ABISMO

Gulf, 1949

El cohete del primer cuarto, procedente de Baselunar, le depositó en Pied-á-Terre. El nombre bajo el cual viajaba comenzaba —por previsión— con la letra «A»; pasó la inspección del puerto y entró por delante de la muchedumbre en el tubo de lanzadera en dirección a la ciudad. Cuando estuvo en el subterráneo se metió en el aseo de caballeros y cerró con llave.

Rápidamente se ajustó el cinturón de seguridad, lo fijó por sus ganchos a los dispositivos de la pared, y se inclinó con dificultad para sacar una máquina de afeitar de su maleta. El impulso le encontró en esa posición, y a pesar del cinturón de seguridad se dio un golpetazo en la cabeza y soltó un juramento. Se enderezó y enchufó la máquina de afeitar. Su bigote desapareció, se recortó las patillas, igualó las esquinas de las cejas y las cepilló.

Frotó vigorosamente su cabello para eliminar el aceite que lo había mantenido alisado, y lo peinó suelto, a manera de melena. El subterráneo se movía ahora de un modo uniforme, a unos 500 kilómetros por hora; salió del cinturón de seguridad sin desengancharlo de las paredes; actuando con rapidez, se despojó de su traje lunar, sacó de la maleta y se puso unas prendas de deporte adecuadas para el aire libre de la Tierra, pero por completo inadecuadas a los pasillos de aire acondicionado de la Colonia Lunar.

Sustituyó sus zapatillas por zapatos de deporte, que sacó de la maleta, y se levantó. Joel Abner, el viajante de comercio, había desaparecido, y en su lugar estaba el capitán Joseph Gilead, explorador, conferenciante y escritor. Era el único usuario de ambos nombres, ninguno de los cuales era con el que nació.

Hizo trizas el traje lunar y lo arrojó al retrete, añadiendo luego la tarjeta de identidad de «Joel Abner», arrancó la piel plástica de su maleta, y dejó que los fragmentos siguiesen el mismo camino de lo demás. La maleta era ahora áspera y de un color gris perla, en lugar de marrón y lisa. Las zapatillas le estorbaron, pues tenía miedo de que obstruyesen la tubería, y se contentó con enterrarlas en el depósito de la basura.

Mientras estaba haciendo eso último, sonó la alarma de la aceleración, y apenas si tuvo tiempo de volverse a meter en el cinturón. Pero cuando el subterráneo entró en el campo del solenoide y se detuvo violentamente, no quedaba ya nada de Joel Abner sino alguna ropa interior sin marcar, algunos artículos de tocador muy corrientes, y unas dos docenas de carretes de microfilm igualmente apropiados —hasta que eran inspeccionados— para el viajante de comercio y para el conferenciante-escritor. Y tenía la intención de no dejarlos inspeccionar mientras viviese.

Esperó en el lavabo hasta tener la seguridad de ser el último en bajar y luego adelantó al penúltimo, salió, y se dirigió hacia el ascensor de superficie.

—Hotel Nueva Era, señor —suplicó una voz cerca de su oído. Y sintió que una mano buscaba el asa de su maleta.

Reprimió un movimiento de defensa de la maleta, y contempló al que había hablado. A primera vista parecía un adolescente de baja estatura con un elegante uniforme y gorra cilíndrica. Una inspección más detallada reveló arrugas prematuras y las facciones de un hombre de por lo menos cuarenta años. Los ojos velados. Un caso de pituitaria, pensó.

—Hotel Nueva Era —repitió el individuo—. Los mejores mecanos de la ciudad, patrón. Hay descuento para los que acaban de llegar de la Luna.

El capitán Gilead, cuando estaba en la ciudad como capitán Gilead, paraba siempre en el viejo Savoy. Pero la idea de ir al Nueva Era le atraía; en aquel hotel increíblemente grande, ajetreado y ultramoderno, podría pasar inadvertido hasta que hubiese tenido tiempo de hacer lo que tenía que hacer.

Le desagradaba enormemente la idea de soltar su maleta. No obstante, no hubiese estado de acuerdo con su personalidad impedir que el mozo llevase la maleta; llamaría la atención sobre sí mismo y sobre la maleta. Pensó que aquel malsano enano no podría correr más que él; sería suficiente no perder de vista la maleta.

—Enseña el camino, camarada —dijo cordialmente, entregando la maleta. No había habido vacilación ninguna; había soltado la maleta en el mismo instante en que el mozo del hotel la alcanzaba.

—Está bien, jefe. —El mozo fue el primero en entrar en el vacío ascensor; se dirigió hacia el fondo de la cabina y depositó la maleta en el suelo, junto a él. Gilead se colocó de modo que su pie se apoyase firmemente contra la maleta y se quedó mirando hacia delante mientras los otros pasajeros iban entrando. La cabina se puso en movimiento.

El ascensor estaba atestado, y Gilead estaba sometido a presiones corporales en todos sentidos, pero notó tras él otra nueva, desacostumbrada e indeseable.

Su mano derecha se movió con rapidez y sujetó una muñeca delgada y una mano que agarraba algo. Gilead no hizo ningún otro movimiento, ni el propietario de la mano intentó sacarla ni hacer objeción alguna. Permanecieron así hasta que la cabina llegó a la superficie. Cuando los pasajeros se hubieron dispersado, le alcanzó tras él con su mano izquierda, recuperó su maleta y arrastró la muñeca y su propietario hacia afuera de la cabina.

Naturalmente, era el mozo, y el objeto en su puño era la cartera de Gilead.

—Casi la perdió, jefe —anunció el mozo sin el más mínimo embarazo—. Se estaba cayendo de su bolsillo.

Gilead liberó la cartera y la introdujo en un bolsillo interior.

—Se cayó a través del cierre —contestó alegremente—. Bueno, vamos en busca de un guardia.

El mozo trató de escapar.

—No tiene usted nada contra mí.

Gilead consideró la defensa. A decir verdad, no tenía nada en contra de él. Su cartera ya no estaba a la vista, y en cuanto a testigos, los demás pasajeros del ascensor se habían ido ya, y además no habían visto nada. El ascensor era automático. Se encontraba en la extraña situación de un hombre que detiene a otro ciudadano por la muñeca. Y además Gilead no quería hablar con la policía.

Soltó la muñeca.

—En marcha, camarada. Lo dejaremos correr.

Pero el mozo no se movió.

—¿Y mi propina?

A Gilead empezaba a gustarle aquel sinvergüenza. Sacó medio crédito suelto de su bolsillo y se lo arrojó al mozo, quien lo cazó al aire, pero siguió sin marcharse.

—Ahora le llevaré la maleta. Démela.

—No, gracias, compañero. Puedo encontrar tu deliciosa posada sin más ayuda. Apártate, por favor.

—¿Sí, eh? ¿Y mi comisión? Tengo que llevar su maleta o, si no, ¿cómo van a saber que fui yo quien le llevé? Démela.

La desvergonzada insistencia de aquella criatura encantó a Gilead. Encontró una moneda de dos créditos y se la entregó.

—Ahí tienes tu comisión. Y ahora lárgate, antes de que te meta el rabo entre las piernas de una patada.

—¿Usted y quién más?

Gilead se rió en voz baja y avanzó a través de la muchedumbre dirigiéndose hacia la entrada de la estación y el Hotel Nueva Era. Sus centinelas subconscientes le informaron inmediatamente de que el mozo no había vuelto hacia el ascensor como era de esperar, sino que iba por delante de él entre la masa de gente. Reflexionó sobre ello. El mozo podía muy bien ser lo que aparentaba, un despojo de la ciudad que combinaba el robo ocasional con su ocupación ostensible. Pero por otra parte…

Decidió descargarse. Se salió repentinamente de la acera, penetró en un drugstore y se detuvo junto a la entrada para comprar un diario. Mientras se imprimía su ejemplar, adquirió, como por repentina decisión, tres tubos de franquear ordinarios. Mientras los pagaba, cogió un talonario de etiquetas engomadas.

Una mirada a la pared de espejos le mostró que su sombra se había detenido vacilando al exterior, pero que le seguía aún observando. Gilead volvió a la zona de bebidas de la tienda y se introdujo en un reservado libre.

Abrió rápidamente la maleta, escogió nueve carretes de microfilm y los metió en los tres tubos de franqueo, que eran del tamaño corriente para tres carretes; cogió el talonario de etiquetas para dirección, dirigió la primera a «Raymond Calhoun, Apartado 1060, Chicago», y comenzó a dibujar cuidadosamente en el rectángulo reservado al seleccionador de ojo eléctrico. Dibujó la dirección en símbolos arbitrarios destinados, no a ser leídos, sino a ser descifrados automáticamente. La dirección manuscrita era puramente una precaución, por si uno de los robots clasificadores rechazaba sus símbolos manuscritos por ser imperfectos, y por tal razón pasaba el tubo a un empleado postal para volverlo a dirigir.

Trabajó rápidamente, pero con el cuidado de un grabador. La camarera volvió antes de que hubiese terminado. La luz de llamada le advirtió, cubrió la etiqueta con su codo y la mantuvo así.

La chica echó una ojeada a los tubos postales mientras dejaba la cerveza y una fuente de pretzels.

—¿Quiere que los eche al correo?

Vaciló nuevamente durante una fracción de segundo. Cuando había salido del subterráneo había estado razonablemente seguro, en primer lugar, de que la persona de Joel Abner, viajante de comercio, no había sido identificada y, segundo, de que la transición de Abner a Gilead había sido efectuada sin despertar sospechas. El episodio de la cartera no le había alarmado, pero le había hecho reclasificar aquellas dos proposiciones, pasándolas de la categoría de probables certidumbres a la de variables por comprobar. Las había puesto a prueba inmediatamente, y eran ahora nuevamente certidumbres evidentes, pero de lo opuesto. Desde el momento en que había visto a su antiguo mozo, el empleado del Nueva Era, de pie junto al drugstore, su subconsciente había estado repicando como una alarma de robo.

Era evidente que no solamente le habían identificado, sino que estaban organizados de un modo tan completo y astuto como no había creído posible.

Pero era matemáticamente probable hasta el punto de certeza que no operaban por medio de aquella muchacha. No tenían manera de haber sabido que se le iba a ocurrir entrar precisamente en aquel drugstore. Estaba seguro de que podían emplearla, y la había perdido de vista desde su primer contacto con ella. Pero evidentemente no era lo bastante despierta como para poderla abordar, subvertir e instruir en el espacio de tiempo aproximadamente necesario para ir a buscar dos botellas de cerveza. No, lo único que aquella muchacha buscaba era una propina, y por lo tanto no era peligrosa.

Pero su vestido no ofrecía posibilidad de ocultar tres tubos de franqueo, ni estaría segura cruzando el público de la oficina de correos. No tenía deseos de que a la mañana siguiente la encontrasen muerta en una zanja.

—No —respondió inmediatamente—. De todos modos tengo que pasar por correos. Pero lo agradezco. Tome. —Y le dio medio crédito.

—Gracias. —Esperó, mirando con intención la cerveza. Joel rebuscó nuevamente en su bolsillo, donde solamente encontró algunas monedas, sacó su cartera, y de ella un billete de cinco platones.

—Cóbreselo de ahí.

La chica le devolvió tres sencillos y algún cambio. Empujó hacia ella el cambio y esperó, helado, a que lo tomase y se fuese. Solamente entonces acercó la cartera a sus ojos.

No era su cartera.

Pensó que debería haberlo observado antes. A pesar de que solamente había transcurrido un segundo desde que la había extraído de entre los dedos del mozo hasta que la había escondido en su bolsillo, debía haberlo notado, haberlo notado y haber obligado al mozo a desembuchar, incluso si para ello hubiese sido necesario desollarlo vivo.

Pero ¿por qué estaba seguro de que no era su cartera? Era del tamaño y forma debidos, tenía el mismo peso y tacto, verdadera piel de avestruz, en esos días de productos sintéticos. Había en ella la vieja mancha de tinta que se había producido a consecuencia de llevar en el mismo bolsillo una estilográfica que se salía. Había también aquel arañazo en forma de V, de hacía tanto tiempo que ya no se acordaba de las circunstancias en que se había producido.

Y, sin embargo, no era su cartera.

Volvió a abrirla. Había la cantidad correcta de dinero, así como lo que parecía ser su tarjeta del Club de Exploradores y sus demás tarjetas de identidad, y también una vieja fotografía de una yegua que en otro tiempo le había pertenecido. Y sin embargo, cuanto mayor era la evidencia de que la cartera era la suya, tanto más se iba convenciendo de que no lo era. Todo aquello eran falsificaciones; se sentía que no eran auténticas.

No había más que una manera de averiguarlo. Movió un interruptor dispuesto por una previsora administración, y la cabina quedó a oscuras. Sacó su cortaplumas y cortó cuidadosamente una costura al dorso del compartimiento para billetes. Metió un dedo en la bolsa secreta que quedó al descubierto y palpó en derredor; el espacio estaba vacío, y además en aquel caso su cartera no había sido reproducida con exactitud; la bolsa debía haber estado forrada, pero sus dedos encontraron cuero al descubierto.

Volvió a encender la luz, guardó la cartera y reanudó su interrumpido dibujo. La pérdida de la tarjeta que debía haberse encontrado en el oculto bolsillo era molesta, ciertamente perturbadora, y posiblemente desastrosa, pero no creyó que la información que contenía corriese peligro por la pérdida de la cartera. Aquella tarjeta era ininteligible, salvo cuando se la examinaba a la luz oscura; si se la exponía a la luz visible —por ejemplo, al deshacer la auténtica cartera— tenía la desconcertante propiedad de arder explosivamente.

Continuó trabajando, pensando en el problema de por qué se habían tomado tanto trabajo en evitar que se enterase de que su cartera había sido robada, y en la aún mayor y más desconcertante cuestión de por qué se habían tomado tanto trabajo con su cartera. Cuando hubo terminado, metió lo que quedaba del bloque de etiquetas de dirección en una hendidura entre los almohadones de la cabina, tomó bajo la palma de la mano la etiqueta que había preparado, y cogió la maleta y los tres tubos de franqueo. Por medio de un dedo mantuvo uno de los tubos separado de los demás.

Pensó que no le atacarían en el drugstore. La multitud que se encontraba entre él y la oficina de correos le hubiese parecido normalmente un lugar seguro, pero no hoy. Sabía que una gran multitud no sirve nunca de testigo cuando se complican las cosas con alguna perturbación.

Pasó oblicuamente a través del borde movedizo y se dirigió en línea recta a través del centro y hacia la oficina de correos, procurando mantenerse lo más lejos posible de las demás personas. Se acababa de dar cuenta de que dos hombres convergían hacia él, cuando se produjo la perturbación esperada.

Fue una luz brillante y una fuerte explosión, a la que siguieron gritos y chillidos de sorpresa. Podía suponer cuál había sido el origen de la explosión, y los chillidos y gritos habían sido sin duda proporcionados gratis por el público. Como se hallaba prevenido, no solamente contra aquello, sino contra cualquier otra cosa, ni siquiera volvió la cabeza para ver lo que había ocurrido.

Los dos hombres se le acercaron rápidamente, como por consigna.

La mayor parte de las criaturas, y casi todos los seres humanos, solamente luchan cuando se les provoca. Y eso puede hacerles perder una ventaja decisiva. Los dos hombres no hicieron movimiento agresivo de ninguna clase, excepto acercarse a Gilead, ni llegaron a atacar.

Gilead dio un puntapié en la rótula al primero de ellos, utilizando el borde del pie, golpe más certero que el que se da con la punta. Y, al mismo tiempo, dio al otro con su maleta, sin hacerle daño, pero molestándole, quebrándole su ritmo. Gilead le dio luego un fuerte golpe al estómago.

El hombre cuya rótula había estropeado estaba en el suelo, pero todavía activo, y buscaba algo, una pistola o un cuchillo. Gilead le pateó la cabeza y pasó por encima de él, continuando hacia la oficina de correos.

¡Caminar despacio; caminar despacio hasta el fin! No tiene que parecer que se escapa; tiene que ser el ciudadano perfectamente respetable que prosigue su camino perfectamente legal.

La oficina de correos se acercaba y no se sentía aún ni un golpe sobre la espalda, ni un grito denunciador, ni pasos apresurados. Llegó a la oficina de correos y entró. La perturbación creada por sus adversarios había funcionado perfectamente, pero para Gilead, no para ellos.

Había una corta cola en la máquina de direcciones. Gilead se unió a ella, sacó su estilográfica y escribió direcciones en los tubos mientras esperaba de pie. Un hombre se unió a la cola casi en el mismo instante. Gilead no se esforzó por evitar que viese la dirección que estaba escribiendo; era «Capitán Joseph Gilead, Club de Exploradores, Nueva York». Cuando le llegó el turno de emplear la máquina de imprimir símbolos siguió sin tratar de ocultar las claves que manipulaba, y la dirección simbólica concordaba con la dirección que había escrito sobre los tubos.

Operaba con cierta dificultad, pues la etiqueta engomada previamente preparada estaba aún escondida en la palma de su mano izquierda.

De la máquina de direcciones se dirigió a los receptores del correo; el hombre que se encontraba tras él le siguió sin pretender que iba a dirigir cosa alguna.

¡Fonk!, y el primer tubo partió con la ahogada impulsión del aire comprimido. ¡Fonk!, nuevamente, y partió el segundo, y al mismo tiempo Gilead cogió el último con su mano izquierda, pegando firmemente la etiqueta engomada sobre la dirección que acababa de imprimir. Sin mirar, se aseguró por el tacto de que estaba en su lugar, con todas sus esquinas bien planas, y entonces, ¡fonk!, fue a reunirse con sus compañeros.

Gilead se volvió súbitamente y pisó con fuerza los pies del hombre que le seguía de cerca.

—¡Oh, perdón! —dijo alegremente, y se alejó. Se sentía muy optimista; no solamente había confiado su peligrosa carga al cuidado de una máquina automática desprovista de mente y absolutamente de fiar, que no podía ser coaccionada, sobornada, narcotizada ni subvertida por medio alguno, y en cuya complejidad el tubo estaría perfectamente escondido hasta que llegase a una dirección solamente conocida por Gilead, sino que al mismo tiempo había pisado los callos de uno de la oposición.

Al llegar a los escalones de la oficina de correos se detuvo junto a un policía que se estaba mondando los dientes y contemplando a un grupo de gente y una ambulancia en el centro de la multitud.

—¿Qué ocurre? —preguntó Gilead.

El policía desplazó su palillo.

—Primero, algún idiota suelta un petardo —respondió—, y luego dos tipos se pelean y se acusan mutuamente hasta casi deshacerse.

—¡Sí que está eso bueno! —comentó Gilead, dirigiéndose en diagonal hacia el Hotel Nueva Era.

En la entrada miró en derredor en busca de su amigo el ratero, pero no lo vio. Gilead dudaba mucho que el mozo estuviese entre los empleados del hotel.

Firmó como capitán Gilead, pidió una suite adecuada a la personalidad que aparentaba, y dejó que le acompañasen al ascensor.

Gilead encontró al mozo que bajaba en el mismo momento en que él y el encargado del ascensor estaban a punto de subir.

—¡Eh, menudo! —gritó, mientras decidía que no iba a comer nada en aquel hotel—. ¿Qué tal van los negocios?

El mozo pareció sorprendido y pasó sin responder, con inexpresiva mirada. Gilead pensó que no era probable que utilizasen al mozo después de haber sido descubierto; por lo tanto, debía haber dentro del hotel alguna especie de buzón, estación de llamada o cuartel general de la oposición. Muy bien, eso ahorraría a todos una porción de viajes inútiles, y habría diversión para todos.

Entre tanto, quería bañarse.

Al llegar a su suite dio una propina al del ascensor, que continuó esperando.

—¿Quiere compañía?

—No, gracias. Soy un ermitaño.

—Entonces pruebe eso. —El ascensorista insertó la llave del cuarto de Gilead en el tablero del estéreo, manipuló los mandos, y toda la pared se iluminó. Una esbelta criatura rubia, y tras ella una línea de coristas, parecía estar a punto de saltar en el regazo de Gilead.

—Eso no es una película —prosiguió el ascensorista—; es una transmisión directa desde el Tivoli. Tenemos la mejor instalación de la ciudad.

—Así lo veo —concedió Gilead, y sacó la llave. La imagen se desvaneció y cesó la música—. Pero quiero un baño, de modo que puedes marcharte, ahora que ya has gastado cuatro créditos de mi dinero.

El ascensorista se encogió de hombros y salió. Gilead se desnudó y se metió en el refrescador. Veinte minutos más tarde, afeitado de cabeza a pies, frotado, pulverizado, golpeado, perfumado, empolvado y sintiéndose diez años más joven, salió de él. Sus ropas habían desaparecido.

Su maleta estaba aún allí; la examinó. Parecía en orden, tanto ella como su contenido. Había el número debido de microfilms, aunque eso poco importaba. Solamente importaban tres de ellos, y ya estaban en el correo. Los demás no eran sino relleno, copias de sus propias conferencias públicas. Sin embargo, examinó uno de ellos, desarrollando un trozo.

Era efectivamente una de sus propias conferencias, pero no una de las que traía consigo. Era una de sus transcripciones publicadas, que podía ser adquirida en cualquier librería importante.

Duendes por todos lados, se dijo, y la volvió a su sitio. Tal cuidado de los detalles era admirable.

—¡Servicio!

El tablero del servicio se iluminó.

—¿Señor?

—Ha desaparecido mi ropa. Búsquemela.

—El criado la tiene, señor.

—No pedí servicio de criado. Que me la devuelvan.

Al cabo de un breve intervalo, la voz y las facciones de la muchacha fueron reemplazadas por las de un hombre.

—Aquí no es necesario solicitar servicio de criado, señor. «Un cliente del Nueva Era recibe el mejor».

—Está bien, devuélvanlas. ¡Aire, aire! ¡Tengo cita con la reina de Saba!

—Muy bien, señor. —La imagen se desvaneció.

Con amargo humorismo pasó revista a su situación. Había cometido ya el posiblemente fatal error de menospreciar a su oponente, debido a que —ahora lo sabía— se lo había imaginado a través de la poca impresionante personalidad del enano. Así había permitido que le desorientasen; debía de haber ido a cualquier otro lado, antes que la Nueva Era, incluso al viejo Savoy, a pesar de que ese hotel, lugar bien conocido como preferido por el capitán Gilead, estaba ahora con seguridad igualmente tan lleno de trampas como éste.

No tenía que suponer que le quedaban más de unos cuantos minutos de vida. Por lo tanto, tenía que emplear esos pocos minutos en comunicar a su jefe el destino de los tres rollos importantes de microfilm. Luego, si estaba aún vivo, tenía que procurarse dinero para tener posibilidades de acción. La cantidad que había en su cartera, aunque se la devolviesen, era insuficiente para una operación de envergadura. En tercer lugar, debía presentarse, terminar la tarea presente, y hacer que le destinasen a sus antagonistas actuales como un caso en sí mismo, independiente del asunto de los microfilms.

Y eso no porque tuviese la intención de desprenderse del enano y compañía, incluso si no le destinaban a ellos. Los verdaderos artistas no abundaban. ¡Inmovilizarle por un medio tan sencillo como robarle sus pantalones! Les admiraba por ello, y estaba deseando verlos de nuevo, y tan violentamente como fuese posible.

Mientras la imagen en el tablero de servicio se desvanecía, estaba ya oprimiendo las teclas mezcladoras del pupitre de comunicaciones de la habitación. Era posible, seguro, que el código de mezcla que utilizase se repetiría en otro lugar del hotel y que por lo tanto el presunto secreto que se conseguía mezclando sería inmediatamente quebrantado. Pero eso no importaba; haría que su jefe desconectase y le volviese a llamar con una mezcla diferente desde el otro extremo. Con seguridad que el código de llamada de la estación a la cual informaba resultaría así quebrantado, pero valía bien la pena de usar y descartar una estación de enlace para poder pasar el mensaje.

Fijado el esquema de mezcla, llamó en código, no a Nueva Washington, sino a la estación de enlace que había elegido. La imagen de una muchacha apareció en la pantalla.

—Servicio Nueva Era, señor. ¿Estaba usted mezclando?

—Sí.

—Lo siento mucho, señor. Los circuitos de mezcla están siendo reparados. Puedo mezclar por usted desde el tablero principal.

—No, gracias. Llamaré sin mezclar.

—Lo siento mucho, señor.

Había un código descubierto que podía emplear solamente en casos de absoluta prioridad. Y ésta era una prioridad absoluta. Muy bien.

Oprimió nuevamente las teclas, esta vez sin mezclar, y esperó. Al cabo de un momento apareció la cara de la misma muchacha.

—Lo siento mucho, señor; ese código no contesta. ¿Puedo ayudarle en algo?

—Podría enviarme una paloma mensajera. —Y borró el tablero.

La sensación de frío en la nuca era ahora más intensa; decidió hacer lo que pudiese para que resultara molesto matarle de momento. Registró las profundidades de su mente y trató de comunicar en código descubierto con el Star Times.

No hubo respuesta.

Intentó con el Clarion. Tampoco.

Era inútil darse cabezadas contra la pared; evidentemente no tenían la intención de dejarle hablar con nadie al exterior. Llamó a un ascensorista, se sentó en una butaca, marcó «masaje superficial» en el mando, y se entregó con satisfacción al abrazo del sillón. No había duda; el Nueva Era tenía realmente los mejores mecanos de toda la ciudad. El baño había sido maravilloso, y aquella butaca era soberbia. Tanto las recientes austeridades de Colonia Lunar como la probabilidad de que aquél fuera su último masaje contribuían a su placer.

La puerta se dilató, y entró un ascensorista, de aproximadamente su misma medida, observó Gilead. Las cejas del hombre se elevaron unos milímetros al darse cuenta del estado de desnudez de Gilead.

Mientras el hombre se hundía gruñendo, Gilead le dio un golpe con el borde de su mano a un lado del cogote.

Los hombros de la chaqueta eran demasiado estrechos, y los zapatos demasiado grandes; no obstante, dos minutos más tarde el «capitán Gilead» había seguido a «Joel Abner» al olvido, y Joe, ascensorista temporal, salió de la habitación. Lamentaba no haber podido dejar una propina a su predecesor.

Pasó lentamente frente a los ascensores para pasajeros, dio sin titubear una indicación errónea a un huésped que le había detenido, y encontró el ascensor de servicio. Junto a éste estaba la puerta de la «caída rápida». La abrió, estiró el brazo y agarró la correa de una polea que allí pendía, y, sin esperar a introducirse en ella, contentándose con solamente colgar, dio un paso hacia dentro. En menos tiempo del que hubiese tardado si hubiese amortiguado su caída, se encontró levantándose de los almohadones en el sótano del hotel, pensando que efectivamente la gravitación lunar era perniciosa para los músculos de las piernas.

Salió del cuarto de caída y echó a andar en una dirección arbitraria, caminando como si supiese adónde iba y realmente perteneciese a aquel lugar. Cualquier salida serviría, y sin duda encontraría una más tarde o más temprano.

Entró y salió de la enorme despensa, y halló la puerta de carga a través de la cual se la suministraba.

Cuando estaba a unos diez metros de la puerta, ésta se cerró, al mismo tiempo que sonaba un timbre de alarma. Se volvió sobre sus pasos.

En uno de los muchos pasillos del gigantesco hotel se encontró con dos policías, e intentó pasar por su lado. Uno de ellos le miró, y le asió del brazo.

—Capitán Gilead…

Gilead intentó liberarse, sin ningún éxito.

—¿Qué pasa?

—Usted es el capitán Gilead…

—Y usted, mi tía Pepa. Suélteme, guardia.

El policía rebuscó en su bolsillo con la mano libre, y sacó un cuaderno de notas. Gilead observó que el otro agente se había desplazado a unos tres metros de distancia y le apuntaba con un Markheim.

—A usted, capitán Gilead —dijo lentamente el primer policía—, se le acusa bajo juramento de haber entregado un billete falso de cinco plutones a aproximadamente las trece horas del día de hoy, en la drugstore Gran Público de esta ciudad. Se le advierte que nos siga tranquilamente, y se le notifica que no necesita responder ahora. Siga.

Gilead pensó que aquella acusación podía ser o no cierta; no había examinado de cerca el dinero que había en la cartera que le habían dejado. No le importaba que le detuviesen, ahora que el microfilm ya no estaba en sus manos; estar en una estación de policía vulgar, sin nada más siniestro con que enfrentarse que policías dudosos y sargentos escribientes idiotas, era cosa agradable comparado con tener al enano y compañía persiguiéndole.

Por otra parte la situación parecía demasiado oportuna, a menos de que la policía hubiese llegado siguiéndole los talones, y hubiese encontrado al desnudo ascensorista, escuchado su historia y comenzado a buscarle.

El segundo policía mantenía su distancia y no bajaba el Markheim. Eso convertía en académica cualquier otra consideración.

—Está bien. Seguiré —dijo en tono de protesta—. Pero no tienen por qué retorcerme así el brazo.

Subieron al nivel de la calle y salieron, sin que el segundo policía bajase su guardia. Gilead se relajó, y esperó. Junto al bordillo había un auto de la policía. Gilead se detuvo.

—Andaré —dijo—. La estación más cercana está a la vuelta de la esquina, y quiero que me registren en mi propio distrito.

Sintió un frío glacial que le hizo castañetear los dientes al momento en que la descarga del Markheim le hirió, y cayó de bruces.

Estaba volviendo en sí, pero no podía todavía coordinar, cuando le sacaron del automóvil. Cuando se encontró que le llevaban arrastrándole a medias a lo largo de un extenso pasillo volvía ya a ser nuevamente él mismo, pero con una laguna en su memoria. Le empujaron a través de una puerta que se cerró tras él. Se calmó y miró en derredor.

—Se te saluda, amigo —dijo una voz resonante—. Acerca tu silla al fuego.

Gilead parpadeó, retardó deliberadamente sus movimientos, y respiró profundamente. Su sano organismo estaba eliminando los efectos del disparo del Markheim, y ya casi volvía a ser él mismo.

El cuarto era una celda anticuada, casi primitiva. El frente de la celda y la puerta eran barras de acero, y las paredes eran de cemento. El único mueble, un largo banco de madera, estaba ocupado por el hombre que había hablado. Tendría unos cincuenta años, era corpulento, de facciones pesadas, fijas en una expresión astuta y placentera. Estaba echado en el banco sobre su espalda, con la cabeza entre las manos, con abandono animal. Gilead le había visto antes.

—Hola, doctor Baldwin.

El hombre se sentó con una economía tal de movimientos que le hicieron desplazarse lo más mínimo posible.

—No soy el doctor Baldwin; no soy doctor, pero mi nombre es Baldwin. —Miró a Gilead—. Pero yo le conozco a usted. He asistido a varias de sus conferencias.

Gilead levantó una ceja.

—En la Asociación de Físicos Teóricos un hombre parecería ir desnudo si no llevase un título de doctor, y usted estaba allí en la última reunión.

Baldwin se rió ruidosamente.

—Eso lo explica. Aquél debía ser mi primo por parte de mi padre, Hartley M. Algo envarado ese Hartley. Ahora que me he encontrado con usted, tendré que procurar dejar bien limpio el nombre de la familia, capitán. —Y alargó una mano muy grande—. Gregory Baldwin, o «Tripa Gorda» para mis amigos. Helicópteros nuevos y usados es todo lo que más me aproximo a la física teórica. Tripa Gorda Baldwin, rey de los Cópteros. Debe usted haber visto mi anuncio.

—Ahora que lo dice, sí que lo he visto.

Baldwin sacó una tarjeta.

—Tome. Si alguna vez necesita uno, le haré un diez por ciento de descuento por haber conocido al primo Hartley. La verdad es que puedo servirle bien con un Curtiss del año pasado, un coche de familia sin una rozadura.

Gilead aceptó la tarjeta y se sentó.

—De momento, no; gracias. Parece que tiene usted una oficina algo extraña, Mr. Baldwin.

Este volvió a reírse.

—En el curso de una larga vida, ocurren toda clase de cosas, capitán. No voy a preguntarle por qué está usted aquí, ni qué hace en ese traje. Llámeme Tripa Gorda.

—Bien. —Gilead se levantó y fue hasta la puerta. Enfrente de la celda había una pared lisa; no se veía a nadie. Silbó y gritó, pero no recibió respuesta.

—¿Qué le pasa, capitán? —preguntó Baldwin suavemente.

Gilead se volvió. Su compañero de celda estaba tranquilamente haciendo un solitario sobre el banco.

—Tengo que hacer venir al guardia, y enviar a buscar a un abogado.

—No se ponga nervioso por ello. Juguemos a las cartas. —Rebuscó en un bolsillo—. Tengo una segunda baraja. ¿Qué me dice usted de un banco ruso?

—No, gracias. Tengo que salir de aquí. —Gritó nuevamente, pero también sin resultado.

—No gaste sus pulmones, capitán —le aconsejó Baldwin—. Vendrán cuando les convenga, y ni un segundo antes. Lo sé muy bien. Venga a jugar conmigo; ayuda a hacer pasar el tiempo. —Baldwin aparentaba estar barajando los dos paquetes de cartas, pero Gilead podía darse cuenta de que no hacía sino amontonarlas. El engaño le divirtió, y decidió jugar, puesto que la verdad del consejo de Baldwin era tan evidente.

—Si no le gusta el banco ruso —prosiguió Tripa Gorda—, he aquí un juego que aprendí de niño. —Se detuvo y contempló fijamente a Gilead en los ojos—. Es instructivo, además de divertido, una vez que se le coge la mano. —Y comenzó a dar las cartas—. El juego resulta mejor con dos barajas, pues las cartas negras no significan nada. Solamente cuentan las veintiséis cartas rojas de cada baraja, con los corazones primero. Cada carta tiene el valor que le corresponde según su posición en esta serie; el as de corazón es uno, y el rey de corazón vale trece; el as de carro le sigue con catorce, y así sucesivamente. ¿Comprende?

—Sí.

—Y las negras no cuentan. Hay espacios… en blanco. ¿A punto de empezar?

—¿Y las reglas?

—Lo haremos una vez sin apostar; lo aprenderá más de prisa cuando lo vea. Luego, cuando se haya dado cuenta, jugaremos por un medio interés en el trust atómico, o por diez pedazos de efectivo. —Volvió nuevamente a dar, disponiendo rápidamente las cartas en columnas, cinco por hilera. Cuando hubo terminado se detuvo—. Doy yo, de modo que usted cuenta. Veamos lo que saca.

Era evidente que al hacer la distribución Baldwin había dispuesto las cartas rojas en grupos, pero ni había en ello ventaja evidente, ni la cuenta salía particularmente alta, ni baja. Gilead los contempló, tratando de comprender lo que aquel hombre se proponía. La trampa, como tal trampa, parecía demasiado audaz para ser probable.

Y de repente las cartas le saltaron a la vista, ordenándose en un esquema significativo. Y leyó:

NOSXX

PUEDX

XXVER

XXYXX

XOIRX

El hecho de que el número de cartas era limitado había afectado la ortografía, pero el sentido era claro. Gilead tomó las cartas.

—Probaré una vez. Puedo ganarle.

Extrajo algo de las propinas pertenecientes al propietario del traje que llevaba.

—Serán diez trozos.

Baldwin cubrió la apuesta. Gilead barajó, intentando disimular aún menos que Baldwin. Dio las cartas.

XQUEX

SEXXX

PROPO

NXXXX

XXXXX

Baldwin se apropió del dinero y volvió a comenzar.

—Muy bien, ahora me toca desquitarme. —Y puso sobre el banco:

ESTOY

DEXXX

XXSUX

PARTE

XXXXX

—Vuelvo a ganar —anunció Gilead alegremente—. Doy otra vez.

Cogió las cartas y comenzó a manipularlas.

XXXXX

BIENX

PRUEB

ALOXX

XXXXX

Baldwin contó y dijo:

—Es usted demasiado listo para mí. Deme las cartas. —Sacó otra moneda de diez trozos, y volvió a dar:

XXXLE

AYUDA

REXXX

SXLIR

XXXXX

—Debía haber cortado —dijo Gilead, lamentándose y empujando el dinero hacia el otro—. Doblemos la puesta. —Baldwin gruñó y Gilead volvió a dar.

ESTOY

MXJOR

XXXEN

CARCX

LXXXX

—He roto su suerte —dijo Baldwin satisfecho—. ¿Doblamos otra vez?

AQUIX

NOXXX

ESXXX

CARCE

LXXXX

Luego dio el otro:

SIGUE

XXXXX

HABLA

NDOXX

XXXXX

Baldwin respondió:

XESTO

HOTXL

NUXVA

XXERA

XXXXX

Mientras Gilead disponía nuevamente las cartas, iba considerando esos nuevos factores. Estaba dispuesto a creer que lo habían escondido en algún rincón del Hotel Nueva Era; a decir verdad, la otra idea de que sus oponentes habían permitido que dos policías ordinarios se lo hubiesen llevado a una cárcel cualquiera de la ciudad, era muy poco probable, a menos de que tuviesen la cárcel bajo su dominio tanto como evidentemente tenían el hotel. No obstante, no era cosa probada. En cuanto a Baldwin, podía estar de parte de Gilead, pero lo más probable es que lo hubiesen puesto de agente provocador o que estuviese trabajando por cuenta propia.

Las permutaciones daban un total de seis situaciones, de las cuales solamente una hacía deseable aceptar la oferta de Baldwin en el sentido de ayudarle a escaparse de la cárcel y tal situación era la menos probable de las seis.

Sin embargo, a pesar de que consideraba que Baldwin era sencillamente un embustero, decidió aceptar provisionalmente. Una situación estática no le servía de nada, mientras que una situación dinámica —cualquier situación dinámica— podía resolverse en provecho suyo. Pero necesitaba más datos.

—Estas cartas están muy pegajosas —dijo quejándose—. ¿Se atreve otra vez?

—De acuerdo.

Gilead volvió a dar.

XXPOR

XQUEX

ESTOY

XXXXX

AQUIX

—Tiene muy mala suerte —comentó Baldwin.

FILMS

ESCAP

ANTXS

COGXR

LEXXX

Gilead cogió las cartas, y estaba a punto de «barajarlas», cuando Baldwin dijo:

—¡Oh, oh, se acabó la clase! —Podían oírse pasos en el pasillo—. Buena suerte, muchacho —añadió Baldwin.

Baldwin sabía lo de las películas, pero no había utilizado ninguna de las muchas maneras de identificarse como parte de la propia organización de Gilead. Por lo tanto, o había sido plantado allí por la oposición, o era un tercer factor.

Más importante aún, el hecho de que Baldwin sabía lo de las películas demostraba su afirmación de que aquello no era una cárcel. Y de ello se deducía con amarga certidumbre que él, Gilead, no tenía probabilidad apreciable de salir de allí vivo. Las pisadas que se acercaban a la celda podían muy bien estar marcando los últimos segundos de su vida.

Comprendió entonces que debió haber encontrado manera de informar del destino de las películas antes de entrar en el Nueva Era.

Las pisadas estaban muy cerca.

Baldwin quizá saliese de allí vivo.

Pero, ¿quién era Baldwin?

Durante todo aquel tiempo seguía «barajando» las cartas. Su acción no era definitiva; no tenía sino barajarlas de veras una vez para destruir el mensaje que iba formando con ellas. Una araña descendió del techo y se posó en la mano del otro. Baldwin, en vez de sacudírsela y aplastarla, extendió cuidadosamente su brazo hacia la pared y la instó para que bajase al suelo.

—Apártate, querida —dijo con suavidad—, o si no lo más probable es que uno de los chicarrones te dé un pisotón.

Ese incidente, con todo y ser tan pequeño, determinó la decisión de Gilead, y con ella la suerte de un planeta. Se levantó y pasó el montón de cartas a Baldwin.

—Le debo exactamente diez sesenta —dijo cuidadosamente—. Asegúrese de recordarlo bien; veremos quienes son nuestras visitas.

Los pasos se detuvieron fuera de la puerta de la celda.

Había dos hombres, que no iban vestidos ni de policías ni de guardias; se había terminado la farsa. Uno se echó hacia atrás, cubriendo la maniobra con un Markheim, mientras el otro abría la puerta.

—Ponte de espaldas a la pared, Tripudo —ordenó—. Gilead, sal. Y tranquilo, pues si no, después de congelarte te saltaré los dientes, por pura diversión.

Baldwin retrocedió hasta la pared, mientras Gilead salía lentamente. Buscaba una oportunidad, pero el jefe se apartó de él, retrocediendo, sin ponerse ni una sola vez entre él y el hombre del Markheim.

—Por delante, y despacio —le ordenaron. Obedeció, inerme ante tantas precauciones, incapaz de correr, e incapaz de luchar.

Cuando se hubieron ido, Baldwin volvió al banco. Se dio a sí mismo las cartas, como si estuviese haciendo un solitario, las recogió de nuevo, y continuó haciendo lo mismo, hasta que finalmente volvió a «barajar» las cartas dejándolas exactamente en el mismo orden en que Gilead se las había entregado, y se las metió en el bolsillo.

El mensaje decía:

XDIXXXOFSXAPARTXXXDEUDXXCHI.

Los dos guardias hicieron entrar a Gilead en una habitación y cerraron la puerta tras él, quedándose ellos fuera. Se encontró junto a una gran ventana que dominaba la ciudad y un trozo del río; haciendo juego con ella, y a la izquierda, colgaba un modelo en relieve de un paisaje lunar de color y profundidad convincentes. Enfrente había un escritorio como para un jefe, lujoso pero no ostentoso.

La parte inferior de su mente absorbió esos detalles; su atención solamente podía concentrarse sobre la persona que estaba sentada a aquel escritorio. Era vieja, pero no senil, delicada, pero no impotente. Sus ojos eran muy despiertos, y su expresión serena. Sus manos translúcidas y bien cuidadas estaban atareadas con un tambor de bordado.

Sobre el escritorio, y enfrente de ella, había dos tubos de franqueo neumático, un par de zapatillas, y algunos restos desgarrados y sucios de tela y de plástico.

Levantó la vista.

—¿Cómo está usted, capitán Gilead? —dijo con una voz fina y dulce de soprano, muy adecuada para cantar himnos.

Gilead se inclinó.

—Bien, gracias. ¿Y usted, Mrs. Keithley?

—Veo que me conoce.

—Madame sería famosa, aunque fuese solamente por sus obras de caridad.

—Es usted muy amable, capitán Gilead. No le haré perder el tiempo. Había confiado en poderle libertar sin más jaleos, pero… —E indicó los dos tubos que tenía enfrente—. Ya puede ver por sí mismo que tenemos que seguir tratando con usted.

—¿Y pues?

—Vamos, vamos, capitán. Usted franqueó tres tubos. Estos dos son de adorno y el tercero no llegó a su aparente destino. Es posible que hubiese sido mal dirigido y que haya sido rechazado por las máquinas clasificadoras. En tal caso, llegará a nuestras manos a su debido tiempo. Pero parece mucho más probable que usted hubiese conseguido la manera de alterar su dirección, probable, hasta el punto de ser de una certidumbre pragmática.

—O quizá corrompiese a su servidor.

La mujer hizo un gesto con la cabeza.

—Le examinamos muy cuidadosamente antes de que…

—¿Antes de que muriese?

—Por favor, capitán; no nos vayamos a otro asunto. Necesito saber adónde envió usted aquel tubo. No podemos hipnotizarle por medios ordinarios, puesto que ha adquirido inmunidad a las drogas hipnóticas. Su resistencia al dolor se extiende más allá del umbral de la inconsciencia. Todo eso ha sido ya demostrado, o de lo contrario no tendría usted el cargo que tiene. No someteré a ninguno de nosotros dos a la incomodidad de demostrarlo nuevamente. Y, sin embargo, necesito el tubo. ¿Cuál es su precio?

—Usted supone que yo tengo un precio.

La anciana se sonrió.

—Si el antiguo dicho tiene alguna excepción, la historia no lo registra. Sea razonable, Capitán. A pesar de su reconocida inmunidad a las formas corrientes de examen, hay medios de quebrantar, o de alterar, el carácter de un hombre, de tal modo que se hace realmente flexible al ser examinado… medios que aprendimos de los comisarios. Pero esos métodos llevan tiempo, y una mujer de mi edad no tiene tiempo que perder.

Gilead mintió de un modo plausible.

—No es su edad, señora; es el hecho de que usted sabe que tiene que conseguir aquel tubo inmediatamente o no lo conseguirá jamás.

Tenía la esperanza —más aún, deseaba— que Baldwin tuviese el suficiente sentido para examinar las cartas en busca de un mensaje final… y que obrase de acuerdo con él. Si Baldwin fallaba y él, Gilead, moría, el tubo eventualmente iría a parar a una oficina de mensajes muertos y sería destruido al cabo de algún tiempo.

—Probablemente tiene usted razón. Sin embargo, capitán, aplicaré la técnica de Mindszenty si usted se empeña. ¿Qué me dice usted de diez millones de créditos de plutones?

Gilead creyó la primera afirmación de la anciana. Pasó revista a los medios por los cuales un hombre, atado de pies y manos, o quizá peor, podía suicidarse sin ayuda.

—¿Diez millones de plutones y una puñalada en la espalda? —contestó—. Seamos prácticos.

—Se le darían garantías convincentes antes de que hable.

—Incluso así, no es mi precio. Al fin y al cabo, se le atribuyen a usted por lo menos quinientos millones de plutones.

Mrs. Keithley se inclinó hacia delante.

—Me gusta usted, capitán. Es usted un hombre fuerte. Yo soy una vieja, sin herederos. Supongamos que se convierte usted en mi socio y mi sucesor.

—¡Cualquier día!

—¡No, no! Lo digo de veras. Mi edad y mi sexo no permiten que me sirva de mí misma; tengo que fiarme de otros. Capitán, estoy muy cansada de instrumentos ineficientes, de hombres que pueden dejar que les birlen las cosas bajo sus mismas narices. ¡Imagínese! —Hizo un pequeño gesto de exasperación, cerrando su mano en forma de garra—. Usted y yo podemos ir lejos, capitán. Le necesito.

—Pero yo no la necesito a usted, señora. Y no la aceptaré.

Ella no contestó, pero tocó un mando sobre su escritorio. A la izquierda se dilató una puerta y entraron dos hombres y una muchacha. Gilead reconoció en la muchacha a la camarera del drugstore Gran Público. La habían desnudado, lo que a él le pareció una indignidad innecesaria, puesto que su uniforme de trabajo no podía en modo alguno haber ocultado un arma.

Una vez hubo entrado la muchacha, prorrumpió en escandalosa protesta, gritando, alborotando y utilizando un lenguaje impropio de su edad y sexo: una explosión de proporciones verdaderamente volcánicas.

—¡Quieta, niña!

La muchacha se paró en seco, miró sorprendida a Mrs. Keithley, y enmudeció. Y no volvió a empezar, sino que permaneció allí, de pie, pareciendo aún más joven de lo que era, y en cierto modo consciente y perturbada por su desnudez. Ahora tenía piel de gallina; una lágrima trazó una línea blanca a lo largo de su cara, deteniéndose sobre su labio. La lamió y sorbió con la nariz.

—En una ocasión dejó usted de ser observado, capitán —prosiguió diciendo Mrs. Keithley—, y durante aquel tiempo esta persona le vio dos veces. Por lo tanto, la examinaremos.

—No sabe absolutamente nada. Pero hagan lo que quieran; cinco minutos de hipnosis la convencerá a usted.

—¡Oh, no, capitán! La hipnosis a veces falla; si es un miembro de vuestra organización, fallará con seguridad. —Hizo una señal a uno de los hombres que cuidaban de la muchacha, el cual se dirigió a un armario y lo abrió—. Soy pasada de moda —prosiguió la anciana—. Me fío mucho más de métodos mecánicos que de los procedimientos clínicos más avanzados.

Gilead vio los instrumentos que el hombre sacaba del armario y se lanzó hacia adelante.

—¡Deje eso! —ordenó—. No puede hacerlo…

Se dio un golpetazo en la nariz.

El hombre no le hizo ningún caso. Mrs. Keithley dijo:

—Perdóneme, capitán. Debería haberle advertido que esta habitación no es una, sino dos. El tabique es sencillamente cristal, pero un cristal muy especial. Utilizo esta habitación para entrevistas difíciles. No es necesario que se haga usted daño tratando de llegar hasta nosotros.

—¡Un momento!

—¿Sí, capitán?

—Se le está ya agotando el tiempo. Suéltenos a la chica y a mí. Ya sabe que en este momento hay varios centenares de hombres que me están buscando por esta ciudad y que no se detendrán hasta haberla desmontado toda.

—No creo. Un hombre que respondía exactamente a la descripción de usted tomó el cohete para África del Sur veinte minutos después de que usted entrase en el Hotel Nueva Era. Llevaba sus propios documentos de identificación. No llegará a África del Sur, pero desaparecerá de una manera que sugerirá deserción más bien que accidente o suicidio.

Gilead lo dejó correr.

—¿Qué espera ganar martirizando a esa niña? Tiene usted todo lo que sabe; evidentemente no cree que podríamos fiarnos de personas como ella.

Mrs. Keithley hizo un mohín con los labios.

—Francamente, no espero saber nada nuevo por ella. Pero puede ser que lo sepa por usted.

—Comprendo.

El jefe de los dos hombres miró interrogativamente a su superiora, quien le indicó que prosiguiese. La muchacha le miró sin comprender, sin darse cuenta del uso del instrumento que había sacado. Él y su compañero empezaron a trabajar.

Pronto comenzó a gritar la muchacha, y continuó ululando con agudo aullido. Luego calló al desmayarse.

La reanimaron y volvieron a levantarla. Permaneció de pie, oscilando y contemplando estúpidamente sus pobres manos, inutilizadas para siempre jamás, incluso para las fútiles ocupaciones que había sido capaz de darles. La sangre se extendió a lo largo de sus muñecas y goteó sobre una lona plástica que el otro hombre había colocado allí antes.

Gilead no dijo ni hizo nada. Sabiendo como sabía que el tubo que protegía contenía asuntos que se medían en millones de vidas, el problema de la muchacha, como tal problema, ni siquiera se presentaba. Perturbaba una parte muy profunda y antigua de su cerebro, pero casi automáticamente aisló aquella parte y vivió de momento en su antecerebro.

Conscientemente recordó las caras, cráneos y figuras de los dos hombres y archivó los datos bajo la sección «personal». De allí en adelante dedicó disimuladamente su atención a la escena del exterior de la ventana. La había estado percibiendo durante toda la entrevista, pero deseaba concederle un pensamiento explícito. Reconstruyó lo que veía en términos de la apariencia que tendría si hubiese podido mirar libremente desde la ventana y llegó a la conclusión de que estaba en el piso noventa y uno del Hotel Nueva Era, y aproximadamente a unos ciento treinta metros del extremo norte. Y eso lo archivó bajo «profesional».

Cuando la muchacha murió, Mrs. Keithley salió de la habitación sin hablarle. Los hombres recogieron lo que quedaba sobre la lona y la siguieron. Luego los dos guardias regresaron, y utilizando los mismos métodos de seguridad absoluta, le llevaron de nuevo a su celda.

Tan pronto como se hubieron ido los guardias y Tripa Gorda quedó en libertad de dejar su posición de espaldas a la pared, se adelantó hacia Gilead y le golpeó los hombros.

—¡Bueno, muchacho, me alegro de veras! Me temía no volver a verle. ¿Cómo fue? ¿Algo violento?

—No; no me hicieron daño. Solamente algunas preguntas.

—Tuvo suerte. Algunos de estos policías idiotas se desmandan cuando le cogen a uno a solas. ¿Le dejaron llamar a su abogado?

—No.

—Entonces no han acabado con usted. Tiene que tener cuidado, muchacho.

Gilead se sentó en el banco.

—Al diablo con ellos. ¿Quiere seguir jugando a las cartas?

—No tengo inconveniente. Me siento afortunado.

Baldwin sacó el doble paquete. Gilead lo tomó y miró las cartas. ¡Bien! Estaban en el mismo orden en que las había dejado. Pasó nuevamente su pulgar a lo largo de los bordes; sí, incluso los nulos negros estaban donde antes; evidentemente Tripa Gorda se las había sencillamente metido en el bolsillo sin examinarlas, sin sospechar que había escrito en ellas un último mensaje. Tenía la seguridad de que Baldwin no hubiese dejado el mensaje montado si lo hubiese leído. Puesto que se encontraba aún vivo, se alegraba mucho de pensar que era así.

Barajó de veras una vez las cartas, y comenzó a disponerlas de nuevo. Su primer esquema decía:

XXXXX

ESCAP

XXXEN

SXGUI

DAXXX

—¡Te pesqué esta vez! ¡Apuesta!

XXXXX

SEXXX

XXXXX

RAJOX

XXXXX

—Sigamos —anunció Gilead, y pasó a dar:

NOXXX

XXXXX

PEROX

VAMON

XSXXX

—Es usted demasiado afortunado para vivir —se lamentó Baldwin—. Mire: doblemos la apuesta y doblemos las cartas. Quiero tener la oportunidad de recobrar mi dinero.

El esquema siguiente decía:

LEXXX

NXCES

ITXNX

VIVXX

XXXXX

XXXXX

HAGAX

CXMOX

YOXXX

XXXXX

—No le sirvió de mucho, ¿verdad? —comentó Gilead, tomando las cartas y comenzándolas a arreglar de nuevo.

—Hay algo raro en un hombre que gana siempre —gruñó Baldwin, observando fijamente a Gilead. De repente su mano se disparó hacia adelante y agarró a Gilead por la muñeca—. Lo sospechaba —gritó—. Un maldito tramposo.

Gilead se sacudió la mano.

—¡Déjame, babosa inmunda!

—¡Le agarré, le agarré!

Tripa Gorda volvió a cogerle, sujetándole también por la otra muñeca. Lucharon y cayeron al suelo.

Gilead descubrió dos cosas: aquel grueso y torpe individuo era un artista de la lucha sucia y podía simularla de forma convincente sin dañar a su contrincante. Sus presas de nervio quedaban a un centímetro del nervio, y sus golpes de rodilla no eran nunca a lugar sensible.

Baldwin intentó una presa de cuello, y Gilead se lo permitió. El gordo apoyó el antebrazo sobre la barbilla de Gilead en lugar de sobre la manzana de Adán, y procedió a «estrangularle».

Se oyeron pasos precipitados por el pasillo.

Gilead vislumbró los guardias en el momento de llegar a la puerta. Se detuvieron momentáneamente; la embocadura del Markheim era demasiado grande para pasar por el enrejado, de modo que la descarga hubiera sido interceptada y anulada. Al parecer no llevaban bombas pacificadoras, pues vacilaron. Luego el jefe abrió rápidamente la puerta, mientras el hombre del Markheim retrocedía para cubrir la posición.

Baldwin no les hizo caso, y continuó su torrente de improperios a Gilead. Dejó que el primero de los hombres llegase casi hasta ellos antes de decir repentinamente al oído de Gilead:

—¡Cierre los ojos! —Y al mismo tiempo se separó de él con rapidez.

Incluso a través de sus párpados, Gilead percibió un fogonazo de increíble resplandor. Y casi encima de él oyó un chasquido ahogado; abrió los ojos y vio que el primer hombre estaba por el suelo, con la cabeza retorcida en un ángulo grotesco.

El hombre del Markheim estaba moviendo la cabeza; la boca de su fusil oscilaba de un lado a otro. Baldwin cargó sobre él agachándose con la espalda y las rodillas tan dobladas que quedaba reducido a escasamente un metro. El cegado guardia pudo oírle y descargó en dirección del ruido, pero el disparo pasó por encima de Baldwin.

Baldwin se precipitó sobre él, y cayeron los dos. Se oyó otro crujido de huesos rotos y quedó muerto otro hombre. Baldwin se levantó, sujetando el Markheim y apuntándolo hacia lo largo del pasillo.

—¿Cómo están tus ojos, muchacho? —preguntó ansiosamente.

—Sin novedad.

—Entonces, coge el congelador. —Gilead se adelantó y cogió el Markheim. Baldwin corrió hasta el extremo cerrado del pasillo donde una ventana dominaba la ciudad. La ventana no se abría, pues no había allí «peldaño de helicóptero». No era sino una pared vertical. Volvió corriendo.

Gilead estaba barajando en su mente las diversas posibilidades. Los hechos se iban desarrollando según el plan de Baldwin, no el suyo. A consecuencia de su visita a la «sala de entrevistas» de Mrs. Keithley, estaba orientado en el espacio. El pasillo de enfrente, y un giro a la izquierda le llevaría al pozo de caída rápida. Una vez estuviese en el sótano, y armado con un Markheim, estaba seguro de que podría salir peleando, seguido de Baldwin, si es que éste le quería seguir. Y si no, bueno, se jugaba demasiado en ello.

Baldwin entró en la celda y volvió a salir de ella casi inmediatamente.

—¡Venga! —dijo secamente Gilead. Apareció una cabeza por la esquina del pasillo; disparó, y el propietario de la cabeza cayó al suelo.

—¡Apártate, muchacho! —contestó Baldwin. Llevaba el pesado banco sobre el cual habían estado «jugando» a cartas. Comenzó a correr con él a lo largo del pasillo adquiriendo notablemente velocidad a medida que avanzaba.

El improvisado ariete se estrelló pesadamente contra la ventana. El plástico cedió, se rompió y estalló como una pompa de jabón. El banco pasó a través de la ventana y desapareció de la vista, mientras Baldwin se quedaba haciendo equilibrios con manos y rodillas, sin más que un vacío de trescientos metros bajo su barbilla.

—¡Muchacho! —gritó—. ¡Acércate! ¡Retrocede!

Gilead retrocedió mientras disparaba dos veces más. No veía aún cómo Baldwin intentaba escapar, pero aquel gordo había demostrado que tenía astucia y recursos.

Baldwin silbaba ya a través de sus dedos y agitaba las manos, violando todas las reglas de circulación de la ciudad, un helicóptero se separó de la multitud de aquella hora de la tarde, pasó a través de una de las hileras de aparatos y se acercó a la ventana. Se detuvo planeando a la distancia justamente suficiente para no tocar con las paletas. El conductor abrió la puerta y arrojó una cuerda que Tripa Gorda cogió al vuelo.

Muy rápidamente la ató al pomo del polarizador de la ventana, y cogió el Markheim.

—¡Tú primero! —dijo secamente—. ¡De prisa!

Gilead se arrodilló y cogió la cuerda; el conductor aumentó inmediatamente la velocidad de punta e inclinó el rotor; la cuerda se tensó. Gilead se colgó de ella y atravesó. El conductor le dio una mano, mientras con la otra maniobraba el aparato como si fuese un caballo de alta escuela.

El helicóptero osciló; Gilead se volvió y vio a Baldwin que se aproximaba, cual gruesa araña en su red. Mientras le ayudaba a entrar, el conductor se inclinó y cortó la cuerda. El aparato osciló nuevamente y se apartó.

Había ya unos hombres asomados a la ventana.

—¡Piérdete, Steve! —ordenó Baldwin. El conductor dio otro impulso a los chorros de punta e inclinó aún más el rotor; el helicóptero se alejó rápidamente. Lo volvió a colocar en la corriente del tránsito, y preguntó:

—¿A dónde?

—A casa, y di a los otros muchachos que vayan allá. No, tienes las manos ocupadas; ya se lo diré yo. —Baldwin se instaló en el asiento del otro piloto, se ajustó el teléfono y dispuso un micro silencioso frente a su boca. El conductor ajustó el aparato a la corriente, fijó la combinación del piloto, se arrellanó hacia atrás y abrió una revista de actualidades.

Pronto Baldwin dejó los auriculares y regresó al compartimiento de pasajeros.

—Se necesitan muchos helicópteros para asegurarse de que habrá uno por las cercanías cuando se le necesita —dijo en tono de conversación—. Afortunadamente, dispongo de muchos. ¡Ah!, de paso; éste es Steve Halliday. Steve, te presento a Joe. Joe, ¿cuál es tu apellido?

—Greene —contestó Gilead.

—¿Qué tal? —dijo el conductor, volviendo nuevamente los ojos hacia su revista.

Gilead consideró la situación. No estaba seguro de que había mejorado. Tripa Gorda, quienquiera que fuese, era algo más que un tratante de helicópteros de ocasión, y además sabía lo de las películas. Ese chico Steve tenía el aspecto de ser no más que un inofensivo joven extrovertido, pero también Tripa Gorda parecía no ser sino un fardo. Pensó en dejar a los dos fuera de combate, pero luego, al recordar el virtuosismo de Tripa Gorda en la lucha libre, varió de opinión. Quizá Tripa Gorda estaba de su lado, real y totalmente. Había oído rumores de que su Departamento empleaba más de un escalafón de funcionarios, y no tenía la seguridad de que él estaba en el superior.

—Tripa Gorda —dijo—, ¿podrías dejarme primero en el aeropuerto? Tengo una prisa enorme.

Baldwin le miró de arriba abajo.

—Sin duda, si lo deseas. Pero me figuré que primero querrías cambiarte de disfraz. Así estás tan conspicuo como un elefante en un banquete. ¿Y cómo andas de dinero?

Gilead contó con los dedos el cambio que había venido con el traje. Un hombre sin dinero es como si tuviese un brazo en cabestrillo.

—¿Cuánto tardaríamos?

—Quizá unos diez minutos más.

Gilead volvió a reflexionar sobre la habilidad de combate de Tripa Gorda, y pensó que un pez en el agua no puede ya mojarse más.

—Está bien —se echó hacia atrás y se relajó por completo.

Al cabo de un momento se volvió hacia Baldwin.

—Y de paso, ¿cómo te la arreglaste para esconder aquella bomba cegadora?

Tripa Gorda se rió por lo bajo.

—Soy gordo, Joe; soy largo de registrar. —Y volvió a reírse—. Te asombraría saber dónde la llevaba escondida.

Gilead cambió la conversación.

—Y por cierto, ¿cómo es que estabas tú allí?

Baldwin se puso serio.

—Eso es una historia larga y complicada. Vuelve algún día en que no tengas tanta prisa, y te lo explicaré.

—Lo haré, y pronto.

—Bien. Quizá al mismo tiempo podré venderte aquel «Curtiss» usado.

Sonó la alarma del piloto; el conductor dejó la revista y depositó su aparato sobre el terrado del establecimiento de Baldwin.

Baldwin cumplió todo lo prometido. Llevó a Gilead a su oficina, envió a buscar ropa —la cual apareció con gran rapidez— y entregó a Gilead un fajo de billetes, suficientes para rellenar una almohada.

—Puedes devolvérmelo por correo —dijo.

—Lo traeré yo mismo en persona —prometió Gilead.

—Bien. Ten cuidado en la calle. Con seguridad habrá por ahí algunos de nuestros amigos.

—Tendré cuidado. —Y salió, tan tranquilamente como si hubiese ido allí en visita de negocios, pero sintiéndose menos seguro de sí mismo que de costumbre. Baldwin seguía siendo un misterio, y Gilead no podía permitirse el lujo de misterios en su profesión.

Había una cabina telefónica pública en la sala de entrada del edificio de Baldwin. Gilead entró, mezcló, llamó en código a una estación de enlace diferente de la que había intentado utilizar antes. Al cabo de unos cuantos minutos estaba hablando con su jefe de Nueva Washington.

—¡Joe! ¿Dónde diablos ha estado usted?

—Luego, jefe, escuche. —En código oral departamental, por más precaución, indicó a su jefe que las películas estaban en el Apartado de Correos 1060 de Chicago, e insistió en que las fuesen a recoger inmediatamente con un fuerte destacamento.

El jefe se apartó de la placa visual, y luego volvió:

—Muy bien, ya está hecho. Y ahora diga: ¿qué le sucedió?

—Luego, jefe, luego. Creo que tengo algunos amigos por ahí afuera que tienen ganas de hablar conmigo. Si me entretiene aquí, pudieran hacerme un agujero en la cabeza.

—Bueno. Pero venga en seguida. Quiero un informe completo. Le espero aquí.

—Está bien. —Y desconectó.

Salió de la cabina despreocupado, con el sentimiento de satisfacción que proporciona haber terminado con éxito una tarea difícil. Hasta casi deseaba que alguno de sus «amigos» se presentase; tenía ganas de dar un puntapié a quien se lo mereciese.

Pero le decepcionaron. Subió al cohete transcontinental sin más sustos, y durmió durante todo el trayecto hasta Nueva Washington.

Llegó a la Oficina Federal de Seguridad por uno de los muchos caminos ocultos, y se dirigió a la oficina de su jefe. Después de haberle identificado por vista y voz, le dejaron entrar. Bonn levantó la vista y frunció el entrecejo.

Gilead no hizo caso de aquella expresión de cara; Bonn acostumbraba a fruncir el entrecejo.

—Agente Joseph Briggs, tres-cuatro-cero-nueve-siete-dos, se presenta a informar de regreso de su misión, señor —dijo con voz monótona.

Bonn marcó «grabación» sobre un mando del escritorio, y «secreto» sobre otro.

—¿De veras? ¡Mamarracho idiota! ¿Cómo se atreve a presentarse por aquí?

—Calma, jefe. ¿Qué ocurre?

Bonn se desfogó incoherentemente durante un rato, y luego dijo:

—Briggs; doce de nuestros mejores hombres fueron a la dirección que indicó usted, y encontraron el aparato vacío. Apartado mil sesenta y seis, dice. ¿Dónde están aquellas películas? ¿Era para despistar? ¿O las tiene usted consigo?

Gilead-Briggs contuvo su sorpresa.

—No. Las remití desde la oficina de correos de Gran Público a la dirección que acaba de citar. —Y añadió—: Quizá la máquina las rechazó; me vi obligado a escribir a mano los signos para la máquina.

Bonn apareció repentinamente esperanzado. Oprimió otro botón de mando y dijo:

—¡Carruthers! Sobre aquel asunto de Briggs: compruebe todas las estaciones de rechazo en aquella ruta. —Pensó, y luego añadió—: Después pruebe una secuencia de rechazo suponiendo que el primer símbolo fue aceptable para la máquina, pero estaba equivocado. Y luego lo mismo para los demás símbolos. Hágalo simultáneamente, prioridad de primer orden para todos los agentes y personal. Después ensaye combinaciones de símbolos tomados de dos en dos, luego de tres en tres, y así sucesivamente. —Y cortó.

—El total de las series que acaba de indicar constituyen todas las direcciones postales del continente —sugirió suavemente Briggs—. No es posible hacerlo.

—¡Pues es preciso hacerlo! ¿Se da usted cuenta de la importancia de las películas que guardaba?

—Sí. El director de Base Lunar me dijo qué era lo que llevaba.

—No se porta como si lo comprendiese. Ha perdido la cosa más importante que este gobierno u otro cualquiera pudiera poseer, el arma absoluta. Y sin embargo, ¡se queda ahí impávido como si hubiese perdido una cajetilla de cigarrillos!

—¿Arma? —objetó Briggs—. Yo no llamaría eso al efecto nova, a menos de que el suicidio colectivo sea un arma. Y además no estoy de acuerdo en que lo haya perdido. Como agente que obraba solo, y encargado principalmente de impedir que cayesen en manos de otros, he empleado los mejores medios de que disponía en aquella dificultad para protegerles. Eso está por completo dentro de los límites de mi autoridad. Por la razón que fuese, me identificaron…

—¡No debieron haberle identificado!

—De acuerdo, pero así fue. Yo disponía de ayuda, y según el juicio que formé, no tenía probabilidad ninguna de sobrevivir. Por lo tanto, tenía que proteger lo que custodiaba por algún método que no requiriese mi supervivencia.

—Pero sigue vivo, está aquí…

—No por obra mía, ni de usted, se lo aseguro. Debía haber sido protegido. Fue por orden de usted, recuérdelo, que obré solo.

Bonn apareció taciturno.

—Era necesario.

—¿Sí? En todo caso, no veo la necesidad de tanto jaleo. O bien las películas aparecerán, o bien se han perdido y serán destruidas como correo no reclamado. Y entonces volveré a la Luna y traeré otro juego de copias.

Bonn se mordió el labio.

—No es posible.

—¿Por qué no?

Bonn vaciló largo rato.

—No había más que dos juegos. Usted tenía los originales, que debían ser depositados en el subterráneo de los Archivos, y los otros debían ser destruidos en cuanto los originales estuviesen a salvo.

—Y bien. ¿Qué dificultad hay?

—No se da usted cuenta de la importancia del procedimiento. Todos los documentos, todas las fichas, todas las referencias fueron destruidas al hacerse las películas. Y todos los ayudantes y técnicos fueron sometidos a hipnosis. La intención era no solamente proteger los resultados de la investigación, sino hacer desaparecer incluso el hecho de que se había verificado tal investigación. No hay ni una docena de personas en el sistema que ni tan siquiera conozcan la existencia del efecto de nova.

Briggs tenía su propia opinión sobre el asunto, basada en reciente experiencia, pero no dijo nada. Bonn prosiguió:

—El secretario me ha estado urgiendo para que informase en cuanto los originales estuviesen en lugar seguro. Se ha mostrado muy insistente y crítico. Cuando usted llamó le dije que las películas estaban a seguro y que las tendría en su poder al cabo de unos cuantos minutos.

—¿Y bien?

—¿No comprende, idiota? Él ordenó inmediatamente que destruyese las demás copias.

Briggs silbó.

—Se adelantó, ¿verdad?

—No lo juzgará él así. Tenga en cuenta que el presidente le estaba presionando. Dirá que fui yo quien me adelanté.

—Y será verdad.

—No; quien se adelantó fue usted. Usted me dijo que las películas estaban en aquel apartado.

—No; dije que las había enviado allí.

—Es falso.

—Saque la cinta y oigámoslo.

—No hay cinta; por orden del presidente no se han conservado grabaciones de esta operación.

—¿De veras? Y entonces, ¿por qué está usted grabando ahora?

—Porque —respondió duramente Bonn— alguien tendrá que pagar por todo esto, y no voy a ser yo.

—Lo cual quiere decir —dijo lentamente Briggs— que tendré que ser yo.

—No dije eso, podría ser el secretario…

—Si cae el secretario, también cae usted. No; ustedes dos cuentan que sea yo quien pague. Pero antes, ¿no valdría más que escuchase mi informe? Quizá afecte sus planes. Tengo noticias para usted, jefe.

Bonn tamborileaba con los dedos sobre el escritorio:

—Como quiera. Valdrá más que me porte bien.

Con voz monótona y desapasionada, repitió todo lo que su aguda memoria había registrado desde la recepción de las películas en la Luna hasta el momento presente. Bonn le escuchó con impaciencia.

Cuando hubo terminado, Briggs esperó. Bonn se levantó y comenzó a pasearse por la habitación. Finalmente se detuvo y dijo:

—Briggs, nunca oí un amasijo tal de mentiras disparatadas. ¡Un gordo que juega a las cartas! ¡Una cartera que no era su cartera, su ropa, robada! Y Mrs. Keithley. ¿Es que usted no sabe que es uno de los más activos soportes de la Administración?

Briggs no dijo nada. Bonn continuó:

—Y ahora voy a decirle lo que realmente ocurrió. Hasta el momento en que desembarcó en Pied-á-Terre, su informe es correcto, pero…

—¿Y cómo lo sabe?

—Porque iba usted seguido, naturalmente. ¿No supone que iba a confiar ese asunto a un solo hombre, verdad?

—¿Por qué no me lo dijo? Podría haber pedido auxilio, y habernos ahorrado todo eso.

Bonn no hizo caso.

—Tomó usted un mozo, lo despidió, y entró en el drugstore, salió y fue a la oficina de Correos. No hubo lucha entre la multitud, por la sencilla razón de que nadie le seguía. En la oficina de Correos franqueó tres tubos, uno de los cuales podía o no haber contenido las películas. De allí fue al Hotel Nueva Era, salió de él veinte minutos más tarde y tomó un cohete para la Ciudad del Cabo. Usted…

—Un momento —objetó Briggs—. ¿Cómo pude haber hecho eso, si estoy ahora aquí?

—¿Eh? —Por un instante Bonn pareció apabullado—. Eso no es sino un detalle; fue usted identificado sin lugar a dudas. A decir verdad, hubiese sido mejor, mucho mejor para usted, que se hubiese quedado en aquel cohete. Es más —el jefe de oficina asumió un aire distante—, valdrá más para usted que de momento asumamos oficialmente que se quedó efectivamente en él. Está usted en una situación difícil, Briggs, muy difícil. Usted no cometió una torpeza, ¡sino que se vendió!

Briggs le miró fijamente.

—¿Es que me acusa usted?

—De momento, no. Por eso es mejor suponer que se quedó en aquel cohete, hasta que el asunto se asiente, se aclare.

Briggs no necesitaba un gráfico que le mostrase la solución a que se llegaría cuando «el asunto se aclarase». Sacó del bolsillo un block de notas, escribió en él rápidamente y se lo entregó a Bonn.

Decía: «Dimito mi cargo, con efecto inmediato». Había añadido su firma, huellas dactilares, fecha y hora.

—Adiós, jefe —añadió. Y se volvió, como para irse.

Bonn gritó:

—Deténgase. ¡Briggs, queda arrestado! —Y se abalanzó hacia el escritorio.

Briggs le golpeó la tráquea, y añadió un puñetazo a la boca del estómago. Se detuvo, y se aseguró de que Bonn estaría fuera de combate por un período suficiente. El examen del escritorio de Bonn reveló un equipo de inmovilización; mezcló una inyección hipodérmica para dos horas, y la administró disimuladamente junto a un lunar cercana a la columna vertebral. Enjugó la aguja, dejó todo en su sitio, sacó la grabación del escritorio y borró de ella toda mención a sí mismo, incluyendo la comprobación de su entrada. Dejó el escritorio en posición de «secreto» y «no molestar», y se marchó de la oficina por otra de las escondidas rutas.

Se dirigió al puerto de cohetes, compró un billete, sin reserva, para la primera nave con destino a Chicago. Tenía veinte minutos de espera, y efectuó un par de pequeñas compras a los empleados, en lugar de hacerlo a las máquinas, permitiendo que le viesen bien la cara. Cuando anunciaron la nave para Chicago se adelantó con el resto del público.

Al llegar a la barrera interior, justamente antes de la plataforma de pesada, se convirtió en parte de la multitud que estaba allí para despedir a los pasajeros, más bien que en un verdadero pasajero. Hizo señas a uno de la cola que salía de la estación de pesada, más allá de la barrera, sonrió, dijo adiós y dejó que la multitud le volviese a llevar hacia atrás cuando aquélla se cerró. Junto al tocador de hombres se desprendió de la masa de público; cuando salió podían observarse en su aspecto varias alteraciones, rápidamente efectuadas, pero eficaces.

Y lo que era aún más importante, su actitud era diferente.

Una breve e ilícita transacción en una taberna cercana le proporcionó la tarjeta de trabajo que necesitaba; cuarenta y cinco minutos después cruzaba el país como Jack Gillespie, cargador y ayudante de conductor de un camión de carga.

¿Es que la forma en que había dirigido el tubo neumático podía haber estado tan mal que la máquina postal automática la hubiese rechazado? Dejó que la imagen de la etiqueta, tal como era cuando la hubo terminado de escribir, se formase en su mente para aparecer tan nítida como el paisaje que se deslizaba a sus costados. No; los símbolos que había trazado habían sido perfectamente correctos, y las máquinas debían haberlo aceptado.

¿Sería posible que la máquina hubiese rechazado el tubo por otra razón, como por ejemplo, por haberse levantado una de las esquinas de la etiqueta engomada? Sin duda, pero la etiqueta escrita era suficiente para que un empleado postal la volviese a poner en el surco. Una demora de esa clase no excedía de diez minutos, ni siquiera a la hora de la congestión. Incluso con cinco de tales demoras el tubo debía haber llegado a Chicago más de una hora antes de que hablase por teléfono con Bonn.

Suponiendo que la etiqueta engomada se hubiese despegado por completo, entonces el tubo hubiese ido al mismo destino que los otros dos tubos de cobertura.

En tal caso lo hubiese tenido Mrs. Keithley, puesto que había podido interceptar los otros dos.

Por lo tanto, el tubo había llegado al Apartado de Correos de Chicago.

Por lo tanto, Tripa Gorda había leído el mensaje en el paquete de cartas, y había dado instrucciones a alguien en Chicago, precisamente desde la radio del helicóptero. Después de un hecho, «posible» y «cierto» son ideas equivalentes, mientras que «probable» no revela sino la medida de nuestra ignorancia. Decir que una conclusión es «improbable», después de hecho, no es sino confundirse a sí mismo.

Por lo tanto, Tripa Gorda Baldwin tenía las películas, conclusión a la que había llegado en la oficina de Bonn.

A trescientos kilómetros de Nueva Washington ideó una discusión con el conductor del camión, y se hizo despedir. Desde una cabina de la ciudad donde descendió llamó mezclando a la oficina de Baldwin.

—Díganle que es una persona que le debe dinero.

Pronto apareció en la pantalla la cara del gordo.

—¡Hola, muchacho! ¿Cómo vamos?

—Me han despedido.

—Me figuraba que te ocurriría eso.

—Peor aún; me persiguen.

—Naturalmente.

—Quisiera hablar contigo.

—Magnífico. ¿Dónde estás?

Gilead se lo dijo.

—¿Les has despistado?

—Por lo menos por unas cuantas horas.

—Ve al aeropuerto local; Steve pasará a recogerte.

Steve así lo hizo, saludó con la cabeza, lanzó de un salto su aparato al aire, ajustó el piloto, y siguió leyendo. Cuando la nave hubo tomado su rumbo, Gilead lo observó y preguntó:

—¿Adónde vamos?

—Al rancho del jefe. ¿No se lo dijo?

—No.

Gilead sabía que era posible que le llevasen a un viaje sin retorno. Era cierto que Baldwin le había permitido escapar de una muerte que de otro modo hubiese sido prácticamente cierta; era evidente que Mrs. Keithley no había tenido la intención de dejarle vivir más de lo que pudiese convenir a sus fines, pues en caso contrario no hubiese hecho matar a la muchacha en presencia suya. Hasta que había llegado a la oficina de Bonn había asumido que Baldwin le había salvado porque sabía algo que Baldwin quería saber muy urgentemente, mientras que ahora parecía como si lo hubiese hecho por razones altruistas.

Gilead aceptaba la existencia en este mundo de razones altruistas, pero se inclinaba a no aceptarlas como hipótesis posibles hasta que todas las otras hipótesis posibles habían sido eliminadas; Baldwin podía haber tenido sus razones particulares para desear que viviese lo suficiente para informar a Nueva Washington, y sin embargo alegrarse de poderlo eliminar ahora que era un hombre buscado, cuya desaparición no ocasionaría comentario alguno.

Incluso podía ser que Baldwin fuese parte de los oscuros manejos de Mrs. Keithley. En cierto modo ésa era la explicación más sencilla, si bien dejaba otros factores sin explicar. En todo caso, Baldwin era un actor clave, y tenía las películas. El riesgo era necesario.

Gilead no se preocupaba por ello. Los factores que conocía estaban escritos en el encerado de su mente, y permanecían allí hasta que un número suficiente de variables se convirtiesen en constantes y le permitiesen una solución lógica. El viaje era muy agradable.

Steve le depositó sobre el césped de un grande e irregular rancho, le presentó a una maternal anciana llamada Mrs. Garver, y despegó.

—Póngase cómodo, Joe —le dijo aquella—. Su cuarto es el último del ala este, la ducha está enfrente. Se cena dentro de diez minutos.

Le dio las gracias y aceptó la sugerencia, presentándose en la sala de estar con un par de minutos de anticipación. Había allá una docena de personas de uno y otro sexo. Aquel lugar parecía ser una especie de rancho de recreo, no del todo de recreo, pues mientras Steve aterrizaba había visto algún ganado Hereford sobre la llanura.

Los demás huéspedes parecieron aceptar su llegada como cosa natural. Nadie le preguntó por qué estaba allí. Una de las mujeres se presentó como Thalia Wagner y le condujo a los demás del grupo. Entretanto Mamá Garver apareció, haciendo sonar la campanilla de la comida, y todos entraron en un largo y bajo comedor. Gilead no recordaba cuándo había disfrutado de una comida tan buena en compañía tan divertida.

Después de once horas de sueño, su primer verdadero descanso desde hacía varios días, se despertó del todo y repentinamente a un grupo de sonidos que su subconsciente no pudo clasificar inmediatamente, y que se negaba a desdeñar. Abrió los ojos, los paseó por la habitación, y saltó en seguida de la cama, agachándose del lado más alejado de la puerta.

Se oyeron pasos precipitados a lo largo de la puerta de su dormitorio. Había dos voces, una masculina y la otra femenina; la femenina era de Thalia Wagner, pero no pudo identificar la masculina.

Masculina: —¿Tsumaeq?

Femenina: —¡No!

Masculina: —Zulntsi.

Femenina: —Ipbit Nueva Jersey.

No fueron esos precisamente los sonidos que oyó Gilead, en primer lugar debido a las limitaciones de los signos fonéticos, y en segundo lugar porque sus oídos no estaban acostumbrados a ellos. Oír es una función del cerebro y no del oído; su cerebro, a pesar de lo sofisticado que era, insistía en forzar los sonidos que escuchaba para que entrasen en compartimentos familiares en lugar de entretenerse en crearles otros nuevos.

Habiendo identificado a Thalia Wagner, se relajó y se levantó. Thalia era parte de la situación desconocida que había aceptado al ir allí; debía también aceptar a un extraño que era conocido de ella. Las nuevas incógnitas, incluyendo el nuevo lenguaje, las clasificó entre las «pendientes», y las dejó de lado.

La ropa que había llevado había desaparecido, pero su dinero —el dinero de Baldwin, para ser exacto— estaba en su sitio, y con él su tarjeta de trabajo como Jack Gillespie y sus pocos artículos personales. Junto a ellas alguien había depositado un par de «shorts» y unas zapatillas nuevas, todo ello de su medida.

Observó, pues, con sorpresa alarmada, que alguien había sido capaz de servirle así sin despertarle.

Se puso los «shorts» y los zapatos, y salió. Thalia y su compañero habían salido mientras se vestía. No había nadie por allí, y encontró el comedor vacío, pero estaban dispuestos tres sitios, incluyendo el suyo propio de la cena, y había platos calientes y lo demás necesario en el aparador. Escogió jamón cocido y panecillos calientes, frió cuatro huevos, y se sirvió café. Veinte minutos más tarde, caliente y relleno, y todavía solo, salió al balcón.

Hacía un hermoso día. Se estaba complaciendo en él, y observando con interés una alondra del desierto, cuando apareció una joven por el lado de la casa. Estaba vestida de un modo semejante a él, salvo por la diferencia del sexo, y era de aspecto agradable, sin que llegase a ser perturbador.

—Buenos días —dijo Gilead.

La chica se detuvo, puso los brazos en jarras y le miró de arriba a abajo.

—Bien —dijo—. ¿Por qué no me lo dirán? —Y añadió—: ¿Estás casado?

—No.

—Estoy de compras; objeto, matrimonio. Presentémonos.

—Soy difícil de casar. Lo he estado evitando desde hace años.

—Todos son difíciles de casar —dijo amargamente—. Hay un potro nuevo en el corral. Ven.

Y fueron. El nombre del potro era Conquistador de Baldwin; el de la chica era Gail. Después del adecuado protocolo con la madre y el hijo se fueron.

—A menos de que tengas compromisos urgentes —dijo Gail—, esta hora es muy sana para ir a nadar.

—Si por sano se entiende lo que me figuro, sí.

El lugar se encontraba a la sombra de los algodoneros, y el fondo era arenoso; durante un rato se volvió a sentir muchacho, y asuntos como mentiras, efectos de nova, y muerte y violencia, parecieron estar situados en una dimensión remota e improbable. Al cabo de un largo rato salió a la orilla y dijo:

—Gail, ¿qué quiere decir «tsumaeq»?

—Dilo otra vez —contestó ella—, tengo agua en el oído.

Repitió toda la conversación que había oído. La chica pareció incrédula, y luego se rió.

—No oíste eso, Joe; sencillamente, no es posible. —Y añadió—: Lo de «Nueva Jersey» lo entendiste bien.

—Pues sí que lo oí.

—Repítelo.

Lo repitió, más cuidadosamente, imitando bastante bien los acentos de los que habían hablado.

Gail se rió por lo bajo.

—Esta vez comprendí el sentido. Esa es Thalia: algún día un hombre de pelo en pecho le retorcerá el pescuezo.

—Pero, ¿qué quiere decir?

Gail le miró de reojo un largo instante.

—Si alguna vez lo descubres, de veras que me casaré contigo, a pesar de tus protestas.

Alguien silbaba desde la cumbre de la colina.

—¡Joe! Joe Greene, el jefe quiere verte.

—Tengo que irme —dijo a Gail—. Adiós.

—Hasta luego —le corrigió la muchacha.

Baldwin le esperaba en un estudio tan cómodo como él mismo.

—Hola, Joe —dijo saludándole—. Agarra una silla. ¿Te han tratado bien?

—Sí, por cierto. ¿Es que tu comida es siempre tan buena como la que he estado disfrutando?

Baldwin se dio una palmada en la barriga.

—¿Y cómo crees que conseguí mi apodo?

—Tripa Gorda, desearía una serie de explicaciones.

—Joe, siento mucho que perdieses tu empleo. Si me hubiese sido posible, no habría ocurrido así.

—¿Es que trabajas para Mrs. Keithley?

—No; estoy en contra suya.

—Me gustaría creerlo, pero aún no tengo razón para ello. ¿Qué hacías donde te encontré?

—Me acababan de agarrar Mrs. Keithley y sus muchachos.

—¿Daba la casualidad de que acaban de agarrarte, y dio la casualidad de que te encerraron en la misma celda que yo, y dio la casualidad de que sabías de la existencia de las películas que yo debía guardar, y dio la casualidad de que llevabas dos barajas de cartas en el bolsillo? ¡Vamos, hombre!

—Si no hubiese tenido las cartas, también hubiésemos encontrado alguna manera de hablar, ¿no es verdad?

—De acuerdo.

—No pretendo que todo aquello fuese accidental. Te seguimos desde Base Lunar; cuando te agarraron, o, mejor dicho, desde que dejaste que te llevaran al Nueva Era, me las arreglé para que también me cogieran a mí; supuse que tendría una oportunidad de echarte una mano, una vez estuviese dentro. —Y añadió—: Más o menos les di a entender que también yo era un agente de la O.F.S.

—¡Ah! Entonces fue solamente por suerte que nos encerraron juntos.

—No fue suerte —objetó Tripa Gorda—. La suerte es el premio que sigue a un cuidadoso plan, no se da nunca gratis. Había una probabilidad apreciable de que nos pondrían juntos con la esperanza de descubrir lo que querían saber. Sacamos el premio porque pagamos por el riesgo. Si no hubiese sido así, me habría visto obligado a salir de aquella celda y buscarte, pero tenía que estar dentro para poderlo hacer.

—¿Quién es Mrs. Keithley?

—Supongo que es algo distinto de lo que parece ser en público. Es la reina de las abejas, o la viuda negra, de una banda. «Banda» no es la palabra adecuada, grupo de fuerza, quizá. Uno de varios grupos semejantes, más o menos unidos entre sí cuando sus intereses no se cruzan. Entre todos se dividen el país en jirones.

Gilead asintió con la cabeza; sabía lo que Baldwin quería decir, si bien no sabía que la enormemente respetada Mrs. Keithley estaba metida en tales asuntos, por lo menos no lo había sabido hasta que le habían frotado la nariz contra los hechos.

—¿Y quién eres tú, Tripa Gorda?

—Mira, Joe, me gustas, y siento de veras que estés en dificultades. Saliste mal un par de veces, y no tuve más remedio que jugar triunfos. Me parece que te debemos algo; a ver qué me dices a esto: te daremos una nueva personalidad a prueba de bomba, incluso nuevas huellas dactilares si las quieres. Escoge cualquier punto del globo que te guste y la ocupación que más te seduzca; te daremos todo el dinero que necesites para establecerte, o dinero suficiente para que te retires y te dediques a la buena vida el resto de tu vida. ¿Qué me dices?

—No —dije sin vacilar.

—No tienes parientes cercanos, ni amigos íntimos. Piénsalo. No puedo volverte a tu puesto; lo que ofrezco es lo mejor que puedo hacer por ti.

—Ya lo he pensado. ¡Al diablo con mi puesto! ¡Lo que quiero es acabar mi caso, y tú eres la clave de él!

—Considéralo bien, Joe. Esta es tu oportunidad de apartarte de asuntos de estado y de vivir una vida normal y feliz.

—¡Feliz, dices!

—Bueno, por lo menos segura. Si insistes en seguir adelante, la duración probable de tu vida se hace por demás problemática.

—No recuerdo haber tratado nunca de jugar seguro.

—Como quieras, Joe. En tal caso… —Un altavoz en el escritorio de Baldwin dijo:

—Cenie B hdg rylp.

Baldwin contestó:

Nu —y se dirigió rápidamente hacia la chimenea, en la que todavía ardía un pequeño fuego, encendido temprano por la mañana. Agarró la repisa y la estiró hacia sí. El conjunto de hogar, repisa y parrilla se desplazó hacia él, dejando al descubierto un arco en la pared.

—Baja la escalera, Joe. Es un ataque por sorpresa.

—¡Buen escondite!

—¿Sí, verdad? Este palacio tiene más agujeros que una madriguera, ¡y además con trampas! ¡Demasiados aparatos, si quieres creerme a mí! —Volvió a su escritorio, abrió un cajón, sacó tres rollos de películas y se los metió en el bolsillo.

Gilead estaba a punto de bajar por la escalera, pero al ver los carretes se detuvo.

—Sigue adelante, Joe —dijo Baldwin con urgencia—. Estás cubierto, y somos más. En medio de este ataque no tendríamos tiempo de entretenernos, y no nos quedaría otro remedio sino matarte.

Se detuvieron en una habitación bien bajo tierra, que era un estudio muy semejante al de encima, si bien carecía de luz solar y de vista. Baldwin dijo algo al micrófono en aquel extraño lenguaje, y le contestaron. Gilead experimentó con la idea de que aquello fuese inglés al revés, pero tuvo que descartarla.

—Como estaba diciendo —prosiguió Baldwin—, si te empeñas en saber todas las respuestas…

—Un momento; ¿y este ataque?

—No son más que los chicos del gobierno. No serán bruscos ni demasiado inquisidores. Mamá Garver se las puede entender con ellos. No hará falta hacer daño a nadie mientras no usen radar de penetración.

Gilead sonrió melancólicamente ante aquella manifestación despectiva sobre su anterior servicio.

—¿Y si lo emplean?

—Aquel trasto de allá abajo chilla como un marrano si le alcanzan las frecuencias de penetración. Incluso entonces estaríamos a salvo de cualquier cosa menos de una bomba A. Y eso no lo harán; lo que quieren son las películas, y no un agujero en el suelo. Lo cual me recuerda…, ¡toma, cógelo!

Gilead se encontró entonces repentinamente en posesión de las películas que estaban al fondo de toda aquella cuestión. Las desenrolló un poco y comprobó que eran realmente las verdaderas películas. El altavoz habló nuevamente; Baldwin no contestó, pero dijo:

—No estaremos aquí abajo mucho rato.

—Bonn parece haberse decidido a comprobar mi informe.

Algunos de sus excompañeros estaban arriba. Si dejaba a Baldwin fuera de combate, ¿podría localizar el control interno de la puerta?

—Bonn es un infeliz. Me investigará a mí, pero no demasiado a fondo; soy rico. No investigará a Mrs. Keithley; es demasiada rica. Piensa con sus ambiciones políticas, en lugar de pensar con la cabeza. Su último predecesor era mejor, era uno de los nuestros.

Los planes provisionales de Gilead sufrieron un abrupto cambio. Su juramento de fidelidad había sido a un gobierno, pero su lealtad personal la había otorgado a su antiguo jefe.

—Pruébame esa última observación, y entonces sí que estaré interesado de veras.

—No, ya te convencerás de que es cierta, si es que sigues insistiendo en conocer todas las respuestas. ¿Has acabado de comprobar esas películas, Joe? Devuélvemelas.

Gilead no lo hizo.

—En todo caso, me imagino que habrás sacado copias.

—No era necesario; me bastó mirarlas. No tengas ocurrencias, Joe; con la O.F.S. has terminado ya, incluso aunque volvieses con las películas, y mi cabeza sobre una bandeja. ¿No te acuerdas de que diste un mamporro a tu jefe?

Gilead recordó que él no se lo había dicho a Baldwin. Comenzó a creer que Baldwin efectivamente tenía gente metida en la O.F.S., tanto si el anterior jefe de éste había sido uno de ellos como si no.

—Por lo menos me dejarían que dimitiese con un historial limpio. Conozco a Bonn; oficialmente se alegraría de poderlo olvidar —no hacía sino ganar tiempo, esperando que Baldwin le hiciese una apertura.

—Devuélvelas, Joe. No tengo ganas de pelea. Podría resultar muerto uno de nosotros dos, o los dos, si tú ganabas la primera vuelta. No puedes probar tu historia, puesto que yo puedo demostrar que estaba en casa fumando en pipa. Estaba vendiendo helicópteros a dos ciudadanos muy respetables precisamente en el mismo instante en que tú pretenderías que estaba en otro sitio. —Escuchó nuevamente el altavoz, y contestó en la misma jerga.

La mente de Gilead estimó la situación táctica exactamente de la misma manera que Baldwin. Y como no le gustaba engañarse a sí mismo tiró las películas a Baldwin.

—Gracias, Joe. —Se dirigió a un pequeño dispositivo de la pared, lo encendió a toda su intensidad, puso las películas en el hornillo, esperó unos cuantos segundos, y lo apagó.

—Al diablo con esa porquería.

Gilead enarcó una ceja:

—Tripa Gorda, conseguiste sorprenderme.

—¿Cómo?

—Pensé que querías conservar el efecto nova como medio de poder.

—¡Tonterías! Arrancar la cabellera a un hombre no es un buen sistema de curarle la caspa. Joe, ¿cuánto sabes sobre el efecto de nova?

—No mucho. Sé que es una especie de bomba atómica lo suficientemente poderosa para asustar a cualquiera que se ponga a pensar en ella.

—No es una bomba. No es un arma. Es la manera de destruir un planeta y todo lo que hay en él de un modo total, convirtiendo aquel planeta en una nova. ¡Si eso, es un arma, militar o política, entonces yo soy Sansón y tú eres Dalila!

»Pero yo no soy Sansón —prosiguió—. Y no tengo la intención de derribar el Templo, ni dejar que otros lo hagan. Pero hay ciertos chinches morales por ahí que harían precisamente eso si alguien intentase impedirles que hiciesen su santa voluntad. Mrs. Keithley es uno de ellos. Y tu amigo Bonn sería otro, si tuviese suficiente saber y un valor que no tiene. Mi intención es frustrar a tales personajes. ¿Y qué sabes de balística, Joe?

—Lo que enseñan en la escuela.

—Ignorancia inexcusable. —El altavoz volvió a sonar, y lo contestó sin interrumpirse—. El problema de los tres cuerpos no ha sido todavía resuelto de una manera general, pero hay varias soluciones especiales: los asteroides que persiguen a Júpiter en la propia órbita de éste, en una posición de sesenta grados, por ejemplo. Y hay también la posición de la línea recta; ¿has oído hablar del asteroide «Anti-Tierra»?

—¿Aquel pedazo de roca que está siempre del otro lado del sol, donde nunca podemos verlo?

—Eso es, salvo que ya no está allí. Ha sido novado.

Gilead, generalmente inmune a las sorpresas, acusó el hecho de que ésta era demasiado para él.

—¡Ah! Yo creía que el efecto de nova era una teoría.

—No. Si hubieses tenido tiempo de mirar las películas, hubieses visto fotos. Es una cuestión de plutonio, litio y agua pesada, con algunas otras cosas que no vamos a discutir. En conjunto es el fósforo que puede inflamar un mundo. Y así lo ha hecho; un pequeño mundo se inflamó, y desapareció.

»Nadie vio cómo sucedía. Nadie en la Tierra podía verlo, pues estaba detrás del Sol. Tampoco pudieron verlo desde Colonia Lunar; el Sol lo cubría también desde allí; examina la geometría. Las únicas que lo vieron fueron una serie de cámaras fotográficas automáticas desde una nave robot. Los únicos que lo sabían eran los científicos que lo idearon, y todos ellos estaban con nosotros, excepto el director. Si él también lo hubiese estado, no te hubieras nunca visto metido en este lío.

—¿El Doctor Finnley?

—Sí. Buena persona, pero chiflado. Un científico «político», con capacidad de segundo orden. Pero no importa; nuestros muchachos cuidarán de él hasta que se retire. Pero no pudimos evitar que informase y que mandase las películas. De modo que tuvimos que apoderarnos de ellas y destruirlas.

—Pero, ¿por qué no conservarlas? Dejando aparte otras consideraciones, son únicas en la ciencia.

—La raza humana no necesita de esa ciencia, por lo menos por este milenio. Conservé todo lo que hacía falta, Joe, en mi cabeza.

—¿Tú eres tu primo Hartley, verdad?

—Naturalmente. Pero también soy Tripa Gorda, y además algunos otros tipos. Como Hartley, tenía derecho a aquellas películas, Joe. Fue mi proyecto, que propulsé a través de mis chicos.

—Nunca creí que pudiese ser obra de Finnley. Yo no soy físico, pero evidentemente él no está a la altura.

—Cierto, cierto. Yo trataba de demostrar que una nova artificial era imposible; la importancia política, racial, de esa cuestión es evidente. Pero me equivoqué; de modo que tuvimos que obrar urgentemente.

—Quizá hubiese sido mejor dejar las cosas tal como estaban.

—No; es mejor saber lo peor; ahora podemos estar alerta, y desviar de allí la investigación. —El altavoz habló de nuevo; Baldwin prosiguió—: Quizá hay un destino divino, Joe, que hace que los secretos realmente peligrosos sean demasiado difíciles de abordar hasta que la inteligencia alcanza un nivel que le permite enfrentarse con ellos, siempre y cuando tal inteligencia tenga la voluntad de hacerlo, y al mismo tiempo buenas intenciones. Mamá Garver dice que subamos.

Se dirigieron hacia la escalera.

—Me sorprende que dejes a Mamá, a sus años, que se haga cargo de las cosas durante un peligro.

—Es competente, te lo aseguro. Pero era yo quien dirigía; ya me oíste.

—¡Oh!

Se volvieron a instalar en el estudio de la superficie.

—Te doy otra oportunidad para que te salgas, Joe. No importa que sepas lo de las películas, puesto que han desaparecido y no puedes probar nada, pero aparte de eso, ¿ya te das cuenta de que si te unes a nosotros, y te decimos lo que hacemos, te dejaremos seco al primer movimiento sospechoso?

Gilead se daba cuenta de ello; sabía además que no podía ya retroceder. Con la destrucción de las películas se esfumó su última posibilidad de rehabilitar su anterior personalidad. Eso no le preocupaba; era asunto concluido. Se había dado cuenta de que desde el momento en que había admitido que comprendía el mensaje que aquel hombre le había ofrecido oculto en una baraja doble no había sido un actor libre, sino que sus movimientos habían sido determinados por movimientos efectuados por Baldwin. Pero no podía evitarlo; su futuro estaba allí, o no estaba en parte alguna.

—Ya lo sé; sigue.

—Conozco tus reservas mentales, Joe; no haces sino aceptar un riesgo, pero no prometes lealtad.

—Sí, ¿pero por qué estás pensando en arriesgarte conmigo?

Baldwin se puso más serio de lo que tenía por costumbre.

—Eres persona capaz, Joe. Tienes los conocimientos y el valor moral de hacer lo que es razonable en una situación extraordinaria, en lugar de hacer lo que es convencional.

—¿Y es por eso que intereso?

—En parte es por eso. Y en parte porque me gusta la manera en que te haces cargo de un nuevo juego de cartas. —Se sonrió—. E incluso en parte porque a Gail le gusta la manera como te portas con un potro.

—¿Gail? ¿Y qué tiene ella que ver con eso?

—Me dio su informe sobre ti hace cinco minutos, durante el ataque.

—¡Ah!, sigue.

—Has sido advertido. —Por un instante Baldwin pareció casi avergonzado—. Y ahora quiero que creas lo que voy a decirte, Joe, no te rías.

—Bien.

—Me preguntaste qué era yo. Pues soy una especie de secretario activo de esta rama de una organización de superhombres.

—Me lo figuraba.

—¿Eh? ¿Desde cuándo?

—Todo iba coincidiendo. El juego de cartas, la velocidad de tus reacciones. Me convencí cuando destruiste las películas.

—Joe, ¿qué es un superhombre?

Gilead no contestó.

—Muy bien, prescindamos de esa expresión —prosiguió Baldwin—. Ha sido empleada de tantas maneras que ya casi resulta cómica. La utilicé para impresionarte, pero no lo conseguí. La expresión «superhombre» ha pasado a tener un sentido como de cuento de hadas, y sugiere ojos de rayos X, órganos con sentidos extraños, corazones dobles, piel impenetrable, músculos de acero, la idea que un adolescente tiene de un héroe matadragones. Tonterías, naturalmente; Joe, ¿qué es un hombre? ¿Qué es lo que hace que un hombre sea más que un animal? Contéstame y trataré de definirte al superhombre, o Nuevo Hombre, homo novis, que ahora tiene que desplazar al homo sapiens —lo está desplazando— porque está más capacitado para sobrevivir que este último. No estoy tratando de definirme a mí mismo, pues dejaré a mis asociados y al inexorable proceso del tiempo que definan si soy o no un superhombre, un miembro de la nueva especie de hombre, y lo mismo puede aplicarse a ti.

—¿A mí?

—A ti. Presentas síntomas perturbadores de ser un homo novis, Joe, en estado tosco, ignorante, y deslavazado. No es probable, pero pudiera ser posible que fueses uno de la raza. Y ahora, ¿qué es un hombre? ¿Qué es lo que puede hacer mejor que los animales, y cuál es el factor de supervivencia tan poderoso que pesa más que todas las cosas que los animales de una u otra especie pueden hacer mucho mejor que él?

—Puede pensar.

—Te di la contestación mascada; no hay premio. Bien; ¿y cuál es el único factor concebible, o factores, si así lo prefieres, que pueda tener el superhombre hipotético, ya sea por mutación, por magia o por cualquier otro procedimiento, y que pudieran aumentar la ventaja que el hombre ya tiene y que le ha permitido dominar este planeta frente a la incesante oposición de un millón de otras especies de fauna? ¿Un factor que haría tan inevitable la dominación del hombre por su sucesor, como lo es la del perro por el hombre actual? Piensa, Joe. ¿Cuál es la dirección necesaria de la evolución hacia la próxima especie dominante?

Gilead permaneció en contemplación por lo que para él era un largo rato. Había tantos hermosos atributos que un hombre podría tener; pudiera ser capaz de ver como un telescopio y un microscopio, ver el interior de las cosas, ver por todo el espectro, tener un oído del mismo orden, ser inmune a las enfermedades, que le creciesen brazos y piernas nuevos, volar a través del aire sin tenerse que preocupar de tonterías como helicópteros o chorros, pasearse sin peligro por el fondo del océano, trabajar sin fatigarse…

Pero el águila podía volar y estaba casi extinguida, a pesar de que su vista es mejor que la del hombre. Un perro tiene mejor oído y olfato, las focas nadan mejor, son mejores equilibristas y además pueden almacenar oxígeno, son astutas y difíciles de matar. Las ratas pueden sobrevivir donde el hombre se moriría de hambre o de sufrimientos, y son muy difíciles de matar. Las ratas podrían…

¡Espera! ¿Podrían unas ratas más fuertes y más astutas, desplazar al hombre? No; era imposible; su cerebro es demasiado pequeño.

—Poder pensar mejor —contestó Gilead casi instantáneamente.

—¡Te has ganado un puro! Los superhombres son superpensadores; todo lo demás es accesorio. Admito la posibilidad de superalgos que pudieran exterminar o dominar a la humanidad por medios diferentes a los de una mayor inteligencia. Pero niego que sea posible que un hombre pueda concebir en términos discretos lo que tal superalgo pudiera ser, o cómo pudiera llegar a vencer. El Hombre Nuevo vencerá al homo sapiens en su propia especialidad, el pensamiento racional, la capacidad de identificar datos, recordarlos, integrarlos, valorar correctamente el resultado, y llegar a una decisión correcta. Es así como el hombre llegó a ser campeón; la criatura que pueda hacerlo mejor será el próximo campeón. Es evidente que hay otros factores de supervivencia; buena salud, buenos órganos de los sentidos, reflejos rápidos, pero no son ni tan siquiera comparables, como la larga y accidentada historia de la humanidad ha demostrado una y otra vez: Marat en su baño, Roosevelt en su silla de ruedas, César con su epilepsia y su estómago delicado, Nelson con un solo ojo y un solo brazo, el viejo Milton; cuando se ponen al descubierto las cartas, es el cerebro el que gana, y no las herramientas del cuerpo.

—Espera un momento —dijo Gilead—. ¿Y la P.E.S.?

Baldwin se encogió de hombros.

—No desprecio la percepción extrasensorial, ni, por ejemplo, una vista excepcional. P.E.S. no puede compararse con la capacidad de pensar correctamente.

»La P.E.S. no es sino un nombre genérico de los procedimientos distintos a los de los órganos de los sentidos conocidos, por medio de los cuales el cerebro puede adquirir datos; pero lo que realmente cuenta es poder emplear tales datos, razonar sobre ellos. Si quisieras comunicación telepática con Shanghai, podría organizarla; tenemos operadores en ambos extremos; pero es posible obtener todos los datos que necesites de Shanghai por teléfono mucho más cómodamente, con menos peligro de conexión errónea, y menos peligro de que alguien escuche. Los telépatas no pueden oír un mensaje de radio; no es la misma banda de onda.

—¿Y qué banda de onda es?

—Más tarde, más tarde. Tienes mucho que aprender.

—No estaba pensando especialmente en la telepatía. Estaba pensando en los fenómenos parapsicológicos.

—El mismo razonamiento. La aportación sería interesante, si la telecinética hubiese llegado hasta allí; pero no es así. Y una carretilla presil va bastante bien. La televisión en manos de un hombre inteligente sirve de más que la clarividencia en un morón. No me hagas perder el tiempo, Joe.

—Perdón.

—Hemos definido el pensar como la integración de datos y la obtención de respuestas correctas. Mira en derredor tuyo. La mayor parte de las personas lo hacen lo suficientemente bien para llegar hasta la tienda de la esquina y volver sin romperse una pierna. Si el hombre medio piensa algo, hace tonterías, tales como generalizar partiendo de un solo dato. Usa lógica monovalente. Si es excepcionalmente brillante, llega a utilizar lógica bivalente, «alternativa», para llegar a unas respuestas erróneas. Cuando está hambriento, herido, o tiene un interés personal en la respuesta, no puede utilizar lógica ninguna, y descarta un hecho observado con la misma satisfacción con que arriesgará su vida basándose en lo que no es sino su deseo. Utiliza los milagros técnicos creados por hombres superiores sin admiración ni sorpresa, lo mismo que un gatito acepta un plato de leche. No solamente no aspira a un razonamiento superior, sino que ni tan sólo se da cuenta de que tal razonamiento existe. Clasifica sus procesos mentales junto a los de un genio como Einstein. El hombre no es un animal racional; es un animal racionalizador.

»Para explicarse un universo que le confunde, se agarra a la numerología, la astrología y demás fantasías por el estilo. Una vez ha aceptado tales tonterías glorificadas, los hechos ya no le impresionan, ni siquiera a costa de su propia vida. Joe, una de las cosas más difíciles de creer es la profundidad abismal de la estupidez humana.

»Es por esta razón que siempre hay sitio en lo alto, y que cualquier hombre que tenga un poquito más en la mollera puede fácilmente llegar a ser gobernador, millonario o catedrático, y es también la razón por la cual el homo sapiens será ciertamente desplazado por el Nuevo Hombre, puesto que hay tanta posibilidad de mejora, y la evolución no se detiene nunca.

»De vez en cuando se encuentra entre los hombres ordinarios un extraño individuo que realmente piensa, y que puede utilizar y utiliza la lógica en por lo menos un campo —a menudo es tan estúpido como los demás fuera de su estudio o laboratorio—, pero puede pensar, si no se le perturba, o está enfermo o asustado. Ese raro individuo es el promotor de todo el progreso efectuado por la raza; los otros aceptan a regañadientes sus resultados. Por mucho que al hombre ordinario no le guste, y desconfíe y persiga el proceso de pensar, de vez en cuando se ve forzado a aceptar el resultado, porque pensar resulta eficiente cuando se compara con sus propios oscuros balbuceos.

»Quizá aún plante su trigo durante la luna nueva, pero plantará un trigo mejor, desarrollado por hombres mejores que él.

»Aún más raro es el hombre que tiene la costumbre de pensar, y que aplica su razón, y no simplemente ideas rutinarias, sino a todas sus actividades. A menos de que lo disimule, su vida está llena de peligros; se le juzga extraño y poco de fiar, subversivo para la moral pública; resulta un bicho raro, error fatal. A menos de que consiga confundirse entre la masa antes de que lo cacen.

»Y el instinto de la masa es correcto; tales hombres son peligrosos para las costumbres rutinarias.

»Lo más raro de todo es el hombre que puede razonar y razona siempre, rápida, exacta y totalmente, a pesar de esperanzas, miedo o penalidades físicas, sin prejuicios egocéntricos, con correcta memoria y distinguiendo claramente entre hechos, hipótesis y falsedades. Tales hombres existen, Joe; son los «Hombres Nuevos», humanos en todos sus aspectos, imposibles de distinguir del homo sapiens, tanto por su aspecto como bajo el escalpelo, y sin embargo tan distintos de él como pueda serlo el sol de una vela solitaria.

Gilead dijo:

—¿Y eres tú uno de esos?

—Forma tú mismo tu propia opinión.

—¿Y crees que yo también pueda serlo?

—Podría ser. Dentro de pocos días tendré más datos.

Gilead se rió hasta que se le saltaron las lágrimas.

—Tripa Gorda, si yo soy la futura esperanza de la raza, más valdrá que envíen pronto el segundo equipo. Es cierto que soy más listo que la mayoría de los tipos con quienes me encuentro, pero, como tú mismo has dicho, la competencia no es muy seria. No tengo aspiraciones sublimes. Soy como los demás hombres, y me gusta perder el tiempo frente a un vaso de cerveza. No me siento en absoluto un superhombre.

—Ya que hablamos de cerveza, bebamos un trago. —Baldwin se levantó y trajo dos vasos de tal líquido—. Recuerda que Mowgli se sentía lobo. Ser un Hombre Nuevo no te exime de simpatías y placeres humanos. En el curso de la historia siempre ha habido Hombres Nuevos; dudo mucho de que la mayoría de ellos sospechase que su diferencia les autorizaba a considerarse de una raza diferente. Siguieron adelante y procrearon con las hijas de los hombres, difundiendo sus talentos a través del organismo racial, impidiendo que operasen hasta que la casualidad volviese a reunir los factos genéticos.

—¿Quieres decir que el Hombre Nuevo no es una mutación especial?

—¿Cómo? ¿Y quién no es una mutación, Joe? Todos nosotros somos una colección de millones de mutaciones. Por todo el globo han ocurrido cientos de mutaciones en nuestro plasma germinal humano mientras hemos estado sentados aquí. No, el homo novis no apareció porque nuestro tatarabuelo estuvo demasiado cerca de un ciclotrón; el homo novis no fue ni tan sólo una raza aparte hasta que se dio cuenta de sí mismo, se organizó y decidió aferrarse a lo que sus gentes le habían transmitido. Sería hoy posible volver a mezclar el Hombre Nuevo en la raza, y perderlo; no es sino una variación que se está convirtiendo en especie. Dentro de un millón de años ya será diferente; me atrevo a predecir que el Hombre Nuevo de aquel año y modelo no podrá ser capaz de cruzamiento con el homo sapiens, no habrá descendencia viable.

—¿Pero no esperas que el hombre presente, el homo sapiens, desaparezca?

—No necesariamente. El perro se adaptó al hombre. Probablemente hay ahora más perros que antes de Jesucristo, y están mejor alimentados.

—Y el hombre será el perro del Hombre Nuevo.

—Tampoco necesariamente. Piensa en el gato.

—Entonces la idea consiste en espumar la nata del plasma germinal de la raza y mantenerla biológicamente separada hasta que las dos razas sean permanentemente distintas. Te diré, Tripa Gorda, que los que tratáis de hacerlo me parecéis bastante indeseables.

—¡Tonterías!

—Quizá. Los de la nueva raza serían necesariamente los amos…

—¿Es que esperas que el Nuevo Hombre tome decisiones contando las narices del hombre ordinario?

—No quería decir eso. Postulando tal nueva raza el resultado es inevitable. Tripa Gorda; confieso que tengo cierto inocente prejuicio en favor de la democracia, la dignidad humana y la libertad. Es algo que está más allá de la lógica; es la clase del mundo que me gusta. En el curso de mi trabajo he tenido que pelear con los desechos de la sociedad, y he compartido sus miserias. Quizá sean estúpidos, pero no son malos. No deseo verlos convertidos en animales domésticos.

Por primera vez el otro se mostró preocupado. Su personalidad de «Rey de los Helicópteros» y gran comerciante se desvaneció. Permaneció sentado en pensativa majestad, una figura solitaria y desgraciada.

—Ya lo sé, Joe. Son de los nuestros; su desgraciada condición no disminuye ni su pequeña dignidad ni su nobleza. Y sin embargo, tiene que ser así.

—¿Por qué? Admito que el Hombre Nuevo vendrá. Pero, ¿por qué acelerar el proceso?

—Pregúntatelo a ti mismo. —Y con una mano señaló el escondrijo—. Hace diez minutos tú y yo salvamos este planeta, toda nuestra raza. Es la hora del cuchillo. Algunos de nosotros tienen que estar en guardia si la raza ha de vivir; no hay nadie más sino nosotros. Y para vigilar con eficacia, nosotros, los Hombres Nuevos, tenemos que estar organizados, nunca equivocarnos en una crisis como ésta, y además tenemos que aumentar nuestro número. Ahora somos pocos, Joe; a medida que vayan aumentando las crisis, tenemos que aumentar nosotros para enfrentarnos con ellas —y es una carrera a muerte contra el tiempo—, tenemos que asumir el poder y asegurarnos de que el niño no va a jugar con los fósforos.

Se detuvo pensativo, y prosiguió.

—Confieso que tengo tu mismo cariño a la democracia, Joe. Pero es algo así como suspirar por el Papá Noel en quien creíste cuando eras niño. La democracia pudo florecer impunemente durante unos ciento cincuenta años, más o menos. Los problemas eran tales que podían ser resueltos sin desastres por los votos de los hombres ordinarios, a pesar de que eran confusos e ignorantes. Pero ahora, nada más que para que sobreviva la raza, las decisiones políticas dependen de un verdadero conocimiento de cosas, tales como física nuclear, ecología planetaria, e incluso mecánica sistemática. Y ellos no alcanzan, Joe. Con toda su buena voluntad ni uno en mil de ellos se mantendría despierto sobre una página de física nuclear; no pueden aprender lo que tienen que saber.

Gilead lo dejó de lado.

—Somos nosotros que tenemos que instruirles. No hay nada malo en su corazón; plantéales el problema con claridad, y te darán la respuesta exacta.

—No, Joe; ya lo hemos probado, y no sale bien. Como tú dices, la mayoría de ellos son buenos, de la misma manera que un perro puede ser noble y bueno. Pero también los hay que son malos, como Mrs. Keithley y otros muchos como ella. La razón resulta pobre propaganda cuando a ella se oponen las mentiras desatinadas e incesantes de hombres astutos, malos y egoístas. El hombre ordinario no dispone de manera de juzgar, y las mentiras van vestidas de un modo más atractivo. No se puede ofrecer color a quien sufre de daltonismo, ni hay manera de que podamos proporcionar al hombre de cerebro imperfecto la astucia necesaria para distinguir una mentira de una verdad.

»No, Joe; el abismo entre nosotros y ellos es estrecho, pero muy profundo. No podemos cerrarlo.

—Desearía —dijo Gilead— que no me clasificases entre tus «Hombres Nuevos»; me encuentro más a gusto del otro lado.

—Podrás decidir por ti mismo de qué lado te encuentras, como hemos hecho todos nosotros.

Gilead forzó un cambio de conversación. Aquella discusión le perturbada; su cerebro seguía el argumento de Baldwin y le aseguraba que era correcto, pero sus inclinaciones se oponían a él. Se enfrentaba con la más aguda de todas las tragedias; dos verdades igualmente nobles y válidas, diametralmente opuestas.

—Y vosotros, ¿qué hacéis, además de robar películas?

—Pues…, muchas cosas —dijo Baldwin relajándose, y volviendo otra vez a parecer un comerciante agudo y jovial—. Cuando un empujón por aquí, y un golpe por allá, pueden evitar que las cosas vayan mal, aplicamos la presión necesaria por diferentes y tortuosos caminos. Y buscamos material adecuado, y lo traemos al redil cuando podemos; hemos tenido puesto el ojo en ti desde hace diez años.

—¿De veras?

—Sí; ésa es una empresa de selección. Por medio de datos públicos eliminamos a todos menos a uno por mil, y a ese individuo le observamos. Y además, tenemos nuestras sociedades de horticultura. —Y se sonrió.

—Acaba el chiste.

—Expurgamos a la gente.

—Perdón, pero hoy estoy obtuso.

—Joe; ¿es que no has sentido nunca un deseo de eliminar algún tipo malvado, obsceno, podrido, que infecta todo lo que toca, pero que es inmune a toda acción legal? Los tratamos como a un cáncer; los separamos del organismo social. Tenemos una lista de los «Mejor Muertos»; y cuando un hombre está en evidente bancarrota moral cerramos su cuenta a la primera oportunidad.

Gilead se sonrió.

—Si estuvieseis seguros de lo que hacíais, podría ser divertido.

—Siempre estamos seguros, a pesar de que nuestros métodos no servirían ante un tribunal farsante. Toma a Mrs. Keithley, ¿es que te queda alguna duda?

—Ninguna.

—¿Pues por qué no la acusas? No te preocupes por responder. Por ejemplo; dentro de quince días habrá una gigantesca reunión del rejuvenecido y más poderoso que nunca Ku-Klux-Klan, sobre la cumbre de una montaña de Carolina. Cuando la diversión esté al máximo y estén mascullando obscenidades, excitándose mutuamente para el pogrom, un accidente los arrasará a todos. Será muy triste.

—¿Podría yo estar en ello?

—No eres aún ni siquiera un cadete —prosiguió Baldwin—. Existe el proyecto de aumentar nuestros números, pero ése es un programa de mil años. Es más importante mantener los fósforos alejados del niño. Joe, hace ochenta y cinco años que decapitamos al último comisario; ¿te has preguntado alguna vez por qué en todo ese tiempo ha habido tan poco progreso básico en la ciencia?

—¿Cómo? Ha habido muchos cambios.

—Adaptaciones menores, algunas espectaculares, pero ninguna fundamental. Naturalmente, se adelantó muy poco bajo el comunismo; un régimen político totalitario es incompatible con la libre investigación. Permíteme que divague; el interregno comunista fue la causa de que los Hombres Nuevos se agrupasen y organizasen. La mayor parte de los Hombres Nuevos son, por razones obvias, científicos. Cuando los comisarios comenzaron a gobernar sobre leyes naturales siguiendo un criterio político—Lysenkoismo y demás tonterías—, no cayó bien; la mayoría de nosotros se ocultó.

»Prescindiré de detalles. Aquello nos acercó, nos dio experiencia en organización clandestina, y produjo nueva investigación, que se efectuaba entre la resistencia. Parte de ella era evidentemente peligrosa, y decidimos guardárnosla durante algún tiempo. Desde entonces aquellos conocimientos secretos han ido aumentando, pues nunca publicamos un asunto hasta haberlo escudriñado en busca de peligros sociales. Como mucho de ello es peligroso, y como hay muy pocos fuera de nuestra organización que sean capaces de ideas verdaderamente originales, la ciencia fundamental ha estado casi detenida para el público.

»No habíamos esperado tener que hacerlo así. Ayudamos a que la nueva constitución fuese liberal y —así lo creíamos— posible en la práctica. Pero la nueva República resultó ser algo aún peor que la antigua. La ética perversa del comunismo había corrompido, incluso después de haber desaparecido la forma. Esperamos. Ahora sabemos que tenemos que esperar hasta que podamos revisar toda la sociedad.

—Tripa Gorda —dijo Joe lentamente—, hablas como si lo hubieses visto. ¿Qué edad tienes?

—Te lo diré cuando tengas la edad que yo tengo ahora. Un hombre ha vivido ya bastante cuando ya no tiene deseo de vivir. No he llegado aún ahí. Joe, necesito tu respuesta, o tendremos que continuar en nuestra próxima.

—Ya te la di al principio; pero mira, Tripa Gorda, hay un trabajo que quiero que me prometas.

—¿Cuál?

—Quiero matar a Mrs. Keithley.

—Aguántate. Cuando estés preparado, y si está aún viva entonces, te usaremos para ello…

—¡Gracias!

—… siempre que seas herramienta apropiada para hacerlo. —Baldwin se volvió hacia el micrófono y llamó—: ¡Gail! —y añadió una palabra en el extraño idioma.

Gail se presentó prontamente.

—Joe —dijo Baldwin—, cuando esta joven haya acabado contigo podrás cantar, silbar, mascar chicle, jugar al ajedrez, aguantar la respiración y hacer volar una cometa simultáneamente; todo eso mientras vayas en bicicleta por debajo del agua. Llévatelo, es todo tuyo.

Gail se frotó las manos.

—¡Vaya suerte! —dijo.

—Primero tenemos que enseñarte a ver y a oír, luego a recordar, luego a hablar y, finalmente, a pensar.

Joe la miró.

—¿Y qué es esto que estoy haciendo ahora con mi boca?

—Eso no es hablar, sino una especie de gruñir. Y además el inglés no es idioma adecuado para pensar. Cállate y escucha.

En su clase subterránea Gail disponía de diversos tipos de aparatos para grabar y manipular la luz y el sonido. Comenzó por lanzar sobre la pantalla grupos de números, a fogonazos.

—¿Qué era eso, Joe?

—Nueve, seis, cero, siete, dos. Eso fue todo lo que vi.

—Estuvo allí toda una milésima de segundo. ¿Por qué cogiste solamente la parte izquierda del grupo?

—No pude leer más allá.

—Mira al conjunto. No hagas ningún esfuerzo de voluntad. Conténtate con solamente mirar. —Hizo relampaguear otro número.

La memoria de Joe era buena por naturaleza, y su inteligencia era grande; cuán grande era, no lo sabía todavía. Sin estar convencido de que el ejercicio era útil, se relajó e hizo como le indicaban. Pronto comenzó a captar una serie de nueve dígitos como una entidad individual; Gail redujo la duración del fogonazo.

—¿Y qué es esta linterna mágica? —preguntó.

—Es un taquistoscopio de Renshaw. ¡A trabajar!

Hacia la época de la II Guerra Mundial, el doctor Samuel Renshaw, de la Universidad Estatal de Ohio, demostró que la mayor parte de las personas desarrollan una eficiencia de un quinto cuando emplean su habilidad para ver, oír, gustar, sentir y recordar. Su investigación desapareció entre la masa de seudociencia comunista que se produjo después de la III Guerra Mundial, pero a su muerte sus trabajos fueron conservados por la organización subterránea. Gail no sometió a Gilead al extraño lenguaje que había oído hasta que estuvo renshawado bastante a fondo.

Sin embargo, desde el momento de su entrevista con Baldwin las demás personas del rancho lo utilizaron en su presencia. A veces alguien, generalmente Mamá Garver, traducía; otras veces no. Se sentía adulado por haber sido aceptado, pero algo molesto al saber que estaba en el grado inferior de los estudios de cadete. Era como un niño entre adultos.

Gail comenzó por enseñarle a oír diciéndole palabras sueltas en el extraño lenguaje, y haciéndoselas repetir.

—No, Joe; fíjate.

Mientras hablaba, esa vez apareció la palabra en la pantalla, en análisis sonoro, por un método fundamentalmente semejante al que se utiliza desde hace tiempo para mostrar a los sordomudos sus errores al hablar.

—Y ahora prueba de nuevo.

Así lo hizo, y los dos análisis aparecieron un junto al otro.

—¿Qué tal, profesor? —dijo triunfalmente.

—Terrible, por varias decimales. Mantuviste demasiado tiempo la gutural final —la señaló—, formaste la vocal media con la lengua demasiado en lo alto, la emitiste demasiado grave, y no hiciste subir el tono. Y otras seis cosas más. No te hubieran podido entender. Oí lo que dijiste, pero no quería decir nada. Vuelve a probar. Y no me llames «profesor».

—Sí, señora —contestó solemnemente.

La chica desplazó los mandos, y él probó de nuevo. Esta vez su análisis apareció sobre el de ella; cuando concordaban, se anulaban. Cuando no estaban de acuerdo, sus errores aparecían en colores contrastados. La pantalla apareció como una explosión solar.

—Prueba otra vez, Joe. —Y repitió la palabra sin permitir que afectase a lo escrito en la pantalla.

—Si me explicases lo que quieren decir las palabras en lugar de tratarme como Milton trataba a sus hijas con el latín, las podría recordar mejor.

Gail se encogió de hombros.

—No puedo, Joe. Primero tienes que aprender a oír y a hablar. El rapidabla es un lenguaje flexible; no es fácil que se repita la misma palabra. Esta palabra de ejercicio quiere decir: «Los horizontes lejanos no se acercan». No ayuda mucho, ¿verdad?

Aquella definición parecía improbable, pero se estaba acostumbrando a no dudar de Gail. No estaba acostumbrado a mujeres que estaban siempre dos pasos por delante de él. Generalmente sentía compasión por las pobrecitas y cariñosas criaturas, pero a ésta con frecuencia deseaba darle un mamporro. Se preguntó si esa reacción era lo que los novelistas significaban por «amor», pero decidió que no podía serlo.

—Vuelve a probar, Joe. —El rapidabla era un lenguaje estructuralmente diferente de todos los demás que la raza había jamás empleado. Hacía mucho tiempo que Ogden y Richards habían demostrado que ochocientas cincuenta palabras era vocabulario suficiente para expresar todo lo que puede ser expresado por vocabularios humanos «normales», con la ayuda de palabras especiales (unas cien) para cada campo especial, ya sea balística o carreras de caballos. Aproximadamente al mismo tiempo los fonéticos habían analizado todas las lenguas humanas reduciéndolas a unos cien sonidos, representados por las letras de un alfabeto fonético general.

El rapidabla se basaba en estas dos proposiciones.

Evidentemente, el alfabeto fonético era mucho menos numeroso que las palabras del inglés básico. Pero las letras que representaban sonidos en el alfabeto fonético eran, cada una de ellas, capaces de variar en diferentes sentidos —longitud, acento, tono, subida y bajada—. Cuanto más adiestrado estaba un oído, tanto mayor era el número de variaciones posibles; no había límite para las variaciones, pero sin mucho refinamiento de práctica fonética era posible establecer una relación de uno a uno con el inglés básico, de modo que un símbolo fonético era equivalente a una palabra completa en un lenguaje «normal», y una palabra en rapidabla era igual a una sentencia completa. Así, pues, el lenguaje se aprendía por unidades de letras y no por unidades de palabras, pero se pronunciaba y se escuchaba cada palabra como una entidad estructurada individualmente.

Pero el rapidabla no era inglés básico taquigráfico. Los lenguajes «normales», como tienen sus raíces en días de superstición y de ignorancia, llevan consigo inherente e inescapablemente estructuras erróneas de conceptos equivocados sobre el universo. Sólo es posible pensar lógicamente en inglés gracias a un esfuerzo extremo, tan defectuoso es como instrumento mental. Por ejemplo, el verbo «ser» en inglés tiene veintiún sentidos diferentes, todos los cuales son inexactos.

Una estructura simbólica, inventada, en lugar de aceptada sin discusión, puede ser de estructura semejante a la del mundo real a que se refiere. La estructura del rapidabla no contenía los errores ocultos del inglés; estaba estructurada de un modo tan semejante al mundo real como a los Hombres Nuevos les había sido posible hacerlo. Así, por ejemplo, no contenía la distinción irreal entre nombres y verbos que se encuentra en la mayoría de los demás lenguajes. El mundo —ese continuo conocido por la ciencia y que incluye todas las actividades humanas— no contiene «cosas nombre» y «cosas verbo»; contiene acontecimientos en el espacio-tiempo y relaciones entre ellos. La ventaja para conseguir la verdad, o algo más cercano a la verdad, era semejante a la ventaja de llevar los libros de cuentas en numerales árabes en lugar de en cifras romanas.

Todos los demás lenguajes hacían que fuese casi imposible conseguir una lógica científica multivalente; en rapidabla lo que era difícil era no ser lógico. Compárese la lúcida lógica booliana con las oscuridades de la lógica aristotélica a la que sustituyó.

Las paradojas son verbales, no existen en el mundo real y no se incluyeron en el rapidabla. ¿Quién afeita al barbero español? Respuesta: Síguelo y verás. En la sintaxis del rapidabla no cabe ni tan sólo expresar la paradoja del barbero español, salvo como error evidente.

Pero Joe Greene-Gilead-Briggs no podía aprenderlo hasta que hubiese aprendido a oír, aprendiendo a hablar. Trabajó como un esclavo y la pantalla continuó iluminada con sus errores.

Llegó finalmente un momento en que al pronunciar Joe una palabra-sentencia la muestra de Gail desapareció; la pantalla se oscureció, y sintió por ello el triunfo mayor que podía recordar.

Su satisfacción fue breve. Por medio de un circuito que Gail había añadido algo antes, la máquina respondió con un floreo de trompetas, grandes aplausos, y luego añadió con voz meliflua:

—«Niño bueno de mamá».

Joe se volvió a Gail.

—Mujer; hablaste de matrimonio. Si alguna vez consigues casarte conmigo, te moleré a palos.

—No me he decidido acerca de ti, todavía —contestó lentamente—. Y ahora prueba esta palabra, Joe.

Baldwin se presentó aquella noche y le llamó aparte.

—¡Joe! Ven aquí. Mientras trabajes olvídate de tu naturaleza humana, o tendré que buscarte otro maestro.

—Pero…

—Ya lo has oído. Llévala a nadar, a montar a caballo. Al terminar, tus horas son tuyas. Durante las de trabajo, a eso y nada más. Tengo planes para ti; quiero que te espabiles.

—¿Es que se ha quejado de mí?

—No seas tonto. Tengo la obligación de saber lo que ocurre.

—¡Bah! Tripa Gorda, ¿qué es eso que dice de ir en busca de un marido? ¿Habla en serio o se burla de mí?

—Pregúntaselo. No porque importe, pues si se lo ha propuesto no tienes escapatoria. Tiene la tranquila persistencia de la ley de la gravitación.

—¡Ah! Tenía la impresión de que los Nuevos Hombres no se preocupaban por cosas como el matrimonio y demás.

—Unos sí, y otros no. Los genios siguen sus propias reglas en esas cuestiones. Y he aquí algunos hechos estadísticos comprobados sobre los genios, según indica el trabajo de Armatoe…

Y comenzó a contarlos.

—Los genios generalmente viven mucho tiempo. No son modestos; no de veras. Tienen una capacidad infinita para el trabajo de detalle. Son emocionalmente indiferentes hacia los códigos de moral generalmente aceptados; establecen sus propias reglas. Y, de paso, tú presentas los síntomas.

—Gracias. Quizá me convendría otro profesor, si es que hay alguno disponible que pueda hacerlo.

—Cualquiera de nosotros puede hacerlo, lo mismo que cualquiera puede enseñar a hablar a un bebé. Gail es en realidad una bioquímica, cuando tiene tiempo.

—¿Cuándo tiene tiempo?

—Ándate con cuidado con la niña, chico. Su verdadera profesión es la misma que la tuya, hombre del hacha. Ha matado a unas trescientas personas. —Tripa Gorda se sonrió—. Si quieres cambiar de profesor no tienes más que decírmelo.

Gilead-Greene cambió rápidamente de conversación.

—Estabas hablando de darme trabajo. ¿Qué hay de Mrs. Keithley? ¿Está todavía viva?

—Sí. ¡Maldita sea!

—Recuerda, tengo interés en ella.

—Quizá tengas que ir a la Luna a buscarla. Al parecer se está construyendo allí una residencia de vacaciones. Le empiezan a pesar los años; ya puedes espabilarte en tu trabajo si quieres meterte con ella.

La Colonia Lunar era un centro de geriatría para los ricos. La escasa gravedad era buena para sus corazones, les hacía sentirse jóvenes, y posiblemente les alargaba la vida.

—Está bien. Haré lo que pueda.

En vez de pedir un nuevo profesor, lo que Joe hizo fue llevar a la sesión siguiente una manzana muy pulida. Gail se la comió, dejándole el corazón, y le hizo trabajar más que nunca. Mientras seguía perfeccionando su oído y su pronunciación, comenzó a iniciarle en el vocabulario básico de mil letras, forzándole a comenzar a hablar en sentencias de tres y cuatro letras, y respondiéndole con sentencias de una palabra utilizando las mismas letras fonéticas. Algunas de las series de vocales y consonantes resultaban muy difíciles de pronunciar.

Por fin las dominó. Se había acostumbrado a hacer la mayor parte de las cosas con más facilidad que los demás, pero ahora se encontraba entre otra clase de gente. Se creció, y comenzó a alcanzar parte de su propia gran capacidad. Cuando comenzó a captar algo de la conversación a la hora de las comidas, y a responder en rapidabla sencillo —al haberle prohibido Gail responder en inglés—, la chica le inició en los vocabularios auxiliares.

Un lenguaje económico no puede limitarse a mil palabras; si bien casi todas las ideas pueden ser expresadas de un modo u otro con un vocabulario corto, son convenientes ciertos órdenes superiores de abstracción. Para palabras técnicas rapidabla utilizaba una expansión abierta de sesenta de las mil letras fonéticas. Eran las letras que se utilizaban corrientemente como numerales; haciendo preceder un número por una letra que no es utilizada con otro fin, se indicaba que el símbolo tenía el valor de una palabra.

Los Hombres Nuevos numeraban con base sesenta; tres veces cuatro veces cinco, sistema conveniente de factores fáciles, muy económico, por ejemplo, el símbolo «100» identificaba el número que en inglés se describe como tres mil seiscientos, y que sin embargo permitía una traducción rápida de memoria de los números corrientes a rapidabla y viceversa.

Utilizando esos números, cada uno de ellos precedido por el indicador —una «l» galesa o birmana— se podía disponer de 215.999 palabras (una menos que el cubo de sesenta) para significados especializados, sin utilizar más que cuatro letras, incluido el indicador. La mayor parte de ellas podían ser pronunciadas como una sola sílaba. Esas no tenían la gran simplicidad del rapidabla básico; no obstante, palabras como «ictiófago» y «constitucionalidad» quedaban así comprimidas en monosílabos. Tales abreviaciones pueden ser fácilmente apreciadas por quienes hayan oído un largo discurso en cantonés traducido a una breve oración en inglés. Y eso a pesar de que el inglés no es el más conciso de los lenguajes «normales», y el rapidabla dilatado es muchas veces más económico que la más breve de las lenguas «normales».

Añadiendo una nueva letra (sesenta a la cuarta potencia) se podían añadir poco menos de trece millones de palabras, si era necesario, y la mayoría podían también pronunciarse como monosílabos.

Cuando Joe descubrió que Gail esperaba que aprendiese unas doscientas mil palabras en unos cuantos días, protestó.

—Por favor, amiga mía, yo no soy un superhombre; estoy aquí por equivocación.

—Tu opinión no cuenta; creo que puedes hacerlo. Escucha.

—Supongamos que me rajo; ¿es que eso me sacaría de tu lista de posibles víctimas?

—Si te rajas, no te aceptaré ni regalado. Lo que haré será arrancarte la cabeza y hacértela tragar. Pero sé que no te rajarás. Sin embargo —añadió— no estoy segura de que fueses un marido satisfactorio; discutes demasiado.

Joe hizo una observación breve y amarga en rapidabla, y Gail respondió con un monosílabo que describía en detalle sus defectos. Y se pusieron a trabajar.

Joe se había equivocado; aprendió el vocabulario dilatado tan aprisa como lo oyó. Tenía una inmensa memoria latente, y el proceso de Renshaw le permitía ahora utilizarla en su totalidad. Y sus procesos mentales, que siempre habían sido rápidos, se aceleraron ahora más de lo que nunca pudo imaginarse.

La capacidad de poder aprender rapidabla es en sí misma prueba de una inteligencia supernormal; su empleo por tal inteligencia hace eficiente aquella mente. Incluso antes de la II Guerra Mundial, Alfred Korzybski había demostrado que el pensamiento humano ocurría, cuando se ejercía eficientemente, sólo en símbolos; la idea de pensamiento «puro», libre de símbolos de lenguaje abstracto, no era sino fantasía. El cerebro estaba construido de tal forma que solamente podía trabajar sin símbolos a un nivel animal; hablar de «razonar» sin símbolos era algo sin sentido.

El rapidabla no solamente aceleraba la comunicación, sino que por medio de sus estructuras hacía que el pensamiento fuese más lógico. Su economía hacía que los procesos del pensamiento fuesen enormemente más rápidos, puesto que se tarda casi tanto en pensar una palabra como en decirla.

El trabajo monumental de Korzybski permaneció estéril durante el interregno comunista; cuando se analiza por semántica, Das Kapital resulta ser una obra infantil, y, por lo tanto, el Politburó suprimió la semántica y la reemplazó por un ersatz del mismo nombre, lo mismo que el Lysenkoismo sustituyó la ciencia de la genética.

Una vez Joe dispuso del rapidabla para permitirle aprender más rapidabla, progresó muy rápidamente. El proceso de Renshaw había continuado; podía ahora comprender una idea o configuración en muchos sentidos al mismo tiempo, comprenderla, recordarla, razonar sobre ella con muchísima rapidez.

El tiempo vital no es el tiempo del calendario; la vida de un hombre es el tiempo que fluye a través de su cerebro. Cualquier persona capaz de aprender rapidabla tiene una velocidad de asociación por lo menos tres veces mayor que la de un hombre ordinario. El mismo rapidabla le permite manipular símbolos a una velocidad aproximadamente siete veces mayor que aquella con la cual pueden manipularse símbolos ingleses. Siete veces tres es veintiuno; un hombre nuevo tenía una vida efectiva de por lo menos seiscientos años contados según el flujo de las ideas.

Tenían tiempo de llegar a ser sintetizadores enciclopédicos, algo que está fuera del alcance del hombre ordinario, cohibido por la brevedad de su tiempo.

Cuando Joe hubo aprendido a hablar, a leer y escribir y contar, Gail lo pasó a los demás para su verdadera educación. Pero antes de soltarlo le jugó varias malas pasadas.

Durante tres días le prohibió comer. Cuando resultó evidente que podía pensar y dominar sus nervios a pesar de la escasa proporción de azúcar en la sangre, y del reflejo del hambre, añadió el insomnio y el dolor —un dolor intenso, continuo, prolongado y variado—. Trató sutilmente de provocarle para que obrase de un modo irracional; permaneció firme como una roca, mientras su mente respondía a cualquier tarea que se le asignaba con la seguridad de un contador electrónico.

—¿Quién no es un superhombre?

—Sí, profesor.

—Ven aquí, tonto. —Le agarró por las orejas y le besó—. Adiós. —Y no la volvió a ver durante muchas semanas.

Su instructor en P.E.S. era un hombrecillo de aspecto ineficaz que se ocultaba bajo el nombre de Weems. Joe no era muy bueno produciendo fenómenos de P.E.S. No parecía ser clarividente. Era mejor en pre-conocimiento, pero no progresó mucho con la práctica. Su mayor aptitud era para la telecinética; podía haberse ganado bien la vida con los dados; pero, como Tripa Gorda le había ya indicado, de influir sobre el rodar de los dados a mover toneladas de carga había una gran diferencia, y quizá no valía la pena ni de intentar superarla.

—Pero a lo mejor podría tener otros usos —dijo Weems suavemente, reincidiendo en el inglés—. Considera lo que se podría hacer si uno pudiese influir la probabilidad de que un neutrón alcanzase un núcleo determinado o alterar la probabilidad estadística en una masa.

Gilead le dejó hablar. Era una idea absurda.

En telepatía era de una irregularidad exasperante. Una vez nombró las cartas de Rhine sin ningún error, y luego lo hizo muy mal durante tres semanas. Una comunicación estructurada de un modo más complejo parecía estar completamente fuera de su alcance, hasta que un día, sin causa aparente, y durante un intento de nombrar las cartas telepáticamente, se encontró conectado con Weems durante diez segundos enteros, tiempo suficiente para mil palabras medidas por el patrón del rapidabla.

—¡Sale como conversación!

—¿Y por qué no? Pensamiento es conversación.

—¿Cómo lo hacemos?

—Si lo supiésemos no sería tan irregular. Algunos lo hacen voluntariamente, otros por accidente, y otros no parecen ser capaces de hacerlo de ninguna manera. Lo que sabemos es esto: si bien el pensamiento puede quizá no ser del mundo físico en ninguno de los modos que ahora podamos definir y manipular, es semejante, por su naturaleza cuántica, a acontecimientos en un continuo. Estás ahora estudiando la extensión del concepto cuántico a todos los aspectos del continuo, conoces el cronón, el mesón, el vitón, y sabes que son cuantos, así como las unidades de acción de los cuantos, tales como el fotón. El continuo no solamente tiene estructura sino textura en todos sus aspectos. A la menor unidad de pensamiento la llamamos psicón.

—Defínelo.

—Otro día. Pero puedo decirte esto; la mayor velocidad posible del pensamiento es un psicón por cronón; es una constante universal básica.

—¿Y cuánto nos acercamos a eso?

—A menos de sesenta elevado a menos tres de la posibilidad.

—Criaturas superiores a nosotros nos seguirán. No hacemos sino coger piedras de un océano sin límites.

—¿Y qué podemos hacer para mejorar?

—Coger nuestras piedras con una mente serena.

Gilead se detuvo durante una larga fracción de segundo.

—¿Y es posible destruir psicones?

—Es posible transferir vitones. Los psicones son…

La conexión se interrumpió bruscamente.

—Como estaba diciendo —prosiguió Weems tranquilamente—, los psicones están todavía en muchos aspectos más allá de nuestra comprensión. La teoría indica que no pueden ser destruidos, y que el pensamiento, como la acción, es persistente. Si tal teoría, en caso de ser cierta, significa que la identidad personal es también persistente, debe quedar cuestión abierta. Mira los diarios (dentro de algunos cientos de años, o de algunos cientos de miles). —Y se levantó.

—Estoy impaciente por probar la sesión de mañana, doctor —dijo Gilead-Greene casi excitado—. Es posible…

—He terminado contigo.

—Pero, doctor Weems, aquella conexión resultaba tan clara como un teléfono. Quizá mañana…

—Hemos establecido que tu talento es incierto. No tenemos manera de educarlo para que sea seguro. El tiempo es demasiado corto para que podamos desperdiciarlo, tanto el tuyo como el mío. —Y luego, pasando repentinamente al inglés, añadió—: No.

Gilead se marchó.

Durante su preparación en otros campos, Joe fue sometido a muchas otras cosas que más bien pueden describirse como artificios impresionantes. Hubo un pantógrafo integrante, una fábrica en una caja, que los Hombres Nuevos proyectaban entregar a los hombres ordinarios tan pronto como el sistema social no estuviese ya dominado por lobos económicos. Podía reproducir casi cualquier prototipo que se colocase en ella, requiriendo para ello solamente los materiales y fuerza. La fuerza procedía de un pequeño motor nucleónico del tamaño del pulgar de Joe; su teoría contradecía las ideas convencionales acerca de la entropía. Se ponía en ella «salchicha», y se obtenía «cerdo».

En ella estaba latente la forma de un sistema económico tan diferente del corriente como la economía del montaje en serie difería del sistema de taller familiar, y en tal sistema se encontraban las posibilidades de libertad humana y de dignidad que habían estado ausentes durante siglos, si es que habían existido alguna vez.

Entretanto, los Hombres Nuevos rara vez compraban más que un ejemplar de cada cosa, un esquema. O bien hacían un esquema.

Otro artefacto útil, si bien no muy maravilloso, era una combinación teléfono-máquina de escribir-imprenta. Los analizadores de la máquina reconocían cada uno de los mil y pico de símbolos fonéticos; y había un tipo de imprenta para cada sonido. Producía uno o varios ejemplares. Gran parte de la educación de Gilead procedía de páginas impresas con ese instrumento, ahorrando así el precioso tiempo de los demás.

La organización, clasificación y accesibilidad de los conocimientos ha sido en todos los tiempos el problema más apremiante. Entre los Hombres Nuevos, la memoria completa y organizada resolvía lo principal del problema, haciendo innecesaria la conservación de copias, la mayor parte del leer y del escribir, y especialmente el trabajo, que tanto tiempo desperdicia, del volver a leer. El aparato autoescritor, combinado con una máquina «bibliotecaria» que podía oír aquella parte de rapidabla que se inscribía en ella como en un archivador, cubría la mayor parte del resto del problema. Los Hombres Nuevos no estaban recargados de infinitos pedazos de papel, y nunca escribían memorándums.

El área debajo del rancho estaba cubierta de maravillas técnicas, todas ellas ultranuevas. Manipuladores increíblemente pequeños para microcirugía de todas clases, manipulación quirúrgica, química, biológica, rarezas de cibernética de complejidad solamente inferior a la del cerebro humano —la lista es demasiado larga para ser descrita—. Joe no las estudió todas; un sintetizador enciclopédico se ocupa solamente de formas estructuradas de conocimiento; no puede, ni aun con rapidabla, estudiar los detalles de cada disciplina.

Al principio de su educación, cuando se hizo evidente que tenía el potencial suficiente para terminar el curso, se inició con él cierta cirugía plástica encaminada a darle una identidad y una apariencia básica diferentes. Se redujo su altura en ocho centímetros, se modificó algo su cerebro, y se oscureció permanentemente su cutis. Gail escogió su nuevo aspecto facial, y él no protestó. Más bien le gustó, pues parecía ser el adecuado a su nueva personalidad interior.

Con nuevas facciones, nuevo cerebro y un nuevo punto de vista, era de hecho casi un hombre nuevo. Antes había sido un genio natural; ahora era un genio adiestrado.

—Joe, ¿y si montásemos a caballo un rato?

—De acuerdo.

—Quiero ejercitar un poco a «Conquistador». Responde bien a la silla y no quiero que lo olvide.

—Vamos.

Tripa Gorda y Gilead-Greene salieron cabalgando de los edificios del rancho. Baldwin dejó que su joven caballo se pusiese al paso, y comenzó a hablar.

—Me parece que estás ya a punto de trabajar, muchacho.

Incluso en rapidabla el lenguaje de Tripa Gorda conservaba su propio aroma.

—Me figuro que sí, pero tengo aún aquellas reservas mentales.

—¿No estás seguro de que estamos de parte de los ángeles?

—Estoy seguro de que pensáis estarlo. Es evidente que la organización selecciona por la buena voluntad y las intenciones humanitarias tanto como por la capacidad. Hubo un tiempo en que no estaba seguro…

—¿Sí?

—Aquel candidato que vino hace unos seis meses, aquel que se rompió el pescuezo en un accidente de caballo…

—¡Oh, sí! Muy triste.

—Muy oportuno, quieres decir, Tripa Gorda.

—Bueno, Joe; si una manzana podrida llega hasta aquí, no podemos dejarle salir. —Baldwin utilizaba el inglés para jurar, pues decía que tenía «más jugo».

—Ya lo sé. Y es por eso que estoy seguro de la calidad de nuestra gente.

—De modo que ahora es «nuestra gente», ¿verdad?

—Sí; pero no estoy seguro de que estemos en el buen camino.

—¿Y qué entiendes tú por buen camino?

—Deberíamos salir de nuestro escondite y enseñar al hombre corriente lo que puede aprender de lo que sabemos. Podría aprender mucho y utilizarlo. Si se le instruyese y se le educase, podría ocuparse bastante bien de sus asuntos. Se alegraría de poder sacudirse a los que cabalgan sobre sus hombros, si supiese cómo hacerlo. Y nosotros podríamos enseñarle. Eso sería más adecuado que esas matanzas individuales, de vez en cuando, acá y acullá, lo cual no quiere decir que tenga objeción en matar a quien lo merezca; lo que digo es que no es eficaz. Sin duda tendríamos que seguir en guardia contra crisis como la que nos ha reunido a nosotros dos, pero en términos generales la gente podría ocuparse de sus propios asuntos, si dejamos de pretender que tenemos tanto miedo que no nos podemos mezclar con los demás, y salimos y ayudamos.

Baldwin tiró de las riendas.

—No digas que no me mezclo con la gente corriente, Joe; vendo helicópteros usados para ganarme la vida. No es posible descender más. Y no sugieras que mi corazón no está con ellos. No somos como ellos, pero estamos unidos a ellos por el lazo más fuerte de todos, ya que todos nosotros, sin excepción, tenemos la misma enfermedad, mortal de necesidad: estamos vivos.

»Y por lo que se refiere a nuestras matanzas, tú no entiendes los principios del asesinato como arma política. Debes leer… —E indicó una referencia bibliográfica en rapidabla—. Si yo desapareciese, nuestra organización no se resentiría en absoluto, pero las organizaciones para fines siniestros son cosa diferente. Son imperios personales; si escoges bien el momento y el método, puedes destruirlas matando un solo hombre (las partes que queden serán casi inofensivas hasta que hayan sido asimiladas por otro jefe); entonces se mata a ése. No es ineficaz, sino todo lo contrario, si se proyecta todo ello con el cerebro, y no con las emociones.

»Por lo que se refiere a mantenernos separados, somos como U-235 y U-238, es decir, ineficaces a menos de estar aislados. En cada generación ha habido Hombres Nuevos en potencia, pero han estado demasiado diseminados.

»Y en cuanto a conservar secreta nuestra existencia, eso es absolutamente necesario si debemos sobrevivir y multiplicarnos. No hay nada tan peligroso como ser el Pueblo Elegido, y estar en minoría. Cierto grupo fue perseguido durante dos mil años, solamente por haberlo afirmado.

Nuevamente pasó al inglés para jurar.

—Déjate de cuentos, Joe, y míralo fríamente. Este mundo está desastrosamente gobernado. Con rapidabla o sin ella, el hombre corriente no puede aprender a enfrentarse con los problemas modernos. No sirve de nada hablar del potencial inexplotado de su cerebro, puesto que carece de la voluntad de aprender lo que necesitaría conocer. No le podemos proporcionar nuevos genes, y debemos llevarle de la mano para evitar que se mate y nos mate. Podemos darle libertad personal, podemos darle autonomía en la mayor parte de las cosas, podemos darle una gran medida de dignidad personal; y lo haremos, porque creemos que la libertad individual, en todos los niveles, es la dirección de la evolución que tiene mayor valor de supervivencia. Pero no podemos dejar que juegue con cuestiones de vida y muerte para la raza; no tiene altura para ello.

»No se puede evitar. Cada forma de sociedad desarrolla su propia ética. Estamos formando la nuestra de la manera a que nos vemos inexorablemente forzados por la lógica de los acontecimientos. Y creemos que la estamos formando hacia la supervivencia.

—¿Tú crees?

—Queda por ver. Los supervivientes sobreviven. Ya lo sabemos… Bueno… ¡Se suspende la reunión!

La radio del pomo del arzón estaba emitiendo su llamada personal de emergencia. Escuchó y dijo una sola palabra tajante en rapidabla:

—¡Hacia casa, Joe!

Hizo girar su montura, y se precipitó hacia delante. La montura de Joe no era de tan buena raza, y se vio obligado a seguir.

Poco después de que Joe hubiese regresado, Baldwin le envió a buscar. Joe entró; Gail ya estaba allí.

La cara de Baldwin carecía de expresión. Dijo en inglés:

—Joe, tengo trabajo para ti, sobre el cual no tendrás duda ninguna. Mrs. Keithley.

—Bien.

—Nada de bien. —Baldwin pasó a expresarse en rapidabla—. Nos han cogido durmiendo. O bien el segundo juego de películas no fue nunca destruido, o bien había un tercer juego. No lo sabemos, pues el hombre que podría habérnoslo dicho está muerto. Pero Mrs. Keithley ha obtenido un juego, y lo ha estado utilizando.

»La situación es la siguiente —continuó Baldwin—: La «espoleta» del efecto nova ha sido instalada en el Hotel Nueva Era. Ha sido sellada, y solamente puede ser disparada por medio de una señal de radio desde la Luna (la señal de Mrs. Keithley). La espoleta ha sido instalada de tal manera que cualquier intento de llegar a ella la disparará y la hará actuar, en tanto el circuito de disparo permanezca armado. Incluso un intento de examinarla por ondas penetrantes determinaría su acción. Hablando como físico, mi opinión es que no hay manera de interferir con la bomba espoleta de la «nova», a menos de romper previamente el circuito de la Luna, y que no se debe intentar llegar a la espoleta antes de haberlo efectuado, debido al peligro extremado que ello representaría para todo el planeta.

»El circuito armado y la conexión de radio con el gatillo del lado de la Tierra se encuentran en la Luna, en un edificio al interior de la cúpula. Mrs. Keithley lleva consigo el gatillo de control. Desde el mismo control puede desarmar temporalmente el circuito armado; es una combinación de interruptor automático y de relojería. Se puede disponer de manera que desarme por un máximo de doce horas, para dejarla dormir, o posiblemente para permitirle introducir modificaciones. A menos de que esté desconectado, cualquier intento de entrar en el edificio en que está situado el circuito armado determinará también el disparo del circuito de la bomba «Nova». Mientras está desconectado, se puede forzar la entrada en el edificio de la Luna, pero en tal caso sonarán alarmas que la advertirán para que conecte de nuevo y dispare inmediatamente. Todo está dispuesto en tal forma, que es preciso que se produzcan los siguientes acontecimientos: Primero, hay que matarla y desarmar el circuito. Segundo, hay que entrar en el edificio que contiene el circuito armado y la conexión de radio al gatillo, y hay que destruir los circuitos antes de que el reloj automático pueda rearmar y disparar. Hay que hacer todo eso rápidamente, no solamente por los guardias, sino porque los lugartenientes suyos que sobrevivan tratarán de apoderarse del poder haciéndose dueños de los controles. Tercero, tan pronto como se sepa en la Tierra que el circuito armado ha sido destruido, se atacará el Hotel Nueva Era y se destruirá la bomba «Nova». Cuarto, tan pronto como se haya destruido la bomba, se deberá detener a todas las personas técnicamente capaces de montar el efecto de «Nova» partiendo de los planos. Esa alerta deberá mantenerse hasta cerciorarse de que no queda ningún plano, incluyendo el tercer juego de películas, y además se haya comprobado por hipnosis que ninguna persona competente posee suficientes conocimientos para montarlo sin planos. Esa alerta comprometerá nuestra condición secreta, pero es preciso aceptar el riesgo. ¿Alguna pregunta?

—Tripa Gorda —dijo Joe—, ¿es que la vieja no sabe que si la Tierra se convierte en una Nova, la Luna desaparecerá en el curso del desastre?

—Su cúpula está protegida de la línea de visión de la Tierra por las paredes de un cráter, y al parecer se cree a salvo. La maldad es esencialmente estúpida, Joe; a pesar de su brillantez cree lo que quiere creer. O quizá no le importa arriesgar su propia vida por el premio tentador del poder absoluto. Su plan es proclamar el poder con alguna necedad hipócrita sobre ser la gran sacerdotisa de la paz (un eufemismo por emperatriz de la Tierra). Es una desviación paranoica típica; la prueba de su locura se encuentra en el hecho de que las disposiciones físicas hacen inevitable, si no intervenimos, que la Tierra sea destruida automáticamente unas cuantas horas después de su muerte; cosa que puede ocurrir en cualquier momento (y es una razón imperativa para obrar con máxima rapidez). Hasta hoy nadie ha conseguido conquistar toda la Tierra, ni siquiera los comisarios. Al parecer no solamente quiere conquistarla, sino que quiere destruirla cuando ya no esté en ella, para que nadie más pueda volverlo a hacer. ¿Alguna otra pregunta?

Luego prosiguió:

—El plan es éste: Vosotros dos iréis a la Luna para haceros criados de Mr. y Mrs. Alexander Copley, rico y anciano matrimonio que vive en los Hogares de Reposo Elíseos, Colonia Lunar. Son de los nuestros. Muy pronto acordarán regresar a la Tierra, pero vosotros decidiréis quedaros allí porque os gusta. Pondréis un anuncio, ofreciendo trabajar para quien os garantice vuestro regreso. Por aquel tiempo, Mrs. Keithley habrá perdido, gracias a circunstancias que se organizarán, dos o más de sus sirvientes, y probablemente os empleará, pues el servicio doméstico es la mercancía que más escasea en la Luna. Y, si no, se ideará alguna otra cosa.

»Cuando estéis en el interior de su cúpula, maniobraréis para tomar posiciones que os permitan llevar a cabo vuestra tarea. Cuando estéis así situados, ejecutaréis rápidamente los puntos uno y dos del programa.

»Una persona llamada McGinty, ya en el interior de la cúpula, os ayudará en las comunicaciones. No es uno de los nuestros, sino un agente, un telépata. Su habilidad no alcanza a más. Vuestra comunicación será probablemente de Gail a McGinty por telepatía, y de McGinty a Joe por radio oculto.

Joe miró a Gail; ahora se enteraba de que fuese telépata. Baldwin prosiguió:

—Gail matará a Mrs. Keithley; Joe entrará en el edificio y destruirá los circuitos. ¿Estáis preparados para marchar?

Joe estaba a punto de proponer invertir las tareas, cuando Gail respondió:

—Estoy a punto. —Y Joe lo repitió.

—Bien. Joe, se te supondrá un I.Q. de unos 85, y a Gail, uno de 95; ella parecerá ser el miembro dominante de un matrimonio… —Gail sonrió a Joe—… pero tú, Joe, tendrás el mando. Vuestras personalidades e historias están siendo preparadas y estarán a punto junto con vuestras identificaciones. Dejadme decir nuevamente que es necesaria la mayor rapidez, las fuerzas de seguridad del gobierno quizá intenten un ataque temerario al hotel Nueva Era. Nosotros evitaremos o retardaremos tal intento, pero obrad con rapidez. Buena suerte.

La operación Viuda Negra, fase primera, resultó tal como había sido proyectada. Once días más tarde Joe y Gail estaban en la Luna, dentro de la cúpula de Mrs. Keithley, compartiendo una habitación en la residencia de los sirvientes. Gail miró en derredor suyo cuando entraron en ella por vez primera, y dijo en rapidabla:

—Ahora tendrás que casarte conmigo; estoy comprometida.

—¡Cállate, idiota! Alguien pudiera oírte.

—¡Bah! Creerían que tengo asma. ¿No te parece muy noble de mi parte, Joe, que sacrifique mi reputación por mi hogar y mi país?

—¿Qué reputación?

—Acércate, que te dé un mamporro.

Incluso la residencia de los sirvientes era lujosa. La cúpula era el sueño de un sibarita. Su suelo era un hermoso jardín, salvo donde se alzaba la mansión de Mrs. Keithley. Enfrente de ella, y al otro lado de un pequeño lago —con seguridad el único lago de la Luna— estaba el edificio que contenía los circuitos, disfrazado de pequeño templo griego dórico.

La cúpula estaba iluminada por el borde quince horas de cada veinticuatro, aislándolo del negro cielo y de las ásperas estrellas. Por la «noche» se retiraba progresivamente la iluminación.

McGinty era un jardinero, y evidentemente le gustaba su oficio. Gail estableció contacto con él, y obtuvo de él lo poco que sabía. Joe le dejó tranquilo, salvo algunos contactos para cubrir las apariencias.

Había un personal de unos doscientos miembros, con su jerarquía propia, desde ingenieros para la cúpula y las instalaciones, el piloto particular de Mrs. Keithley, y así sucesivamente hasta los ayudantes de jardinero. Gail se hizo popular como la inofensiva y flirteadora, pero servicial y simpática, esposa de un tímido marido de más años que ella. Al parecer había sido empleada de un salón de belleza antes de «casarse», y era muy hábil en el masaje de espaldas y cogotes doloridos, aliviando dolores de cabeza e induciendo al sueño. Siempre estaba dispuesta a demostrarlo.

Sus deberes de doncella no la habían llevado aún a un contacto íntimo con su patrona. En cambio, Joe había conseguido el trabajo de sacar todas las plantas de tiesto al «exterior» durante la «noche»; según Mr. James, el mayordomo, Mrs. Keithley creía que las plantas debían estar al exterior durante la «noche». Joe estaba, pues, en situación de salir de la casa cuando la cúpula estaba oscurecida. Había llegado ya al punto en que el guarda nocturno del templo griego le dejaba a veces tomar su puesto mientras él se fumaba un prohibido cigarrillo.

McGinty había podido proporcionar un dato más importante: además del guarda del edificio del templo, y de los cerrojos y el blindaje del mismo, el circuito armado estaba minado. Incluso cuando ya fuese ineficaz como circuito armado de la bomba «Nova» sobre la Tierra, estallaría si se le perturbaba. Gail y Joe lo discutieron en su habitación, mientras ella estaba sentada en su regazo como correspondía a una esposa afectuosa, con sus labios junto a su oído izquierdo.

—Quizá podrías destruirlo desde la puerta, sin exponerte.

—Tengo que estar seguro. Sin duda hay alguna manera de desconectarlo. Tiene que haber previsto reparaciones o cambios posibles.

—Debe de haber algún interruptor. ¿Dónde puede estar?

—No hay más que un sitio que corresponda al esquema del resto de su plan. Al alcance de su mano, junto con el interruptor de desconexión y el de disparo. —Se frotó la otra oreja; contenía su comunicación de radio con McGinty y le picaba casi constantemente.

—¡Hum! —entonces no hay más que una cosa a hacer; tendré que sacárselo antes de matarla.

—Ya veremos.

A la «noche» siguiente, un poco antes de cenar, la encontró en su habitación.

—¡Ha salido bien, Joe, ha salido bien!

—¿Qué ha salido bien?

—Ha picado. Ha sabido por su secretario mi habilidad como masajista, y me ha ordenado que vaya a hacer una demostración esta tarde. Ahora tengo instrucciones concretas de ir esta noche y hacerle masaje hasta que se duerma.

—Así, pues, será esta noche.

McGinty esperaba en su habitación, tras la cerrada puerta. Joe perdía el tiempo en el vestíbulo de atrás, refiriendo a Mr. James una larga y aburrida historia.

Una voz en su oído dijo:

—Ahora Gail está en el cuarto de la vieja.

—… y así fue como mi hermano se casó con dos mujeres al mismo tiempo —terminó Joe—. Sencillamente, mala suerte. Valdrá más que saque afuera estas plantas, antes de que la patrona empiece a preguntar por ellas.

—Será lo mejor. Buenas noches.

—Buenas noches, Mr. James. —Cogió dos de los tiestos y salió.

Los dejó en el suelo, y oyó:

—Dice que ha empezado el masaje. Ha visto la unidad interruptora de la radio; está en el cinturón que la vieja guarda en su mesa de noche cuando no lo lleva puesto.

—Dile que la mate y que lo coja.

—Dice que antes quiere hacerle explicar cómo se desconecta la trampa.

—Dile que no se entretenga.

De repente, comenzó a oír a la muchacha dentro de su cabeza, clara y dulce como una campana, lo mismo que si fuera en sus propios tonos de voz.

—Joe, puedo oírte; ¿puedes oírme tú a mí?

¡Sí, sí! —Y añadió en voz alta—: Mac, sigue al teléfono de todos modos.

—No hay para mucho rato. La estoy haciendo sufrir mucho; pronto la quebrantaré.

¡Hazle mucho daño! —Comenzó a correr hacia el edificio del templo—. Gail, ¿es que todavía estás buscando marido?

—Ya lo he encontrado.

—Cásate conmigo y te daré una paliza cada sábado.

—El hombre que pueda darme palizas no ha nacido todavía.

Me gustaría probarlo. —Moderó su marcha antes de llegar cerca del puesto del guardia.

—¡Hola, Jim!

—De acuerdo.

—¡Pues si es el amigo Joe! ¿Tienes lumbre?

—Toma. —Y lanzó su mano hacia adelante. Luego, cuando el guardia hubo caído, le acomodó sobre el suelo y se aseguró de que estaba fuera de combate.

—¡Gail, es preciso que sea ahora!

La voz que sonaba en su cabeza llegó llena de consternación.

—Joe, era demasiado resistente, no se quebrantó. ¡Ha muerto!

—¡Bien! Coge el cinturón, interrumpe el circuito de armado y mira a ver qué otra cosa encuentras. Voy a forzar la entrada.

Se dirigió hacia la puerta del templo.

—Ya está desarmado, Joe. Lo encontré; lleva indicado un tiempo. No puedo saber nada de los otros; no están marcados y son todos iguales.

Sacó de su bolsillo un pequeño objeto proporcionado por el previsor Baldwin.

—Da la vuelta a todos los interruptores. Probablemente acertarás.

—¡Oh, Joe, así lo espero!

Había colocado el objeto en cuestión junto a la cerradura. El metal en derredor se enrojeció y se estaba fundiendo. Empezó a sonar un timbre de alarma.

La voz de Gail volvió a sonar en su cabeza; expresaba urgencia, pero no temor.

—Joe, están golpeando la puerta. ¡Estoy cogida!

¡McGinty! ¡Sé nuestro testigo! —Y prosiguió—: Yo, José, te tomo, Gail, como legítima esposa.

La contestación llegó con ritmo tranquilo:

—Yo, Gail, te tomo, José, como legítimo esposo.

Para quererte y respetarte —prosiguió.

—Para quererte y respetarte, ¡amado mío!

—En la suerte y en la adversidad…

En la suerte y en la adversidad… —La voz de la muchacha cantaba en su cabeza.

—Hasta que nos separe la muerte. Ya lo he abierto, querida, y voy a entrar.

—Hasta que la muerte nos separe. ¡Están echando abajo la puerta del dormitorio, Joe, querido!

—¡Aguanta! Ya casi he terminado aquí.

La han derribado, Joe. Vienen hacia mí. ¡Adiós, querido, soy muy feliz! —Y su «voz» cesó abruptamente.

Estaba ahora frente a la caja que contenía el circuito de desarme, y los timbres de alarma resonaban en sus oídos; sacó de su bolsillo otro objeto, y lo probó.

La explosión que destrozó la caja le alcanzó de lleno en el pecho.

Las letras grabadas sobre la placa de metal dicen:

A LA MEMORIA DE

MR. JOSEPH GREENE Y DE SU ESPOSA

QUIENES, CERCA DE ESTE LUGAR,

DIERON SU VIDA PARA SALVAR

A LA HUMANIDAD.

FIN