LA HERENCIA PERDIDA

Lost Legacy, 1941

Capítulo I

«¡VUESTROS OJOS SON PARA VER!»

—¡Hola, Carnicero! —Mientras decía estas palabras, el doctor Philip Huxley dejó el cubilete de dados con que jugueteaba y sacó una silla hacia afuera, empujándola con el pie—. Siéntate.

El hombre a quien se dirigía el saludo lo ignoró ostentosamente en tanto entregaba su abrigo y su sombrero flojo al empleado del Club de la Facultad, pero aceptó la silla. Sus primeras palabras fueron para el empleado, que era un negro:

—¿Lo oíste, Pete? Un curandero, que pretende ser un psicólogo, tiene la desvergüenza de llamarme «carnicero»; a mí, a mí, médico y cirujano titulado. —Su voz indicaba suave reproche.

—No te dejes engañar, Pete. Si el doctor Coburn consiguiese meterte en un quirófano, te abriría la cabeza sencillamente para ver qué es lo que la hace funcionar. Y usaría la mitad de tu cráneo para hacer un cenicero.

El negro sonrió, mientras enjugaba la mesa, pero no contestó.

Coburn rió en voz baja y meneó la cabeza.

—Eso dice un curandero. ¿Todavía estás buscando al Hombrecillo que No Estaba Allí?

—Si te refieres a la parapsicología, sí.

—¿Y cómo marcha la farsa?

—No va mal. Este semestre tengo una clase menos, lo cual está muy bien; me cansa bastante explicar a unos atontados lo poco que sabemos de lo que sucede dentro de sus molleras. Me gusta más la investigación.

—¿Y a quién no? ¿Has encontrado algo bueno últimamente?

—Sí. Ahora me estoy divirtiendo mucho con un estudiante de Derecho, un chico llamado Valdez.

Coburn arqueó las cejas.

—¿Sí? ¿P.E.S.?

—Algo así. Es una especie de clarividente; cuando puede ver un lado de un objeto, también consigue ver el otro.

—¡Que te crees tú eso!

—No sé cómo no eres más rico, ya que eres tan inteligente. Le he probado en condiciones cuidadosamente vigiladas, y es de veras que lo puede hacer. Ve a la vuelta de una esquina.

—¡Hum! Bien, como mi abuelo Stonebender decía: «Dios tiene más ases en su manga de los que hay en el juego». Sería peligroso jugando al poker.

—Pues la verdad es que entró en la escuela de Derecho gracias a ser un jugador profesional.

—¿Y has descubierto cómo lo hace?

—No, por desgracia. —Huxley tamborileó sobre la mesa con aspecto de preocupación—. Si tuviese bastante dinero para investigación, quizá consiguiese datos suficientes para hacer que esa clase de cosas resultasen significativas. Fíjate en lo que Rhine consiguió en la Universidad de Duke.

—Bueno, ¿y por qué no alborotas? Preséntate ante la Junta y arma un escándalo. Diles que vas a hacer famosa la Universidad de Western.

Huxley se volvió aún más taciturno.

—De mucho serviría. Hablé con el decano y no me dejó ni decírselo al Presidente. Tuvo miedo de que el viejo apretaría aún más las clavijas al departamento. Oficialmente, pasamos por objetivistas. Cualquier sugerencia de que pueda haber algo en la consciencia que no pueda ser explicado en términos de psicología y de mecánica, es tan bien recibido como un perro de San Bernardo en una cabina telefónica.

La señal roja del teléfono se encendió tras el mostrador del empleado. Cerró las noticias de la radio y contestó la llamada.

—¡Aló!… Sí, señora, está aquí. Le llamaré. Doctor Coburn, al teléfono.

—Pásalo aquí. —Coburn hizo girar el tablero del teléfono de encima de la mesa, hasta tenerlo de frente; al hacerlo se iluminó con las facciones de una joven. Cogió el aparato de mano—. ¿Qué ocurre?… ¿Cómo?… ¿Cuánto hace que ha sucedido?… ¿Quién hizo el diagnóstico?… Vuélvalo a leer… Déjeme ver el gráfico. —Inspeccionó la imagen que se reflejaba en el tablero, y añadió—: Muy bien. Voy en seguida. Prepare al paciente para la operación. —Desconectó el instrumento y se volvió a Huxley—: Tengo que irme, Phil. Emergencia.

—¿De qué clase?

—Te interesará. Trepanación. Quizá un escisión cerebral. Accidente de automóvil. Ven a verlo, si tienes tiempo. —Mientras hablaba se estaba poniendo ya su abrigo. Se volvió y se dirigió hacia la puerta con paso largo y ágil. Huxley cogió su impermeable y se apresuró para alcanzarle.

—¿Cómo fue que tuvieron que buscarte? —preguntó mientras se ponía al nivel del otro.

—Dejé mi teléfono de bolsillo en el otro traje —respondió brevemente Coburn—. Lo hice ex-profeso. Quería un poco de paz y tranquilidad. No hubo suerte.

Se dirigieron hacia el noroeste, a través de los arcos y pasillos que conectaban la Unión con el grupo de Ciencias, prescindiendo de los caminos móviles por ser demasiado lentos. Pero cuando llegaron a la alfombra móvil subterránea bajo la Tercera Avenida en frente de la Escuela Médica Pottenger, la encontraron inundada, con la maquinaria paralizada, y se vieron obligados a dar la vuelta al oeste hacia la alfombra de la Avenida Fairfax. Coburn maldijo imparcialmente a los ingenieros y a la Comisión de Proyectos por el hecho de que la primavera trae consigo lluvias torrenciales a California del Sur, tanto si a la Cámara de Comercio le gusta como si no.

Se quitaron sus mojadas ropas en el cuarto de médicos, y se dirigieron al vestidor del quirófano. Un practicante ayudó a Huxley a ponerse pantalones blancos y fundas de algodón para los zapatos, y luego pasaron a la habitación siguiente para lavarse. Coburn invitó a Huxley a que se lavase, a fin de que pudiese observar de cerca la operación. Se frotaron durante tres minutos, junto al pequeño reloj de arena, con un fuerte jabón verde; traspasaron una puerta, y unas eficientes enfermeras les vistieron y pusieron guantes. Huxley se sintió algo cohibido al tener que ser ayudado a vestirse por una enfermera que tenía que ponerse de puntillas para ajustarle las mangas a suficiente altura. Pasaron a través de una puerta de cristal, y entraron en el quirófano III, con las manos cubiertas de guantes de goma extendidas hacia delante, como si estuviesen aguantando una madeja de hilo.

El paciente estaba ya sobre la mesa, con la cabeza levantada y el cráneo inmovilizado. Alguien conectó un interruptor, y un despiadado círculo de luz azul-blanca iluminó la única porción de aquel que estaba expuesta, es decir, la parte derecha del cráneo. Coburn miró rápidamente en derredor, y Huxley siguió su mirada: paredes verde claro, dos enfermeras de quirófano, asexuales en sus batas, máscaras y capuchas, una enfermera «sucia» que estaba ocupada haciendo algo en un rincón, el anestesista, y los instrumentos que indicaban a Coburn el estado del corazón y de la respiración del paciente.

Una enfermera presentó el gráfico para que lo leyese el cirujano. A una palabra de Coburn, el anestesista descubrió durante un instante la cara del paciente. Cara morena y delgada, nariz aquilina, ojos cerrados y hundidos. Huxley reprimió una exclamación. Coburn levantó las cejas mirando a Huxley.

—¿Qué ocurre?

—Es Juan Valdez.

—¿Y quién es?

—Aquel de quien te hablaba; el estudiante de Derecho de la vista rara.

—¡Hum!… Pues lo que es esta vez sus ojos no vieron lo bastante a la vuelta de la esquina. Tiene suerte de estar vivo. Phil, lo verás mejor si te pones de este lado.

Coburn se transformó en eficiencia impersonal, ignoró la presencia de Huxley, y concentró toda la fuerza de su inteligencia sobre la lacerada carne que tenía delante de sí. El cráneo había sido aplastado o perforado, al parecer por haber entrado en violento contacto con un objeto duro de bordes moderadamente agudos. La herida se encontraba sobre la oreja derecha, y era, en la superficie, de unos cinco centímetros de extensión. Antes de explorar, resultaba imposible saber hasta qué punto había resultado dañada la estructura ósea y la materia gris encerrada tras ella.

Sin duda el cerebro mismo había sufrido algún daño. La superficie de la herida había sido limpiada, y el área en derredor afeitada y pintada. El trauma aparecía en forma de agujero en el cráneo. Sangraba ligeramente, y el orificio estaba parcialmente lleno de un conglomerado extrañamente repugnante de sangre purpúrea coagulada, y tejido blanco, gris y de un amarillo pálido.

Los dedos largos y delicados del cirujano, deshumanizados en sus fundas de color naranja claro, se movían suave y ágilmente en la herida, como poseídos de una vida y de una inteligencia propias e independientes. Así fueron separando tejidos destruidos tan recientemente que sus células componentes no se habían aún notado, fragmentos astillados de hueso, materia dura lacerada, y el tejido gris cortical del cerebro mismo.

Aquel minúsculo drama llegó a fascinar a Huxley, quien perdió la noción del tiempo y del orden de los acontecimientos. Podía recordar órdenes de ayuda tajantes: «¡Pinzas!», «¡Retractor!», «¡Esponja!». El sonido de la pequeña sierra, un zumbido ahogado, luego el crujido que cosquilleaba los dientes al cortar a través del duro hueso vivo. Un instrumento en forma de espátula sirvió para enderezar suavemente las torturadas circunvoluciones. Le parecía increíble e irreal observar cómo el escalpelo rebajaba la puerta de la mente, raspaba la delgada pared de la razón.

Por tres veces una enfermera enjugó el sudor de la frente del cirujano.

La cera realizó su función. La aleación de vitalio sustituyó el hueso, el vendaje cerró el paso a la infección. Huxley había presenciado innumerables operaciones, pero sintió de nuevo aquella sensación casi insoportable de alivio y de triunfo que se percibe cuando el cirujano se aleja y comienza a quitarse los guantes mientras se dirige hacia el vestidor.

Cuando Huxley se reunió con Coburn, el cirujano había descartado su máscara y su gorro, y estaba buscando los cigarrillos bajo su bata. Había adquirido nuevamente un aspecto del todo humano. Sonrió a Huxley y le preguntó:

—Bien, ¿te gustó?

—Estupendo. Fue la primera vez que pude observar tan de cerca. Desde detrás de los cristales no se puede ver tan bien, ¿sabes? ¿Quedará bien?

La expresión de Coburn se alteró.

—Es un amigo tuyo, ¿no es verdad? De momento me había olvidado. Perdón. Sí, quedará bien. Es joven y fuerte, y ha soportado la operación muy bien. Puedes venir y verle tu mismo dentro de un par de días.

—Cortaste un buen trozo del centro del habla, ¿verdad? ¿Podrá hablar cuando se restablezca? ¿O es posible que adquiera afasia, o alguna otra perturbación del habla?

—¿Centro del habla? ¡Si ni siquiera me acerqué a él!

—¿Cómo?

—La próxima vez ponte una piedra en la mano derecha y lo sabrás, Phil. Estás despistado en ciento ochenta grados. Estaba trabajando en el lóbulo cerebral derecho, no en el izquierdo.

Huxley pareció sorprendido, extendió ambas manos enfrente de sí, miró de la una a la otra y entonces su cara se despejó y se rió.

—Tienes razón. Eso me cuesta mucho trabajo, ¿sabes? No puedo nunca recordar cómo debo dar cuando juego al bridge. Pero, espera un momento; estaba tan convencido de que estabas a la izquierda, en los centros del habla, que estoy confuso. ¿Qué consecuencia crees que tendrá eso en su neuropsicología?

—Ninguna, si la experiencia pasada es criterio adecuado. Nunca echará de menos lo que le saqué. Trabajaba en tierra incógnita, compañero, en la «tierra de nadie». Si aquella porción del cerebro en que estaba trabajando tiene alguna función, los mejores fisiólogos no han podido nunca demostrarlo.

Capítulo II

TRES RATONES CIEGOS

«¡Rrrriiiing!».

Joan Freeman sacó sin mirar un brazo y paró el despertador, conservando los ojos bien cerrados en la vana esperanza de que así podría seguir durmiendo. Su mente divagó un poco. Domingo. No hay que levantarse temprano los domingos. Y entonces, ¿para qué había puesto el despertador? Lo recordó de repente y saltó de la cama, sintiendo bajo sus tibios pies el suelo frío en el aire fresco de la mañana. Sus pijamas cayeron al suelo mientras saltaba bajo la ducha; dio un chillido, abrió el agua caliente y luego nuevamente la fría.

Hasta el último artículo de la nevera había entrado en la cesta, y había llenado el termo, cuando oyó el ruido de un automóvil que subía la colina, y el crujido de los neumáticos sobre la gravilla de la entrada. Se puso precipitadamente unas botas bajas, pasó los lazos de sus pantalones de montar debajo de ellas, y se miró al espejo. No está mal, pensó. No era «Miss América», pero tampoco asustaría a ningún niño.

Sonaron golpes a la puerta, y al mismo tiempo la campanilla de la entrada y una voz de barítono:

—Joan, ¿estás decente?

—Casi. Entra, Phil.

Huxley, en pantalón de deporte y camisa de polo iba seguido de otra persona; se volvió hacia ella:

—Joan, éste es Ben Coburn, doctor Ben Coburn. Doctor Coburn, miss Freeman.

—Es usted muy amable de dejarme venir, miss Freeman.

—En absoluto. Phil me ha hablado tanto de usted que tenía muchas ganas de conocerle. —Las frases convencionales iban deslizándose con la facilidad de un antiguo tabú de tribu.

—Llámale Ben, Joan. Es bueno para su ego.

Mientras Joan y Phil cargaban el coche, Coburn inspeccionó el estudio de la muchacha. Una gran habitación única, recubierta de paneles de pino nudoso, dominado por una chimenea acogedora de piedra natural, y llena de librerías desordenadas, evidenciaba su personalidad. Había salido a un pequeño patio, embaldosado de ladrillos musgosos, y provisto de una parrilla y un estanque para peces, que brillaba bajo el sol de la mañana, cuando oyó que le llamaban.

—¡Doc! ¡Agítate! ¡Estamos perdiendo el tiempo!

Volvió a mirar alrededor del patio y se unió a los otros en el auto.

—Me gusta su casa, miss Freeman. ¿Por qué molestarnos en salir de Beachwood Drive, si Griffith Park no puede ser más agradable?

—La contestación es sencilla. Si se queda uno en casa, entonces ya no es un picnic; no es sino desayuno. Y me llamo Joan.

—¿Puedo solicitar un sencillo «desayuno» aquí, alguna mañana, Joan?

—No te enredes con este tonto, Joan —aconsejó Phil en un bien audible susurro—. ¡Sus intenciones no son honradas!

Joan recogió los restos de lo que hasta hacía poco había sido una comida de regular tamaño. Echó al fuego tres huesos bien aprovechados, a los cuales no había ya adherida ninguna partícula, y añadió un poco de papel manchado. Luego sacudió el termo, que hizo un ligero ruido.

—¿Hay alguien que quiera un poco más de jugo de pomelo? —preguntó.

—¿Hay más café? —preguntó a su vez Coburn, y prosiguió, dirigiéndose a Huxley—: ¿Sus aptitudes especiales han desaparecido por completo?

—Sobrado —replicó Joan—. Serviros.

El doctor llenó su propia taza y la de Huxley. Phil respondió:

—Estoy razonablemente seguro de que han desaparecido del todo. Creí que podía haber sido shock histérico debido a la operación, pero lo he probado bajo hipnosis, y los resultados siguen siendo negativos por completo. Joan, eres una cocinera de primera. ¿Me quieres adoptar?

—Eres mayor de edad.

—Podría fácilmente hacer que le declarasen incapaz —dijo Coburn.

—No se recomienda que las solteras adopten.

—Cásate conmigo, y todo estará arreglado. Entre los dos podemos adoptarte, y tú podrás guisar para los tres.

—Pues no diré ni sí ni no, pero sí diré que es la mejor propuesta que se me ha hecho hoy. ¿De qué estabais hablando?

—Dile que nos lo ponga por escrito, Joan. Hablamos de Valdez.

—¡Oh! Ayer ibas a hacer aquellos últimos ensayos, ¿verdad? ¿Qué tal salieron?

—Absolutamente negativos por lo que se refiere a su especial clarividencia. Ha desaparecido.

—¡Hum! ¿Y los ensayos de comprobación?

—El ensayo de carácter de Humm-Wadsworth presentó exactamente el mismo perfil que antes del accidente, dentro de los límites inherentes a la exactitud de la técnica. Su cociente de inteligencia también entró dentro de los límites de la técnica. Los ensayos de asociación tampoco revelaron nada. Según todos los patrones aceptados en neuropsicología es el mismo individuo, excepto por dos razones; le falta un pedazo de córtex, y no puede ver a la vuelta de las esquinas. Y además le molesta mucho haber perdido esa aptitud. —Y añadió al cabo de una pausa—: Eso es bastante concluyente, ¿verdad?

Huxley se volvió a Coburn.

—¿Y tú qué crees, Ben?

—Pues bien, no lo sé. Estás tratando de hacerme admitir que aquel pedazo de materia gris que le quité de la cabeza le proporcionaba la facultad de ver de una manera que no es posible para los órganos sensoriales normales, y que la teoría médica ortodoxa no puede explicar, ¿no es verdad?

—No estoy tratando de hacerte admitir nada. Estoy tratando de descubrir algo.

—Pues bien, puesto que lo expresas así, te diré que si aceptamos que todos tus datos primarios habían sido cuidadosamente obtenidos en condiciones propiamente vigiladas…

—Lo fueron.

—… y que has procedido con mayor cuidado aún en la obtención de tus datos secundarios negativos…

—Así es. Lo he probado durante tres semanas en todas las condiciones posibles.

—Entonces nos encontramos con las conclusiones ineludibles. Primera… —y comenzó a contarlas con los dedos— que este sujeto podía ver sin la intervención de los órganos físicos de los sentidos; y, segunda, que esta poco corriente aptitud, por no decir otra cosa, estaba en algún modo relacionada con una porción del lóbulo derecho de su cerebro.

—¡Bravo! —exclamó Joan.

—Gracias, Ben —dijo Phil—. Naturalmente, había llegado a las mismas conclusiones; pero, como es natural, es muy agradable que alguien más esté de acuerdo conmigo.

—Bueno, ¿y ahora que has llegado ahí, dónde estás?

—No lo sé exactamente. Déjame que lo exprese así: me dediqué a la psicología por la misma razón que otros entran a formar parte de una iglesia (porque sienten una necesidad avasalladora de comprenderse a sí mismos y al mundo que les rodea). Cuando yo era un joven estudiante, creía que la psicología moderna podía darme la respuesta, pero pronto me di cuenta de que los mejores psicólogos no saben ni palabra de la verdadera esencia de la cuestión. Oh, no es que desprecie el trabajo que ha sido realizado; era muy necesario, y ha sido muy útil a su manera. Ninguno de ellos sabe qué es la vida, qué es el pensamiento, si el libre albedrío es una realidad o una ilusión, o si esta última pregunta tiene sentido alguno. Los mejores de ellos admiten su ignorancia, y los peores hacen afirmaciones dogmáticas que son absurdidades evidentes; por ejemplo, algunos de los objetivistas mecanicistas que creen que puesto que Pavlov pudo condicionar a un perro para que babease al sonar un timbre, ya saben todo lo que hay que saber sobre la música de Paderewski…

Joan, que había estado tranquilamente echada a la sombra de los robles, escuchando, habló entonces.

—Ben, tú eres un cirujano del cerebro, ¿verdad?

—Uno de los mejores —certificó Phil.

—Tú has visto muchos cerebros, y además los has visto vivos, que es más de lo que la mayoría de los psicólogos han visto. ¿Qué crees que es el pensamiento? ¿Qué crees que es lo que nos hace funcionar?

Ben sonrió a la muchacha.

—Me has cogido, chiquilla. No pretendo saberlo. No es mi profesión; yo solamente revuelvo.

Joan se incorporó.

—Dame un cigarrillo, Phil. Yo también he llegado al mismo punto de Phil, pero por otro camino. Mi padre quería que estudiase Derecho. Pronto descubrí que estaba más interesada en los principios básicos que hay tras el Derecho, y pasé a la Escuela de Filosofía. Pero la filosofía no era la respuesta que yo buscaba. Realmente hay poca cosa en la filosofía. ¿Has comido alguna vez aquellos dulces helados que venden en las ferias? Pues bien, la filosofía es algo así. Parece como si realmente fuese algo, y es muy bonita, y tiene buen gusto; pero cuando quieres morder, no puedes hincar el diente, y si quieres tragarla, tampoco hay nada que tragar. La filosofía consiste en perseguir palabras, y tiene tanto sentido como un cachorro que se persigue el rabo.

»Estaba a punto de doctorarme en la Escuela de Filosofía, cuando lo dejé correr y pasé a la sección de ciencias y empecé a seguir los cursos de psicología. Creía que si me portaba bien y tenía paciencia todo me sería revelado. Pues bien, Phil ya nos ha dicho a lo que conduce. Comencé a pensar en estudiar medicina o biología; y tú ya acabas de hablarnos de lo que hay por allí. Quizá fue un error enseñar a leer y escribir a las mujeres.

Ben se rió.

—Esto parece algo así como la experiencia reunida en la iglesia del pueblo. Tanto valdrá que yo también me confiese. Me figuro que la mayor parte de los médicos comienzan con un deseo de saberlo todo sobre el hombre, y lo que le hace funcionar, pero es un campo muy amplio, las respuestas finales son elusivas, y siempre hay tanto trabajo que tiene que ser realizado sin demora, que acabamos por no preocuparnos de los problemas finales. Sigo tan interesado como siempre en saber lo que son en realidad la vida, el pensamiento y todo lo demás, pero me es necesario sufrir un ataque de insomnio para encontrar tiempo de preocuparme por ello. Phil, ¿es que te propones seriamente ocuparte de todas esas cosas?

—En cierto modo, sí. He estado reuniendo datos sobre toda clase de fenómenos contrarios a la teoría psicológica ortodoxa, sobre todo aquello que se agrupa bajo el nombre general de metapsíquica: telepatía, clarividencia, las llamadas manifestaciones psíquicas, clariaudición, levitación, yoga, estigmas, todo lo que puedo encontrar sobre estas cosas.

—¿Y no encuentras que la mayor parte de ello se puede explicar de una manera corriente?

—Gran parte de ello, ciertamente. Y luego puedes deformar totalmente la teoría ortodoxa, y prescindir de las leyes estadísticas de la probabilidad para explicar la mayor parte de las restantes. Y después, con atribuir lo que queda al charlatanismo, a la credulidad y la autohipnosis, y rehusar investigarlo, ya te puedes ir a dormir tranquilo.

—La Navaja de Occam —murmuró Joan.

—¿Eh?

—La Navaja de William de Occam. Es el nombre de un principio de lógica; cuando dos hipótesis pueden explicar los hechos conocidos, utiliza la más sencilla de las dos. Cuando un científico convencional tiene que forzar las teorías ortodoxas hasta deformarlas totalmente, para explicar fenómenos no ortodoxos, prescinde del principio de la Navaja de Occam. Es más sencillo formular una nueva hipótesis que abarque todos los hechos, que forzar la antigua, que no había sido nunca destinada a explicar los datos discordantes. Pero los científicos tienen más cariño a sus teorías que a sus mujeres y a sus familias.

—¡Vaya —dijo Phil con admiración—, y pensar que todo eso ha salido de debajo de una permanente!

—¡Si me lo aguantas, Ben, le daré con esta jarra!

—Pido perdón. Tienes toda la razón, querida. Decidí olvidarme de las teorías y tratar estos despreciados fenómenos como si fuesen otros datos cualesquiera, y ver adonde iba a parar.

—¿Y qué clase de cosas —dijo Ben— has ido a desenterrar, Phil?

—Cosas muy diversas, algunas verificadas, otras simples rumores, y unas cuantas verificadas en las condiciones del laboratorio, como el caso de Valdez. Ya debéis haber oído hablar de las cosas de la Yoga. De ello se ha repetido muy poco en el hemisferio occidental, lo cual cuenta en contra suya; y, no obstante, muchas de las cosas raras de la India han sido testimoniadas por observadores competentes y desapasionados: telepatía, predicción acertada, clarividencia, el andar sobre el fuego, y demás.

—¿Y por qué incluyes el andar sobre el fuego en la metapsíquica?

—Por si acaso resulta que la mente puede dominar el cuerpo y otros objetos materiales de la misma manera esotérica.

—¡Hum!

—¿Es que esa idea es más maravillosa que el hecho de que puedas hacer que tu mano rasque tu cabeza? No tenemos más idea del verdadero funcionamiento de la voluntad en un caso que en otro. Fíjate en los habitantes de la Tierra de Fuego. Duermen desnudos sobre el suelo, incluso a cero grados. Ahora bien; el cuerpo no puede efectuar tal ajuste en su economía. Sencillamente, no dispone de la maquinaria adecuada; cualquier fisiólogo podrá decírtelo. Un ser humano desnudo que sea sorprendido al exterior a cero grados tiene que hacer ejercicio o morir. Pero los de Tierra del Fuego no sabían nada acerca de las velocidades metabólicas y demás. Se contentaban con dormir, cómodos y calentitos.

—Hasta ahora no has citado nada cerca de casa. Si permites tal latitud, mi abuelo Stonebender conocía hechos mucho más maravillosos.

—Voy a ellas. No te olvides de Valdez.

—¿Y qué es esto del abuelo de Ben? —preguntó Joan.

—Joan, nunca te jactes de nada en presencia de Ben. Siempre encontrarás que su abuelo Stonebender lo hacía mejor, más de prisa y con más facilidad.

En los ojos azul claro de Coburn resplandeció una mirada de condescendencia.

—La verdad, Phil, me sorprendes. Si yo mismo no fuese un Stonebender, y además tolerante, me inclinaría a resentirme de tu observación. Pero acepto tus excusas.

—Pues bien, para acercar a casa las cosas; además de Valdez, había un hombre en mi población natal, Springfield, Misuri, que tenía un reloj en la cabeza.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que sabía la hora exacta sin mirar el reloj. Si tu reloj estaba en desacuerdo con él, entonces era tu reloj el que iba mal. Además era un calculador relámpago. Sabía instantáneamente la respuesta de los más complicados problemas de aritmética que se le pudiesen proponer. En otros aspectos su mentalidad era débil. Ben asintió.

—Es un fenómeno corriente. Idiots savants.

—Darle un nombre no lo explica. Pero además, si bien cierto número de personas de talento errático son débiles mentales, no todos lo son. Creo que la mayor parte no lo son, pero que rara vez oímos hablar de ellas porque las inteligentes son lo suficientemente listas para saber que la gente les molestaría y posiblemente les perseguiría, si dejasen que el resto de nosotros sospechase que son diferentes.

Ben volvió a asentir.

—Ahí estás en lo cierto, Phil. Prosigue.

—Ha habido muchas de esas gentes de talento imposible que no han sido subnormales en otros aspectos, y que estaban muy cerca de nosotros. Boris Sidis, por ejemplo…

—Aquel niño prodigio, ¿verdad? Creí que no era sincero.

—Quizá. Yo creo que quería ocultar el hecho de que era diferente. En todo caso, tenía poderes notables, si no en calidad, en intensidad. Debió haber sido capaz de leer una página impresa con solamente ojearla, e indudablemente poseía una memoria integral. Y hablando de memoria integral, ¿qué me decís de Tom el Ciego, que podía tocar cualquier pieza de música que hubiese oído solamente una vez? Y más cerca de casa había aquel muchacho, aquí mismo en el condado de Los Ángeles, no hace tantos años, que podía jugar al ping-pong con los ojos vendados, o hacer cualquier otra cosa para la cual los hombres normales requieren sus ojos. Yo mismo lo comprobé, y de verdad que podía hacerlo. Y luego ha habido el «Eco Instantáneo».

—Nunca me has hablado de él, Phil —comentó Joan—. ¿Qué podía hacer?

—Podía hablar como tú, usando tus palabras y tu entonación, en cualquier lenguaje, tanto si lo conocía como si no. Y lo hacía con tanta exactitud que cualquiera que estuviese escuchando era incapaz de distinguir el uno del otro. Podía imitar tu habla y tus palabras tan inmediatamente, tan exactamente y tan sin esfuerzo como tu sombra sigue los movimientos de fu cuerpo.

—Extraño, ¿verdad? Y algo difícil de explicar por la teoría objetivista. ¿Te has encontrado alguna vez con casos de levitación, Phil?

—No en seres humanos. Pero he visto cómo un médium local, un buen muchacho, no un profesional, que vivía en la casa de al lado de la mía, hacía que los muebles de mi casa se levantasen del suelo y flotasen. Yo estaba completamente sobrio. O bien sucedió, o estaba hipnotizado, como queráis. Y hablando de levitación, ¿ya sabéis la historia que se cuenta de Nijinsky?

—¿Cuál?

—La de que flotaba. Hay miles de personas aquí y en Europa (a menos de que hayan muerto durante el Hundimiento) que testimonian que en El Espectro de la Rosa saltaba al aire, se detenía un momento y descendía cuando le parecía. Llamadlo alucinación colectiva. Yo no lo vi.

—Otra vez la Navaja de Occam.

—¿Y eso?

—La alucinación colectiva es más difícil de explicar que el hecho de que un hombre flote por el aire durante unos cuantos segundos. Como la alucinación colectiva no ha sido probada, no se debe inferir para librarse de un hecho perturbador. Es comparable al «Este animal no existe» del patán que vio por primera vez un rinoceronte.

—Quizá. ¿Hay alguna otra cosa rara de que quieras oír hablar, Ben? Tengo un millón de ellas.

—¿Qué me dices de la predicción y de la telepatía?

—Pues bien, la telepatía ha sido positivamente probada por los experimentos del doctor Rhine, aunque sigue sin explicar. Naturalmente, muchos otros la habían observado antes, con tal frecuencia que no es razonable dudar. Por ejemplo, Mark Twain. Escribió sobre el asunto cincuenta años antes que Rhine, documentadamente y con toda clase de detalles. No era un hombre de ciencia, pero tenía sentido común, y no debieron haberle ignorado. Y también Upton Sinclair. La predicción es algo más difícil. Todos hemos oído historias de presentimientos que resultaron ciertos, pero en la mayor parte de los casos son difíciles de trazar. Si queréis una exposición científica de casos de predicción en sueños, en condiciones vigiladas, podéis probar Un Experimento con el Tiempo, de J.W. Dunne.

—¿Y a dónde te lleva todo eso, Phil? ¿No te dedicas solamente a coleccionar «Aunque Parezcan Imposibles»?

—No, pero tenía que acumular una serie de datos (me gustaría que vieseis mis cuadernos de notas) antes de poder formular una hipótesis de trabajo. Ahora tengo una.

—¿Y bien?

—Tú me la proporcionaste, cuando operaste a Valdez. Hacía ya algún tiempo que sospechaba que esas personas que tienen habilidades mentales y físicas extrañas, y aparentemente imposibles, no eran diferentes de nosotros en ningún sentido de anormalidad, sino que se habían encontrado accidentalmente con potencialidades inherentes a todos nosotros. Dime; ¿cuándo abriste el cráneo de Valdez, notaste algo anormal en su aspecto?

—No. Dejando aparte la herida, no presentaba ninguna característica especial.

—Muy bien. Y, sin embargo, cuando hubiste extirpado la parte dañada dejó de poseer su extraño poder de clarividencia. Sacaste aquel pedazo de cerebro de una porción inexplorada, de función desconocida. Y es un dato primario de psicología y de fisiología, que hay superficies extensas del cerebro que no tienen ninguna función conocida. No parece razonable suponer que la parte más desarrollada y más especializada del cuerpo tenga grandes superficies sin función ninguna; es más lógico suponer que sus funciones son desconocidas. Y, no obstante, resulta posible extirpar grandes trozos de cerebro sin ninguna pérdida aparente de la capacidad mental, siempre que no se toquen las áreas que regulan las funciones normales del cuerpo.

»Y en este caso particular de Valdez hemos establecido una relación directa entre una región inexplorada del cerebro y una facultad extraña, la clarividencia. Mi hipótesis de trabajo se deriva directamente de ahí: todas las personas normales son potencialmente capaces de ejercitar todos (o quizá, la mayor parte) de las facultades extrañas a que nos hemos referido: telepatía, clarividencia, aptitud especial para las matemáticas, dominio especial del cuerpo y sus funciones, y demás. La capacidad potencial de realizar tales cosas está localizada en las porciones del cerebro que no tienen función asignada.

Coburn frunció los labios.

—Pues… no sé. Si todos nosotros tenemos esas facultades maravillosas, lo cual no está probado, ¿cómo es que no parecemos ser capaces de utilizarlas?

—No he probado nada aún. No es sino una hipótesis de trabajo. Pero puedo proporcionarte una analogía. Esas facultades no son como la vista, el oído y el tacto, que forzosamente utilizamos desde nuestro nacimiento; son más bien como la facultad del habla, que tiene sus centros especiales en el cerebro desde el nacimiento, pero que tiene que ser educada para que exista. ¿Es que crees que un niño educado exclusivamente por sordomudos aprendería nunca a hablar? Naturalmente que no. Externamente sería también sordomudo.

—Me rindo —concedió Coburn—. Has establecido una hipótesis y la has hecho plausible. ¿Pero cómo vas a comprobarla? No veo la posibilidad. Es una bonita especulación, pero sin un método de trabajo, no pasa de ser una fantasía.

Huxley dio media vuelta y miró desalentado a través de las ramas.

—Ahí está la dificultad. He perdido mi mejor ejemplar de talento extraño, y no sé por dónde empezar.

—Pero, Phil —protestó Joan—. Lo que quieres son sujetos normales, y tratar de desarrollar en ellos habilidades especiales. Me parece maravilloso. ¿Cuándo empezamos?

—¿Cuándo empezamos qué?

—Conmigo, naturalmente. Por ejemplo, toma la facultad de efectuar cálculos relámpago. Si la pudieses desarrollar en mí, serías un mago. Me quedé atascada en álgebra de primer grado. ¡Ni siquiera ahora sé la tabla de multiplicar!

Capítulo III

CADA HOMBRE UN GENIO

—¿Empezamos a trabajar? —preguntó Phil.

—¡Oh, no! —objetó Joan—. Bebamos en paz nuestro café, y dejemos que descanse la comida. Hace dos semanas que no hemos visto a Ben. Quiero que me cuente lo que ha estado haciendo en San Francisco.

—Gracias, guapa —respondió el doctor—, pero preferiría oír hablar del Sabio Loco y de su Trilby.

—¡Sí, sí… Trilby! —protestó Huxley—. Esta chica es tan independiente como un gato en enero. Pero esta vez podemos enseñarte algo, Doc.

—¿De veras? Me alegro. ¿Y qué es?

—Pues bien; como ya sabes, no adelantamos mucho durante los primeros dos meses. Todo venía cuesta arriba. Joan desarrolló una aptitud telepática regular, pero era errática y nada de fiar. Y en cuanto a su habilidad matemática, llegó a aprender las tablas de multiplicar, pero por lo que se refiere a los cálculos relámpago, era un completo fracaso.

Joan se levantó de un salto, pasó entre los dos hombres y la chimenea, y entró en su pequeña cocina.

—Tengo que rascar estos platos y ponerlos en remojo antes de que lleguen las hormigas. Hablad bien alto para que pueda oíros.

—¿Qué puede hacer Joan ahora, Phil?

—No te lo voy a decir. Espera y verás. ¡Joan! ¿Dónde está la mesa de juego?

—Detrás del diván.

—Bien, muchacha. Ya la he encontrado. ¿Y las cartas están en el sitio de costumbre?

—Sí. Estaré con vosotros dentro de un momento. —Reapareció sacándose el delantal de cocina, y se sentó sobre el diván sujetándose las rodillas con las manos.

—La Gran Gaga, el Fantasma de Hollywood, está a punto. Todo lo ve, todo lo sabe. Predicción del futuro, sacamuelas, y diversión refinada para toda la familia.

—Déjate de payasadas. Empezaremos con un poco de telepatía sencilla. Olvídate de todo lo demás. Ben, baraja las cartas.

Coburn así lo hizo.

—¿Y ahora qué?

—Dalas, de una en una, dejándolas ver, pero sin que las vea Joan. Nómbralas, chica.

Ben comenzó a darlas lentamente, y Joan principió a recitar con voz monótona:

—Siete de oros; sota de copas; as de copas; diez de oros; seis de bastos; nueve de espadas; ocho de bastos…

—Ben, ésta es la primera vez que te he visto asombrado.

—Toda la baraja sin un error. Ni el Abuelo Stonebender lo hubiese hecho mejor.

—Eso sí que es un gran elogio, amigo. Probemos una variación. Esta vez no intervengo. No me las dejes ver. No sé cómo saldrá, pues nunca hemos trabajado con nadie más. Pruébalo.

Unos minutos más tarde Coburn echaba la última carta.

—Perfecto; ni una sola equivocación.

Joan se levantó y se acercó a la mesa.

—¿Cómo es que este juego tiene dos diez de oros? —Rebuscó en la baraja, y sacó una carta—. ¡Oh! Creíste que la séptima carta era el diez de oros, pero era el diez de copas. ¿Ves?

—Supongo que fue así —admitió Ben—. Lo siento, pero la luz no es demasiado buena.

—Joan prefiere efectos de luz artísticos antes que conservar la vista —explicó Phil—. Me alegro de que haya sucedido, pues demuestra que empleaba telepatía y no clarividencia. Y ahora un poco de matemáticas. Dejaremos de lado los trucos corrientes con raíces cúbicas, adición instantánea, logaritmos de funciones hiperbólicas, y demás. Puedes creerme; lo sabe hacer. Más tarde puedes ensayarla en esos trucos sencillos. He aquí una pequeña invención mía, que requiere lectura rápida, memoria integral, la manipulación de un número increíble de permutaciones y combinaciones, y la investigación matemática de alternativas. ¿Sabes hacer solitarios, Ben?

—Sin duda.

—Quiero que barajes a fondo las cartas, y luego hagas un solitario Canfield, dando de la izquierda a la derecha; luego, que lo juegues con tres cartas a la vez, sacando del paquete una y otra vez, hasta que te quedes encallado y no puedas avanzar más.

—Muy bien. ¿En qué consiste la gracia?

—Después que hayas barajado y cortado, quiero que pases las cartas una vez, manteniéndolas de tal modo que Joan pueda ver rápidamente el índice de cada una de ellas. Luego espera un momento.

Hizo silenciosamente lo que le habían indicado, mientras Joan lo comprobaba.

—Tendrás que hacerlo otra vez, Ben; solamente he visto cincuenta y una cartas.

—Dos de ellas se deben haber quedado pegadas. Lo haré con más cuidado.

Y lo repitió.

—Esta vez fueron cincuenta y dos. Está bien.

—¿Estás a punto, Joan?

—Sí, Phil. Anótalo; las copas al seis, los oros al cuatro, las espadas a la sota, ningún basto.

Coburn pareció incrédulo.

—¿Quieres decir que de esta manera va a salir?

—Pruébalo y verás.

Dio las cartas de izquierda a derecha, y luego hizo el juego lentamente. En un punto Joan le detuvo.

—No; pon en aquel espacio el montón del rey de copas, en lugar del rey de espadas. Con el rey de espadas hubiese salido el as de bastos, pero se hubiesen sacado tres copas menos. —Coburn no dijo nada, e hizo lo que le indicaba la muchacha. Luego ella le detuvo dos veces más indicándole una alternativa diferente.

El juego salió exactamente tal como había predicho.

Coburn se pasó la mano por el cabello, y contempló las cartas.

—Joan —dijo humildemente—, ¿es que no te duele nunca la cabeza?

—No cuando hago eso. No parece ser en absoluto un esfuerzo.

—La verdad es —dijo Phil seriamente—, que no hay razón ninguna para que sea un esfuerzo. Por lo que sabemos el pensar no requiere gasto alguno de energía. Uno debería ser capaz de pensar bien y exactamente sin esfuerzo alguno. Tengo la impresión de que es el pensar mal lo que da dolor de cabeza.

—¿Pero cómo diablos lo haces, Phil? A mí me duele la cabeza no más que de pensar en la magnitud del problema, si se tuviese que resolver por medio de matemáticas convencionales.

—Yo no sé cómo lo hace, ni ella tampoco.

—Y entonces, ¿cómo aprendió a hacerlo?

—Luego nos ocuparemos de eso. Antes quiero enseñarte nuestra piece de resistance.

—Ya no puedo absorber mucho más; estoy groggy.

—Te gustará.

—Espera un momento, Phil. Quiero probar mi propia idea. ¿A qué velocidad puede leer Joan?

—Tan rápidamente como puede ver.

—¡Hum!… —El doctor sacó un manojo de hojas escritas a máquina del bolsillo interior de su chaqueta—. Tengo aquí el segundo borrador de una publicación sobre la que he estado trabajando. Probaremos a Joan con una de las páginas. ¿De acuerdo, Joan?

—Desde luego.

Separó del resto una de las páginas interiores y se la pasó. La chica le dio una ojeada y se la devolvió. Ben se quedó perplejo.

—¿Qué ocurre?

—Nada. Compruébame mientras lo leo. —Y comenzó a canturrear rápidamente—: Página cuatro, según Cunningham, quinta edición, página 547: «Otro ramal de fibras, a saber, el fasciculus spinocerebellaris (posterior) prolongado hacia arriba hasta el funiculus lateral de la medulla spinallis, se aparta progresivamente de esta porción de la medulla oblongata. Esa área se encuentra en la superficie, y es…».

—Eso basta, Joan; párate. Dios sabe cómo lo hiciste, pero has leído y recordado aquella página de jerga técnica en una fracción de segundo. —Y se sonrió con astucia—. Pero tu pronunciación ha sido un poco defectuosa. Mi abuelo Stonebender lo hubiese hecho perfectamente.

—¿Y qué podías esperar? No sé lo que significan la mitad de las palabras.

—Joan, ¿cómo aprendiste a hacer eso?

—La verdad, Doctor; no lo sé. Es algo así como aprender a montar en bicicleta; te caes una y otra vez, hasta que llega un día en que montas y sales corriendo, sin más. Y al cabo de una semana ya montas sin manillar y pruebas de hacer equilibrios. Ha sido algo así; sabía lo que quería hacer, y un buen día lo conseguí. Ven; Phil se está impacientando.

Ben se quedó silencioso y perplejo y dejó que Phil le condujese a un pequeño escritorio situado en un rincón.

—Joan, ¿podemos usar cualquier cajón? Bueno. Ben, escoge un cajón de este escritorio, saca todos los objetos que quieras y añade los que te parezca. Luego, sin mirar en el cajón, revuelve el contenido, saca algunos de los objetos y mételos en otro cajón. Quiero eliminar la posibilidad de telepatía.

—Phil, no te preocupes por mi trabajo doméstico. Mis numerosos secretarios estarán contentísimos de arreglar el cajón cuando hayas terminado de jugar con él.

—No te interpongas en el camino de la ciencia, pequeña. Además —añadió echando una ojeada al cajón—, es evidente que nadie ha arreglado este escritorio desde hace por lo menos seis meses. Un poco más de desorden no le perjudicará.

—¡Y bueno! ¿Qué puedes esperar cuando paso todo el día aprendiendo trucos de salón para ti? Además, ya sé donde está cada cosa.

—Eso es precisamente lo que me temo, y por lo que quiero que Ben introduzca un poco más de desorden si es que eso es posible. Adelante, Ben.

Cuando el doctor lo hubo hecho, y luego cerrado el cajón, Phil continuó:

—Para esto valdrá más que uses papel y lápiz, Joan. Primero apunta todo lo que veas en el cajón, y luego haz un pequeño dibujo que indique aproximadamente la situación de cada cosa.

—Bien. —Se sentó al escritorio y comenzó a escribir rápidamente—: Una bolsa grande de piel negra. Una regla de quince centímetros.

Ben la detuvo:

—Espera un momento. Eso está mal; yo hubiese notado algo tan voluminoso como una bolsa.

La muchacha arrugó el entrecejo.

—¿Qué cajón dijiste?

—El segundo a la derecha.

—Creí que habías dicho el de arriba.

—Bueno, quizá sí.

La chica comenzó de nuevo: Cortapapeles de latón. Seis lápices variados y uno rojo. Trece anillas de goma. Cortaplumas de mango de nácar.

—Este cuchillo debe ser tuyo, Ben. Es muy bonito; ¿cómo es que no lo había visto antes?

—Lo compré en San Francisco. ¡Dios santo, muchacha; todavía no lo has visto!

Una caja de cerillas anunciando el Hotel Sir Francis Drake. Ocho cartas y dos facturas. Dos pedazos de entradas al Teatro Follies Burlesque.

—Doctor, me sorprende eso de ti.

—Sigue con tu trabajo.

—Siempre y cuando me prometas llevarme la próxima vez que vayas.

Un termómetro clínico con clip para el bolsillo. Goma de borrar para la máquina de escribir. Tres llaves distintas. Un lápiz de labios, Max Factor 3. Un bloque de notas y algunas tarjetas de archivador, usadas por un lado. Una pequeña bolsa de papel marrón que contiene un par de medias número nueve, matiz Criolla.

—Me había olvidado de que las había comprado; esta mañana estuve buscando un par decente por toda la casa.

—¿Y por qué no usaste tus ojos de rayos X, Mrs. Houdini?

Se quedó sorprendida.

—La verdad es que no se me ocurrió. No me he acostumbrado a utilizarlos.

—¿Algo más en el cajón?

—Solamente una caja de papel de escribir. Un segundo; haré el dibujo. —Y se puso a dibujar por espacio de un par de minutos, con la lengua entre los dientes, y desplazando los ojos del papel hacia el cerrado cajón y viceversa.

Ben preguntó:

—¿Es que tienes que mirar en dirección del cajón para ver lo que hay dentro?

—No, pero me sirve de ayuda. Me marea ver una cosa cuando no la estoy mirando.

Comprobaron el contenido y la disposición de los objetos, que resultaron ser exactamente tal como Joan había dicho. Cuando terminaron el doctor Coburn permaneció tranquilamente sentado, sin hacer comentario alguno. Phil, algo molesto ante tal demostración de desinterés, le preguntó:

—Y bien, Ben; ¿qué te parece? ¿Te ha gustado?

—Ya sabes lo que pensaba. Has probado por completo tu teoría, pero estoy pensando sobre lo que implican algunas de sus posibilidades. Me parece que se nos acaba de conceder el mayor regalo de que pueda disponer un cirujano. Joan, ¿puedes ver el interior de un cuerpo humano?

—No lo sé. Nunca he…

—Mírame.

La chica le contempló un momento en silencio.

—Pues… pues…, ¡puedo ver como late tu corazón!

—Phil, ¿puedes enseñarme a ver cómo ve ella?

Huxley se frotó la nariz.

—No sé. Quizá.

Joan se inclinó sobre el sillón en que estaba sentado el doctor.

—¿No se duerme, Phil?

—¡Diablos! ¡No! Lo he probado todo salvo darle en la cabeza con un martillo. No creo que haya ahí cerebro ninguno que hipnotizar.

—No seas mezquino. Probemos otra vez. ¿Cómo te sientes, Ben?

—Bien, pero completamente despierto.

—Esta vez voy a salir de la habitación. Quizá yo sea un factor perturbador. Ahora, pórtate bien, y duérmele pronto. —Y les dejó.

Cinco minutos más tarde Huxley la llamó.

—Vuelve a entrar, muchacha. Se durmió.

La chica volvió a entrar y miró a Coburn que estaba repantigado en el sillón, inmóvil y con los ojos cerrados.

—¿Estás a punto para mí? —preguntó Joan volviéndose a Huxley.

—Sí. Prepárate. —La chica se echó sobre el diván—. Ya sabes lo que quiero; conecta con Ben tan pronto como te duermas. ¿Necesitas alguna persuasión para dormirte?

—No.

—Muy bien. Entonces, ¡duerme!

Joan quedó inmóvil, relajada.

—¿Duermes, Joan?

—Sí, Phil.

—¿Puedes llegar, a la mente de Ben?

Breve pausa:

—Sí.

—¿Y qué encuentras allí?

—Nada. Es como una habitación vacía, pero amistosa. Espera un momento; me ha reconocido.

—¿Qué dijo?

—Sólo un saludo. No fue en palabras.

—¿Puedes oírme, Ben?

—Desde luego, Phil.

—¿Estáis juntos vosotros dos?

—Sí, sí; de veras.

—Escuchadme, los dos. Quiero que os despertéis juntos, permaneciendo en contacto. Luego Joan tiene que enseñar a Ben a que perciba lo que puede verse. ¿Podéis hacerlo?

—Sí, Phil. Podemos hacerlo. —Fue como si hubiese hablado una sola voz.

Capítulo IV

VACACIONES

—Francamente, Mr. Huxley, no acierto a comprender su actitud tan poco cooperativa. —El presidente de la Universidad de Western dejó que la mirada de sus ojos ligeramente prominentes incidiese sobre el segundo botón del chaleco de Phil—. Se le han dado a usted toda clase de facilidades para realizar una investigación importante y útil en campos de valor comprobado. Hemos mantenido ligero su programa de instrucción a fin de que pudiera hacer uso de su indiscutible habilidad. Ha estado usted actuando de presidente de su subdepartamento durante el último semestre. Y sin embargo, en lugar de aprovecharse de tales excepcionales oportunidades, se ha dedicado usted, según usted mismo ha admitido, a perder el tiempo en la persecución infantil de cuentos de viejas y de estúpidas supersticiones. ¡La verdad, hombre, no lo comprendo!

Phil respondió, reprimiendo su exasperación:

—Pero, doctor Brinkley, si usted me permitiese mostrarle…

El presidente interpuso la palma de la mano.

—Por favor, Mr. Huxley. No es necesario volverlo a discutir. Y otra cosa me ha sido llamada la atención sobre el hecho de que ha estado usted interfiriendo en las cuestiones de la escuela de medicina.

—¡La escuela de medicina! No he puesto los pies en ella desde hace semanas.

—He sido informado con autoridad indiscutible que usted ha influido sobre el doctor Coburn para que, al realizar operaciones quirúrgicas, desechase el consejo de los diagnosticadores de la facultad, los cuales son, permítame que añada, los mejores diagnosticadores de la Costa Occidental.

Huxley mantuvo un tono de voz de cortés frialdad.

—Supongamos por un momento que haya influido sobre el doctor Coburn (y no concedo tal suposición); es que ha habido algún caso en que la negativa del doctor Coburn de seguir el diagnóstico haya dejado de ser justificada por la historia subsiguiente del caso.

—Eso nada tiene que ver. La cuestión es: no puedo permitir que el profesorado de una escuela interfiera en las cuestiones de otra escuela. Tengo la seguridad de que se hace cargo de la justicia de mi punto de vista.

—No admito haber interferido. Lo niego.

—Lamento tener que ser yo quien juzgue eso. —Brinkley se levantó tras su escritorio y se acercó a Huxley—. Mr. Huxley, ¿me permite que le llame Philip? Me gusta que los jóvenes de nuestra institución me consideren un amigo; quisiera dar a usted el mismo consejo que daría a mi hijo. El semestre termina dentro de uno o dos días. Creo que usted necesita unas vacaciones. La Junta ha presentado algunas objeciones a la renovación de su contrato, por cuanto no ha completado usted su doctorado. Yo me tomé la libertad de asegurarles que usted presentaría una tesis adecuada durante el próximo año académico, y estoy seguro de que puede usted hacerlo si dedica sus esfuerzos a un trabajo sólido y constructivo. Tome usted sus vacaciones, y cuando regrese podrá esbozarme la tesis que se proponga. Estoy seguro de que la Junta no opondrá entonces objeción alguna a su contrato.

—Había tenido la intención de presentar los resultados de mi actual investigación como tema de mi tesis.

Las cejas de Brinkley se alzaron en señal de cortés sorpresa.

—¿De veras? Pues, amigo mío, como usted ya sabe, eso es por completo imposible. Realmente necesita unas vacaciones. Adiós, pues; y si no le vuelvo a ver antes del comienzo, permítame que se las desee muy felices.

Cuando una pesada puerta se hubo interpuesto entre él y el presidente, Huxley dejó de afectar modales corteses y se apresuró a través del patio, sin hacer caso de estudiantes ni de profesores. Encontró a Ben y a Joan que le esperaban en su banco favorito, que dominaba el Boulevard Wilshire a través de Los Pozos de Alquitrán La Brea.

Se dejó caer sobre el asiento, junto a ellos. Ninguno de los dos hombres habló, pero Joan no pudo reprimir su impaciencia.

—Y bien, Phil, ¿qué te ha dicho el viejo fósil?

—Dame un cigarrillo. —Ben le pasó una cajetilla y esperó—. No dijo mucho; no hizo sino amenazarme con la pérdida de mi empleo y la ruina de mi reputación académica si no me achantaba y le lamía las manos. Todo ello, claro está, en los términos más corteses.

—Pero, Phil, ¿no le ofreciste llevarme y enseñarle el progreso que ya has hecho?

—No mencioné tu nombre; era inútil. Sabía perfectamente quien eras; e hizo una referencia indirecta acerca de lo poco aconsejable que es que los instructores jóvenes se encuentren con alumnas excepto en ocasiones solemnes y en compañía adecuada; y me habló del elevado tono moral de la Universidad, y de nuestras obligaciones respecto al público.

—¡Vaya con el cochino tal y cual! ¡Le haré pedazos cuando lo coja!

—Cálmate, Joan. —La voz de Ben Coburn sonaba suave y reflexiva—. ¿Cómo fue exactamente que te amenazó, Phil?

—Se negó a renovarme ahora el contrato. Tiene la intención de tenerme sobre alfileres durante todo el verano, y entonces, si en otoño vuelvo callado como un conejo, quizá lo renueve… si le place. ¡Maldito sea! Lo que más me molestó fue su insinuación de que me estaba hundiendo y que necesitaba un descanso.

—¿Y qué piensas hacer?

—Supongo que buscar trabajo. Ben, tengo que comer.

—¿En enseñanza?

—Supongo, Ben.

—¿No tendrás muchas probabilidades, verdad, sin que te hayan dejado oficialmente en libertad en Western? Pueden ponerte en la lista negra con bastante eficacia. En realidad no tienes mucha más libertad que un jugador profesional de fútbol.

Phil no dijo nada, y parecía muy abatido. Joan suspiró y miró a través de la depresión pantanosa que rodeaba los yacimientos de alquitrán. Luego suspiró y dijo:

—Podríamos atraer aquí al Gatoviejo y darle un empujón.

Los hombres sonrieron pero no contestaron. Y Ben dijo a Phil:

—¿Sabes, Phil? Aquella idea del viejo acerca de unas vacaciones no era del todo estúpida: a mí mismo no me vendría mal una.

—¿Has pensado concretamente en alguna?

—Pues sí, más o menos. Hace siete años que estoy aquí y en realidad nunca he visitado el Estado. Me gustaría recorrerlo en auto, sin destino especial en vista; podíamos pasar por Sacramento e ir hacia el norte de California. Dicen que el campo es allí estupendo. Y pasar por Altas Sierras y Grandes Árboles a nuestra vuelta.

—Eso parece realmente prometedor.

—Podrías llevar contigo tus notas de investigación, y hablaríamos de sus ideas a medida que avanzábamos… Y cuando decidieses que querías escribir algo, podíamos detenernos para que lo hicieses.

Phil alargó la mano.

—De acuerdo, Ben. ¿Cuándo empezamos?

—En cuanto se acabe el curso.

—Veamos…, deberíamos poder salir el viernes por la tarde. ¿Qué auto usamos, el tuyo o el mío?

—Mi coupé no estaría mal. Tiene mucho sitio para el equipaje.

Joan, que había venido siguiendo con interés la conversación, les interrumpió.

—¿Por qué usar tu coche, Ben? Tres personas no pueden ir cómodas en un coupé.

—¿Tres personas? ¿Qué quieres decir con tres personas? Tú no vienes, querida.

—¿No? Eso es lo que tú te figuras. No podéis libraros de mí ahora; soy el caso de laboratorio. Oh, no, no me podéis dejar así como así.

—Pero, Joan, es cosa de sólo de hombres.

—¿De modo que queréis libraros de mí?

—Mira, Joan, no dijimos eso. Pero parecería algo raro que fueses dando vueltas por ahí con un par de hombres.

—¡Tontos! ¡Cobardes! ¿Es que os preocupa vuestra reputación?

—No. Lo que nos preocupa es la tuya.

—No lo creo. Ninguna muchacha que viva sola tiene reputación. Puede ser tan pura como el jabón más blanco, y sin embargo los gatos de la universidad, de ambos sexos, la harán pedazos. ¿De qué tenéis miedo? No vamos a cruzar las fronteras de ningún Estado.

Coburn y Huxley cruzaron entre sí la mirada que utilizan los hombres cuando se enfrentan con la persistencia de una mujer poco razonable.

—¡Cuidado, Joan! —Un gran autobús de Santa Fe se encaramó por el lado opuesto de la carretera y pasó como una exhalación. Joan hizo pasar la cola del gris sedán alrededor de un tanque y remolque de gasolina, antes de replicar. Cuando lo hizo, volvió la cabeza para hablar directamente con Phil, quien iba sentado detrás.

—¿Qué ocurre, Phil?

—¡Por poco nos hiciste chocar con veinte toneladas de lo mejorcito del parque automóvil de Santa Fe!

—No te pongas nervioso; conduzco desde que tenía dieciséis años, y nunca he tenido un accidente.

—No me extraña; ¡no tendrás más que uno! En todo caso —prosiguió Phil—, ¿es que no puedes mantener los ojos en la carretera? Eso es pedir mucho, ¿verdad?

—Pero si no tengo que mirar la carretera. Fíjate. —Volvió del todo la cabeza y le enseñó que sus ojos estaban completamente cerrados. La aguja del cuentavelocidades estaba alrededor de los ciento cincuenta.

—¡Joan! ¡Por favor!

Joan abrió los ojos y volvió a mirar hacia delante.

—Pero, es que no tengo que mirar para ver. Tú me lo enseñaste, sabio. ¿No te acuerdas?

—Sí, sí. ¡Pero nunca te enseñé a que lo aplicases a conducir un auto!

—¿Y por qué no? Soy el conductor más seguro que has visto en tu vida; puedo ver todo lo que hay en la carretera, incluso tras una curva ciega. Y cuando es necesario, leo la mente de los otros conductores para saber lo que van a hacer.

—Tiene razón, Phil. Las pocas veces que me he fijado en su manera de conducir, ha hecho exactamente lo mismo que yo hubiese hecho en las mismas circunstancias. Es por eso que no me he puesto nervioso.

—Bueno, bueno —contestó Phil—. ¿Pero queréis hacerme el favor, vosotros los superhombres, de acordaros de que en el asiento de atrás hay un mortal ordinario y algo nervioso que no puede ver tras de las esquinas?

—Me portaré bien —dijo Joan sobriamente—. No pretendía asustarte, Phil.

—Me interesa —prosiguió Ben— lo que decías acerca de no serte necesario mirar hacia lo que quieres ver. Yo no lo puedo hacer satisfactoriamente. Recuerdo que una vez dijiste que te mareaba emplear la percepción directa y mirar al mismo tiempo hacia otro lado.

—Así era antes, pero ahora ya me he acostumbrado, y lo mismo te ocurrirá a ti. No se trata sino de quebrantar viejas costumbres. Para mí, todas las direcciones son «hacia delante»… alrededor, hacia arriba y hacia abajo. Puedo enfocar mi atención en cualquier dirección, o en dos o tres direcciones al mismo tiempo. Puedo también, desde donde estoy físicamente, escoger un punto cualquiera y mirar al otro lado de las cosas… pero eso es más difícil.

—Vosotros dos hacéis que me sienta como si fuese la madre del Patito Feo —dijo Phil amargamente—. ¿Es que todavía os acordaréis de mí con afecto, cuando hayáis pasado más allá de toda comunicación humana?

—¡Pobre Phil! —exclamó Joan con sincera simpatía en su voz—. Tú nos has enseñado, pero nadie se ha tomado el trabajo de enseñarte. Te diré lo que podemos hacer, Ben; parémonos esta noche en un campamento para autos (alguno bueno habrá en las afueras de Sacramento) y pasemos un par de días haciendo para Phil lo que él ha hecho para nosotros.

—Para mí está bien. Es una buena idea.

—Muy amable de tu parte, amigo —concedió Phil; pero era evidente que aquello le complacía y ablandaba—. Cuando hayáis terminado conmigo, ¿podré conducir un auto sobre dos ruedas?

—¿Y por qué no aprender a levitar? —sugirió Ben—. Es más sencillo, más económico y no hay nada que se pueda estropear.

—Quizá lo haremos algún día —respondió Phil, perfectamente en serio—, no se sabe adónde puede conducirnos esta línea de investigación.

—Sí, tienes razón —contestó Ben con la misma seriedad—. Me estoy acostumbrando a creer siete cosas imposibles antes de desayunar. ¿Qué estabas diciendo antes de que nos cruzásemos con aquel camión cisterna?

—Estaba tratando de exponeros una idea que me ha venido rondando la cabeza desde hace unas semanas. Es algo tan grande, que casi ni yo mismo puedo creerlo.

—Bueno, ¡dilo ya!

Phil comenzó a contar con los dedos.

—Hemos probado, o hemos tendido a probar que la mente humana normal tiene facultades hasta ahora insospechadas, ¿no es verdad?

—Provisionalmente, sí. Así parece.

—Facultades mucho más allá que las que la raza acostumbra a emplear.

—Sí; sin duda. Sigue.

—¿Y tenemos razones para creer que estas facultades existen, y deben su existencia a ciertas áreas del cerebro a las cuales los fisiólogos no habían hasta ahora asignado función ninguna? Es decir, que tienen una base orgánica, lo mismo que el ojo y los centros de visión del cerebro son las bases orgánicas de la visión.

—Sí; eso es elemental.

—¿Y no ves lo que esto implica?

Coburn pareció quedarse perplejo, pero luego un gesto de comprensión se extendió por su cara. Y Phil continuó con voz satisfecha.

—¿También tú lo ves? La conclusión es ineludible; debió haber un tiempo en que toda la raza utilizaba esas extrañas facultades con la misma facilidad con que oían, veían u olían. Y debió haber un periodo largo, muy largo (decenas o centenares de miles de años), durante los cuales desarrollaron esas facultades como tal raza. Como individuos no pudieron hacerlo, del mismo modo como tampoco pudieron haber obtenido alas. Fue necesario hacerlo racialmente, en un período de tiempo muy largo. La teoría de las mutaciones tampoco sirve (la mutación procede a pequeños saltos, y el uso confirma la alteración). No, por cierto, esas extrañas funciones son vestigios; algo queda de un tiempo en que toda la raza las utilizaba.

Phil cesó de hablar, y Ben no le respondió, sino que permaneció meditabundo por espacio de unos quince kilómetros. Joan comenzó a hablar una vez, pero luego lo pensó mejor. Finalmente, Ben principió a hablar lentamente.

—No puedo ver ningún error en tu razonamiento. No es lógico suponer que áreas enteras del cerebro con funciones complejas pudiesen aparecer así sin más. ¡Pero, amigo, te has cargado la antropología moderna!

—Es lo que me preocupaba al principio, y por eso no dije nada. ¿Sabes algo de antropología?

—Nada, salvo lo poco que adquiere de refilón un estudiante de medicina.

—Y yo tampoco sabía nada, pero la respetaba mucho. El profesor Whoosistwitchell reconstruía uno de nuestros tatarabuelos partiendo de su clavícula y de uno de sus dientes, y daba una larga conferencia sobre sus costumbres más íntimas, y yo me lo tragaba todo sin pestañear, y además me quedaba boquiabierto. Pero empecé a leer sobre la materia y, ¿sabes con lo que me encontré?

—Dime…

—En primer lugar, no hay en el mundo un solo antropólogo distinguido de quien otro antropólogo igualmente distinguido no diga que es un embustero de siete suelas. No se pueden poner de acuerdo sobre los elementos más sencillos de su presunta ciencia. En segundo lugar, no hay ni una colección de objetos realmente decentes que apoyen sus afirmaciones sobre la ascendencia del hombre. Nunca vi salir tanto jugo de una sola naranja. Escriben libro tras libro, ¿y qué es lo que tienen para apoyarse? El Hombre de Dawson, el de Pekín, el de Heidelberg, y un par más. Y no se trata de esqueletos completos, sino de un cráneo estropeado, un par de dientes y quizá un par de huesos.

—Vamos, Phil; de los hombres de Cromagnon se encontraron muchos ejemplares.

—Sí, pero esos eran verdaderos hombres, y yo me refiero a los infrahombres, nuestros predecesores en la evolución. Lo que ocurre es que estaba tratando de convencerme de que no tenía razón. Si la ascensión del hombre hubiese sido larga y regular, de infrahombres a salvajes, de salvajes a bárbaros, y luego estos bárbaros hubiesen perfeccionado sus culturas hasta convertirlas en civilizaciones… todo eso con solamente pequeños retrocesos de algunos siglos, o todo lo más de algunos milenios…, y si nuestra cultura actual fuese la más elevada que la raza hubiese alcanzado… Si todo eso fuese cierto, entonces mi idea estaba equivocada.

»Me seguís, ¿verdad? La evidencia interna del cerebro demuestra que la humanidad, en algún momento de su perdida historia, alcanzó alturas hoy insospechadas. Por alguna razón, la raza decayó. Y eso ocurrió hace tanto tiempo que en ninguna parte hemos encontrado rastro de ello. Esos seres brutales infrahumanos que tanto entusiasman a los antropólogos no pueden ser nuestros antepasados; son demasiado nuevos, demasiado primitivos, demasiado jóvenes. Son demasiado recientes; no dejan tiempo a que la raza haya desarrollado esas facultades cuya existencia hemos probado. O bien la antropología no sirve de nada, o Joan no puede hacer lo que le hemos visto hacer.

El centro de la controversia no dijo nada. Mientras el automóvil se deslizaba rápidamente, permaneció sentada al volante, con los ojos cerrados frente al sol poniente, contemplando la carretera con una visión interna imposible.

Cinco días enseñando a Huxley, y el sexto en la carretera. Sacramento había quedado atrás. Durante la última hora el Monte Shasta había sido visible de vez en cuando a través de claros entre los árboles. Phil detuvo el coche junto a un mirador construido al lado de la carretera principal 99 de Estados Unidos. Se volvió hacia sus pasajeros.

—¡Abajo todo el mundo! —dijo—. ¡Admirad el paisaje!

Los tres descendieron y se quedaron contemplando el Monte Shasta, a cincuenta kilómetros de distancia y a lo largo del cañón del río Sacramento. Hacía un tiempo fresco, y el aire estaba tan claro como la mirada de un niño. El pico quedaba enmarcado por dos de los grandes abetos que descendían por los costados del cañón. Aún había nieve sobre las laderas del cono, hasta la línea de los árboles.

Joan masculló algo, y Ben volvió la cabeza.

—¿Qué dices, Joan?

—¿Yo? Nada. Me decía a mí misma unos versos.

—¿Cuáles?

La Montaña Sacratísima, de Tietjens:

«Ahí está el espacio y los doce limpios vientos;

y en ellos anida la eternidad, paz blanca y presencia manifiesta.

Ahí cesa el ritmo. No hay lugar al tiempo. Es el fin que no tiene fin.»

Phil carraspeó, y algo avergonzado rompió el silencio.

—Me figuro que comprendo lo que quieres decir.

Joan se enfrentó con ellos.

—Muchachos —dijo—, voy a subir al Monte Shasta.

Ben la estudió desapasionadamente.

—Joan —afirmó—, tienes muchas pretensiones.

—Lo digo de veras. No dije que vosotros ibais a subir: dije que yo lo haría.

—Pero nosotros respondemos de tu seguridad y de tu salud. Y por lo que a mí se refiere no me tienta una ascensión de cinco mil metros.

—Vosotros no sois responsables de mi seguridad; soy una ciudadana libre. Pero además, una ascensión no os perjudicaría; más bien os ayudaría a eliminar un poco de esa grasa que estáis almacenando.

—¿Y por qué —preguntó Phil— has decidido tan súbitamente hacer esta ascensión?

—En realidad no se trata de una decisión súbita, Phil. Desde que salimos de Los Ángeles he soñado repetidas veces que ascendía, ascendía, hacia alguna altura… y que me sentía muy feliz por ello. Ahora sé que lo que estaba ascendiendo era el Monte Shasta.

—¿Y cómo lo sabes?

—Lo sé.

—Ben, ¿y tú qué piensas de eso?

El doctor cogió una piedra y la arrojó en dirección al río. Esperó a que se detuviese unos cientos de metros más abajo.

—Supongo —dijo— que podemos empezar a comprarnos botas de clavos.

Phil se detuvo, y los otros dos que le seguían por el estrecho sendero se vieron también forzados a detenerse.

—Joan —preguntó en tono preocupado—, ¿es éste el camino por el que vinimos?

Se agolparon estrechamente, mientras el helado viento cortaba sus caras como navajas, y los torbellinos de nieve les rodeaban cegándoles; Joan pensó cuidadosamente su respuesta:

—Así lo creo —se aventuró a decir al fin—, pero incluso si cierro los ojos, esta nieve hace que todo parezca diferente.

—También me ocurre a mí lo mismo. Por lo visto nos equivocamos al no tomar un guía…, pero, ¿quién había de pensar que un hermoso día de verano terminase en una tempestad de nieve?

Ben golpeó el suelo con los pies, y una mano contra la otra, para entrar en calor.

—Vámonos —instó—. Incluso si éste es el verdadero camino, nos queda lo peor por recorrer antes de llegar al refugio. No os olvidéis de aquel trozo de glaciar que cruzamos.

—Me gustaría poder olvidarlo —respondió sobriamente Phil—. No me entusiasma la idea de atravesarlo con este tiempo.

—Ni a mí tampoco, pero si nos quedamos aquí nos helaremos.

Con Ben ahora a la cabeza siguieron su cauteloso avance, volviendo la cabeza para evitar el viento, y con los ojos medio cerrados. Al cabo de unos cuantos centenares de metros Ben les detuvo nuevamente.

—¡Cuidado, todos! —advirtió—. Aquí casi no queda sendero, y es resbaladizo. —Prosiguió unos cuantos pasos—. Es algo… —Le oyeron hacer un violento esfuerzo para recobrar el equilibrio y luego caer pesadamente.

—¡Ben! ¡Ben! —gritó Phil—, ¿estás bien?

—Me imagino que sí —dijo entrecortadamente—. Me he dado un golpe terrible en la pierna. Tened cuidado.

Vieron entonces que estaba en el suelo, colgando parcialmente sobre el borde del sendero. Se acercaron con precaución hasta ponerse junto a él.

—Dame la mano, Phil. Cuidado.

Phil le ayudó a volver al sendero.

—¿Puedes tenerte de pie?

—Me temo que no. Mi pierna izquierda me hizo ver las estrellas al moverme ahora. Mírala, Phil. No; no te molestes en quitar la bota; mira a su través.

—Es verdad. Me había olvidado. —Phil estudió un momento el miembro—. Es bastante feo, amigo; fractura de la tibia unos diez centímetros por debajo de la rodilla.

Coburn silbó un par de compases de Suwannee River, y dijo:

—Precioso, ¿verdad? ¿Fractura simple o compuesta, Phil?

—Parece una fractura limpia, Ben.

—No es que eso importe mucho ahora. ¿Qué vamos a hacer?

Joan le contestó:

—Tenemos que construir una litera y bajarte de la montaña.

—Hablas como una verdadera exploradora, muchacha. ¿Es que has pensado cómo Phil y tú vais a poder maniobrar una litera conmigo dentro sobre este tramo de hielo?

—Pues de un modo u otro tendremos que hacerlo. —Pero su voz revelaba poca confianza.

—No sirve, chica. Tendréis que arreglarme un poco y dejarme echado, luego bajar de la montaña y organizar una expedición de socorro con equipo adecuado. Cuando os hayáis ido dormiré un rato. Y os agradeceré que me dejéis algunos cigarrillos.

—¡No! —protestó Joan—. No te dejaremos aquí solo.

Phil añadió sus objeciones.

—Tu plan es tan malo como el de Joan, Ben. Está muy bien eso de hablar de dormir mientras volvemos, pero tú sabes tan bien como yo que te morirías de frío si te pasases una noche así sobre el suelo sin ninguna protección.

—No tengo más remedio que arriesgarme. ¿Puedes pensar en algún otro plan mejor?

—Espera un momento. Déjame que lo piense. —Se sentó sobre el saliente, junto a su amigo, tirando de su oreja izquierda—. Eso es lo mejor que se me ocurre; tendremos que llevarte a algún lugar un poco más resguardado y encender un fuego para mantenerte caliente. Joan puede quedarse contigo y alimentar el fuego mientras yo bajo a buscar ayuda.

—Eso está muy bien —dijo Joan—, salvo que seré yo quien vaya a buscar ayuda. Tú no podrías encontrar el camino en la oscuridad y con esta nieve, Phil. Sabes muy bien que tu percepción directa no es aún de fiar, te perderías.

Los dos hombres protestaron.

—Joan, no te vas a ir sola. No podemos permitirlo, Joan.

—Eso son tonterías galantes. Desde luego que iré.

—No.

Fue un dúo.

—Entonces nos quedaremos todos aquí esta noche, junto a un fuego. Bajaré por la mañana.

—Eso pudiera ser una solución —admitió Ben—, sí…

—Buenas noches, amigos. —Un hombre alto, entrado en años, apareció tras ellos, sobre el saliente. Unos ojos azules y serenos les contemplaron desde tras unas cejas blancas e hirsutas. Iba afeitado, pero una melena de cabello blanco hacía juego con las cejas. A Joan le pareció que le recordaba a Mark Twain.

Coburn fue el primero en recobrarse de la sorpresa.

—Buenas noches —respondió—, si es que es una buena noche, y lo dudo mucho.

El extraño sonrió con sus ojos.

—Me llamo Ambrose, señora. Pero su amigo necesita auxilio. Si me permite, señor… —Se arrodilló y examinó la pierna de Ben sin quitar la bota. Luego levantó la cabeza.

—Eso dolerá un poco. Le propongo, amigo, que se duerma.

Ben le sonrió, cerró los ojos, y su respiración lenta y regular evidenció que estaba dormido.

El hombre que había dicho llamarse Ambrose desapareció entre las sombras. Joan trató de seguirle por medio de la percepción, pero lo encontró extrañamente difícil. Regresó a los pocos minutos con algunos palos rectos que cortó a una longitud uniforme de unos cincuenta centímetros. Luego ató firmemente esos palos a la pierna izquierda de Ben por medio de un rollo de tejido que sacó de un bolsillo de sus pantalones.

Cuando se hubo asegurado de que aquella primitiva tablilla estaba bien sujeta, levantó a Coburn en brazos, con la misma facilidad que si hubiese sido un niño.

—Vengan —dijo.

Le siguieron sin decir palabra, volviendo por el mismo camino por donde había venido, en fila india y a través de los veloces copos de nieve. Quinientos metros, seiscientos metros, luego torció por un camino que no había estado en el sendero que antes habían seguido Joan y sus compañeros, y siguió avanzando confiadamente en la oscuridad. Joan observó que llevaba una delgada camisa de algodón, pero no abrigo ni suéter, y le extrañó que hubiese recorrido aquella distancia con tan poca protección contra la intemperie. Y entonces se volvió hacia ella y le dijo por encima del hombro:

—Me gusta el tiempo frío, señora.

Pasó entre dos grandes peñascos y pareció desaparecer en el interior de la montaña. Los demás le siguieron a lo largo de un pasillo que conducía diagonalmente a través de la roca viva. Doblaron una esquina y se encontraron en una sala de estar octagonal, alta de techo y de paredes recubiertas de una madera patinada de color claro. Estaba iluminada de un modo suave e indirecto, y carecía de ventanas. A un lado del octágono había un hogar donde ardía acogedoramente un gran fuego de madera. El suelo empedrado no estaba recubierto, pero se sentía caliente al pisar.

El anciano se detuvo con su carga e indicó con la cabeza los cómodos muebles de la habitación; tres literas, unas pesadas sillas de anticuado estilo y una chaise-longue.

—Sentaos, amigos, y poneos cómodos. Voy a ocuparme de que cuiden a vuestro compañero, y luego os buscaremos algún alimento. —Y desapareció a través de una puerta enfrente de aquella por la cual habían entrado, llevando siempre en sus brazos a Coburn.

Phil miró a Joan y Joan miró a Phil.

—Bien —dijo él—, ¿qué te parece?

—¡Me parece que hemos encontrado casa confortable! ¡Estupendo!

—¿Y ahora qué hacemos?

—Voy a acercar la chaise-longue al fuego, quitarme las botas, calentarme los pies y secarme la ropa.

Cuando Ambrose volvió diez minutos más tarde los encontró que estaban apaciblemente tostando frente al fuego sus cansados pies. Traía consigo una bandeja, de la cual les sirvió unos grandes tazones de sopa de cebolla, panecillos, pastel de manzana y té negro muy fuerte. Y mientras les servía, dijo:

—Vuestro amigo está descansando. No tienen necesidad de verle hasta mañana. Cuando hayan comido, encontrarán dormitorios en el pasillo, con lo que necesitan de momento para su comodidad. —E indicó la puerta a través de la cual acababa de llegar—. No es posible equivocarse; son las habitaciones iluminadas más cercanas. Y ahora les digo buenas noches. —Cogió la bandeja y se volvió para marcharse.

—¡Oh —dijo Phil algo vacilante—, es usted muy amable, señor…!

—Con mucho gusto, señor. Me llamo Bierce. Ambrose Bierce, buenas noches. —Y se fue.

Capítulo V

«A TRAVÉS DE UN ESPEJO, OSCURAMENTE…»

Cuando a la mañana siguiente Phil entró en la sala de estar, encontró una pequeña mesa con desayuno dispuesto para tres. Mientras levantaba las tapaderas de los platos y se preguntaba si la buena educación exigía que esperase a que se le uniesen otros, Joan entró en la habitación.

—¡Oh! Eres tú. Buenos días, y todo lo demás. Aquí le tratan a uno bien. Mira. —Y levantó una de las tapaderas—. ¿Dormiste bien?

—Como un tronco. —Y se unió a las investigaciones de Phil—. ¿Entienden de cocina, verdad? ¿Cuándo empezamos?

—Me figuro que cuando llegue el número tres. Estas ropas no son las que llevabas la noche pasada.

—¿Te gustan? —Joan giró lentamente dándose aires de maniquí. Llevaba una prenda de color gris perla que le llegaba hasta los pies. La cintura era alta, y dos cordones de plata se cruzaban bajo el busto, a manera de cinturón. Calzaba sandalias de plata, y el conjunto tenía aire de tiempos remotos.

—Magnífico. ¿Por qué será que las chicas siempre parecen más bonitas en vestidos sencillos?

—¿Sencillos? Bueno… Si puedes comprar uno como éste en Wilshire Boulevard por menos de trescientos dólares, me gustará que me des la dirección.

—Hola, amigos. —Ben se presentó a la puerta de entrada, y los otros dos le contemplaron extrañado—. ¿Qué ocurre?

Phil deslizó su mirada a lo largo del cuerpo de Ben.

—¿Cómo está la pierna, Ben?

—Sobre eso quería preguntarte. ¿Cuánto tiempo he estado sin sentido? La pierna está bien. ¿Es que no se rompió, después de todo?

—¿Qué nos dices, Phil? —dijo Joan también intrigada—. Tú la examinaste, yo no.

Phil se tiró de la oreja.

—Estaba rota, o bien yo estoy completamente chiflado. Veámoslo.

Ben llevaba un pijama y una bata. Se arremangó el pantalón del pijama y dejó al descubierto una pierna completamente sana; la golpeó con el puño y dijo:

—¿Veis? Ni tan sólo una señal.

—¡Hum!… Pues no estuviste sin sentido mucho rato, Ben. Solamente desde la noche pasada; quizá diez u once horas.

—¿Cómo?

—Tal como oyes.

—Imposible.

—Quizá sí. Desayunemos.

Comieron pensativamente, pues todos sentían la urgente necesidad de recapacitar sobre la situación y de reorientarse de manera razonable. Al final de la comida ocurrió que los tres levantaron la vista al mismo tiempo. Phil rompió el silencio.

—Y bien…, ¿qué?

—Acabo de resolverlo —dijo Joan—. Nos morimos durante la tempestad de nieve, y hemos ido al cielo. Pásame la mermelada, por favor.

—Eso no puede ser —objetó Phil, mientras hacía lo que Joan le había pedido—, pues de ser así Ben no estaría aquí. Lleva una vida pecadora. Pero, en serio; han ocurrido cosas que requieren una explicación. Vamos a pasarles revista: primero, Ben se rompe una pierna anoche, y esta mañana está curada.

—Un momento: ¿estamos seguros de que se rompió la pierna?

—Estoy seguro. Además, nuestro anfitrión obró como si también lo hubiese creído así. De lo contrario, ¿por qué se hubiese tomado el trabajo de llevarle en brazos? Segundo: nuestro anfitrión posee percepción directa, o un conocimiento sobrenatural de la montaña.

—Y hablando de percepción directa —dijo Joan—, ¿es que alguno de vosotros dos ha tratado de investigar este lugar?

—No; ¿por qué?

—No os toméis el trabajo. Lo he probado, y no es posible. No puedo ver más allá de las paredes de este cuarto.

—¡Hum!… Bueno; a eso lo llamaremos punto tercero. Cuarto: nuestro anfitrión dice que se llama Ambrose Bierce. ¿Es que quiere decir que él es «el» Ambrose Bierce? ¿Sabes quién era Ambrose Bierce, Joan?

—Claro que lo sé. Para algo me han educado. Desapareció poco tiempo antes de nacer yo.

—Así es. Al principio de la primera Guerra Mundial. Si este hombre es aquél, debe de tener más de cien años.

—Pues no aparenta más de sesenta.

—Bueno; tomaremos nota por lo que valga. Punto quinto: ¿por qué vive aquí nuestro anfitrión? ¿Qué significa esta mezcla de hotel de lujo y de habitantes de las cavernas? ¿Cómo es posible que un viejo mantenga este establecimiento? ¿Es que alguno de vosotros ha visto a alguien más por aquí?

—Yo no —dijo Ben—. Alguien me despertó, pero creo que fue Ambrose.

—Pues yo sí —explicó Joan—. Fue una mujer quien me despertó y me ofreció este vestido.

—¿Quizá Mrs. Bierce?

—No lo creo; no tendría más de treinta y cinco. No me pude dar mucha cuenta, pues antes de que me despertase del todo ya se había ido.

Phil miró de Joan a Ben:

—Bueno, y en definitiva, ¿qué es lo que tenemos? Sumadlo y dadnos la respuesta.

—¡Buenos días, mis jóvenes amigos! —Era Bierce, que se alzaba frente a la puerta; y su voz llena y viril resonó por la habitación. Los tres se sobresaltaron como si hubiesen sido sorprendidos haciendo algo que no debían.

Coburn fue el primero en recuperarse. Se levantó y se inclinó.

—Buenos días, señor. Creo que usted me salvó la vida, y espero que pueda demostrarle mi gratitud.

Bierce se inclinó seriamente.

—El servicio que pueda haber prestado, lo hice con el mayor gusto, señor. Espero que todos hayan descansado bien.

—Sí, gracias, y todos nos hemos servido bien de vuestra mesa.

—Me complace. Y ahora, si me lo permiten, podremos discutir lo siguiente que deseen ustedes hacer. ¿Desean marcharse, o podemos contar con el placer de su compañía durante algún tiempo más?

—Supongo —dijo Joan algo nerviosa—, que deberíamos empezar a bajar lo antes posible. ¿Qué tiempo hace?

—El tiempo es bueno, pero son ustedes bienvenidos a permanecer aquí tanto como gusten. ¿Quizá les gustaría ver el resto de nuestra casa y conocer a los demás miembros de nuestra familia?

—¡Oh! Eso sería encantador.

—Será un placer para mí, señora.

—La verdad es, señor Bierce —dijo Phil inclinándose hacia delante, con cara y ademán serios—; que tenemos mucho interés en ver su casa y en saber algo más acerca de ustedes. Estábamos hablando de ello cuando entró.

—La curiosidad es natural y saludable. Por favor, pregunten lo que quieran.

—Pues bien —interpuso Phil—. Anoche Ben tenía una pierna rota. ¿O es que no la tenía? Esta mañana está bien.

—Efectivamente, tenía una pierna rota. Se curó durante la noche.

Coburn carraspeó.

—Mr. Bierce: Me llamo Coburn; soy médico cirujano, pero mis conocimientos no alcanzan a curaciones de esta clase. ¿Quiere usted explicarme algo sobre ellas?

—Sin duda. Ya conoce usted la manera en que las formas inferiores de vida llevan a cabo regeneraciones. El principio que se emplea es el mismo, pero regulado conscientemente por la voluntad, y acelerando la velocidad de curación. Anoche le hipnoticé a usted, y luego le puse en manos de uno de nuestros cirujanos, quien dirigió la mente de usted a fin de que ejercitase su fuerza para la curación de su cuerpo.

Coburn se quedó perplejo, y Bierce prosiguió:

—No hay realmente nada asombroso en ello. La mente y la voluntad tienen siempre la posibilidad de dominar por completo al cuerpo. Nuestro operador no hace sino dirigir la voluntad de uno para que domine su cuerpo. La técnica es sencilla, y podrá aprenderla, si es que así lo desea. Puedo asegurarle que es más fácil aprenderlo que explicarlo en nuestro imperfecto y farragoso lenguaje. Hablé de la mente y de la voluntad como si fuesen cosas separadas, porque el lenguaje me forzó a cometer una afirmación tan ridículamente errónea. No hay mente ni voluntad como tales entidades; no hay sino… —Su voz se detuvo. Ben sintió un golpe en su mente como el impacto de un rifle, pero indoloro y suave. Fuese lo que fuese, era algo tan vivo como un colibrí o un gatito, y sin embargo era al mismo tiempo tranquilo e imperturbado.

Vio que Joan asentía con la cabeza, mientras miraba fijamente a Bierce.

Y Bierce prosiguió con su voz suave y resonante:

—¿Había alguna otra cosa que preocupe a alguno de ustedes?

—Pues sí, Mr. Bierce —replicó Joan—, varias cosas. ¿Qué sitio es éste en que estamos?

—Es mi casa y la de varios de mis amigos. Nos comprenderá mejor a medida que nos vaya conociendo más.

—Gracias. Me resulta difícil comprender cómo puede existir tal comunidad en la cumbre de esta montaña sin que se sepa.

—Hemos tomado ciertas precauciones, señora, para evitar la publicidad. Nuestras razones, así como las precauciones que han inspirado, serán evidentes para ustedes.

—Todavía otra pregunta, algo personal; puede usted ignorarla, si le place. ¿Es usted el Ambrose Bierce que desapareció hace muchos años?

—El mismo. Vine aquí por primera vez en busca de una cura para el asma, y me retiré aquí en 1914 porque quise evitar un contacto directo con los trágicos acontecimientos mundiales que vi se avecinaban, y que era impotente para impedir. —Habló con cierta desgana, como si el asunto le desagradase, y cambió de conversación—. ¿Quizá les agradaría ahora conocer a algunos de mis amigos?

Las habitaciones se extendían algunos centenares de metros a lo largo de la faz de la montaña, y una distancia desconocida en dirección del interior de la misma. La treintena de personas que allí residían no estaban apretadas ni mucho menos; había muchas habitaciones que no estaban en uso. Durante el transcurso de la mañana Bierce les presentó a la mayoría de los habitantes.

Parecía haber personas de todas las edades y de diversas nacionalidades. La mayor parte de ellas estaban ocupadas de un modo u otro, generalmente en investigaciones de alguna clase, o en arte creador. O por lo menos Bierce en varias ocasiones les aseguró que alguna investigación estaba en progreso, en ciertos casos en que no se veían aparatos de ninguna clase que sugiriesen investigación científica.

En una ocasión fueron presentados a un grupo de tres, dos mujeres y un hombre, que estaban rodeados de la evidencia física de su trabajo, la investigación biológica. Pero las circunstancias resultaban también perturbadoras; dos de aquel terceto estaban tranquilamente sentados, sin hacer nada, mientras el tercero trabajaba junto a una poyata. Bierce explicó que estaban realizando algunos delicados experimentos sobre la posibilidad de activar coloides artificiales. Ben preguntó:

—¿Es que los otros dos están observando el trabajo?

Bierce denegó con la cabeza:

—¡Oh, no! Los tres participan activamente en la investigación, pero en este punto del trabajo les ha parecido lo mejor hacer que tres cerebros coordinados dirijan el trabajo de un solo par de manos.

Parecía ser que la coordinación era el método corriente de colaboración. Bierce les había conducido a una habitación ocupada por seis personas. Uno o dos de ellos alzaron la vista y saludaron con la cabeza, pero no hablaron. Bierce hizo seña a los tres amigos para que se apartasen.

—Estaban ocupados en un trabajo particularmente difícil de reconstrucción; no sería cortés perturbarles.

—Pero, Mr. Bierce —comentó Phil—, dos de ellos estaban jugando al ajedrez.

—Sí. No necesitaban aquella parte de su cerebro, de modo que lo dejaron fuera de la coordinación. No obstante, estaban muy ocupados.

Resultaba más fácil apreciar lo que hacían los artistas creadores. Pero en un par de ocasiones sus métodos resultaban algo alarmantes. Bierce les había conducido al estudio de un pequeño gnomo, un pintor de óleos, a quien presentó sencillamente como Charles. Pareció alegrarse de verlos y charló vivaracho con ellos, sin dejar de trabajar. Estaba ejecutando, con meticuloso realismo, pero al mismo tiempo con efecto muy romántico, un estudio de una muchacha que bailaba, una ninfa de los bosques frente a un fondo de un bosque de pinos.

Los jóvenes hicieron comentarios adecuadamente apreciativos, y Coburn observó lo notable que era que pudiese ser tan exacto en los detalles anatómicos sin la ayuda de un modelo.

—Pero sí que tengo un modelo —contestó—. Estuvo aquí la semana pasada. ¿No ven? —Y dirigió su mirada hacia el vacío estrado. Coburn y sus compañeros siguieron su mirada, y vieron, sobre el estrado, a una muchacha, evidentemente el modelo del cuadro, congelada en la acción de la pintura. Era absolutamente real.

Charles dejó de mirar en aquella dirección, y el estrado se vació nuevamente.

El segundo caso no fue tan impresionante, pero resultó aún más incomprensible. Estaban hablando con una Mrs. Draper, una pacífica matrona que tejía y se columpiaba mientras hablaban. Cuando la hubieron dejado, Phil hizo preguntas acerca de ella.

—Es quizá nuestro artista más capaz y de más talento —le dijo Bierce.

—¿En qué campo?

Las enmarañadas cejas de Bierce se juntaron mientras buscaba las palabras:

—No creo que se lo pueda explicar adecuadamente ahora. Compone humores, dispone esquemas emotivos en orden armónico. Es nuestra forma de arte más avanzada y más completamente humana, y, sin embargo, hasta que lo hayan experimentado ustedes me resulta muy difícil explicárselo.

—¿Cómo es posible ordenar emociones?

—Sin duda su tatarabuelo también creyó imposible registrar música. Tenemos una técnica para hacerlo. Más tarde ya lo comprenderán.

—¿Es Mrs. Draper la única que lo hace?

—¡Oh, no! La mayor parte de nosotros nos aventuramos a hacerlo. Es nuestra forma favorita de arte. Yo mismo trabajo en ella, pero mis esfuerzos no son muy populares, resultan demasiado tristes.

Los tres amigos hablaron de todo aquello por la noche, en la sala de estar donde habían entrado al principio. Aquellas habitaciones habían sido reservadas para su uso, y Bierce les había dejado sin decir más sino que les vendría a ver a la mañana siguiente.

Sentían la urgente necesidad de comentar sus puntos de vista, no obstante lo cual todos ellos eran reacios a expresar su opinión. Phil rompió el silencio:

—¿Qué clase de gentes son ésas? Me hacen sentir como si fuese un niño que se hubiese extraviado entre adultos que están trabajando y que son demasiado corteses para echarme.

—Y hablando de trabajar: hay algo raro en la manera en que trabajan. No me refiero a lo que hacen, y eso también es raro, sino que es otra cosa, algo de su actitud, o del ritmo a que trabajan.

—Ya sé lo que quieres decir, Ben —asintió Joan—, están siempre ocupados, y sin embargo se comportan como si tuviesen por delante toda la eternidad para terminarlo. Bierce obraba así mientras te ataba la pierna. No se apresuran nunca. —Y se volvió a Phil—. ¿Por qué frunces el entrecejo?

—No lo sé. Hay algo más que no hemos mencionado aún. Es cierto que poseen muchas facultades especiales, pero nosotros tres sabemos algo de facultades especiales, eso no debería confundirnos. Pero hay en ellos alguna otra cosa que es diferente.

Los otros dos asintieron, pero no pudieron ayudarle. Algo más tarde Joan dijo que se iba a la cama, y salió de la habitación. Los dos hombres se quedaron para fumar un último cigarrillo.

Joan volvió a meter la cabeza en la habitación.

—Ya sé lo que hay en esas gentes que es tan diferente —anunció—. ¡Están vivos!

Capítulo VI:

¡I C H A B O D!

Philip Huxley se fue a la cama y a dormir como de costumbre. Desde aquel momento en adelante nada fue como de costumbre.

Se dio cuenta de que estaba habitando el cuerpo de otro, y de que pensaba con la mente de otro. El Otro percibía a Huxley, pero no compartía los pensamientos de Huxley.

El Otro se encontraba como en su casa, una casa que Huxley nunca había experimentado, pero que le era familiar. Estaba en la Tierra, era increíblemente hermosa, y todos los árboles y arbustos encajaban en el paisaje como si hubiesen sido dispuestos allí en el esquema armónico de un artista. La casa crecía del suelo.

El Otro salió de la casa con su esposa y se preparaba a partir hacia la capital del planeta. Huxley pensaba que el destino era una «capital» y sin embargo sabía que la idea de un gobierno impuesto por la fuerza era extraña a la naturaleza de aquellas gentes. La «capital» no era sino el lugar de reunión acostumbrado del grupo, cuyo consejo se seguía en las cuestiones que afectaban a toda la raza.

El Otro y su esposa, acompañados por la percepción de Huxley, entraron en el jardín, ascendieron rectos hacia el aire, y avanzaron rápidamente sobre la campiña, volando cogidos de la mano. La campiña era verde, fértil, como un parque, sembrada de algunos edificios; pero Huxley no pudo ver en parte alguna las apretadas masas de una ciudad.

Pasaron rápidamente sobre una gran extensión de agua, quizá tan grande como el moderno Mediterráneo, y aterrizaron en un claro de un bosque de olivos.

Los Hombres Jóvenes —así le parecieron a Huxley— pidieron un cambio radical en las costumbres; primero, que la antigua sabiduría fuese desde entonces la recompensa a la capacidad más bien que el derecho de nacimiento de todos, y, segundo, que los mejores gobernasen a los otros. Loki defendió su punto de vista, con su arrogante cara en alto, y coronada de cabello rojo brillante. Hablaba con palabras, método que perturbaba al anfitrión de Huxley, pues la relación telepática era el método natural de la discusión madura. Pero Loki había cerrado su mente a ello.

Júpiter le contestó, hablando en nombre de todos.

—Hijo mío, tus palabras parecen vanas y sin significado serio. No podemos comprender tu verdadero significado, pues tú y tus hermanos habéis decidido cerrarnos vuestras mentes. Pedís que la antigua sabiduría sea la recompensa de la habilidad. ¿Es que no ha sido siempre así? ¿Es que nuestro primo, el simio, vuela por el aire? ¿Es que el alma, niña, no está sujeta por el hambre y el sueño, y las enfermedades de la carne? ¿O puede la oropéndola derrumbar la montaña con su mirada? Las fuerzas de los de nuestra clase, que nos sitúan aparte de los espíritus más jóvenes de este planeta, están ahora en manos de quienes son más capacitados, y en los de nadie más. ¿Cómo podemos hacer que sea lo que ya es?

»Pides que los que sean mejores gobiernen a los otros. ¿Es que no es así ahora? ¿Es que no ha sido siempre así? ¿Te manda a ti el niño de pecho? ¿O bien la hierba que ondula genera el viento? ¿Qué dominio deseas que no sea sobre ti mismo? ¿Quieres poder decir a tu hermano cuándo tiene que dormir y cuándo debe comer? Y si es así, ¿con qué objeto?

Vulcano le interrumpió mientras el anciano estaba aún hablando, y Huxley percibió como todo el consejo se agitaba con desagrado ante tal abierto quebrantamiento de los buenos modales.

—Basta ya de jugar con palabras. Nosotros sabemos lo que queremos; vosotros sabéis lo que queremos. Estamos decididos a conseguirlo, con el consejo o sin él. Estamos cansados de esta existencia bovina. Estamos cansados de esta falsa igualdad. Tenemos la intención de terminar con ella. Somos los fuertes y los capaces, los jefes naturales de la Humanidad. Los demás seguirán y nos servirán, como está escrito en el orden natural de las cosas.

Los ojos de Júpiter se posaron pensativamente sobre la torcida pierna de Vulcano.

—Deberías permitir que te curase ese torcido miembro, hijo mío.

—¡Nadie puede curar mi miembro!

—No. Nadie, excepto tú mismo. Y hasta que cures lo retorcido de tu mente no podrás curar lo torcido de tu miembro.

—¡No hay nada torcido en mi mente!

—Cura entonces tu miembro.

El joven se agitó inquieto. Podían ver que Vulcano se estaba poniendo en ridículo. Mercurio se separó del grupo y se adelantó.

—Óyeme, Padre. No queremos pelear contigo. Nuestra intención es más bien aumentar tu gloria. Declárate rey bajo el Sol. Déjanos ser tus delegados que extiendan tu gobierno sobre todas las criaturas que andan, se arrastran o nadan. Permite que creemos para ti el esplendor del dominio y la gloria de la conquista. Déjanos conservar la antigua sabiduría para aquellos que la comprendan. No hay razón para que todos los caminos estén abiertos a todo el mundo. Al contrario, si los muchos sirven a los pocos, entonces nuestros esfuerzos combinados nos harán adelantar más rápidamente en nuestro camino, y se beneficiarán tanto el amo como el criado. ¡Déjanos, Padre! ¡Sé nuestro Rey!

Lentamente el anciano movió la cabeza.

—No puede ser. No hay más conocimiento que el conocimiento de sí mismo, y éste debe ser libre para cualquier hombre que pueda aprender. No hay fuerza, sino la fuerza para gobernarse a sí mismo, y ésta tampoco puede ser ni dada ni quitada. Y en cuanto a la poesía del imperio, todo eso ya ha sido hecho antes. No hay necesidad de volverlo a hacer. Si tales historias os divierten, disfrutad de ellas en los archivos; no hay necesidad de volver a ensangrentar el planeta.

—¿Es ésta la última palabra del consejo, Padre?

—Esta es nuestra última palabra. —Se levantó, recogiendo junto a sí su vestidura, indicando que la sesión había terminado. Mercurio se encogió de hombros y se unió a sus amigos.

Hubo otra sesión más del consejo, la última, para decidir lo que había que hacer ante el ultimátum de los Hombres Jóvenes. No todos los miembros del consejo pensaban lo mismo; diferían tanto entre sí como cualquier grupo de seres humanos. Eran en realidad seres humanos, y no superhombres. Algunos eran partidarios de oponerse a los Hombres Jóvenes con todas las fuerzas de que disponían, transportarlos a otra dimensión, lavar sus mentes, incluso aplastarlos por la fuerza.

Pero emplear la fuerza contra los Hombres Jóvenes era contrario a toda su filosofía. «El libre albedrío es el bien fundamental del Cosmos. ¿Es que vamos a degradar, a destruir, todo aquello por lo cual hemos trabajado, subvirtiendo la voluntad de ni siquiera un solo hombre?».

Huxley se dio cuenta de que los Ancianos no tenían necesidad de permanecer sobre la Tierra. Estaban ansiosos por desplazarse a otro lugar, cuya naturaleza no podía comprender, salvo que no pertenecía al espacio y al tiempo que conocía.

La cuestión a debatir era la siguiente: ¿Habían hecho todo lo posible para facilitar el equilibrio de la raza, tan incompletamente desarrollado? ¿Estaban justificados al abdicar?

La decisión fue afirmativa, pero un miembro femenino del consejo, cuyo nombre pareció a Huxley ser Demetria, mantenía que había que dejar testimonios para los que sobreviviesen al inevitable desastre.

—Es cierto que cada uno de los miembros de la raza debe hacerse a sí mismo fuerte y prudente. Y no podemos hacerles prudentes. Y sin embargo, después que el hambre, la guerra y el odio se hayan apoderado de la Tierra, ¿no debería haber un mensaje que les diese a conocer nuestra herencia?

El consejo aprobó, y el anfitrión de Huxley, que era el registrador del consejo, recibió la orden de preparar los testimonios y de dejarlos para los que viniesen después. Y Júpiter añadió un entredicho:

—Sujeta los esquemas de fuerza de modo que los testimonios no se disipen en tanto subsista este planeta. Deposítalos donde perduren a cualquier convulsión local de la corteza, de modo que por lo menos algunos se transmitan a través del tiempo.

Y así terminó aquel sueño. Pero Huxley no se despertó, sino que empezó inmediatamente a soñar otro sueño, pero no a través de los ojos de otro, sino más bien como si estuviese contemplando una película en relieve, donde cada escena le era familiar.

El primer sueño, a pesar de su contenido trágico, no le había afectado de una manera trágica; pero durante todo el segundo sueño le oprimió una sensación de desolación y de un cansancio abrumador.

Después de la abdicación de los Ancianos, los Hombres Jóvenes llevaron a cabo su proyecto y establecieron su dominio, por el fuego y la espada, rayos abrasadores y fuerzas esotéricas, trampas y engaños. Persuadidos de que su destino era gobernar, se convencieron de que el fin justificaba los medios.

El fin era el imperio Mu, el más poderoso de los imperios y madre de los imperios.

Huxley lo vio en su punto álgido y casi se convenció de que los Hombres Jóvenes habían tenido razón, ¡pues era radiante! Su magnificencia sobrecogedora llenó sus ojos de lágrimas, y se lamentó por aquel esplendor, por aquel hermoso e impresionante esplendor, que ya no existía.

Enormes y silenciosos navíos por los aires, inmensos navíos en sus diques, cargados de grano y cueros y especias, procesiones de sacerdotes, acólitos y creyentes, pompa y exhibición de fuerza; vio su complicada belleza, y se dolió de su desaparición.

Pero su creciente poder fue la semilla de su propia ruina. Inevitablemente la Atlántida, su más rica colonia, alcanzó madurez política y resintió su condición subordinada. Cisma y apostasía, desafección y traición, acarrearon duras represalias y nuevas rebeliones.

Se alzaron rebeliones y fueron aplastadas. Hasta que finalmente se levantó una que no fue dominada. En menos de un mes habían muerto los dos tercios de la población del globo; los demás estaban hambrientos y enfermos, y quedaron con un plasma germinal dañado por las fuerzas que habían desencadenado.

Pero los sacerdotes conservaban todavía la antigua sabiduría.

No eran sacerdotes de conciencias firmes y orgullosas de su herencia, sino sacerdotes perseguidos y timoratos, que habían visto tambalearse su jerarquía. Había sacerdotes de ésos en ambos bandos, y entre todos desencadenaron fuerzas tales, que comparados con ellas las anteriores luchas resultaban juegos de niños.

Esas fuerzas perturbaron el equilibrio isostático de la corteza terrestre.

Mu se estremeció y se hundió mil metros. Olas enormes se juntaron en su centro, se rompieron, dieron dos veces la vuelta al mundo, treparon por las llanuras de China y lamieron los pies del alto Himalaya.

La Atlántida tembló y rugió y se hundió durante tres días antes de que la cubriesen las aguas. Algunos escaparon por el aire y aterrizaron sobre terreno aún húmedo con las exudaciones del fondo del mar, o sobre montañas lo suficientemente altas para rechazar las olas de las grandes mareas. Allí tuvieron que arrancar su sustento del desnudo suelo, con mentes desacostumbradas a las artes primitivas, pero algunos sobrevivieron.

De Mu no quedaron ni vestigios. Y en cuanto a la Atlántida, solamente algunas islas, que días antes eran picos de montañas, indicaban ahora su posición. Las aguas corrieron por entre las Torres Gemelas del Sol, y los peces nadaron por los jardines del virrey.

La sensación angustiosa que había perseguido a Huxley ahora le dominó. Le parecía oír una voz en su cabeza:

—¡Oh dolor! ¡Maldito sea Loki! ¡Maldita sea Venus! ¡Maldito sea Vulcano! Y tres veces maldito yo, su sirviente apóstata, Orab, Arcipreste de las Islas Bienaventuradas. ¡Oh dolor! Mientras maldigo, siento ansias de Mu, poderoso y pecador. Hace veintidós años, mientras buscaba un sitio donde morir, encontré sobre la cumbre de esta montaña los testimonios de los poderosos que existieron antes de nosotros. Durante veintiún años he trabajado para completar los testimonios, buscando en las profundidades de mi mente conocimientos no usados desde hace tiempo, rebuscando en otros planos conocimientos que nunca poseí.

Y ahora, en el año ochocientos noventa y dos de mi vida, y el trescientos cinco de la destrucción de Mu, yo, Orab, vuelvo a mis padres.

Huxley se sintió feliz de despertarse.

Capítulo VII:

«LOS PADRES HAN COMIDO UVAS VERDES, Y LOS NIÑOS TIENEN DENTERA»

Ben estaba ya en la sala de estar cuando Phil entró a desayunar. Joan llegó inmediatamente después de Phil. Joan tenía ojeras, y parecía triste. Ben habló en un tono casi insolente.

—¿Qué te pasa, Joan? Pareces algo así como la ira en marcha.

—Por favor, Ben —respondió con voz cansada—, no me chilles. He tenido sueños pesados toda la noche.

—¿De veras? Lo siento, pero si tú te figuras que has tenido sueños pesados toda la noche, me gustaría que hubieses visto las bonitas pesadillas que he tenido yo.

Phil miró a ambos.

—Pero, ¿es que los dos habéis tenido sueños extraños durante toda la noche?

—¿Pues no es esto precisamente lo que estábamos diciendo?

Ben parecía exasperado.

—¿Y qué soñasteis?

Ninguno de los otros dos le contestó.

—Esperad un momento. Yo también he tenido sueños extraños. —Sacó un bloque del bolsillo y arrancó de él tres hojas—. Quiero averiguar una cosa. ¿Queréis escribir lo que cada uno de vosotros ha soñado, antes de decir nada más? Aquí tienes un lápiz, Joan.

Se resistieron un poco, pero lo hicieron.

—Léelos en alta voz, Joan.

Joan tomó la hoja de Ben y leyó: «Soñé que tu teoría de la degeneración de la raza humana era perfectamente correcta».

La dejó y cogió la de Phil: «Soñé que estaba presente en el Ocaso de los Dioses, y que vi la destrucción de Mu y de Atlántida».

El silencio era completo cuando cogió la última hoja, la suya: «Mi sueño fue de cómo las gentes se destruyeron a sí mismas rebelándose contra Odín». Ben fue el primero en comprometerse:

—Cualquiera de esas hojas podría aplicarse a mis sueños. —Joan asintió con la cabeza. Phil volvió a levantarse, salió y regresó en seguida con su diario. Lo abrió y se lo entregó a Joan.

—¿Quieres leerlo en voz alta, muchacha, comenzando en el dieciséis de junio?

Lo leyó lentamente, sin levantar la vista de las páginas. Phil esperó hasta que hubo terminado, y cerró el libro antes de hablar.

—Y bien —dijo—, ¿qué?

Ben aplastó un cigarrillo que se había consumido hasta el fin entre sus dedos.

—Es una descripción extraordinariamente exacta de mi sueño, salvo que el anciano a quien llamas Júpiter yo creí que era Ahuramazda.

—Y yo pensé que Loki era Lucifer.

—Ambos tenéis razón —afirmó Phil—. Yo no recuerdo ningún nombre hablado para ninguno de ellos. Sencillamente parecía que sabía sus nombres.

—Y lo mismo yo.

—Oye —interpuso Ben—, estamos hablando como si esos sueños fuesen reales, como si todos hubiésemos estado viendo la misma película.

Phil se volvió hacia él.

—Y bien, ¿qué piensas tú?

—¡Oh!, me figuro que lo mismo que tú. No lo sé. ¿Tenéis algún inconveniente en que desayune, o por lo menos en que tome un poco de café?

Bierce entró antes de que tuviesen la oportunidad de discutirlo después del desayuno; por acuerdo tácito habían permanecido callados durante la breve comida.

—Buenos días, señora; buenos días, caballeros.

—Buenos días, Mr. Bierce.

—Veo —dijo escrutando sus caras—, que ninguno de ustedes parece muy feliz esta mañana. No es sorprendente, pues nadie lo parece inmediatamente después de experimentar los testimonios.

Ben empujó hacia atrás su silla y se inclinó a través de la mesa, hacia Bierce.

—¿Aquellos sueños fueron deliberadamente organizados para nosotros?

—Sí, evidentemente, pero estábamos seguros de que ustedes estaban preparados para beneficiarse de ellos. Pero he venido a pedirles que se entrevisten con el Superior. Pueden reservarse sus preguntas para él, pues será más sencillo.

—¿El Superior?

—Todavía no le conocen. Así llamamos a aquél a quien juzgamos como el más adecuado para coordinar nuestras actividades.

Ephraim Howe llevaba en su cara las colinas de Nueva Inglaterra, y tenía manos sarmentosas como las de un ebanista. No era joven. Su delgada figura era de una gracia cortesana. En él todo indicaba integridad, el brillo de sus ojos azul pálido, su apretón de manos, su manera de hablar.

—Siéntense. Iré inmediatamente al grano. Han sido ustedes expuestos a una serie de cosas curiosas, y tienen derecho a saber por qué. Han visto ustedes los Antiguos Testimonios, parte de ellos. Les explicaré cómo se formó esta institución, cuál es su objeto, y por qué vamos a pedirles que se unan a nosotros.

»Esperen un momento. Esperen un momento —añadió levantando una mano—. No digan nada todavía.

Cuando Fray Junípero Serra vio por vez primera el Monte Shasta en 1781, los indios le dijeron que era un lugar sagrado, únicamente para los hombres medicina. Él les aseguró que era un hombre medicina que servía a un Maestro más grande, y para no quedar mal arrastró su cuerpo débil y enfermo hasta la línea de las nieves, donde durmió antes de regresar.

El sueño que tuvo allí —del Jardín del Paraíso, del Pecado, de la Caída y del Diluvio— le convenció de que era en realidad un lugar sagrado. Regresó a San Francisco, proyectando establecer en Shasta una misión. Pero para un viejo había tanto que hacer, tantas almas que salvar, tantas bocas que alimentar… Dos años más tarde entregó su alma a Dios, si bien dejó instrucciones a otro monje para que llevase a cabo su intención.

Se sabe que ese monje partió de la misión más septentrional en 1785, y que no regresó.

Los indios alimentaron hasta 1843 al hombre que vivía en la montaña, y para aquella fecha había reunido en derredor suyo un grupo de neófitos, tres indios, un ruso y un montañero yanqui. El ruso siguió después de la muerte del fraile hasta que, al unírsele un chino, escapó de su compromiso. El chino adelantó más en pocas semanas de lo que había adelantado el ruso en la mitad de su vida, y el ruso se alegró de cederle el primer puesto.

El chino estaba aún allí más de cien años más tarde, si bien hacía tiempo que se había retirado de la administración. Enseñaba estética y humor.

—Y este establecimiento no tiene más que un objeto —prosiguió Ephraim Howe—. Y es procurar que Mu y la Atlántida no vuelvan a suceder. Estamos en contra de todo lo que los Hombres Jóvenes representaron.

»Vemos la historia del mundo como una serie de crisis en un conflicto entre dos filosofías opuestas. La nuestra se basa en la idea de que la vida, la consciencia, la inteligencia y el ego son las cosas más importantes del mundo. —Los tocó telepáticamente por sólo un instante, y sintieron nuevamente aquella cosa viva y vibrante que Ambrose Bierce les había mostrado y que había sido incapaz de definir con palabras—. Eso nos opone a todas las fuerzas que tienden a destruir, amortiguar y degradar el espíritu humano, o a hacerle obrar de un modo contrario a su naturaleza. Vemos que se acerca otra crisis y necesitamos reclutas. Ustedes han sido elegidos.

»Esta crisis ha venido acercándose a nosotros desde Napoleón. Europa ha sucumbido, y Asia, rendidas al autoritarismo, a necedades tales como «el principio del caudillo», al totalitarismo, a ligámenes sobre la libertad que tratan a los hombres como si fuesen unidades económicas y políticas sin importancia como individuos. Nada de dignidad: hacer lo que se diga, creer lo que se les diga, ¡y callarse! Trabajadores, soldados, unidades reproductoras…

»¡Si ése fuera el objeto de la vida, no habría tenido sentido incluir la consciencia en el esquema!

»Este continente —prosiguió Howe— ha sido un refugio de la libertad, un lugar donde el alma puede desarrollarse. Pero las fuerzas que mataron la civilización en el resto del mundo van extendiéndose hacia aquí. Poco a poco han ido reduciendo la libertad y la dignidad humanas. Una ley represiva, una junta escolar tiránica, un dogma ciego que debe ser aceptado bajo pena de persecución, doctrinas que atenazan a los hombres, y los ciegan para que nunca puedan recuperar su perdida herencia.

»Necesitamos ayuda para combatirlas.

Huxley se levantó.

—Pueden contar con nosotros.

Antes de que Joan y Coburn pudieran hablar, el Superior prosiguió:

—No contesten todavía. Vuelvan a sus habitaciones y piénsenlo. Duerman sobre ello. Volveremos a hablar.

Capítulo VIII:

PRECEPTO SOBRE PRECEPTO

Si aquel lugar sobre el monte Shasta hubiese sido una universidad y hubiese tenido un programa (y no era así), los cursos que allí se hubiesen ofrecido habrían incluido las siguientes disciplinas:

Telepatía. Curso básico requerido por todos los estudiantes que no están calificados para examen. Instrucción práctica hasta incluir la coordinación. Requisito previo para todos los departamentos: Laboratorio.

Raciocinio. I, II, III, IV. R.I. Memoria. R.II. Percepción, clarividencia, clariaudición, discreción de masa, tiempo y espacio, relación no matemática, orden y estructura, forma armónica e intervalo.

R.III. Procesos de pensamiento dobles y paralelos. Separación.

R.IV. Meditación (Seminario).

Autocinética. Cinestesia discreta. Control endocrino, con especial aplicación a los sentidos afectivos y a la supresión de la fatiga, regeneración, transformación (aspectos clínicos de la licantropía), determinación sexual, inversión, autoanestesia, rejuvenecimiento.

Telecinética. Continuos vida-masa-espacio-tiempo. Requisito previo; autocinética. Teleportación y acción general a distancia. Proyección. Dinámica. Estática. Orientación.

Historia. Cursos a convenir. Discusiones especiales sobre psicometría con referencia a testimonios telepáticos y a la metempsícosis. La valoración es requisito previo para todos los cursos de este departamento.

Estética humana. Seminario. La autocinética y la técnica de testimonio telepático (psicometría) son requisitos previos.

Ética humana. Seminario. Se cursa simultáneamente con todos les demás cursos. Consúltese con un instructor.

Quizá parte del valor de la instrucción se hubiese perdido de haberla dividido en diversos cursos desconectados tal como se ha indicado más arriba. En todo caso, los adeptos de Monte Shasta podían instruirse en todas aquellas disciplinas, y de hecho así lo hacían. Huxley, Coburn y Joan aprendieron de tutores que les condujeron a enseñarse a sí mismos, y se adaptaron con una facilidad sorprendente, y con la sensación de haber vuelto a casa después de una larga ausencia.

Los tres progresaron rápidamente, pues como poseían una percepción rudimentaria y algunos conocimientos de telepatía, los instructores podían enseñarles directamente. Primeramente aprendieron a dominar sus cuerpos. Volvieron a conseguir el dominio de todas las funciones, músculos, tejidos, glándulas, que los hombres deberían conocer, pero que han olvidado en su mayor parte, excepto por algunos oscuros estudiantes en el lejano Oriente. Causaba un profundo placer desear que el cuerpo obedeciese y conseguirlo. Percibieron íntimamente sus cuerpos, pero éstos no les tiranizaron ya más. La fatiga, el hambre, el frío y el dolor, ya no les dominaban, sino que no eran más que útiles señales que indicaban que la máquina requería atención.

Pero la máquina no necesitaba tanta atención como antes; el cuerpo era regido por una mente que conocía tanto su capacidad como sus limitaciones. Y además, gracias a la mayor comprensión de sus cuerpos, consiguieron aumentar tal capacidad a su máximo posible. Una semana de actividad continua, sin descanso, alimento ni agua, era ahora algo tan sencillo como antes lo había sido una mañana de trabajo. Y en cuanto al trabajo mental, éste no cesaba nunca, excepto cuando así lo deseaban, a pesar del sueño, de la languidez digestiva, del aburrimiento, de los estímulos externos o de la actividad muscular. La mayor delicia era la levitación. Volar a través del aire; permanecer suspendidos en el corazón de una nube; dormir, como Mahoma, flotando entre el suelo y el techo ésas eran inesperadas delicias sensuales, antes nunca experimentadas, salvo en sueños, y de un modo vago. Especialmente Joan se entregó a esta nueva delicia con un alegre abandono. En una ocasión estuvo fuera durante dos días, sin tocar nunca el suelo, compartiendo el cielo con el viento y las golondrinas, mientras el aire helado de las alturas suavizaba su brillante cuerpo. Se zambullía y ascendía, hacía rizos y espirales, y se dejaba caer como un peso muerto desde la estratosfera hasta las copas de los árboles.

Durante la noche siguió a un aeroplano transcontinental, volando invisible por encima de él durante unos dos mil kilómetros. Cuando se aburrió de eso, acercó un instante su cara a la única lucerna iluminada del aparato y miró al interior. El asombrado comerciante al por mayor que le devolvió su mirada creyó que le había sido concedida la visión de un ángel.

Huxley encontró difícil aprender a levitar. Su inquisitiva mente quería saber la razón por la cual la voluntad podía al parecer anular la «ley» de la gravedad, y esa duda disipaba su volición. Su tutor razonó pacientemente con él.

—Ya sabe que la intangible voluntad puede afectar el curso de la masa en el continuo; eso lo experimenta cuando mueve su mano. ¿Es que le resulta imposible mover su mano por el hecho de que no puede proporcionar una explicación racional completa de tal misterio? La vida tiene el poder de afectar a la materia; eso ya lo sabe, pues lo ha experimentado directamente; es un hecho. Ahora bien, no hay «por qué» en referencia a ningún hecho, en el sentido ilimitado en que usted lo pregunta. Ahí está, serenamente, una demostración en sí mismo. Es posible observar relaciones entre hechos, y esas relaciones son otros hechos, pero para una mente que es, ella misma, relativa, seguir tales relaciones hasta su significado final no resulta posible. Primeramente dígame por qué existe… y entonces le diré por qué la levitación es posible.

»Vamos, pues —continuó—, coordine conmigo, trate de sentir como yo, mientras levito.

Phil lo intentó de nuevo.

—No lo consigo —dijo tristemente.

—Mire hacia abajo.

Phil miró, se asombró y cayó desde una altura de un metro. Aquella noche se unió a Ben y Joan en un vuelo sobre las Altas Sierras.

A su instructor le divertía el entusiasmo con que se lanzaron a ejercitar el deporte que les había hecho posible el dominio que acaban de adquirir sobre su cuerpo. Sabía que su placer era natural y saludable, adecuado a aquella fase de su desarrollo, y asimismo sabía que ellos mismos aprenderían su relativo valor, y estarían entonces dispuestos a consagrar sus mentes a trabajos más importantes.

—¡Oh, no, el Hermano Junípero no fue el único que encontró los testimonios! —afirmó Charles, hablando mientras pintaba—. Seguramente os habréis fijado cómo los lugares elevados tienen un significado en las religiones de todas las razas. Algunos de ellos deben ser repositorios de antiguos testimonios.

—¿Y no lo sabéis con seguridad?

—En muchos casos, sí. En el alto Himalaya, por ejemplo. Me refería a lo que una persona inteligente puede deducir de hechos del dominio público. Considerad cuántas montañas son de importancia fundamental en otras tantas religiones diferentes: Olimpo, Popocatepetl, Mauna Loa, Everest, Sinaí, Tai Shan, Ararat, Fujiyama, varios lugares de los Andes. Y en todas las religiones hay referencias a maestros que traen de las alturas mensajes inspirados: Gautama, Jesús, Joseph Smith, Confucio, Moisés. Todos ellos descienden de las alturas y narran historias de creación, caída y redención.

»De todas las narraciones antiguas, la mejor es la del Génesis. Si se tiene en cuenta que fue escrito por vez primera en el lenguaje de nómadas por civilizar, resulta ser una narración exacta y cuidada.

Huxley dio un codazo a Coburn.

—¿Qué tal te gusta eso, querido amigo escéptico? —Y luego, dirigiéndose a Charles—: Ben ha sido un devoto ateo desde que descubrió que Santa Claus llevaba patillas falsas, y le molesta que le refuten sus dudas más queridas.

Coburn sonrió, imperturbable.

—Cálmate, chico. Puedo expresar mis dudas sin tu ayuda. Has planteado otra cuestión, Charles. Algunas de aquellas montañas no parecen suficientemente antiguas para haber sido utilizadas para los antiguos testimonios. Shasta, por ejemplo; es volcánica y parece un poco demasiado joven para tal objeto.

Charles prosiguió pintando rápidamente, al mismo tiempo que contestaba:

—Tienes razón. Parece probable que Orab hizo copias del testimonio original que encontró, y que depositó las copias con su suplemento en diversas alturas del globo. Y es posible que otros después de Orab, pero mucho antes de nuestro tiempo, leyesen los testimonios y los desplazasen para conservarlos. Quizá la copia que Junípero Serra encontró hubiese estado aquí solamente unos veinte mil años.

Capítulo IX:

LOS PICHONES VUELAN

—Podríamos quedarnos por aquí durante cincuenta años aprendiendo cosas nuevas, pero entretanto no adelantaríamos nada. Por lo que a mí se refiere, estoy dispuesto a regresar —dijo Phil aplastando el cigarrillo y mirando a sus dos amigos.

Coburn frunció los labios y movió lentamente la cabeza.

—Yo también pienso lo mismo, Phil. No hay límite a lo que podríamos aprender aquí, evidentemente; pero llega un momento en que no tienes más remedio que utilizar algunas de las cosas que aprendes, o si no, estallas. Creo que lo mejor será que se lo digamos al Superior, y nos pongamos a hacerlo.

Joan asintió vigorosamente con la cabeza.

—Sí, sí. Yo también lo creo así. Hay trabajo que hacer, y el sitio donde hacerlo es la Universidad de Western, y no en este país de fantasía. ¡Bueno, apenas si puedo esperar a ver la cara que pondrá el viejo Brinckley cuando hayamos terminado con él!

Huxley buscó la mente de Ephraim Howe, y los otros dos esperaron cortésmente a que terminase, sin intentar entrar en la conversación telepática.

—Dice que estaba esperando saber de nosotros, y que tiene la intención de que sea una conferencia del pleno. Se encontrará aquí con nosotros.

—¿Conferencia del pleno? ¿De todos los de la montaña?

—De todos; de la montaña y de fuera de ella. Creo que es la costumbre cuando unos miembros nuevos deciden cuál será su trabajo.

—¡Uf! —exclamó Joan—. Me da miedo nada más pensar en ello. ¿Quién hablará en nombre de nosotros? ¡No será Joan!

—¿Y tú, Ben?

—Bueno… si os parece…

—Pues toma el contacto.

Establecieron la coordinación. Mientras permaneciesen de aquella manera, la voz de Ben expresaría el pensamiento combinado del trío. Ephraim Howe entró solo, pero los otros percibieron que estaba coordinando con, y hablaba en nombre de, no solamente los adeptos de la montaña, sino también de los doscientos y pico de genios dispersos por todo el país.

La conferencia comenzó con un intercambio directo de mente a mente:

Pensamos que ya es hora de que estuviésemos trabajando. Es cierto que no hemos aprendido todo lo que hay que aprender, pero a pesar de ello necesitamos utilizar nuestros conocimientos actuales.

Eso es justo, y es tal como debe ser, Benjamín. Habéis aprendido todo lo que podemos enseñaros de momento. Ahora tenéis que llevar al mundo lo que habéis aprendido, y utilizarlo a fin de que los conocimientos maduren y se hagan sabiduría.

No es solamente por esa razón que deseamos dejaros, sino por otra más urgente. Tal como vosotros nos habéis enseñado, la crisis se acerca. Queremos combatirla.

—¿Cómo os proponéis combatir las fuerzas que determinan las crisis?

Pues… —Ben no empleó esa palabra, pero la demora en su pensamiento produjo tal impresión—. Según lo vemos nosotros, a fin de hacer que los hombres sean libres, libres para desarrollarse como hombres y no como animales, es necesario que deshagamos lo que hicieron los Hombres Jóvenes. Los Hombres Jóvenes se negaron a permitir que nadie, excepto los pocos que ellos mismos elegían, participasen en la herencia racial de los antiguos conocimientos. Para que el hombre sea nuevamente libre, fuerte e independiente, es necesario devolver a cada uno de los hombres sus antiguos conocimientos y sus antiguas facultades.

—Eso es cierto. ¿Qué intentáis hacer para lograrlo?

Iremos y se lo explicaremos. Nosotros tres estamos en el sistema educativo, y podemos hacernos oír: yo en la escuela médica de Western, Phil y Joan en el departamento de psicología. Con la educación que nos habéis dado podemos trastornar las ideas tradicionales en poco tiempo. Podremos iniciar un renacimiento en la educación que preparará el camino para que todos puedan recibir la sabiduría que vosotros, nuestros mayores, podéis ofrecerles.

—¿Y creéis que eso será tan sencillo?

¿Y por qué no? Oh, no esperamos que sea sencillo. Sabemos que nos daremos de cabeza con algunas de las ideas falsas más queridas de todos, pero podremos utilizar ese mismo hecho en favor nuestro. Será espectacular, y podremos conseguir una publicidad que demostrará que tenemos razón, y que llamará la atención sobre nuestro trabajo. Por ejemplo: supongamos que practicamos públicamente la levitación, y demostramos delante de miles de personas que la mente humana puede hacer las cosas de las cuales sabemos que es capaz. Supongamos que decimos que cualquiera que aprenda en primer término la técnica de la telepatía puede hacer tales cosas. Pues en uno o dos años se podría enseñar telepatía a toda la nación, la cual estaría entonces preparada para la lectura de los testimonios, con todo lo que eso implica.

La mente de Howe permaneció silenciosa durante varios minutos. Los tres amigos se agitaron inquietos bajo su mirada pensativa y sobria. Y finalmente dijo:

—Si fuese tan sencillo, ¿no lo hubiésemos hecho ya?

Fueron ahora aquellos tres los que permanecieron silenciosos. Howe continuó amablemente:

Hablad, hijos míos. No temáis. Expresad libremente vuestros pensamientos. No nos ofenderéis.

El pensamiento que Coburn envió en respuesta era vacilante.

Es algo difícil… Muchos de vosotros sois viejos, y sabemos que todos sois sabios. Pero a nosotros nos parece, jóvenes que somos, que habéis esperado demasiado para actuar. Creemos…, creemos que habéis dejado que vuestro afán por comprender minase vuestra voluntad de actuar. Según nuestro punto de vista, habéis esperado año tras año, perfeccionando una organización que nunca será perfecta, mientras la tempestad que trastorna al mundo va ganando intensidad.

Los mayores meditaron antes de que Ephraim Howe contestase:

Quizá tengáis razón, queridos hijos, pero a nosotros no nos lo parece. No hemos intentado poner el conocimiento antiguo en manos de todos los hombres porque pocos están preparados para ello. No estará más seguro en unas mentes infantiles de lo que estarían unas cerillas en manos de niños.

No obstante…, quizá tengáis razón. Mark Twain así lo creyó, y recibió permiso para explicar todo lo que había aprendido. Así lo hizo, escribiendo en forma tal que cualquiera preparado para el conocimiento pudiese comprenderlo; pero nadie comprendió. Desesperado, explicó con precisión la manera de adquirir el poder telepático, pero a pesar de ello siguieron sin tomarle en serio. Cuanto más en serio hablaba, tanto más se reían de él sus lectores. Murió amargado.

No quisiéramos que os figuraseis que no hemos hecho nada. Esta república, que tanta excepcional importancia da a la libertad personal y a la dignidad humana, no hubiese sobrevivido tanto tiempo si no hubiésemos ayudado en algo. Nosotros escogimos a Lincoln, y Oliver Wendell Holmes fue uno de los nuestros. Walt Witman era un amado hermano nuestro. Hemos ayudado de mil maneras diferentes, cuando ha sido necesario, para evitar una recaída hacia la esclavitud y la oscuridad.

El pensamiento hizo una pausa y prosiguió:

—Sin embargo, cada uno debe de obrar tal como lo juzga mejor. ¿Es aún vuestra decisión la misma?

Ben respondió en voz alta y firme:

—Sí; lo es.

—¡Pues sea! ¿Recordáis la historia de Salem?

—¿Salem? ¿Dónde se celebraron los procesos de brujería? ¿Es que nos advertís de que podemos ser perseguidos por brujos?

No. Hoy en día no hay leyes contra la hechicería, evidentemente. Más valdría que las hubiese. No tenemos el monopolio del poder del conocimiento; no esperéis una victoria fácil. Guardaros de aquellos que poseen parte de los antiguos conocimientos y los utilizan con fines perversos: brujos, hechiceros de magia negra

La conferencia terminó, y la coordinación se relajó; Ephraim les dio la mano solemnemente y se despidió de ellos.

—Os envidio, muchachos —dijo—, yendo así a meteros con todo el sistema educativo. Ya tendréis trabajo para rato. ¿Recordáis lo que dijo Mark Twain? «Dios hizo un idiota para probar su mano y luego hizo la junta directiva de una escuela». De todos modos me gustaría ir con vosotros.

—¿Y por qué no viene, señor?

—¿Cómo? No; no serviría. La verdad es que no creo en vuestro plan. Por ejemplo: durante los años que pasé vendiendo ferretería en el Estado de Maine, tuve con frecuencia la tentación de enseñar a la gente mejores maneras de hacer las cosas. Pero no lo hice; la gente está tan acostumbrada a cuchillos para pelar patatas y a neveras para helados, que no te darán ni las gracias si les enseñas cómo pueden pasarse sin ellos, con sólo el poder de la mente. Por lo menos, no de una vez. Te echarían de la reunión, y hasta es probable que te linchasen.

»Pero de todos modos, mantendré un ojo sobre vosotros.

Joan se acercó a él y le dio un beso de adiós. Y luego se fueron.

Capítulo X:

LA BOCA DEL LEÓN

Phil escogió su mayor clase para hacer la demostración que debía hacer que los periódicos se interesasen en ellos.

Habían tenido la precaución de regresar a Los Ángeles y de comenzar el semestre de otoño antes de haber dado motivo alguno para que nadie sospechase que poseían facultades fuera de lo corriente. Habían hecho prometer a Joan que no levitaría, que no haría bromas que incluyesen el control de objetos inanimados, y que no asustaría a ningún extraño con habilidades de esa clase. Joan había aceptado el compromiso tan sumisamente que Coburn decía que estaba preocupado.

—No es normal —objetaba—. No es posible que haya crecido tan de prisa. A ver, déjame ver tu lengua, querida.

—¡Bah! —respondió Joan, sacando la lengua de manera poco respetuosa—. Master Ling dijo que yo había adelantado a lo largo del Camino más que ninguno de vosotros dos.

—Aquel chino es algo raro.

—Seguramente lo decía para animarte a crecer. En serio, Phil, ¿no sería mejor hipnotizarla profundamente y enviarla de nuevo a la montaña para diagnóstico y reajuste?

—¡Ben Coburn, si te acercas a mí te saco un ojo!

Phil preparó cuidadosamente la demostración clave. Sus clases eran tan inocuas que el jefe del departamento pudiera haber entrado de improviso sin encontrar nada que reprender, ni en qué meterse. Pero el esfuerzo de conjunto era para preparar emocionalmente a los estudiantes para lo que vendría después. Y las instrucciones que daba para las lecturas complementarias tendían a aumentar sus probabilidades de éxito.

—La hipnosis es un tema apenas comprendido —comenzó a decir en el día que había elegido—, y antiguamente se la clasificaba junto a la brujería, la magia y demás, es decir, como una estúpida superstición. Pero hoy es del dominio público y puede ser fácilmente demostrada. Por lo tanto, incluso los psicólogos más conservadores tienen que reconocer su existencia y tratar de observar sus características. —Y continuó así, profiriendo sedantes y vulgaridades, mientras medía la actitud emotiva de su clase.

Cuando creyó que estaban ya preparados para aceptar sin sorpresa los fenómenos ordinarios de la hipnosis, llamó a Joan, quien estaba presente con tal objeto, al frente del aula. La muchacha entró fácilmente en un estado de ligera hipnosis. Ejecutaron con rapidez los escasos fenómenos hipnóticos —catalepsia, compulsión, sugestión posthipnótica— mientras hablaba incesantemente sobre la relación entre las mentes del operador y del sujeto, la posibilidad de control telepático directo, los experimentos de Rhine y otras cuestiones semejantes, ortodoxas en sí mismas, pero próximas a la frontera del pensamiento heterodoxo.

Entonces ofreció alcanzar telepáticamente la mente del sujeto.

Invitó a todos los estudiantes a que escribiesen algo en un trozo de papel. Un comité voluntario recogió los papeles y se los fue dando a Huxley de uno en uno. Realizó solemnemente la farsa de irlos mirando de uno en uno, mientras Joan los iba leyendo a medida que los ojos de Huxley se fijaban en cada uno de ellos. La muchacha vaciló convincentemente una o dos veces.

¡Bien hecho, muchacha! ¡Gracias, amiga! ¿No podrías alegrarlo un poco? Nada de tus ideas luminosas. Sigue como hasta ahora. Les estás convenciendo.

Así, por etapas fáciles, les llevó a la convicción de que la mente y la voluntad pueden ejercer sobre el cuerpo un dominio mucho más completo de lo que generalmente se supone. Habló, como de paso, de las historias de santones hindúes que pueden elevarse en el aire e incluso trasladarse de un lugar a otro.

—Tenemos una oportunidad excepcional de comprobar prácticamente tales historias —les dijo—. El sujeto cree ciegamente cualquier afirmación que haga el operador. Diré a miss Freeman que tiene que ejercitar su voluntad y elevarse sobre el suelo. Es completamente cierto que ella creerá que puede hacerlo. Su voluntad estará en condiciones óptimas para ejecutar la orden, si es que es posible hacerlo. ¡Miss Freeman!

—Sí, Mr. Huxley.

—Ejercite su voluntad. ¡Elévese en el aire!

Joan se eleva unos dos metros en el aire, hasta que su cabeza casi tocó el elevado techo.

—¿Qué tal, amigo?

—Estupendo; los estás asombrando. ¡Mira cómo te contemplan!

En aquel momento Brinkley irrumpió en la habitación, con furia en los ojos.

—¡Mr. Huxley, ha faltado usted a la palabra que me había dado y ha deshonrado esta universidad! —Eso ocurría unos diez minutos después del fiasco con que había terminado la exhibición. Huxley se enfrentaba con el presidente en la oficina particular de éste.

—No le prometí a usted nada. Y no he deshonrado la universidad —respondió Phil con tranquila testarudez.

—Se ha dedicado usted a trucos de magia barata para desprestigiar su departamento.

—De modo que soy un tramposo, ¿verdad? Viejo fósil… ¡explícame esto! —Huxley levitó hasta alzarse un metro sobre la alfombra.

—¿Que explique qué? —Ante el asombro de Huxley, Brinkley parecía no darse cuenta de que ocurría algo anormal. Continuó mirando al punto donde había estado la cabeza de Phil, y su actitud no revelaba sino una ligera contrariedad ante la aparentemente absurda observación de Huxley.

¿Era posible que aquel viejo idiota pudiese engañarse tanto a sí mismo que fuese incapaz de observar cualquier cosa contraria a sus ideas preconcebidas, incluso cuando ocurrían bajo sus propios ojos? Phil tanteó con su mente, e intentó ver lo que ocurría dentro de la cabeza de Brinkley. Se llevó una de las mayores sorpresas de su vida. Esperaba encontrar allí los casi descompuestos procesos mentales de una senilidad próxima, pero encontró… frío cálculo, capacidad penetrante, engarzados en una matriz de una perversión tal que le causó náuseas.

Fue solamente una ojeada, pues pronto se sintió expulsado de un tirón que atontó su cerebro. Brinkley había descubierto el acto de espionaje y había levantado sus defensas, las fuertes defensas de una mente disciplinada.

Phil descendió al suelo y salió de la habitación, sin decir ni una sola palabra, ni volver la cabeza.

De «El Estudiante de Western», del 3 de octubre:

PROFESOR DE PSICOLOGÍA EXPULSADO POR FRAUDE

… los relatos de los estudiantes varían, pero todos están de acuerdo en que había sido un hermoso espectáculo. El defensa «Buzz» Arnold manifestó a nuestro reportero: «Sentí mucho lo ocurrido. El Profesor Huxley es un tipo simpático, y su número estuvo muy bien organizado, con una tramoya excelente. Claro está que se veía como lo hacía; era el mismo truco que utilizó el Gran Arturo en el Orpheum durante la pasada primavera. Pero me hago cargo del punto de vista del doctor Brinkley: no se pueden permitir tonterías en un centro de enseñanza serio».

El Presidente Brinkley hizo la siguiente manifestación oficial al «Estudiante»: «Con gran pesar debo comunicar el término de la asociación de Mr. Huxley con esta institución, en bien de la universidad. Se había advertido repetidas veces a Mr. Huxley del camino peligroso que seguía. Se trata de un joven de considerable capacidad. Esperemos que esta experiencia le sirva de lección en cualquier línea de actividad que…».

Coburn devolvió el periódico a Huxley.

—¿Sabes lo que me ha ocurrido a mí? —preguntó.

—¿Algo nuevo?

—Invitado a dimitir… Sin publicidad; solamente una insinuación cortés. Mis pacientes se ponían buenos demasiado rápidamente. Había abandonado la cirugía, ¿sabes?

—¡Qué asco! —Eso lo dijo Joan.

—Pues bien —dijo Ben reflexivamente—. No culpo al director médico; Brinkley le forzó la mano. Me temo que menospreciamos al viejo tunante.

—¡Sin duda! Ben es tan capaz como cualquiera de nosotros, y en cuanto a sus razones… cuando pienso en ellas me sofoco.

—¡Y yo que pensaba que era una rata inofensiva! —dijo lamentándose Joan—. La primavera pasada debimos haberle echado a los pozos de alquitrán. Ya os lo dije. ¿Y qué hacemos ahora?

—Proseguir. —La respuesta de Phil era enérgica—. Utilizaremos la situación en ventaja nuestra; tenemos publicidad, y la usaremos.

—¿Qué idea tienes?

—Otra vez la levitación. Es lo más espectacular que tenemos para las masas. Llama a los diarios y diles que demostraremos públicamente la levitación mañana a mediodía en la Plaza Pershing.

—¿Y no crees que los diarios se echen atrás ante una cosa tan sospechosa?

—Es probable; pero he ahí mi plan: haremos que todo parezca absurdo, y les daremos motivos para que puedan escribir algo divertido. Podrán ocuparse de ello como si fuese algo sensacional, en lugar de ser una noticia seria. Estamos en guerra, Joan. No es posible hacer lo que uno desearía; cuanto más descabellado, mejor. En marcha, amigos. Llamaré al Servicio de Información. Ben, entre tú y Joan, repartiros los periódicos.

Los reporteros se mostraron evidentemente interesados. Les interesaba que Joan fuese de buen ver, les divertía la corbata chillona de Phil y sus jactancias, y les impresionaba seriamente su gusto por el whisky. Comenzaron a hacer caso a Coburn cuando éste les sirvió de beber sin preocuparse por tocar la botella.

Pero cuando Joan flotó alrededor de la habitación, y Phil montó por el techo una bicicleta inexistente, se alarmaron.

—Francamente, doctor —dijo uno de ellos—, tenemos que ganarnos la vida, y no pretenderá usted que le contemos al editor de la ciudad cosas como éstas. La verdad; ¿es el whisky o, sencillamente, hipnotismo?

—Llámenlo lo que quieran, señores. Pero no dejen de decir que lo volveremos a hacer en la Plaza de Pershing mañana a mediodía.

La diatriba de Phil en contra de Brinkley resultó poco interesante después de la demostración, pero los reporteros tuvieron la cortesía de tomar nota de ella.

Joan se acostó aquella noche con una sensación vaga de depresión. La excitación de entretener a los muchachos de los periódicos se había desvanecido. Ben había propuesto cenar e ir a bailar para celebrar su última noche de vida privada, pero no había sido un éxito. Para empezar, cuando descendían por una curva cerrada de la carretera de Beachwood se les había reventado un neumático, y el sedán gris de Phil había dado varias vueltas de campana. Hubiesen quedado todos gravemente heridos, de no haber sido por el control automático que poseían de sus cuerpos.

Cuando Phil examinó lo que quedaba del sedán, la causa del accidente le dejó perplejo.

—Aquellos neumáticos estaban perfectamente bien —aseguró—. Los había examinado a fondo por la mañana. —Pero insistió en continuar con su noche de asueto.

El espectáculo les pareció aburrido, y los chistes, burdos y groseros, después del humorismo ligero y sensitivo que habían aprendido a apreciar durante su asociación con Master Ling. Las muchachas del coro eran jóvenes y bonitas, y Joan había disfrutado observándolas hasta que cometió el error de sondar sus mentes. La falta de consistencia que encontró en sus espíritus vacuos e insensibles, cooperó a su malestar.

Se alegró cuando terminó el espectáculo y Ben la invitó a bailar. Los dos hombres eran buenos bailarines, especialmente Coburn, y se encajó en sus brazos con satisfacción. Pero su placer duró poco, pues una pareja borracha chocó repetidas veces con ellos. El hombre era pendenciero, y la mujer ligeramente vitriólica. Joan pidió a sus compañeros que la llevasen a su casa.

Todas esas cosas le preocupaban mientras se preparaba para acostarse. Joan, que nunca en su vida había conocido un temor agudo, ahora temía solamente una cosa: las emociones corrosivas y sucias de los pobres de espíritu. La malicia, envidia y odio, los sinuosos insultos de mentes despreciables; esas cosas la herían, por su sola presencia, incluso cuando no era ella el objeto directo de su ataque. No era aún lo suficientemente madura para haber adquirido una armadura de indiferencia frente a las opiniones de mentes mezquinas.

Después de un verano en compañía de hombres de buena voluntad, el incidente con la pareja de borrachos la desalentaba. Se sentía ensuciada por su contacto. Y lo que era peor aún, se sentía una extraña, una extranjera en país desconocido.

Se despertó durante la noche con una sensación de soledad exacerbada de una manera abrumadora. Percibía intensamente los tres millones y pico de seres que había a su alrededor, pero toda la ciudad parecía estar llena solamente de entidades malignas, celosas de ella, ansiosas de arrastrarla a su propia condición innoble. Ese ataque contra su espíritu, ese intento de despojar la santidad de su ser interior, adquirió una naturaleza casi corpórea. Le pareció que estaba mordiendo los bordes de su mente, sofocando sus defensas. Aterrada, llamó a Ben y a Phil; no hubo respuesta, pues su mente no pudo encontrarlos.

Aquella cosa repugnante que la amenazaba se daba cuenta de su fracaso; la muchacha sentía que se mofaba de ella. Llena de pánico, llamó al Superior.

Tampoco recibió respuesta. Pero esta vez, aquella cosa habló:

—Ese camino también está cerrado.

Cuando ya la histeria se apoderaba de ella, cuando se derrumbaban sus últimas defensas, cayó en los brazos de un espíritu más fuerte, cuya bondad tranquila e imperturbable la protegió de la cosa perversa que la acechaba.

—¡Ling! —exclamó—. ¡Master Ling! —y sollozó desgarradoramente.

Sintió el humor manso y tranquilizador de su sonrisa, mientras que los dedos mentales de Ling sondaban y apaciguaban las tensiones de su terror. Y se durmió.

La mente de Ling permaneció con ella toda la noche, y habló con ella hasta que se despertó.

Ben y Phil escucharon preocupados la relación que la muchacha hizo de la noche anterior.

—Eso es decisivo —dijo Phil—. Hemos sido demasiado descuidados. Desde ahora en adelante y hasta que hayamos terminado con ese asunto, permaneceremos coordinados de día y de noche, despiertos o dormidos. A decir verdad, también yo lo pasé bastante mal la noche última, si bien no es nada de lo que le ocurrió a Joan.

—También yo, Phil. ¿A ti qué te ocurrió?

—Pues no mucho, solamente una serie de pesadillas durante las cuales perdía confianza en mi capacidad de hacer ninguna de las cosas que aprendimos en Shasta. ¿Y tú?

—Aproximadamente lo mismo, pero con variaciones. Estuve operando toda la noche, y todos mis enfermos morían sobre la mesa de operaciones. No fue muy agradable, pero ocurrió otra cosa que no fue un sueño. Ya sabéis que todavía uso una antigua navaja de afeitar; pues mientras me afeitaba, sin preocuparme, saltó de mi mano y me dio un corte en el cuello, ¿veis? No se ha curado del todo aún. —Y señaló una delgada línea roja que corría en diagonal a lo largo del lado derecho de su cuello.

—¡Pero, Ben! —chilló Joan—. ¡Podías haberte matado!

—Eso es lo que pensé —confirmó secamente Ben.

—Sabéis, muchachos —dijo Phil hablando despacio—, esas cosas no son puramente accidentales…

—¡Abrid los de ahí dentro! —Esa orden procedía del otro lado de la puerta. Sus sentidos de percepción directa, unidos en una sola mente, atravesaron el macizo roble y examinaron al que hablaba. El hecho de ir de paisano no ocultaba la profesión del grueso individuo que allí esperaba, incluso si no hubiesen podido ver el emblema dorado sobre su chaleco. Otro hombre, más pequeño, pero igualmente oficioso, esperaba junto al primero.

Ben abrió la puerta y preguntó amablemente:

—¿Qué desea?

El hombre más grueso intentó entrar, pero Coburn no se movió.

—Le he preguntado qué deseaba.

—Tipo listo, ¿verdad? Soy de la policía. ¿Es usted Huxley?

—No.

—¿Coburn? —Ben asintió con la cabeza.

—Me servirá lo mismo. ¿Es ése Huxley, detrás de usted? ¿Es que ninguno de ustedes dos pasa nunca la noche en casa? ¿Han estado aquí toda la noche?

—No —dijo secamente Coburn— y además eso no le importa.

—Eso soy yo quien lo tiene que decidir. Quiero hablar con ustedes dos. ¿Qué hay de eso que estaban ustedes explicando a los muchachos?

—Si viene a la Plaza Pershing hoy al mediodía lo sabrá.

—Lo que es hoy no haréis nada en la Plaza Pershing, amigos.

—¿Por qué no?

—Son órdenes de la Comisión de Parques.

—¿Con qué autoridad?

—¿Cómo?

—¿En virtud de qué ley o disposición, se niega a unos ciudadanos pacíficos el derecho de utilizar una plaza pública? ¿Quién es ése que va con usted?

El hombre más pequeño se identificó.

—Me llamo Ferguson, de la oficina D.A. Busco a su compañero Huxley en virtud de una denuncia por libelo criminal. Y necesito a ustedes dos como testigos.

La mirada de Ben se hizo aún más fría, si es que tal cosa era posible.

—¿Es que alguno de ustedes dos —preguntó en tono suavemente despectivo— tiene una orden de arresto?

Se miraron el uno al otro sin responder. Ben prosiguió:

—En tal caso no vale la pena de que continuemos esta conversación, ¿verdad? —Y les cerró la puerta en las narices.

Se volvió a sus compañeros y sonrió.

—Pues bien, se nos están acercando. Veamos lo que dicen los diarios.

No encontraron más que una historia. No decía nada acerca de la exhibición que habían propuesto, pero referían que el doctor Brinkley había presentado una denuncia por libelo contra Phil.

—Que yo sepa, ésta es la primera vez que cuatro periódicos metropolitanos han rechazado una historia sustanciosa —comentó Ben—. ¿Qué vas a hacer sobre la denuncia de Brinkley?

—Nada —respondió Phil—, salvo quizá acusarle también yo a él por libelo. Si mantiene su acusación, será una buena oportunidad de demostrar nuestras afirmaciones ante el tribunal. Lo cual me hace recordar que no queremos que nos estropeen nuestros planes para hoy; aquellos sabuesos pueden volver en cualquier momento con órdenes de arresto. ¿Dónde nos escondemos?

A propuesta de Ben se pasaron la mañana escondidos en una biblioteca pública de la ciudad. A las doce menos cinco tomaron un taxi y se dirigieron a la Plaza Pershing.

Y descendieron del taxi para ir a caer en los brazos de seis robustos policías.

—Bien, Phil, ¿cuánto tiempo tengo que aguantar esto?

—Tranquilízate, muchacha. No te acalores.

—No me acaloro, pero ¿por qué tenemos que continuar sujetos si podemos escaparnos en cualquier momento?

—Precisamente por eso. Nunca nos han arrestado antes, así veremos lo que es.

Aquella noche se reunieron alrededor de la chimenea de casa de Joan. No habían tenido dificultad alguna en escapar, pero habían esperado hasta una hora en que la prisión estaba tranquila para demostrar que las paredes de piedra no constituyen prisión para personas que conocen el poder de la mente.

Ben era el que hablaba.

—Lo que digo es que ya tenemos datos suficientes para sacar conclusiones.

—¿Cuáles?

—Sácalas tú mismo.

—Bien. Volvimos de Shasta creyendo que todo lo que teníamos que superar era estupidez, ignorancia y una proporción normal de antagonismo y testarudez humanas. Pero ahora ya no nos engañamos. Cualquier intento de poner en manos de la masa lo esencial de los antiguos conocimientos se enfrenta con un esfuerzo decidido y organizado para impedirlo, y para destruir o anular a cualquiera que lo intente.

—Es peor aún —corrigió Ben—. He empleado nuestro descanso en chirona para echar un vistazo por la ciudad. Me preguntaba por qué el fiscal del distrito tenía tanto interés en nosotros, de modo que ojeé su mente. Averigüé quién era su amo, y miré la mente de éste. Lo que encontré allí me interesó tanto que tuve que desplazarme a la capital del Estado y ver quién era el que movía la tramoya desde allí. Eso me llevó de nuevo a la calle Spring, y al distrito financiero. Aunque parezca imposible, desde allí tuve que ir a mirar a algunos de los personajes más intangibles de la comunidad: hombres de club, jefes de la industria, y demás por el estilo. —Hizo una pausa.

—Bueno, ¿y qué? No me digas que todos son de los otros, o me pondré a llorar.

—No; y eso es lo más extraño de todo. Casi todos aquellos prohombres son seres inofensivos, gentes a las que uno quisiera tratar. Pero generalmente (no siempre, sino generalmente) esos seres inofensivos están dominados por alguien en quien tienen confianza, alguien que les ha ayudado a llegar adonde se encuentran, y esos dominadores no son seres inofensivos, por no decir otra cosa. No pude entrar en todas sus mentes, pero cuando me fue posible hacerlo encontré lo mismo que Phil halló en Brinkley: una percepción fríamente calculadora de que su poder reside en mantener al pueblo en la ignorancia.

Joan se estremeció.

—Bonito cuadro, Ben. Lo más adecuado como historia para antes de irse a la cama. ¿Y ahora qué vamos a hacer?

—¿Tú qué sugieres?

—¿Yo? No he llegado a conclusión alguna. Quizá lo mejor sería tomar a esos tipos de uno en uno y desprestigiarlos…

—¿Y tú, Phil?

—No puedo ofrecer nada mejor. Pero tendremos que planear nuestra campaña con astucia.

—Pues bien, yo sí que tengo algo que proponer.

—Oigámoslo.

—Admitamos que nos hemos comprometido a más de lo que podemos hacer. Volvamos a Shasta y pidamos ayuda.

—¡Hombre, Ben! —La decepción de Joan se vio reflejada en la compungida cara de Phil. Pero Ben continuó tenazmente:

—Evidentemente, es molesto, pero el orgullo resulta demasiado caro, y el trabajo a realizar es demasiado…

Se detuvo cuando notó la expresión de Joan.

—¿Qué ocurre, muchacha?

—Tendremos que decidirnos pronto; ese coche que acaba de detenerse aquí delante es de la policía.

Ben se volvió hacia Phil.

—¿Qué tiene que ser: quedarnos y luchar, o ir en busca de refuerzos?

—¡Oh, tienes razón! Me di cuenta de ello desde que eché un vistazo a la mente de Brinkley, pero me molestaba admitirlo.

Salieron los tres juntos al patio, se dieron las manos y se lanzaron verticalmente hacia arriba.

Capítulo XI:

LUZ EN LAS TINIEBLAS

—¡Bienvenidos al hogar! —Ephraim Howe les recibió cuando aterrizaron—. Me alegro de que hayáis vuelto. —Les condujo a sus habitaciones privadas—. Descansad, mientras atizo el fuego un poco. —Arrojó un trozo de leña de pino al fuego, acercó su vieja y sencilla mecedora hasta colocarse enfrente del fuego y de sus huéspedes, y se arrellanó—. Bueno, contádmelo todo. No; no estoy en conexión con los demás. Podréis hacer un informe completo al consejo cuando estéis preparados.

—La verdad, Mr. Howe, ¿es que no sabe usted ya todo lo que nos ha ocurrido? —Phil miró derechamente al Superior mientras decía aquellas palabras.

—No, de verdad. Os dejamos seguir vuestro camino, y solamente Ling mantuvo un ojo sobre vosotros para que no os hicieseis daño. No me ha informado.

—Muy bien, señor. —Uno tras otro le explicaros todo lo que les había ocurrido, y de vez en cuando le dejaron ver a través de sus mentes los acontecimientos en que habían tomado parte.

Cuando hubieron terminado, Howe les sonrió.

—De modo que habéis llegado a aceptar el punto de vista del consejo, ¿verdad?

—¡No, señor! —Fue Phil quien contestó—. Estamos ahora aún más convencidos que cuando nos fuimos de la necesidad de una acción positiva e inmediata, pero estamos asimismo convencidos de que no somos ni lo bastante fuertes ni lo bastante sabios para intentarla nosotros solos. Hemos venido en busca de ayuda, y para instar al consejo a que abandone su política de enseñar solamente a los que están preparados, y que en lugar de eso se dirija y enseñe a todas las mentes capaces de aceptar vuestras enseñanzas.

»La verdad es, señor, que nuestros antagonistas no esperan. Están activos todo el tiempo. Han ganado Asia, están pujantes en Europa, y quizá ganen aquí en América mientras esperamos que se presente una oportunidad.

—¿Podéis sugerir algún medio de atacar el problema?

—No, y es por eso que hemos vuelto. Cuando tratábamos de enseñar a los demás lo que sabíamos, nos lo impidieron.

—Esa es la dificultad —asintió Howe—. He sido muy de vuestra opinión durante muchos años, pero resulta difícil de llevar a cabo. Lo que podemos ofrecer no se puede publicar en un libro, ni retransmitirlo por la radio. Se tiene que comunicar directamente de una mente a otra, dondequiera que se encuentra una mente preparada para recibirlo.

Terminaron la discusión sin encontrar una solución, pero Howe les dijo que no se preocupasen.

—Proseguid —les dijo—, y pasad unas cuantas semanas en meditación y coordinación. Cuando tengáis una idea que parezca factible, traedla y reuniremos el consejo para considerarla.

—Pero, señor —protestó Joan en nombre del trío—. Verá…, habíamos confiado en el consejo de ustedes para preparar un plan. No sabemos por dónde empezar, o de lo contrario no hubiésemos regresado.

Howe movió la cabeza.

—Sois los hermanos más jóvenes, los más nuevos y los de menos experiencia. Esas son vuestras virtudes, y no vuestros defectos. El hecho de que no habéis pasado años de esta vida pensando en términos de siglos y de razas os da una ventaja. Un punto de vista demasiado amplio, demasiado filosófico, paraliza la voluntad. Quiero que vosotros tres lo consideréis solos.

Hicieron lo que Howe les había pedido. Lo discutieron durante semanas coordinados como una sola mente, lo remacharon en conversaciones habladas, y meditaron sus derivaciones. Exploraron la nación con sus mentes, y examinaron los espíritus humanos que se encontraban tras la acción política y social. Con ayuda de los archivos aprendieron las técnicas por medio de las cuales la fraternidad de adeptos había intercedido en el pasado, cuando había sido amenazada la libertad de pensamiento y de acción en América. Propusieron y rechazaron docenas de esquemas.

—Deberíamos dedicarnos a la política —dijo Phil a los otros dos—, tal como nuestros hermanos lo hicieron en el pasado. Si tuviésemos un Secretario de Educación reclutado entre los ancianos, podría fundar una academia nacional donde realmente prevaleciese la libertad de pensamiento, la cual podría ser la fuente desde donde se podría esparcir el antiguo conocimiento.

Joan hizo una objeción:

—¿Y si perdieses la elección?

—¿Cómo?

—Incluso con las facultades especiales que tienen los adeptos, sería un trabajo ímprobo encontrar delegados para una convención nacional que eligiese a nuestro candidato, luego hacer que resultase elegido frente a las máquinas políticas, grupos de presión, periódicos, hijos favoritos, etcétera, etcétera, etcétera.

—Y recordad que la oposición puede jugar tan sucio como quiera, mientras que nosotros tenemos que jugar limpio, so pena de ir contra nuestros propios objetivos.

Ben asintió con la cabeza.

—Me temo que tiene razón, Phil; la tienes toda en una cosa; se trata de un problema de educación. —Y se detuvo a meditar, volviendo su propia mente sobre sí mismo.

Pronto volvió a hablar:

—Yo me pregunto si hemos atacado este asunto desde un ángulo acertado. Hemos estado pensando en reeducar adultos, cuyas costumbres son ya fijas. ¿Y los niños? No han cristalizado todavía; ¿no serían ellos más fáciles de enseñar?

Joan se alzó, y sus ojos le brillaban.

—¡Ben, acertaste!

Phil movió la cabeza obstinadamente.

—No. Me molesta echar jarros de agua fría, pero no hay manera de hacerlo. Los niños están constantemente bajo el cuidado de adultos, y no podríamos llegar hasta ellos. No os figuréis ni por un solo instante que podrías prescindir de las juntas de gobierno locales de las escuelas; son las pequeñas oligarquías más cerradas de todo el sistema político.

Estaban sentados en un grupo de pinos de las bajas laderas del Monte Shasta. Un pequeño grupo de figuras humanas apareció por debajo de ellos y comenzó a trepar hacia el punto donde los tres estaban sentados. Suspendieron la discusión hasta que el grupo pasó fuera del alcance del oído. El trío las contempló con un interés amistoso y despreocupado.

Eran todos ellos muchachos de unos diez a quince años de edad, salvo el guía, que llevaba sus dieciséis años con la seria dignidad apropiada a quien es responsable de la seguridad y el bienestar de otros más jóvenes. Iban vestidos con camisas y shorts de color caqui, sombreros de campaña, y pañolones en los que había bordada una conífera y la insignia PATRULLA ALPINA, TROPA I. Todos llevaban una mochila y un bastón.

Cuando la procesión llegó junto a los adultos, el guía de la patrulla les saludó con la mano, y las insignias de mérito de su manga brillaron a la luz del sol. Los tres devolvieron el saludo y observaron cómo desaparecían de la vista por lo alto de la ladera.

Phil los contempló con distraída mirada.

—Aquellos eran días dorados —dijo—. Casi les envidio.

—¿Fuiste tú uno de ellos? —preguntó Ben, contemplando a los muchachos—. Recuerdo lo orgulloso que estuve el día que obtuve mi insignia de mérito por los primeros auxilios.

—Nacido para médico, ¿no, Ben? —comentó Joan, aprobando, y con mirada maternal—. Yo no… ¡pero, oye!

—¿Qué ocurre?

—¡Phil! ¡He ahí la respuesta! He ahí cómo llegar a los niños a pesar de los padres y de las juntas de gobierno de las escuelas.

Joan estableció contacto telepático, derramando con excitación sus ideas en las mentes de los otros dos. Se pusieron en coordinación y discutieron los detalles. Al cabo de un rato Ben afirmó con la cabeza y dijo en voz alta.

—Quizá fuese posible —dijo—. Volvamos y hablémoslo con Ephraim.

—Senador Moulton, esos son los jóvenes de quien le hablaba. —Casi con respetuoso temor, Joan contempló las facciones del pequeño anciano de cabellos blancos, cuyo nombre se había convertido en un sinónimo de integridad. Sintió el mismo impulso que le inspiraba Master Ling de juntar sus manos sobre el centro de su cuerpo y de inclinarse. Y observó que Ben y Phil apenas podían reprimir mostrarse torpes y retozones.

Ephraim Howe prosiguió:

—He estudiado su proyecto, y lo considero practicable. Si usted también lo considera así, el Consejo lo llevará adelante. Pero en gran parte depende de usted.

El senador los contempló con aquella sonrisa que había ablandado los corazones de dos generaciones de duros políticos.

—Explicádmelo bien —les rogó.

Así lo hicieron, cómo habían probado y fracasado en la Universidad de Western, cómo se habían exprimido sus cerebros durante un tiempo, y cómo unos muchachos excursionistas les había inspirado.

—Verá, senador; si pudiésemos hacer subir allá arriba un grupo suficiente de muchachos de una vez, de muchachos lo suficientemente jóvenes para no haber sido corrompidos por el medio ambiente, y educados ya, como esos muchachos lo están, en los ideales de los antiguos (dignidad humana, ayuda mutua, confianza en sí mismos, todas esas cosas que se incluyen en su código); si pudiésemos hacer llegar allá arriba unos cinco mil muchachos de ésos, podríamos enseñarles telepatía, y cómo comunicar la telepatía a otros.

»Una vez hubiesen sido enseñados, y hubiesen regresado a sus hogares, cada uno de ellos sería un centro de difusión del conocimiento. Los antagonistas no podrían nunca detenerlo; sería demasiado extenso, epidémico. Al cabo de pocos años todos los niños del país serían telépatas, e incluso enseñarían a sus mayores (por lo menos aquellos que no se hubiesen endurecido lo demasiado para aprender).

»¡Y una vez que un ser humano es telépata, podemos dirigirle por el camino de la antigua sabiduría!

Moulton asentía con la cabeza y hablaba consigo mismo.

—Sí, sí, es cierto. Es posible hacerlo. Afortunadamente Shasta es un Parque Nacional. Veamos, ¿quién está en aquel comité? Se necesitaría una resolución conjunta y una pequeña asignación. Ephraim, amigo mío, mucho me temo que tendré que usar un poco de astucia para lograrlo; ¿me perdonará?

Howe sonrió con amplitud.

—Oh, lo digo en serio —prosiguió Moulton—. Las gentes son tan cínicas, tan duras, cuando se trata de conveniencia política (incluso alguno de nuestros hermanos). Veamos, creo que se tardarán unos años antes de poder establecer el primer campamento…

—¿Tanto tiempo? —Joan se sentía decepcionada.

—Oh, sí, querida. Habrá que presentar dos leyes al Congreso, y maniobrar mucho para hacerlas aprobar frente a un calendario legislativo completo. Habrá que llegar a un acuerdo con los ferrocarriles y las compañías de autobuses para que concedan a los muchachos precios especiales que les permitan acudir. Tenemos que comenzar una campaña publicitaria para hacer popular la idea. Luego tiene que haber tiempo suficiente para que tantos de nuestros hermanos como sea posible entren en la administración del movimiento a fin de que entre los jefes del campamento se encuentren muchos de nuestros adeptos. Afortunadamente soy sindicado nacional de la organización. Sí, creo que podré conseguirlo en un par de años.

—¡Dios santo! —protestó Phil—. ¿No sería más práctico teleportarlos aquí, enseñarles, y teleportarlos de vuelta?

—No sabes lo que dices, hijo mío. ¿Podemos abolir la fuerza, utilizándola? Todos los pasos deben ser voluntarios, realizados por la razón y la persuasión. Cada ser humano debe liberarse a sí mismo, no es posible forzarle a la libertad. Y además, ¿es que dos años son mucho tiempo para realizar un trabajo que ha estado esperando desde el Diluvio?

—Lo siento, señor.

—No lo sientas. Es vuestra impaciencia juvenil lo que ha hecho que sea posible realizar ese trabajo.

Capítulo XII:

«CONOCERÉIS LA VERDAD…»

El campamento se levantó sobre las bajas laderas del Monte Shasta, cerca de McCloud. Cuando las últimas nieves primaverales se escondían todavía por las hondonadas y al norte de las vertientes, los camiones de la Intendencia del Ejército de Estados Unidos treparon pesadamente por una carretera construida el otoño precedente por los ingenieros del ejército. Tiendas piramidales se alzaron en hileras al fondo de un valle suavemente ondulado. Aparecieron cocinas, una enfermería y el edificio de un cuartel general. El campamento Mark Twain pasó de ser un proyecto a ser una realidad.

El senador Moulton, trocada la toga por los calzones, polainas, camisa caqui, y un sombrero con la inscripción Director del Campamento, se movía alrededor del campo, animando, decidiendo en nombre de los jefes de paja, y rebuscando, rebuscando las mentes de todos los que se acercaban al campamento con cualquier objeto. ¿Había alguien sospechoso? ¿Se había introducido alguien que estuviese asociado con adeptos parciales que se oponían al verdadero objetivo del campamento? Era demasiado tarde para permitir que algo fallase ahora; demasiado tarde, y lo que se jugaba era demasiado.

En el oeste medio, en el lejano sur, en la ciudad de Nueva York y en Nueva Inglaterra, en las montañas y en la costa, había muchachos que hacían sus maletas, compraban billetes especiales de ida y vuelta a Shasta, y hablaban de ello con sus envidiosos coetáneos.

Y por todo el país los antagonistas de la libertad y de la dignidad humanas, los estraperlistas, los políticos venales, los que se lucran con falsas religiones, los explotadores del obrero, los pequeños caciques, y todos los personajes principales entre los que trafican con la miseria y la opresión humanas, y que eran al mismo tiempo adeptos a las artes de la mente, y se daban bien cuenta del peligro del conocimiento libre, toda esa purria innoble se agitaba inquieta y se preguntaba qué era lo que estaba ocurriendo. Moulton nunca había estado asociado con nada que no fuese desastroso para ellos; el Monte Shasta era el único lugar que nunca habían podido tocar, y odiaban hasta su nombre. Recordaban antiguas historias, y se estremecían.

Se estremecían pero actuaban.

Autobuses transcontinentales cargados con los muchachos elegidos, ¿podrían corromper al conductor? ¿Podrían apoderarse de su mente? ¿Podrían estropear los neumáticos o el motor? Los jóvenes ocupaban trenes enteros, ¿sería posible cambiar una aguja? ¿Podría ensuciarse el agua potable?

Pero otros vigilaban. Un tren lleno de muchachos se desplazaba hacia el oeste; dentro de él, o volando sobre él, viajaba por lo menos un adepto, que exploraba el territorio circundante por medio de su percepción directa, y que comprobaba las intenciones de todas las mentes en varios kilómetros a la redonda del punto donde se encontraban, y cuyo solo deber era asegurarse de que aquellos muchachos llegasen sanos y salvos a Shasta.

Probablemente algunos de los muchachos no hubiesen llegado nunca, de no haber sido que los oponentes de la libertad humana fueron cogidos por sorpresa, dubitativos y desorganizados. Pues el vicio tiene este defecto: no puede ser verdaderamente inteligente. Sus motivos mismos son su debilidad. Los intentos que realizaron para evitar que los muchachos llegasen a Shasta fueron escasos y abortaron. Por aquella vez los adeptos habían tomado la ofensiva, y sus movimientos eran más rápidos y estaban concebidos más racionalmente que los de sus antagonistas.

Una vez llegados al campamento, una pantalla tupida rodeaba todo el Parque Nacional del Monte Shasta. El superior había designado adeptos para que patrullasen de noche y de día, vigilando con todos sus sentidos la presencia de espíritus mezquinos o malignos. El campamento mismo fue depurado. Dos consejeros y unos veinte muchachos fueron enviados de regreso a sus hogares cuando su examen reveló que se trataba de almas dañadas. A los muchachos no se les informó de su deformidad, sino que se les dieron excusas plausibles por la necesaria acción.

Superficialmente el campamento se parecía a cualquier otro semejante. Los cursos de carpintería eran los mismos. Los tribunales de honor se reunían como de costumbre para examinar a los candidatos. Había los cánticos de costumbre, por la noche, alrededor del fuego, y los mismos ejercicios gimnásticos por la mañana antes del desayuno. La mayor seriedad del juramento y de las leyes de la organización, apenas si eran perceptibles.

Durante el transcurso de la temporada cada uno de los muchachos realizó por lo menos una excursión nocturna. Se les enviaba por la mañana en grupos de veinte o treinta y en compañía de un consejero. No resultaba evidente que todos los consejeros que dirigían tales excursiones eran adeptos, pero así sucedía en la práctica. Cada muchacho llevaba su manta, su mochila con raciones, su cantimplora, su cuchillo, hacha y brújula.

Phil salió con uno de esos grupos una mañana de las de la primera semana del campamento. Se dirigió hacia el este de la montaña para mantenerse alejado de las rutas acostumbradas de los turistas. Aquella noche acamparon a la orilla de un torrente alimentado por los glaciares, cuyo sonido resonaba en sus oídos mientras cenaban.

Después de cenar se sentaron alrededor del fuego. Phil les narró historias de los santones del este, y de las facultades que se les atribuían, así como de San Francisco y los pájaros. Estaba en medio de una de esas historias, cuando apareció una figura en el círculo de luz.

O, mejor dicho, varias figuras. Vieron a un anciano, vestido como pudo haberlo ido David Crockett, y a sus costados dos animales; a la izquierda un león montañés que ronroneó al ver el fuego, y a la derecha un cervatillo cuyos pardos ojos contemplaban tranquilamente los de los muchachos.

Al principio algunos de los muchachos se asustaron, pero Phil les dijo tranquilamente que ensanchasen el círculo e hiciesen sitio para los recién llegados. Permanecieron sentados en silencio durante un rato mientras los muchachos se iban acostumbrando a los animales. Finalmente, uno de los chicos comenzó a acariciar tímidamente al enorme gato, el cual respondió girando sobre sí mismo y presentándole su suave barriga. El muchacho alzó la vista y preguntó al anciano:

—¿Cómo se llama, señor…?

—Ephraim. Se llama Libertad.

—¡Pues sí es muy manso! ¿Cómo se las ha arreglado para amansarlo tanto?

—Lee mis pensamientos y tiene confianza en mí. Casi todas las cosas son amistosas cuando le conocen a uno, y lo mismo la mayoría de las personas.

El muchacho lo pensó un momento.

—¿Y cómo puede leer sus pensamientos?

—Es sencillo. Tú también puedes leer los suyos. ¿Te gustaría aprender a hacerlo?

—¡Vaya!

—Pues mírame a los ojos un instante. ¡Ya está! Ahora mira a los suyos.

—Pues… pues… ¡de verdad que parece que sí puedo!

—Naturalmente que puedes. Y también leer los míos. ¿Has notado que no te estoy hablando en voz alta?

—Es cierto. Estoy leyendo sus pensamientos.

—Y yo estoy leyendo los tuyos. Fácil, ¿verdad?

Con la ayuda de Phil, Howe consiguió que, al cabo de una hora, estuviesen todos hablando entre sí por transmisión de pensamiento. Luego, y para calmarles les contó historias durante otra hora, historias que formaban parte importante de su programa. Ayudó a Phil a hacer dormir a los muchachos, y se fue seguido de sus animales.

A la mañana siguiente Phil se enfrentó con un joven escéptico.

—Dígame, ¿es que fue un sueño todo aquello del viejo, el puma y el cervatillo?

—¿Tú crees?

—¡Lo está usted haciendo ahora!

—Sin duda. Y tú también. Y ahora ve y díselo a los demás muchachos.

Antes de que llegasen de regreso al campamento, les aconsejó que no hablasen de ello a ninguno de los chicos que todavía no habían realizado la excursión nocturna, pero que probasen su nueva facultad ensayando con cualquier otro muchacho que ya la hubiese realizado.

Todo marchó bien hasta que uno de los muchachos hubo de regresar a su casa en respuesta a un mensaje de que su padre estaba enfermo. Los ancianos no borraron de su mente sus nuevos conocimientos, sino que le siguieron la pista cuidadosamente. Al cabo de un tiempo habló, y la noticia llegó casi inmediatamente a oídos de los antagonistas. Howe ordenó que se redoblasen las precauciones de la patrulla telepática.

La patrulla consiguió mantener alejadas a las personas indeseables, pero no podía impedir que algo entrase. Una noche estalló un fuego por el lado del viento del campamento. Como ningún ser humano se había acercado a aquel lugar, era evidente que había sido provocado por medio de la telecinética.

Pero lo que el dominio de la materia a distancia es capaz de hacer, también puede deshacer. Moulton apagó la llama con su voluntad, le negó el permiso de arder, hizo detener sus vibraciones.

Durante algún tiempo el enemigo pareció cesar en sus intentos de causar daños físicos a los muchachos. Pero no había abandonado la partida. Phil recibió una llamada frenética de uno de los chicos más jóvenes, pidiéndole fuese inmediatamente a su tienda de campaña; el jefe de su patrulla estaba muy enfermo. Phil encontró al muchacho en un ataque de histeria, y a los demás chicos que le estaban impidiendo que se dañase a sí mismo. Había intentado cortarse el cuello con su cuchillo de monte, y había perdido la cabeza cuando los otros le habían sujetado la mano.

Phil se hizo cargo rápidamente de la situación y llamó a Ben.

—Ben, ven en seguida; te necesito.

Ben fue en seguida, rasgando el aire, y entró volando en la tienda, a través de la puerta casi antes de que Phil hubiese tenido tiempo de echar al muchacho en su litera y de comenzar a forzarle a entrar en trance. Los asombrados compañeros del muchacho no tuvieron tiempo de decidir si el Dr. Ben había entrado volando, cuando ya se encontraba de pie en posición normal al lado de su consejero.

Ben estableció con éste una comunicación cerrada, dejando a los muchachos fuera del circuito.

—¿Qué ocurre?

—Se han metido con él… y casi lo han deshecho.

¿Cómo?

—Han influido su mente. Han intentado hacer que se suicidase. Pero he podido identificar la conexión. ¿Quién creerás que ha intentado asesinarle? ¡Brinkley!

—¡No!

Seguro. Sustitúyeme aquí; me voy en busca de Brinkley. Dile al Superior que vigile a todos los muchachos que han sido educados para ser sensibles a la telepatía. Tengo miedo de que consigan meterse con alguno de ellos antes de que podamos enseñarle cómo defenderse. —Y diciendo eso desapareció, dejando a los muchachos medio convencidos de la verdad de la levitación.

No había llegado muy lejos, y estaba aún acelerando, cuando oyó en su cabeza una bienvenida voz.

—¡Phil, Phil! Espérame.

Disminuyó su velocidad durante unos segundos. Una figura un poco más pequeña llegó a su lado y le asió de la mano.

—Menos mal que estaba conectada con vosotros dos. De lo contrario hubieses ido a meterte con el viejo marrano sin contar conmigo.

Phil trató de conservar su dignidad.

—Si hubiese creído que tenías que venir conmigo para este trabajo, te hubiese llamado, Joan.

—¡Tonterías! ¡Cuentos! Te podrías hacer daño yendo solo contra él. Además quiero echarle a los pozos de alquitrán.

Phil suspiró y lo dejó correr.

—Joan, querida; eres una chica sedienta de sangre, y te quedan diez mil encarnaciones antes de que puedas alcanzar la beatitud.

—No quiero alcanzar la beatitud; lo que quiero es cargarme al viejo Brinkley.

—Pues ven. Y aceleremos.

En aquel momento estaban ya al sur del Tehachapi y se acercaban rápidamente a Los Ángeles. Transpusieron la cordillera de Sierra Madre, cruzaron el valle de San Fernando, rozaron la cumbre del Monte Hollywood y aterrizaron sobre el césped de la Residencia del Presidente en la Universidad de Western. Brinkley vio, o sintió, su llegada, y quiso huir, pero Phil se agarró a él.

Y disparó un pensamiento hacia Joan.

—Tú quédate al margen, chiquilla, a menos de que pida auxilio.

Brinkley no abandonó la partida con facilidad. Su mente se lanzó sobre la de Phil y trató de sofocarla. Huxley sintió que perdía pie, y retrocedía ante el perverso ataque. Le parecía como si le hundiesen, le ahogasen en una repugnante ciénaga.

Pero se serenó, y luchó resueltamente.

Cuando Phil hubo terminado de hacer con Brinkley lo que era inmediatamente necesario, se levantó y se enjugó las manos, como para limpiarse del cieno espiritual con que había luchado.

—Vámonos —dijo a Joan—, vamos justos de tiempo.

—¿Qué le hiciste, Phil? —La chica contempló con asqueada fascinación aquella cosa que yacía en el suelo.

—Bien poca cosa. Le puse en éxtasis. Tengo que conservarlo para poderlo utilizar durante algún tiempo. Arriba, chica. Vamos de aquí antes de que se dé cuenta de nuestra presencia.

Se alzaron por el aire, llevando tras sí el cuerpo de Brinkley sujeto por apretados lazos telecinéticos. Se detuvieron sobre las nubes. Brinkley flotaba tras ellos, con los ojos salientes, la boca entreabierta y su faz rosada carente de expresión.

¡Ben! —transmitió Huxley—. ¡Ephraim Howe! ¡Ambrose! ¡A mí! ¡A mí! ¡Apresuraos!

¡Voy, Phil! —respondió Coburn.

Te oigo. —Ese pensamiento llevaba el sello de la serenidad del Superior—. ¿Qué ocurre, hijo?; dime.

—¡No hay tiempo! —respondió rápidamente Phil—. Usted, Superior, y todos los demás que puedan. ¡Apresúrense!

—Venimos. —El pensamiento era todavía tranquilo y pausado. Pero en el techo de la tienda de Moulton había ya dos agujeros desgarrados. Moulton y Howe estaban ya fuera del alcance de la vista del Campamento Mark Twain.

Tajando, hendiendo el aire, vino el puñado de adeptos que cuidaba del fuego. Llegaron desde ochocientos kilómetros hacia el norte, volando como palomas mensajeras que se apresuran hacia el hogar. Algunos consejeros del campamento, dos tercios del pequeño grupo de encargadas y algunos otros de diversos puntos del continente llegaron en respuesta a la demanda de auxilio de Huxley y del toque de alarma sin precedentes del Superior. Un ama de casa apagó el fuego de su horno y desapareció en el cielo. Un conductor de taxi detuvo su coche y dejó a sus pasajeros sin decir palabra. Los grupos de investigadores en Shasta rompieron su coordinación, abandonaron su amado trabajo, y fueron rápidamente.

—¿Y ahora, Philip? —Howe habló oralmente después de haberse detenido junto a Huxley.

Huxley extendió su mano en dirección a Brinkley.

—¡Ese tiene lo que necesitamos para atacar ahora! ¿Dónde está Master Ling?

—Él y Mrs. Draper están guardando el campamento.

—Le necesito. ¿Es que ella no se basta por sí sola?

Con claridad y suavemente, la voz de la mujer resonó en su cabeza desde una distancia igual a la mitad del Estado.

—¡Sí me basto!

La tortuga vuela —Ese segundo pensamiento tenía la calidad de humorismo que era la característica inconfundible del viejo chino.

Joan sintió un suave contacto en su mente, y en aquel mismo instante Master Ling se encontró entre ellos, sentado cuidadosamente sobre la nada, con las piernas cruzadas como un sastre.

—Yo me presento; mí cuerpo sigue —anunció—. ¿Es que no podemos proseguir?

Entonces Joan se dio cuenta de que el chino había utilizado las facultades de su mente para proyectarse ante su presencia más rápidamente de lo que podía levitar aquella distancia. Se sintió adulada hasta un punto que no era razonable por aquella atención.

Huxley comenzó inmediatamente:

—A través de la mente de éste —le indicó a Brinkley— he sabido de muchos con los cuales no puede haber tregua. Tenemos que encontrarlos, ocuparnos de ellos en seguida, antes de que puedan recobrarse de lo que le ha ocurrido a él. Pero necesito ayuda. Master, ¿quiere usted extender el presente y examinarle?

Ling les había enseñado la discriminación del tiempo y la percepción del presente, así como a quedarse a un lado y a discriminar la duración de la eternidad. Pero él era increíblemente más hábil que sus discípulos. Sabía dividir el aleteo de una mosca en mil instantes distintos o comprender un milenio en un solo fogonazo de su experiencia. Su discriminación del tiempo y del espacio no estaba limitada ni por su velocidad metabólica ni por sus dimensiones molares. Y ahora exploraba activamente el cerebro de Brinkley como aquel que busca una joya en un montón de basura. Examinó los esquemas de la memoria de aquel hombre y contempló su vida como una sola imagen. Joan vio con asombro como su sempiterna sonrisa cedía el paso a un gesto de asco; miró a través de la mente del chino, y desconectó. Si es que realmente había tantos espíritus perversos en el mundo, prefería encontrarse con ellos de uno en uno, a medida que fuese necesario, en lugar de tener que experimentarlos a todos al mismo tiempo.

El cuerpo de Master Ling se unió al grupo y se confundió con su proyección.

Huxley, Howe y Bierce siguieron el delicado trabajo del chino con toda atención. La cara de Howe reflejaba sombría impasividad; la de Moulton, avejentada y sensitiva, se movía de un lado a otro expresando desaprobación ante tanta perversidad. Bierce se parecía más que nunca a Mark Twain, a un Twain en una furia implacable y amenazadora.

Master Ling levantó la vista.

—Sí, sí —dijo Moulton—. Supongo que tenemos que actuar, Ephraim.

—No tenemos más remedio —afirmó Huxley, con inconsciente y total falta de consideración al precedente—. Superior, ¿quiere asignar las tareas?

Howe le miró fijamente.

—No, Philip, no. Tú mismo. ¡En marcha!

Huxley se contuvo sorprendido durante un brevísimo instante, pero captó el apunte.

—Usted me ayudará, Master Ling. ¡Ben!

—¡Estoy esperando!

Entrelazó las mentes, e hizo que Ling mostrase a Ben su contrincante y los datos que necesitaba.

—¿Enterado? ¿Necesitas alguna ayuda?

—El abuelo Stonebender será suficiente.

—Bien. De prisa y arréglalo.

—Dalo por hecho. —Y desapareció, dejando una estela de viento tras sí.

—Ese otro es de usted, senador Moulton.

—Ya lo sé —y Moulton desapareció.

De uno en uno y de dos en dos les fue asignando sus tareas, y todos ellos se fueron a hacer lo que había que hacer. No hubo discusiones. La mayor parte de ellos se habían dado cuenta mucho antes que Huxley de que el día de la acción llegaría indefectiblemente, pero habían esperado con tranquila serenidad, ocupados en el trabajo que tenían entre manos, hasta que el tiempo hubo incubado la simiente.

En el estudio sin ventanas de una mansión en Long Island, a prueba de ruidos, astutamente cerrado y vigilado, y decorado ostentosamente, había reunidos cinco; tres hombres, una mujer y una cosa en un sillón de ruedas. Esa cosa miraba con furia feroz a los otros cuatro, los miraba sin ojos, pues su frente descendía ininterrumpidamente hasta los pómulos, como una superficie cetrina y lisa.

Una envoltura de tela sobre el regazo, y flojamente recogida a través del sillón disimulaba, pero no ocultaba, el hecho de que aquella criatura no tenía piernas. Agarró los brazos del sillón:

—¿Es que tengo que pensarlo todo por vosotros, imbéciles? —preguntó con voz dulce y suave—. Tú, Arthurson, tú permitiste que Moulton hiciese aprobar en el Senado aquella Ley de Shasta. Morón. —El epíteto resultaba acariciador.

Arthurson se agitó en su silla.

—Examiné su mente. La Ley era inofensiva. Era una compensación por el asunto del Valle del Misuri. Ya se lo dije.

—Examinaste su mente, ¿verdad? ¡Hum!…, te tomó el pelo de lo lindo, memo. ¡Una ley para Shasta! ¿Cuándo aprenderéis vosotros, idiotas sin cerebro, que nunca ha salido nada bueno de Shasta? —Y sonrió con aprobación.

—Bueno; ¿y cómo iba yo a saberlo? Creí que un campamento cerca de las montañas quizá les perturbaría a… ellos.

—Idiota descerebrado. Llegará un día en que podré prescindir de ti. —El monstruo no esperó a que la amenaza hubiese sido asimilada, sino que prosiguió—. Pero, basta ahora de eso. Tenemos que movernos para reparar el daño. Ahora son ellos quienes están a la ofensiva, Agnes…

—Sí —respondió la mujer.

—Tus sermones tienen que mejorar…

—He hecho lo mejor que he podido.

—No es suficiente. Necesito una oleada de histeria religiosa que anule la Ley de los Derechos, antes de que se disperse el campamento de Shasta para el verano. Tendremos que obrar con rapidez, y no podemos dejarnos coartar por demasiados legalismos.

—No es posible hacerlo.

—Cállate. Hay que hacerlo. Tu templo recibirá esta semana subvenciones que deberás utilizar para propaganda por televisión en escala nacional. Y al mismo tiempo descubrirás un nuevo mesías.

—¿Quién?

—El hermano Arthemis.

—¿Aquella rata de campo? Y yo, ¿dónde quedo?

—A ti te tocará lo tuyo. Pero no puedes ir a la cabeza de este movimiento; el país no aceptará una mujer en lo más alto. Vosotros dos encabezaréis una marcha sobre Washington y os haréis con el poder. Los hijos del 76 se unirán a vuestras filas y pelearán por las calles. Weems, ésa es tu tarea.

El hombre a quien eso último se dirigía objetó:

—Se tardarán tres, o quizá cuatro meses en enseñarles.

—Tienes tres semanas. Valdrá más que no fracases.

El último de los tres hombres rompió su silencio.

—¿Por qué tanta prisa, jefe? Me parece que te estás asustando demasiado de unos cuantos chiquillos.

—Eso lo juzgo yo. Tienes que iniciar una epidemia de huelgas para paralizar al país en el momento de la marcha sobre Washington.

—Necesitaré algunos incidentes.

—Los tendrás. Tú ocúpate de las uniones; yo me encargaré de la Liga de Mercaderes y Comerciantes. Dame mañana una pequeña huelga. Haz salir las patrullas y yo me encargo de que maten a tres o cuatro. La publicidad estará preparada. Agnes, tú predica un sermón sobre todo eso.

—¿Desde qué punto de vista?

El monstruo levantó los inexistentes ojos hacia el techo:

—¿Es que tengo que pensar en todo? Es elemental. Usad vuestros cerebros.

El hombre que había hablado último dejó cuidadosamente su cigarro y dijo:

—¿Por qué tanta prisa, jefe?

—Ya os lo he dicho.

—No, no nos lo ha dicho. Ha cerrado su mente y no nos ha dejado leer sus pensamientos ni una sola vez. Hemos conocido la existencia del campamento de Shasta desde hace meses. ¿Por qué toda esta excitación? Vamos, hable. No estará usted resbalando, ¿verdad? Pues si está resbalando no puede esperar que le sigamos.

El que carecía de ojos le miró atentamente.

—Hanson —dijo en un tono aún más dulce—, desde hace meses que vienes estudiando tu fuerza. ¿Te importaría medirte conmigo?

El otro miró a su cigarro.

—No me importaría.

—Pues así será. Pero no esta noche. No tengo tiempo de escoger y adiestrar nuevos lugartenientes. Por lo tanto, te diré por qué hay tanta prisa. No puedo alzar a Brinkley. He perdido la comunicación con él. Y no hay tiempo…

—Tiene razón —dijo una nueva voz—. No hay tiempo.

Los cinco se volvieron bruscamente para enfrentarse con el origen de la voz. De pie, uno junto a otro, estaban en el estudio Ephraim Howe y Joan Freeman.

Howe miró al monstruo.

—He tenido que esperar para llegar a este encuentro —dijo alegremente— y te he reservado para mí.

El monstruo salió de su sillón y se adelantó a través del aire en dirección a Howe. Su altura y su posición producían la desagradable sensación de que caminaba sobre piernas invisibles. Howe señaló a Joan.

—Ahora comienza. ¿Puedes tener a raya a los otros, querida?

—Me parece que sí.

¡Ahora! —Howe puso en juego todo lo que había aprendido en ciento treinta años de trabajo, concentrándose únicamente en el problema de dominio telecinético. Evitó todo contacto con la mente de la cosa perversa que se alzaba frente a él, y dedicó su atención a la destrucción de su envoltura física.

La cosa se detuvo.

Lenta, muy lentamente, como un buzo de gran profundidad víctima de una explosión externa, o como una naranja en un exprimidor, los límites espaciales dentro de los cuales existía fueron disminuyendo. Un lugar espacial esférico la incluyó, y fue reduciéndola.

La cosa se fue encogiendo cada vez más. Los muñones de sus piernas se doblaron sobre el grueso torso. La cabeza se escondió dentro del pecho para escapar a la despiadada presión. Durante unos momentos concentró su enorme y pervertido poder, y presentó batalla. Joan se sintió desconcertada y momentáneamente asqueada por aquella inmensa resaca de perversidad.

Pero Howe se mantuvo firme, sin siquiera cambiar de expresión; y la esfera siguió contrayéndose.

El cerebro sin ojos se partió. E inmediatamente la esfera se redujo a la menor dimensión posible. Una bola de medio metro colgaba del aire, una bola cuyos repugnantes detalles superficiales no invitaban a las preguntas.

Howe mantuvo en su lugar aquella repugnante e inofensiva porquería con una fracción de su mente, y peguntó:

—¿Estás bien, querida?

—Sí, Superior. Master Ling me ayudó una vez, cuando lo necesitaba.

Eso ya lo había previsto. Vayamos ahora por los otros. —Y hablando en voz alta, dijo—: ¿Qué preferís: reuniros con vuestro jefe, u olvidar lo que sabéis? —Y cogiendo aire entre los dedos hizo el gesto de exprimirlo.

El hombre del cigarro aulló.

—Tomaré eso por respuesta —dijo Howe—. Muy bien, Joan. Pásamelos de uno en uno.

Y operó con sutileza sobre sus mentes, alisando los esquemas con gradientes coloidales establecidos por sus experiencias corpóreas.

Unos cuantos minutos más tarde aquella habitación contenía cuatro adultos cuerdos, pero aniñados, y una masa sanguinolenta sobre la alfombra.

Coburn entró en una habitación donde no había sido invitado.

—Se acabó la juerga, muchachos —anunció alegremente. Y apuntó con un dedo a uno de los ocupantes—. Eso va para ti. —De la punta de su dedo surgió una llamarada que envolvió a su adversario—. Sí, y para ti. —Las llamas surgieron por segunda vez—. Y para ti. —Y un tercero recibió la purificación final.

El hermano Arthemis, «El Hombre de la Ira de Dios», se enfrentaba con la televisión.

—Y si esas cosas no fuesen ciertas —dijo con voz tonante—, ¡que el Señor me fulmine en este instante!

El veredicto del forense, quien dictaminó una muerte por fallo del corazón, no explicaba del todo el estado de carbonización de los restos.

Una reunión política se suspendió porque el principal orador no se presentó. Un pordiosero anónimo apareció desplomado sobre sus lápices y su goma de mascar. Un director de diecinueve corporaciones de importancia produjo la histeria de su secretaria, cuando interrumpió su dictado para dialogar con el espacio vacío antes de convertirse en un alegre idiota. Una famosa estrella de televisión y cine desapareció. Y fue necesario desempolvar apresuradamente y completar las notas necrológicas de siete miembros del Congreso, varios jueces y dos gobernadores.

Aquella noche la sesión acostumbrada de canciones del Campamento Mark Twain se celebró sin la presencia del director del Campo Moulton, quien estaba asistiendo a una conferencia en pleno de los adeptos, reunidos físicamente por primera vez desde hacía muchos años.

Cuando Joan entró en la sala, miró en derredor.

—¿Dónde está Master Ling? —preguntó a Howe.

Howe estudió la cara de la muchacha durante un instante. Por primera vez desde que le había conocido hacía casi dos años, la chica pensó que Howe estaba momentáneamente desconcertado.

—Querida —dijo afectuosamente—, ya debiste haberte dado cuenta de que Master Ling permanecía entre nosotros, no en provecho suyo, sino en el nuestro. La crisis que había estado esperando ha sido dominada; lo que queda del trabajo tendremos que hacerlo nosotros solos.

Joan se llevó una mano en la garganta.

—¿Quiere decir que…?

—Era muy anciano, y estaba muy fatigado. Durante los últimos cuarenta años había mantenido su corazón latiendo, y su cuerpo en funcionamiento, gracias a un control continuo.

—Pero, ¿por qué no se renovó y regeneró?

—No lo deseaba. No podíamos esperar que se quedase aquí indefinidamente después que hubo crecido.

—No. —Y mordió un labio que temblaba—. No. Es cierto. Nosotros somos niños, él tiene otras cosas que hacer, pero… ¡Oh, Ling! ¡Ling! ¡Master Ling! —Y escondió su cara en el hombro de Howe.

—¿Por qué lloras, florecilla?

Joan alzó bruscamente la cabeza.

—¡Master Ling!

¿Es que lo que ha sido no puede ser? ¿Existen el pasado y el futuro? ¿Tan mal has aprendido mis lecciones? ¿Es que no estoy ahora contigo, como siempre? —Y en aquel pensamiento percibió la alegría vibrante y eterna, la alegría de vivir, que era la marca del suave chino.

Con parte de su mente, Joan estrechó la mano de Howe.

—Lo siento —dijo Joan—. Me había equivocado. —Y se relajó, tal como Ling le había enseñado, dejando que su conciencia fluyese en el ensueño que reúne a todo el tiempo en un solo ahora inmortal.

Howe, viendo que la muchacha estaba en paz, dirigió su atención a la reunión.

Proyectó su mente y los reunió a todos en la red telepática de una conferencia en pleno.

Creo que todos sabéis para qué nos hemos reunido —pensó—. He servido mi tiempo; y ahora entramos en otro período más activo en que se necesitarán cualidades diferentes de las mías. Os he reunido para que elijáis mi sucesor.

Huxley encontraba difíciles de seguir aquellos mensajes de pensamientos. «Debo estar agotado por el esfuerzo», pensó para sí mismo.

Pero Howe estaba nuevamente pensando en voz alta.

Pues, que así sea; estamos de acuerdo. —Y miró a Huxley—. Philip, ¿quieres aceptar nuestra confianza?

—¡¡¿Cómo?!!

—Ahora eres el superior, de común acuerdo.

—Pero… pero… no estoy preparado.

—Nosotros creemos que sí —contestó Howe desapasionadamente—. Tu talento es ahora necesario. Te crecerás bajo la responsabilidad.

¡Anímate, compañero! —Ese era Coburn, por un mensaje privado.

Estamos de acuerdo, Phil —Esta vez era Joan.

Por un momento le pareció que oía la risita de Ling, y su aprobación tranquila.

—¡Probaré! —contestó.

El último día del campamento Joan estaba sentada con Mrs. Draper en una terraza de la Residencia de Shasta, contemplando el valle. Suspiró. Mrs. Draper levantó los ojos de su labor y se sonrió.

—¿Sientes que se haya terminado el campamento?

—¡Oh, no!, me alegro.

—Pues, ¿qué te ocurre?

—Estaba pensando… tanto esfuerzo, tanto trabajo para levantar este campamento. Y luego tuvimos que luchar para mantenerlo a salvo. Y mañana esos muchachos regresan a sus casas, y hay que vigilarlos a todos en tanto se hacen lo bastante fuertes para poderse defender a sí mismos de todas las cosas perversas que aún hay en el mundo. El año que viene vendrá otra cosecha de muchachos, y luego otra, y otra. ¿Es que no terminará nunca?

—Sin duda terminará. ¿No recuerdas, en los antiguos testimonios, lo que ocurrió con los ancianos? Cuando hayamos hecho todo lo que hay que hacer aquí, entonces nos iremos a donde haya algo que hacer. La raza humana no está destinada a quedarse aquí para siempre.

—Pero, no obstante, parece interminable.

—Sin duda, si piensas en ello de esta manera, querida. La manera de que parezca corto e interesante consiste en pensar sobre lo que vas a hacer inmediatamente después. Por ejemplo, ¿qué vas a hacer ahora?

—¿Yo? —Joan pareció quedarse perpleja. Luego sus facciones se animaron—. Pues…, pues, ¡voy a casarme!

—Me lo figuraba. —Y las agujas de Mrs. Draper prosiguieron activas su trabajo.

Capítulo XIII:

«… Y LA VERDAD OS HARÁ LIBRES!»

El globo continuaba girando alrededor del sol. Las estaciones llegaban y pasaban. El sol brillaba todavía sobre las laderas de las montañas, las colinas eran verdes y los valles resplandecientes. El río iba en busca del seno del mar, ascendía a las nubes, y volvía a encontrarse con las colinas en forma de lluvia. El ganado pacía en las llanuras pardas, y la zorra perseguía la liebre por entre los matorrales. Las mareas respondían a la fuerza de la luna, y las gaviotas picoteaban entre la húmeda arena al retirarse la marea. La tierra era hermosa y estaba llena; llena de vida, rebosante de vida, cuajada de vida.

El hombre no estaba por parte alguna.

Buscadle por las colinas y por las llanuras. Buscad su huella en las verdes selvas tropicales, llamadle a gritos. Seguidle a donde estuvo en las entrañas de la tierra; sondead las profundidades del mar.

El hombre se ha ido; su casa está vacía, y la puerta abierta.

Un gran simio, de cerebro demasiado grande para sus necesidades, y de un espíritu que le perturbaba, dejó su tribu y buscó la paz de las alturas por encima de la selva. Trepó hora tras hora, impulsado por una necesidad que apenas comprendía. Llegó por fin a un lugar de descanso, muy por encima de los verdes árboles de su hogar, mucho más arriba de lo que ninguno de los de su tribu había llegado nunca. Allá encontró una gran piedra llana de color pardo, caliente bajo el sol.

Pero su reposo fue inquieto. Tuvo sueños extraños, diferentes de todos los que había experimentado hasta entonces. Lo despertaron dejándole dolorida la cabeza.

Habrían de pasar muchas generaciones antes de que uno de sus descendientes pudiese comprender lo que habían dejado allí aquellos que se habían ido.

FIN