—Un momento… —el jefe de la oposición legal estaba visiblemente agitado—. Ruego al Tribunal que considere que una sentencia de esta naturaleza podría afectar una práctica comercial establecida de antiguo, y necesaria para la vida económica de…
—¡Objeción! —Pomfrey se alzó de un salto, indignado—. Jamás oí un intento más escandaloso de influir sobre una decisión. Mi apreciado colega podría con igual fundamento solicitar que decidiese sobre un asesinato por consideraciones políticas. Protesto…
—No importa —dijo el Tribunal—. La propuesta no se toma en cuenta. Continúe con los testigos.
Pomfrey se inclinó.
—Estamos explorando el significado de esta cosa llamada «humanidad». Ya hemos visto que no es cuestión de forma, raza, ni planeta de nacimiento, ni tampoco de agudeza mental. A decir verdad, no puede ser definida, pero sí puede ser percibida. Va de corazón a corazón, de espíritu a espíritu. —Se volvió a Jerry—. Jerry, ¿quieres cantar tu nueva canción al juez?
—Desde luego. —Jerry contempló algo intimidado las cámaras que giraban, los micrófonos, y carraspeó;
Aya bajo en Suani Riber,
Muy, muy, lejos,
Aya se vuelve mi corasón…
El aplauso le asustó, y los golpes del mazo del juez acabaron de espantarle, pero no importaba. No se podía dudar ya del resultado. Jerry era un hombre.
FIN