El enorme templo estaba lleno de personas: madres que se aferraban a sus hijos; parejas que se abrazaban estrechamente. Cientos de ciudadanos de Carlis se habían refugiado allí; albañiles, comerciantes, curtidores y eruditos, todos apiñados en el mismo lugar. También había unos cuantos soldados, a los que se había ordenado buscar al fugitivo Chardyn.
Los sacerdotes avanzaban entre la multitud, ofreciendo bendiciones y dirigiendo las oraciones.
Apoyado contra una pared estaba el cadáver de un anciano, cubierto con un manto. Le había fallado el corazón. El cuerpo recordaba a los demás los peligros que aguardaban en el exterior. El miedo se respiraba en el ambiente, y todas las conversaciones se mantenían en susurros. Todo el mundo hablaba de lo mismo: ¿serían capaces las paredes consagradas de detener a los demonios? ¿Estaban a salvo en aquel lugar sagrado?
Una figura vestida de blanco subió los escalones que conducían al altar. Un clamor recorrió la multitud; era Chardyn. Empezaron a vitorearlo. De repente, todos se sentían aliviados.
Chardyn contempló a los congregados y extendió las manos.
—Hijos míos —saludó. Varios soldados se adelantaron. Chardyn los miró con dureza—. ¡No os mováis! —bramó.
Tal era el poder de su voz que los soldados se detuvieron y se miraron entre sí, desconcertados. Se dieron cuenta de que la multitud haría pedazos a cualquiera que hiciera daño al sacerdote, de modo que se quedaron al margen.
—El duque ha muerto —dijo Chardyn, mirando a la multitud—. Ha sido asesinado mediante la brujería. Y ahora los demonios vagan por las tierras. Ya lo sabéis. Ya sabéis que un hechicero ha convocado a unos sabuesos infernales para que desaten el caos. Por eso estáis aquí. Pero dejadme que os haga una pregunta: ¿Creéis que estas paredes os protegerán? Estas paredes fueron construidas por hombres. —Guardó silencio y observó a la congregación. Señaló a un hombre corpulento que destacaba entre la multitud—. Veo que estás aquí, Benae Tarlin. Tu equipo y tú construisteis el muro sur. ¿Qué poder posees que pueda contener a los demonios? ¿Con qué magia impregnaste esas piedras? ¿Qué hechizos de protección lanzaste sobre ellas? —Guardó silencio. La multitud se volvió para mirar al capataz, que enrojeció y no dijo nada—. Ninguno —prosiguió Chardyn—. Son simples muros de piedra. Piedra fría y sin vida. Por tanto, os preguntaréis si existe algún refugio que pueda protegeros del mal que acecha en el exterior. ¿Dónde podemos ocultarnos para estar a salvo?
El sacerdote se detuvo y dejó crecer el silencio.
—¿Dónde puede un hombre estar a salvo del mal? —dijo al cabo de un largo rato—. La respuesta es: en ningún sitio. No es posible huir del mal. Os encontrará a todos. Se adentrará en el lugar más oscuro de vuestro corazón y os descubrirá.
—¿Y qué hay de la Fuente? —preguntó un hombre—. ¿Por qué no nos protege?
—Eso. ¿Qué hay de la Fuente? —respondió Chardyn—. ¿Dónde está ahora que la necesitamos? Pues bien; está aquí, amigos míos. Está preparada. Está al acecho, con un escudo de trueno y una lanza de relámpago. Está esperando.
—¿A qué espera? —gritó el constructor al que Chardyn se había dirigido momentos antes.
—Te espera a ti, Benae Tarlin —contestó Chardyn—. Te espera a ti, y me espera a mí. En el palacio del Hombre Gris hay un mago, un hombre que convoca a los demonios. Hechizó a Aric y a Panagyn, y es el responsable de la masacre de muchos de nuestros gobernantes. Ahora gobierna Carlis, y pronto, tal vez, todo Káidor. Un hombre. Un hombre malvado. Un hombre que cree que el asesinato de un grupo de nobles aterrorizará a toda la población y nos convertirá en borregos. ¿Está en lo cierto? Claro que sí. Aquí estamos, ocultos tras los muros de piedra. Y la Fuente está esperando. Está esperando a ver si tenemos el valor suficiente para creer. Si tenemos la fe suficiente para actuar. Todas las semanas nos reunimos aquí y cantamos himnos en honor de la Fuente, Su grandeza y Su poder. ¿Creemos lo que cantamos? Sí; cuando corren buenos tiempos. Escucháis los sermones sobre los guerreros de la Fuente, sobre el abad Dardalion y los Treinta, sus sacerdotes guerreros. Son unas historias estupendas para relatarlas, ¿verdad? Unos pocos hombres que, con valor y fe, se enfrentaron a un terrible enemigo. ¿Se ocultaron tras unas paredes y le pidieron a la Fuente que combatiera por ellos? No, puesto que la Fuente estaba dentro de ellos. La Fuente alimentaba su valor, su espíritu, su fuerza. Esa misma Fuente está dentro de vosotros, amigos míos.
—¡Pues yo no la siento! —gritó Benae Tarlin.
—¿Cómo vas a sentirla mientras te ocultas? —espetó Chardyn—. El año pasado, tu hijo se cayó por un acantilado y bajaste a rescatarlo. Se aferraba a tu espalda y sentías que no tenías suficiente fuerza para trepar con él. Hemos hablado de esto, Benae. Rezaste pidiendo fuerzas para poner a salvo a tu hijo. Y lo conseguiste. ¿Te quedaste sentado en el acantilado y le pediste a la Fuente que te devolviera al niño flotando en una nube mágica? No; actuaste movido por la fe, y tu fe fue recompensada.
»Ahora os digo que la Fuente está esperando. Espera con un poder mayor que el de ningún mago. Si queréis ver ese poder, venid conmigo al palacio del Hombre Gris. Encontraremos al mago y acabaremos con él.
—Si vamos con vos —dijo otro hombre—, ¿nos prometéis que la Fuente nos acompañará?
—Nos acompañará y estará dentro de nosotros —dijo Chardyn—. Y pongo mi vida como garantía.
Tres Espadas estaba junto a la ventana, contemplando la bahía, cuando le pareció ver un destello en una de las terrazas inferiores. Salió al balcón y miró hacia abajo. Dos guardias humanos bajaban las escaleras, caminando hacia el lugar del que procedía la luz. Tres Espadas se relajó y volvió a la biblioteca.
Brazo de Hierro estaba repantingado en un banco. Cuarta Piedra y Paso Veloz estaban sentados al pie de la escalera. Hacía tiempo que no se oía ningún grito procedente de la estancia superior. A Tres Espadas no le gustaba el sonido de los gritos, y menos cuando procedían de mujeres jóvenes. No tenía estómago para aguantar la crueldad. En la batalla se combatía contra un enemigo y se le daba muerte; no se le provocaba más sufrimiento del necesario. Brazo de Hierro se acercó a su lado.
—El mago está de vuelta —dijo.
Tres Espadas asintió. Aún no había percibido el olor del hombre, pero Brazo de Hierro no se equivocaba nunca. Entonces le llegó el aroma. Era un olor acre, impregnado de miedo.
El mago de barba negra subió por la escalera. Se detuvo y contempló el acceso a la sala superior. Se dejó caer en un asiento y se frotó los ojos.
—Todo está tranquilo —le dijo a Tres Espadas.
El guerrero sabía que sólo intentaba entablar conversación, tratando de retrasar su regreso con Deresh Karany.
—Por ahora —contestó el kriaz nor.
Brazo de Hierro se levantó de repente y se acercó a la ventana.
—Sangre —dijo, mientras olfateaba el aire—. Sangre humana.
Tres Espadas y Paso Veloz corrieron a su lado.
Tres Espadas cerró los ojos e inhaló profundamente. Sí; notaba el sabor de la sangre en el aire. Se volvió hacia Eldicar Manushan.
—Hay por lo menos un hombre que sangra profusamente.
—Dos —dijo Brazo de Hierro—. Y hay algo más. —Las anchas ventanas de su nariz se abrieron—. Es muy débil, pero… Sí; un gran felino. Tal vez un león. No; no es un león. Es un Mezclado.
—¡Ustarte! —susurró Eldicar Manushan.
Se apartó de la ventana y se volvió hacia Cuarta Piedra y Paso Veloz.
—Id en su busca. Encontradla. Matad a cualquiera que la acompañe.
—Tal vez sea mejor que permanezcamos juntos —dijo Tres Espadas.
—No podemos permitir que Waylander llegue a la torre —dijo Eldicar Manushan—. Obedecedme.
—Avanzad con precaución —dijo Tres Espadas a Cuarta Piedra y Paso Veloz—. El humano es un cazador experto y un gran luchador. Usa una ballesta que dispara dos flechas.
Los dos guerreros bajaron por la escalera. Eldicar Manushan se sentó. El olor del miedo se había intensificado, y Tres Espadas se unió a Brazo de Hierro en la ventana.
—La mujer felino está enferma —dijo Brazo de Hierro—. O debilitada. No lo percibo con claridad. Está fuera de la vista, justo debajo de esos jardines. No se ha movido.
—¿Captas el olor de algún humano?
—No. Sólo el de los guardias, que están heridos o muertos. Yo diría que muertos, porque no se ve movimiento ni se oye nada.
Desde donde estaban vieron cómo Cuarta Piedra y Paso Veloz salían a los jardines. Los movimientos de Cuarta Piedra eran rápidos, pero Paso Veloz lo retuvo por el hombro, indicándole que avanzara despacio.
—No van a sorprender a Paso Veloz —dijo Brazo de Hierro—. Es prudente.
Tres Espadas no respondió. Se volvió para mirar a Eldicar Manushan. No entendía qué era lo que aterrorizaba tanto a aquel hombre.
Cruzó la estancia, hasta donde se hallaba el mago.
—¿Qué es lo que no me has contado? —le preguntó.
—No sé a qué te refieres.
—¿Qué está pasando aquí, Eldicar? ¿Por qué han muerto tantas mujeres? ¿Por qué tienes tanto miedo?
Eldicar se humedeció los labios. Después se levantó y se colocó junto a Tres Espadas.
—Si el humano logra llegar —susurró—, deresh Karany realizará una invocación.
—¿Así que va a utilizar a un demonio para matarlo? No es la primera vez que hace algo así.
—No se trata de un demonio cualquiera. Tiene intención de invocar al propio Anharat.
Tres Espadas no dijo nada. No había nada que decir. La arrogancia de aquellos humanos sobrepasaba su entendimiento. Vio que Brazo de Hierro lo miraba con curiosidad, y supo el motivo.
«Ahora está oliendo mi miedo», pensó Tres Espadas.
Cuando el aire reverberó a su alrededor, Kiva sintió un viento helado. Ante sus ojos se desplegaron luces de colores brillantes. Después, como si se hubiera abierto una cortina, vio aparecer ante ella las estancias del Hombre Gris, iluminadas por la luz de la luna. El suelo osciló bajo sus pies, y estuvo a punto de perder el equilibrio. Ustarte dejó escapar un gemido y cayó al suelo. Waylander se arrodilló junto a ella de inmediato.
—¿Qué ocurre?
—Estoy… agotada. El hechizo… consume mucha energía. Me repondré. —Se estiró—. Pero me queda… muy poco poder —susurró. Cerró los ojos.
Waylander se dirigía a la entrada de sus estancias cuando dos guardias aparecieron en el camino. Uno llevaba un arco de caza, con una flecha preparada. El segundo portaba una lanza. Los dos se quedaron paralizados al verlos.
Kiva levantó la ballesta.
—Bajad las armas —ordenó.
Durante un momento pareció que iban a obedecer, pero entonces, el arquero tensó la cuerda. Una flecha procedente del arma de Waylander le atravesó el pecho. Gimió y cayó hacia atrás, mientras su flecha salía disparada. Pasó a poca distancia de Kiva. El lancero cargó contra ella. De forma instintiva, la joven pulsó los dos gatillos de la ballesta. Una flecha se clavó en la boca del lancero, destrozándole los dientes, y la segunda se le introdujo en el cráneo, entre los ojos. Dejó caer la lanza y se llevó la mano a la boca. Después, como si sus huesos se hubieran convertido en agua, se desmoronó a los pies de Kiva.
Ella se volvió para mirar al Hombre Gris, pero éste ya había entrado en sus alojamientos. Miró el cadáver y se sintió enferma. El otro guardia gimió. Intentaba alejarse a rastras. Kiva se acercó a él.
—No te muevas —le dijo—. Nadie va a hacerte más daño.
Se arrodilló junto a él y le puso una mano en el hombro, para ayudarlo a tumbarse boca arriba. Él se relajó con el contacto, y Kiva lo miró a los ojos. Era un joven imberbe de grandes ojos castaños. Kiva sonrió. El hombre parecía querer decir algo. Entonces, una flecha se hundió en su sien.
Furiosa, Kiva se volvió hacia el Hombre Gris.
—¿Por qué? —dijo entre dientes.
—Mira su mano —contestó Waylander.
Kiva bajó la vista. La luna iluminaba la hoja de un puñal.
—No sabes si iba a usarlo —protestó Kiva.
—No sabía que no fuese a usarlo.
Se acercó al cadáver, extrajo la flecha de su sien, la limpió con la ropa del hombre y se la guardó en el carcaj.
—No tenemos tiempo para lecciones, Kiva Taliana —dijo Waylander—. Estamos rodeados de enemigos que intentarán quitamos la vida. Un momento de vacilación puede significar la muerte. Si no aprendes deprisa, no sobrevivirás a esta noche.
Tras ellos, Ustarte los llamó débilmente. Waylander se arrodilló junto a ella.
—Hay kriaz nor en la torre. El viento sopla hacia ellos; olerán la sangre.
—¿A cuántos percibes?
—A cuatro. Hay algo más. No consigo averiguar qué es. Ha habido asesinatos, y noto un temblor en el aire. Se ha hecho uso de la magia, pero no sé con qué fin.
Waylander la tomó de la mano.
—¿Cuánto tardarás en poder andar?
—Un poco más. Me tiemblan los músculos. Aún no tengo fuerzas.
—Entonces descansa —dijo Waylander, mientras se levantaba y se dirigía a Kiva—. Voy a darte algo con lo que tendrás cierta ventaja —dijo a la joven.
—Dos kriaz nor están bajando de la terraza —dijo Ustarte.
Paso Veloz avanzaba con precaución. Aún no había desenvainado la espada; ya habría tiempo para aquello. De momento, estaba utilizando todos los sentidos. Podía oler la sangre y el aroma acre de la orina; los muertos habían descargado la vejiga. El olor de la Mezclada también era fuerte, y podía detectar que no se encontraba bien. Cuarta Piedra se movía demasiado deprisa, e iba unos pasos por delante. Se acercó a él, irritado.
—¡Espera! —ordenó.
Cuarta Piedra obedeció, y rodearon la esquina furtivamente. Ante ellos, a unos quince pasos, había un humano vestido de negro. En la mano izquierda empuñaba una ballesta doble. Detrás de él yacía la mujer felino.
—Déjame matarlo —dijo Cuarta Piedra—. Quiero conseguir un nombre.
Paso Veloz asintió y siguió olfateando el aire.
Cuarta Piedra se plantó delante del humano.
—Tu arma parece temible —le dijo—. ¿Por qué no me demuestras que lo es?
—Acércate un poco más —replicó el humano con voz tranquila.
—Seguro que tiene bastante alcance —dijo Cuarta Piedra.
—Desde luego. ¿No quieres sacar la espada?
—No la necesito, humano. Te arrancaré el corazón con las manos.
El hombre se puso en pie.
—Me han dicho que los kriaz nor sois tan rápidos que las flechas son inútiles contra vosotros. ¿Es cierto eso?
—Sí.
—Vamos a ver —dijo con frialdad.
Paso Veloz sintió algo de aprensión al oír el tono del hombre, pero Cuarta Piedra estaba tenso y preparado. Una flecha salió disparada; Cuarta Piedra alargó el brazo derecho y la agarró en el aire. Al instante, una segunda flecha siguió a la primera. Cuarta Piedra se movió a la velocidad del rayo y la atrapó con la mano izquierda. Mostró una amplia sonrisa y miró a su acompañante.
—Qué fácil —dijo.
Antes de que Paso Veloz pudiera prevenir a su camarada, el hombre hizo un movimiento. El puñal arrojadizo surcó el aire y se clavó en la garganta de Cuarta Piedra. El kriaz nor, con la tráquea cortada, dio dos pasos vacilantes hacia el humano y cayó de bruces en el suelo.
Paso Veloz desenvainó la espada.
—¿Tienes más trucos preparados, humano? —le preguntó.
—Sólo uno —respondió, sacando una espada corta.
—¿Y de qué se trata?
Paso Veloz oyó un movimiento a sus espaldas. Se volvió para examinar la zona. Allí no había nada; sólo arbustos ralos y rocas que no podían ocultar a un humano. Entonces vio algo tan extraño que, al principio, no supo de qué se trataba. De repente, una ballesta surgió de la nada. Paso Veloz parpadeó; no podía enfocar bien la zona que la rodeaba. El arma se inclinó y, durante un instante, el kriaz nor vio una delgada mano que la sujetaba. Dos flechas volaron hacia él. Levantó la espada a tiempo para bloquear la primera. La segunda se clavó en su pecho y se incrustó en los pulmones. Una estocada lo alcanzó en la espalda. Paso Veloz se volvió, surcando el aire con la espada. Pero el humano no estaba detrás de él, como había pensado; seguía a unos quince pasos de distancia. ¡Le había lanzado la hoja! Sintió que las fuerzas lo abandonaban. Dejó caer la espada, caminó hacia una roca y se sentó pesadamente en ella.
—Eres muy hábil, humano —dijo—. ¿Cómo has disparado la ballesta?
—No ha sido él —dijo una voz femenina.
Paso Veloz se volvió y vio una cabeza de mujer que parecía flotar en el aire. Después apareció un brazo y se echó hacia atrás, como si apartara una capa. Entonces lo entendió.
—Un manto de bezha —dijo mientras caía de la roca.
Sintió una punzada de dolor, y se dio cuenta de que su peso había empujado la espada más profundamente en su interior. Intentó levantarse, pero el cuerpo no lo obedecía. Tenía la cara aplastada contra la fría piedra.
La sensación era sorprendentemente agradable.
Waylander y Kiva ayudaron a Ustarte a entrar en los aposentos del Hombre Gris.
—Necesito descansar una hora —dijo la sacerdotisa—. Dejadme aquí. Haced lo que debéis hacer.
Kiva cargó la ballesta y caminó hasta la puerta.
—¿Tienes algún plan? —le preguntó al hombre.
Waylander sonrió.
—Siempre.
—¿Cómo te encuentras?
—He estado mejor —contestó mientras su sonrisa se desvanecía.
Kiva lo observó. Tenía unas profundas ojeras marcadas en la piel pálida, y sus mejillas parecían hundidas.
—Lo siento —susurró—. No sé qué más decir.
—Nadie vive para siempre, Kiva. ¿Estás preparada?
—Sí.
Waylander salió a la oscuridad y corrió por el camino. Giró a la izquierda en dirección a la cascada. Kiva lo siguió. El hombre trepó por las rocas y se introdujo en una abertura. La esperó y la ayudó a subir.
—Esta escalera lleva al palacio —le dijo—. Cuando lleguemos, quiero que te abras paso hasta la escalera que hay debajo de la biblioteca. Tápate con el manto de oscuridad y sube hasta poder ver qué hay en la habitación. No hagas nada más hasta que yo actúe. ¿Entendido?
—Sí.
Waylander cogió de la mano a Kiva y la guío por las escaleras. La oscuridad era absoluta. Cuando llegaron al final, se detuvieron para escuchar. No se oía nada. Waylander abrió el panel corredero que conducía al pasillo, justo fuera del salón principal. Había lámparas encendidas, pero no se veía a nadie. Soltó la mano de Kiva.
—Que tengas mucha suerte —dijo a la joven antes de marcharse a toda prisa.
De repente, Kiva sintió miedo. Durante todo el tiempo que había pasado con Waylander se había sentido protegida. Al quedarse sola se dio cuenta de que le temblaban las manos.
«Sé fuerte», se dijo, y corrió por el pasillo hacia la escalera de la biblioteca.
—No los veo —dijo Eldicar Manushan, examinando los jardines en terraza. Tres Espadas no contestó. Intercambió una mirada con Brazo de Hierro, que asintió. Tres Espadas se apartó. Siempre había apreciado a Paso Veloz. Era un guerrero fiable que mantenía la calma en las situaciones tensas. Sería difícil de sustituir.
—¿Por qué tardan tanto? —preguntó Eldicar Manushan—. ¿Se estarán comiendo su corazón?
—No están comiendo nada —contestó Tres Espadas—. Están muertos.
—¿Muertos? —repitió el mago, levantando la voz—. ¡Pero si son kriaz nor! ¿Cómo pueden estar muertos?
—Nosotros también morimos. No somos invulnerables. Evidentemente, este asesino es tan terrible como temías. ¿Estás seguro de que es un humano y no un Mezclado?
Eldicar Manushan se enjugó el sudor del rostro.
—No sé qué es, pero lo vi matar a un bezha. Hace poco entró en una casa rodeada de guardias y perros asesinos; mató al comerciante que vivía en ella y salió sin que nadie lo viera.
—Puede que sea un mago.
—Me habría dado cuenta —contestó Eldicar—. No; es sólo un hombre.
—Bien —repuso Brazo de Hierro—. «Sólo un hombre» ha matado a dos kriaz nor. Y ahora viene a por ti.
—¡Cállate! —gritó Eldicar, volviéndose para mirar por el balcón. Observó los escalones, cincuenta pies por debajo, en busca de algún movimiento. Las nubes tapaban la luna y un relámpago surcó la bahía, seguido unos segundos después por un trueno. La lluvia empezó a caer, golpeando las paredes blancas del palacio. Apenas se divisaba nada. Eldicar buscó refugio en el umbral del balcón.
En la biblioteca, Tres Espadas estaba a punto de servirse una copa de agua cuando se detuvo y olfateó el aire. Brazo de Hierro también había captado el olor. Dejó la jarra en la mesa, con cuidado, y se volvió, escudriñando la habitación y la escalera de hierro que conducía a ella. No veía nada, pero sabía que había alguien cerca. Brazo de Hierro avanzaba furtivamente pegado a la pared.
Tres Espadas caminó hacia la escalera, fingiendo que iba sin rumbo fijo, y al llegar cerca se lanzó hacia delante. De repente, una ballesta salió de la nada y disparó una flecha. El kriaz nor se echó a un lado; la saeta pasó silbando junto a él. Una segunda siguió a la primera. Tres Espadas levantó un brazo, y la flecha le rozó el dorso de la mano antes de clavarse en un estante de libros. Tres Espadas aferró el brazo que sujetaba la ballesta y, con un tirón, arrojó al asesino al interior de la sala. Cayó pesadamente. Tres Espadas corrió hacia él. El asesino estaba de rodillas, aunque no era aquello lo que se veía. Se veían una cabeza y un brazo, y un pie que parecía no salir de ningún sitio. Apartó de un tirón el manto de bezha con una mano, mientras ponía en pie al asesino con la otra. Estaba a punto de cortarle la garganta cuando se dio cuenta de que se trataba de una joven. Haciendo caso omiso de sus patadas, se volvió hacia Eldicar Manushan.
—No es tu Waylander —dijo—. Es una mujer.
—Bueno, pues mátala —gritó Eldicar.
La mujer se sacó un puñal del tahalí. Tres Espadas se lo arrancó de la mano despreocupadamente.
—Deja de moverte tanto —le dijo—. Empiezas a molestarme.
—¿A qué esperas? —dijo Eldicar—. Mátala.
—Ya maté a una mujer por vos, mago. No me gustó, pero lo hice. Sin embargo, no es algo que esté dispuesto a repetir. Soy un guerrero, no un asesino de mujeres.
—Entonces hazlo tú —ordenó Eldicar a Brazo de Hierro.
—Tres Espadas es mi capitán. No haré lo que él no quiera.
—¡Perros insolentes! Tendré que matarla yo mismo.
Eldicar desenvainó un puñal y se apartó de la puerta del balcón. En aquel momento, algo se movió detrás de él. Una mano lo sujetó por el cuello de la túnica y tiró de él hacia atrás. Golpeó la barandilla, y su cuerpo se balanceó antes de caer. Brazo de Hierro corrió al balcón. Allí no había nadie. Levantó la vista.
Entre la lluvia vio una figura que escalaba la pared, hacia el balcón superior de la torre de la biblioteca. Miró hacia abajo. Cincuenta pies más allá, el mago yacía entre las rocas. Brazo de Hierro volvió a la habitación y se dirigió a las escaleras.
Tres Espadas lo detuvo.
—Créeme, amigo mío, no quieres entrar ahí.
Miró a la mujer que sujetaba y la soltó. Ella estuvo a punto de caer. Tres Espadas se dio cuenta de que tenía un golpe en un lado de la cara, y apenas podía abrir el ojo izquierdo.
—Siéntate —le dijo—, y bebe un poco de agua. ¿Cómo te llamas?
—Kiva Taliana.
—Bien, Kiva Taliana, bebe y repón fuerzas. Y después, yo en tu lugar me marcharía de esta torre.
Eldicar Manushan estaba inmóvil. El dolor amenazaba con hacerle perder el sentido, pero se concentró para bloquearlo. Esforzándose para conservar la calma, proyectó el espíritu fuera de su cuerpo roto. Había caído de espaldas, pero afortunadamente, no se había roto la columna. Tenía la cadera destrozada, y la pierna izquierda rota por tres sitios. También se había fracturado la muñeca izquierda. La cabeza había esquivado las piedras del camino y había aterrizado en la tierra, sobre un macizo de flores. De lo contrario se habría roto el cráneo. Tenía algunas heridas internas, pero se las curó lenta y cuidadosamente. En ocasiones, el dolor traspasaba sus defensas, pero lo contenía y seguía concentrando el poder en las heridas, para acelerar la curación. No podía hacer gran cosa con los huesos rotos en tan poco tiempo, pero endureció los músculos que los rodeaban para enderezarlos.
La lluvia lo golpeaba con fuerza. Un relámpago surcó el cielo. Su luz le permitió ver a Waylander, que escalaba la fachada. Casi había llegado al balcón superior. A pesar de los huesos rotos, se sintió aliviado. No tendría que estar allí cuando llegara Anharat. Y mejor aún; el Señor de los Demonios no podría ser invocado a través de él.
Giró cuidadosamente hasta colocarse boca abajo y se enderezó para ponerse de rodillas. Sintió una punzada de dolor en la cadera, pero los músculos le sujetaban la pelvis. Se puso en pie y dejó escapar un gemido cuando se apoyó en la pierna rota y un fragmento de hueso se le clavó en la carne. Se agachó y lo colocó en su sitio, apretando con el pulgar. Después volvió a tensar los músculos.
Respiró profundamente y volvió a apoyarse en la pierna herida. Aguantaba su peso. Había empleado casi todo su poder, y sabía que tenía que encontrar un lugar seguro donde descansar y recuperarse. Avanzó lentamente hacia el palacio y entró por el pasillo opuesto a la sala del roble. De repente pensó que no quería estar allí. Quería irse a casa. Si pudiera llegar a los establos y ensillar un caballo, podría ir al portal y atravesarlo, y nunca más tendría que servir a monstruos como Deresh Karany. Pensó en la casa de su familia, a orillas del lago, y en la fresca brisa que soplaba desde las cumbres nevadas.
Se detuvo mientras el dolor recorría su cuerpo.
«Nunca debí venir», pensó. Aquel asunto estaba acabando con él. Volvió a ver el desprecio en los ojos del kriaz nor cuando le había ordenado la muerte de la chica, y recordó la noche de horror que había vivido cuando los kraloz habían masacrado a los nobles de Káidor.
—No soy un hombre malvado —susurró—. La causa era justa.
Intentó aferrarse a las enseñanzas de su juventud sobre la grandeza de Kuan Hador y su misión divina de llevar la paz y la civilización a todos los pueblos. ¿Paz y civilización? Deresh Karany, rodeado de cadáveres mutilados, estaba invocando al Señor de los Demonios.
—Me voy a casa —dijo Eldicar Manushan.
Caminó cojeando hasta la puerta principal, la abrió de par en par y salió a la noche tormentosa.
Entonces se encontró frente a una multitud furiosa, encabezada por el sacerdote Chardyn.
Mientras conducía a los ciudadanos colina arriba, hacia el Palacio Blanco, Chardyn, el sacerdote de la Fuente, era presa de infinidad de emociones contradictorias. La primera de ellas, que prevalecía sobre las demás, era un miedo terrible. La cólera justificada lo había conducido a lanzar aquel discurso en el templo, y mientras hablaba estaba convencido de que un ejército de personas normales podría hacer frente a unos cuantos soldados y un mago.
Pero cuando comenzó la marcha, muchos de sus seguidores se quedaron atrás, y la tormenta había disuadido a más aún. De modo que, cuando llegó al Palacio Blanco, encabezaba un grupo de unas cien personas empapadas, muchas de las cuales eran mujeres.
Les había prometido que la Fuente mostraría Su poder. Había hablado de un escudo de trueno y una lanza de relámpago. Pues bien; ya tenía los truenos y los relámpagos, acompañados de una lluvia que había calado a sus parroquianos, enfriando su ardor.
Muy pocos de sus acompañantes iban armados. No habían ido a luchar, sino a presenciar el milagro. Benae Tarlin, el constructor, llevaba una lanza de hierro, y a su derecha iba Lalitia, blandiendo un puñal. Benae había pedido a Chardyn que bendijera su arma. El sacerdote le había puesto las manos encima, solemnemente, y había entonado en voz alta: «Ésta es el arma de los justos. Que resplandezca con la luz de la Fuente». Aquello había ocurrido en Carlis, y la multitud había vitoreado enfervorecida. Chardyn, sin embargo, se había fijado en que la vieja lanza tenía la punta oxidada y había perdido el filo.
La multitud remontó la colina y divisó el palacio.
—¿Cuándo veremos la magia? —preguntó Benae Tarlin.
Chardyn no contestó. Su túnica blanca estaba empapada y sentía un profundo cansancio. Hacía mucho tiempo que su cólera había sido sustituida por una sensación de fatalidad inevitable. Lo único que sabía era que entraría en el palacio y haría lo posible por retorcerle el pescuezo a Eldicar Manushan. Siguió avanzando, con Lalitia a su lado.
—Espero que tengas razón con lo de la Fuente —dijo la mujer.
Cuando se acercaron se abrieron las puertas del palacio, y se encontraron a Eldicar Manushan ante ellos.
Chardyn lo vio y dudó. Un trueno sonó a su alrededor, y el sacerdote pudo notar que el temor se apoderaba de la multitud. Eldicar Manushan lo miró.
—¿Qué buscáis aquí? —gritó.
—He venido en nombre de la Fuente para poner fin a vuestra maldad —contestó Chardyn, consciente de que su voz, normalmente poderosa, carecía de convicción.
Eldicar se apartó de la entrada. La multitud se detuvo.
—Marchaos —bramó el mago— o convocaré demonios que os destrozarán a todos.
Benae Tarlin se apartó de Chardyn. Lalitia maldijo y se acercó a él.
—Dadme eso —dijo entre dientes, arrancándole la lanza de la mano.
Giró en redondo, corrió unos pasos hacia Eldicar Manushan y le arrojó el arma.
El mago adelantó el brazo, sorprendido, pero la lanza se le clavó en el vientre. Trastabilló y estuvo a punto de caer. Después agarró el mango de hierro con las dos manos y se sacó la lanza del cuerpo.
—¡No puedo morir! —gritó.
Sus palabras fueron acompañadas de un trueno, y un relámpago cayó del cielo. La lanza de hierro que Eldicar sujetaba en las manos estalló en un fogonazo de luz blanca. El mago saltó por los aires. La fuerza de la explosión hizo caer a Lalitia. Chardyn corrió junto a ella para ayudarla a levantarse. Después caminó lentamente hacia el cuerpo carbonizado de Eldicar Manushan. Había perdido un brazo y tenía el pecho abierto. La lanza le había atravesado la cara y salía por la parte posterior de la cabeza.
Mientras contemplaba el cuerpo del mago, vio que se retorcía. Una pierna tenía convulsiones. Los ojos se abrieron. La sangre brotaba de su pecho, pero la herida empezaba a cerrarse.
Lalitia se arrodilló a su lado y le cortó la garganta con el puñal. Brotó más sangre de la yugular. Eldicar siguió con los ojos abiertos durante un momento y la miró aterrorizado. Después cerró los ojos y dejó de moverse.
Benae Tarlin se acercó a Chardyn, y los demás lo siguieron.
—¡Alabada sea la Fuente! —dijo alguien.
—¡Hemos visto la lanza de relámpago! —dijo otra persona.
Chardyn apartó la mirada del cadáver carbonizado y vio que la multitud extasiada tenía los ojos clavados en él. Benae Tarlin tomó su mano y se la besó. Se dio cuenta de que la gente esperaba a que dijera algo; palabras grandiosas y memorables, a tono con la ocasión. Pero no tenía nada que decir.
Se apartó y empezó a caminar hacia Carlis.
Lalitia fue hacia él y lo tomó del brazo.
—Ahora eres un santo, amigo mío —le dijo—. Un hombre que obra milagros.
—No ha sido ningún milagro. Lo ha alcanzado un relámpago en una tormenta —dijo Chardyn—. Y soy un farsante.
—¿Cómo puedes decir eso? Les has prometido que la Fuente acabaría con él, y así ha sido. ¿Por qué sigues dudando?
Chardyn suspiró.
—Soy un mentiroso y un embaucador. Tú, aunque te amo con locura, eres una puta y una ladrona. ¿Crees que la Fuente obraría sus milagros a través de personas como nosotros?
—Quizá sea ése el verdadero milagro —dijo Lalitia.
Waylander sentía que se le agarrotaban los dedos de la mano izquierda mientras escalaba la pared, sujetándose en las junturas del recubrimiento de mármol. Las grietas eran estrechas, de menos de media pulgada en algunos lugares. La lluvia caía sobre él, y tenía las manos resbaladizas. Se detuvo para abrir y cerrar la mano izquierda unas cuantas veces, y después siguió subiendo.
Una figura apareció en el balcón, por encima de él. Se quedó congelado. Un relámpago iluminó la bahía y el asesino vio, a la intensa luz, un rostro de pesadilla. La cabeza, ensanchada monstruosamente en las sienes, era triangular, con unos grandes ojos almendrados. La textura de la piel grisácea era escamosa, como la de una serpiente. Entonces, la criatura se apartó del balcón y volvió a entrar en la torre. Waylander se sujetó a la barandilla y se encaramó. Se sacó la ballesta del cinturón y entró en la sala.
Algo brillante pasó junto a su rostro. Se lanzó a la derecha. Otro proyectil ardiente pasó cerca de él. Se arrodilló, con la ballesta alzada, y vio que la criatura adelantaba la mano. Una bola de fuego apareció en la palma. Waylander disparó; la flecha atravesó la esfera ardiente y se hundió en el hombro del monstruo. Éste saltó hacia delante y giró, sacudiendo la gran cola como un látigo. Waylander se lanzó a la izquierda; la uña afilada no lo alcanzó por una pulgada. Volvió a disparar. La flecha se hundió en la cara de la criatura, que cayó pesadamente. Waylander tensó la cuerda superior y colocó otra flecha.
La criatura yacía inmóvil.
De repente, Waylander sintió una inmensa piedad por la bestia, y un deseo incontenible de hacerse amigo suyo. En aquel momento supo que no podía ser malvada, que sólo deseaba amor y amistad. Le parecía increíble haber intentado matarla. La criatura se levantó lentamente y se giró. Waylander se relajó. Entonces se fijó en los cadáveres que llenaban la estancia. En la esquina había un cuerpo destrozado; al ver la trenza dorada se dio cuenta de que se trataba de Norda.
Volvió a mirar a la criatura. No había sentido en toda su vida tanto amor como en aquel momento. En el fondo de su mente, recordó lo que le había contado Ustarte sobre el hechizo de cordialidad que utilizaba Deresh Karany. La criatura estaba más cerca; la uña que remataba su cola brillaba a la luz de la lámpara.
—¿Morirías por mí? —le preguntó el monstruo con tono amable.
—Esta noche no —contestó Waylander. Con un enorme esfuerzo, levantó la ballesta y apretó el gatillo. La flecha atravesó el cuello de la criatura. Deresh Karany dejó escapar un grito, y el hechizo se rompió.
Waylander tiró la ballesta al suelo, sacó un puñal arrojadizo y lo lanzó contra el pecho del hechicero. Deresh Karany gritó y cargó contra él, dispuesto a destrozarlo con las garras. Waylander se arrodilló rápidamente y se lanzó hacia la derecha. La cola del monstruo lo golpeó y lo lanzó contra una mesa de roble. Waylander se levantó y sacó la espada corta. La bestia levantó la cola, dispuesta a golpearlo de nuevo, y la hoja de Waylander se clavó en ella profundamente. Un grito agudo salió de la garganta de Deresh Karany, que dio un paso atrás, sangrando.
—No puedes matarme, mortal —le dijo.
—Pero puedo arrastrarte a un mundo de dolor —respondió Waylander.
Otro puñal surcó el aire y se hundió en el bíceps de la criatura.
Deresh Karany dio otro paso atrás y empezó a recitar un encantamiento. Waylander no había oído nunca aquel idioma. Era gutural y áspero, pero con un ritmo muy marcado. El aire de la habitación se enfrió a medida que la voz se hacía más fuerte. Las paredes empezaron a vibrar; los estantes caían con estrépito. Al darse cuenta de que la criatura estaba invocando a un demonio, Waylander se lanzó contra ella. Deresh Karany giró en redondo. Su cola ensangrentada golpeó a Waylander como un látigo, arrojándolo al otro extremo de la habitación.
El hombre cayó pesadamente y se golpeó la cabeza contra la pared. Aturdido, se esforzó para levantarse. En la pared opuesta se estaba formando una luz brillante. La piedra empezó a desmoronarse. Desesperado, Waylander sacó otro puñal y lo lanzó con todas sus fuerzas. Fue a parar a la mano extendida de Deresh Karany. Waylander lo oyó gemir de dolor, y dejó de recitar durante un momento, pero después volvió a comenzar. El frío se hizo más intenso. Waylander se estremeció. El miedo crecía en su interior. No temía a la muerte; ni siquiera al fracaso. Era miedo en estado puro. Sintió la presencia de algo tan primitivo y poderoso que no podía enfrentarse a ello. Se sintió como una brizna de hierba que intentara resistir un huracán.
Todo su cuerpo temblaba. Deresh Karany dejó escapar una carcajada; era un sonido sobrecogedor.
—Puedes sentirlo, ¿verdad? —gritó—. ¿Dónde están ahora tus puñales, hombrecillo? ¡Aquí tienes uno!
El ipsissimus se arrancó el puñal del brazo y lo lanzó hacia Waylander. Cayó en el suelo, cerca de él. Se sacó las otras hojas y las tiró con despreocupación.
—Date prisa; recógelos —le dijo—. Me gustará verte usarlos contra el más poderoso de los demonios, el Señor del Abismo. ¿Te sientes honrado? ¡Tu alma está a punto de ser devorada por el mismísimo Anharat!
El aire vibró alrededor de Waylander. El terror se apoderó de él, y sintió un deseo desesperado de huir de aquel lugar.
—¿Por qué no corres? —se burló Deresh Karany—. Si eres suficientemente rápido, puede que sus alas no te alcancen.
Waylander alzó la espada con esfuerzo, auxiliado por la cólera. Le costaba mantenerse en pie, pero se preparó para un último ataque.
Una figura oscura apareció en la pared brillante, se agachó y entró en la habitación. Tenía la piel cubierta de escamas negras, la cabeza redonda, y las orejas largas y puntiagudas. Mientras entraba fue incorporándose, debía de medir más de diez pies, y casi alcanzaba las vigas con la cabeza. Unas alas negras se extendieron hasta rozar las paredes. Los ojos del demonio eran de fuego, y las llamas bailaban en sus anchas fauces. Un olor nauseabundo llenó la habitación. Waylander lo reconoció: era el hedor de la carne podrida.
—Yo te he invocado, Anharat —dijo Deresh Karany.
—¿Con qué motivo, humano?
Mientras Anharat hablaba, el fuego salía de su boca, arremolinándose alrededor de su cara. Su voz resonaba en toda la estancia.
—Quiero que mates a mi enemigo.
Los ojos ardientes del Señor de los Demonios se clavaron en Waylander. Cruzó la habitación pesadamente. Cuando las garras que tenía por pies tocaron la alfombra, el tejido estalló en llamas. El humo rodeaba a la criatura.
Waylander dio la vuelta a la espada corta y la agarró por la hoja, como si se preparase para lanzarla al pecho del demonio.
La bestia se detuvo, echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír. Su boca arrojaba llamas, y el sonido hacía temblar toda la habitación. Waylander lanzó la espada. Cuando abandonó su mano, el arma estalló en llamas y salió disparada hacia arriba, hasta clavarse en una viga. El Señor de los Demonios se volvió hacia Deresh Karany.
—Éste es un momento memorable —dijo—. Siempre he detestado a los humanos, Deresh Karany, pero por ti siento el desprecio más profundo. ¿No te advertí de que este portal estaría protegido? ¿No te dije que sólo lo abriría el sacrificio de tres reyes? ¿Me escuchaste? ¡No! Mis seguidores han encontrado la muerte por centenares, y ahora tienes el atrevimiento de invocar a Anharat para que mate a un solo hombre.
—Debes obedecer, demonio —gritó Deresh Karany—. He seguido los antiguos rituales, hasta el último detalle. Te he dado diez muertes, y he entonado el hechizo a la perfección. No tienes más remedio que seguir mis instrucciones.
—¡Oh, esto es genial! Eres un hábil hechicero, Deresh Karany. Conoces todas las leyes que rigen la forma de convocar a los demonios. ¿Tendrías la amabilidad de recordarme la primera?
—Tiene que haber una muerte. Ése es el precio. Y la habrá, Anharat. Mátalo y habremos completado el ritual.
—¿Y cuántas veces puede morir un hombre? —preguntó el Señor de los Demonios, avanzando lentamente hacia el ipsissimus.
Waylander lo contempló en silencio; Deresh Karany intentó apartarse, pero la pared lo detuvo.
—No lo entiendo —dijo con voz temblorosa—. Mátalo y desaparece.
—No puedo matarlo, mortal. Porque este hombre ya está muerto. Su corazón ya no late. Su cuerpo se mueve gracias a un hechizo.
—¡No puede ser! —gritó Deresh Karany—. Es una trampa.
—Es la primera ley —dijo Anharat—. He de cobrarme una vida.
Adelantó el gigantesco brazo. Sus afiladas uñas atravesaron el cuerpo de Deresh Karany y lo lanzaron por los aires. Ante los ojos de Waylander, el Señor de los Demonios abrió el pecho del hechicero y le arrancó el corazón. A pesar de todo, Deresh seguía debatiéndose.
—Mejor aún —dijo Anharat—. Dominas el arte de la regeneración. Ahora desearías no haberlo conseguido. Porque ahora puedes tardar más de cien años en morir.
Una llamarada salió de las fauces del demonio y abrasó el corazón que tenía en la mano. Se volvió, con movimientos lentos, y caminó hacia la pared iluminada. Cargado con Deresh Karany, que no dejaba de debatirse, Anharat se agachó y cruzó el portal.
Cuando se cerró, Waylander oyó un último grito desesperado.
Después se hizo el silencio.
Kaisumu sabía que jamás había luchado mejor. Representaba a la humanidad en una batalla por salvar el mundo, y el orgullo llenaba sus músculos con un poder que jamás había experimentado. Era para aquello para lo que se había estado preparando durante toda su vida: para ser el instrumento del bien contra el mal; para ser el héroe. Era imparable, y combatía junto a los riai nor con una fiereza estremecedora.
Al principio se abrieron paso entre las filas superiores de kriaz nor, dirigiéndose hacia el gran arco. Era una visión curiosa, y Kaisumu no podía evitar admirarla ni siquiera durante el combate. Por encima de ellos, el firmamento estaba iluminado por la luna y las estrellas; sin embargo, la luz del sol salía del portal, arrojando una luz dorada sobre las ruinas de Kuan Hador. De vez en cuando, un relámpago azul oscuro salía de la abertura y llenaba el aire con un olor acre.
Los riai nor seguían avanzando; cuatro guerreros atravesaron las líneas de kriaz nor y corrieron hacia el portal. Una docena de kriaz nor salió tras ellos. Cuando los guerreros vestidos de gris llegaron al portal, introdujeron las espadas en la luz dorada. Las espadas, al atravesar la abertura, brillaron con un resplandor dorado cegador. El gran arco se iluminó de azul. A Kaisumu le pareció algo más oscuro que antes, pero la luz del sol de otro mundo seguía atravesándolo. Desarmados, los cuatro riai nor se volvieron y se lanzaron contra sus enemigos. Tardaron unos segundos en caer.
Aquello había ocurrido casi una hora atrás.
Ahora, el resplandor era pálido, y Kaisumu podía ver vetas blancas. Sólo seguían combatiendo treinta riai nor, y aunque habían diezmado al enemigo, los kriaz nor seguían doblándolos en número. Ren Tang había muerto un momento antes, abatido por dos kriaz nor. Mientras caía con el pecho perforado, arrastró tras sí a un enemigo y le desgarró la garganta con los dientes.
El sonido del trueno les llegó desde la distancia; en la bahía de Carlis se había desatado una tormenta. El viento cambió, y una lluvia ligera empezó a bañar las minas. Los ropajes grises de Kaisumu estaban empapados de sangre, y la lluvia hacía resbaladizo el terreno. Sin embargo, siguió luchando con un frenesí incontrolable. Otros dos riai nor se abrieron paso tras las líneas enemigas, corrieron hacia el portal e introdujeron las espadas en él. Cuando las hojas desaparecieron, las vetas blancas de la luz se desvanecieron, y el brillo azul se hizo tan intenso que el sol dejó de atravesarlo. Tres guerreros kriaz nor se apartaron de la batalla, mataron a los riai nor desarmados y se apostaron frente al portal, dispuestos a combatir a cualquiera que intentase alcanzarlo.
Song Xiu mató a dos guerreros y se lanzó hacia la abertura. Kaisumu se agachó para esquivar una espada, asestó un golpe al enemigo que la blandía y corrió hacia el portal, pero antes de que el riai nor y él pudieran alcanzarlo, un grupo de kriaz nor los interceptó. Song Xiu y Kaisumu, espalda contra espalda, luchaban enconadamente. Los riai nor que quedaban acudieron a ayudarlos. Muchos fueron abatidos.
Sólo quedaba una docena, formando un círculo defensivo. Estaban agotados.
—Bastaría con dos espadas; puede que con una —dijo Song Xiu durante un instante de calma.
Maldijo y miró el arco de piedra. Ahora estaban tan cerca que sus rostros, y los de sus adversarios, estaban iluminados de azul. Un guerrero intentó lanzar la espada por encima de los kriaz nor. Surcó el aire en dirección al portal, pero un enemigo saltó y la cogió por la empuñadura. La hoja tembló y se rompió en pedazos.
Song Xiu miró con malevolencia a los kriaz nor que quedaban; estaban a unos diez pies de ellos. También estaban agotados.
—Una última carga —dijo Song Xiu.
Algo se movió a la izquierda de Kaisumu. Volvió la mirada.
Una figura reptaba tras un muro en ruinas. Kaisumu pudo distinguir un jubón de piel de lobo. De repente, Yu Yu Liang se puso en pie de un salto y corrió hacia el portal. Los tres kriaz nor que montaban guardia corrieron a bloquearle el camino.
Yu Yu saltó hacia ellos, blandiendo la espada.
—¡Ahora! —gritó Song Xiu.
Los riai nor cargaron. Kaisumu perdió de vista a Yu Yu, y se unió a Song Xiu y los demás. Se lanzaron contra el enemigo, pero los kriaz nor no cedieron, y los cansados atacantes no lograban apartarlos.
La batalla parecía estar librándose en un sueño; los movimientos de los guerreros eran lentos y pesados. Al final, todos se detuvieron y se quedaron mirándose entre sí. Sólo quedaban en pie ocho riai nor y catorce kriaz nor.
Kaisumu miró a su alrededor, en busca de Yu Yu. Sabía lo que iba a encontrarse.
El cuerpo del picapedrero yacía en el suelo, cerca del portal. Tenía el brazo derecho cortado, y la espada rainí estaba tirada a su lado. Kaisumu sintió que el dolor lo invadía. Entonces vio que el cuerpo se movía. Los kriaz nor que custodiaban el portal se habían apartado, para ayudar a sus camaradas en el combate. Ninguno de ellos podía ver a Yu Yu.
Kaisumu miró mientras Yu Yu giraba sobre su costado. Tenía una enorme herida en el vientre, por la que escapaban sus entrañas. A pesar de ello empezó a arrastrarse, dejando un rastro de sangre en las rocas. Adelantó la mano izquierda y cogió la espada caída. Dejó escapar un gemido. Uno de los kriaz nor giró en redondo. Yu Yu lanzó la espada al portal.
Hubo un estallido de luz, acompañado de un sonido agudo que hizo vibrar el suelo. El relámpago azul dejó de oscilar, y un resplandor plateado emanó del arco de piedra.
Los kriaz nor se volvieron y corrieron hacia el portal. Trece de ellos lograron cruzarlo, pero cuando pasaba el último, el resplandor gris se convirtió en roca sólida. Al principio pareció que había chocado, pero entonces, su cuerpo resbaló por la piedra y cayó de espaldas. Estaba partido por la mitad.
Kaisumu corrió junto a Yu Yu y le dio la vuelta con cuidado. Los ojos del picapedrero estaban abiertos.
—Oh, amigo mío —dijo Kaisumu, mientras las lágrimas coman por su rostro—. Has cerrado el portal.
Yu Yu no podía oírlo; Kaisumu contempló el rostro muerto de su amigo. Lo abrazó fuertemente y permaneció así. Song Xiu caminó a su lado y se sentó. Guardó silencio un rato, mientras Kaisumu lloraba. Después habló:
—Era un buen hombre.
Kaisumu besó a Yu Yu en la frente y lo dejó recostado en la tierra.
—No tiene sentido —murmuró, enjugándose las lágrimas—. Podría haber vivido. No quería ser el pria shaz. No quería combatir a los demonios y morir. Entonces, ¿por qué? ¿Por qué ha desperdiciado su vida?
—No la ha desperdiciado, humano. La ha entregado. Por ti, por mí, por esta tierra. ¿Por qué crees que fue elegido? Si la Fuente hubiera querido al mejor espadachín, te habría elegido a ti. Pero no era así. Quería a un hombre; a un hombre normal. —Song Xiu rió—. Un picapedrero con una espada robada. Y mira lo que ha conseguido ese picapedrero.
—Pero me entristece —dijo Kaisumu, alargando la mano para acariciar el rostro de Yu Yu.
—A mí me llena de orgullo —dijo Song Xiu—. Buscaré su alma en el Vacío y caminaremos juntos.
Kaisumu miró al guerrero. Tenía el pelo canoso y el rostro surcado de arrugas.
—¿Qué te está pasando?
—Me estoy muriendo —contestó el riai nor—. Éste no es nuestro tiempo.
Kaisumu miró a su alrededor y vio que los demás Hombres de Barro yacían a su alrededor, inmóviles.
—¿Por qué? —preguntó.
—Deberíamos haber muerto hace cientos de años —contestó Song Xiu, con un hilo de voz—. Sabíamos que cuando volviéramos sólo tendríamos unos días de vida. Yu Yu Liang ha hecho que el precio que pagamos mereciera la pena.
Song Xiu se tumbó. Ahora tenía el pelo blanco y la piel seca como un pergamino. Kaisumu se acercó a él.
—Lo siento —dijo—. Te juzgué mal. Os juzgué mal a todos. Perdóname.
El riai nor no contestó. Una brisa recorrió las ruinas. El cuerpo de Song Xiu se estremeció y se convirtió en polvo.
Kaisumu se quedó sentado durante un rato, perdido en pensamientos y recuerdos agridulces. Después cogió la espada y cavó una tumba para Yu Yu Liang. La cubrió de piedras, enfundó el arma y se alejó de las ruinas de Kuan Hador.
Waylander cogió la ballesta y los puñales, y bajó por la escalera hacia la biblioteca inferior. Kiva estaba allí, pero no había ni rastro de los dos guerreros. Cuando lo vio, se levantó y lo rodeó con los brazos.
—Se han ido —dijo—. ¿Cómo te encuentras?
—Como si estuviera muerto —contestó con una sonrisa incómoda.
—He oído al… demonio —dijo la joven—. Nunca había pasado tanto miedo. Ni siquiera cuando Camran me sacó del pueblo.
—Ahora parece que hace mucho tiempo —dijo Waylander.
La tomó de la mano y bajó con ella los escalones de la terraza. Ustarte esperaba.
—El portal está cerrado —les dijo—. Yu Yu Liang ha muerto para conseguirlo. Kaisumu ha sobrevivido.
Waylander miró a su alrededor, buscando a Eldicar Manushan.
—Está muerto —dijo Ustarte.
—¿Verdaderamente muerto? Antes creí que la caída habría sido suficiente para matarlo.
—Tenía poderes regenerativos, pero no bastaron cuando lo alcanzó un rayo.
—Así que todo ha terminado —dijo con voz cansada—. Me alegro. ¿Dónde está Matze Chai?
—Sigue atado en la bodega. Kiva puede ir a soltarlo. Vos y yo tenemos que ir a los establos.
—¿Por qué?
—Tengo un último regalo para vos, amigo mío.
Waylander sonrió.
—Siento la proximidad de la muerte, Ustarte. Mi sangre fluye con más lentitud. El hechizo empieza a desvanecerse. No creo que sea momento para los regalos.
—Confiad en mí, Hombre Gris.
Lo tomó del brazo y salió del palacio con él.
Kiva corrió a la bodega en busca de Matze Chai. El anciano estaba desnudo y atado a una silla. Cuando la vio entrar, levantó la vista y la miró confundido.
—He venido a liberaros —le dijo—. El Hombre Gris ha matado al hechicero.
—Por supuesto. ¿Y os puedo preguntar cómo se os ha ocurrido venir a buscarme sin traer algo que pueda ponerme? ¿Es que un poco de peligro hace que todo el mundo se olvide de los modales? Desátame y vete a mi habitación a traerme una túnica adecuada y unos zapatos cómodos.
Kiva sacudió la cabeza y sonrió.
—Disculpad, mi señor —dijo con una reverencia—. ¿Deseáis algo más?
Matze Chai asintió.
—Si alguno de mis criados ha sobrevivido, le puedes pedir que me prepare una infusión dulce.
Amanecía ya cuando Kiva se dirigió a los establos. Se encontró a Ustarte sentada en un banco de piedra, debajo de un sauce. Los dos guerreros kriaz nor estaban a su lado; no había ni rastro del Hombre Gris.
—¿Dónde está? —preguntó.
—Se ha marchado, Kiva. Le he abierto un portal.
—¿Adonde lo habéis mandado?
—Al lugar donde siempre quiso estar.
Kiva se sentó. Una profunda tristeza se apoderó de ella.
—Es difícil de creer que el Hombre Gris ya no esté entre nosotros. Me parecía… no sé, inmortal, invencible.
—Y lo es, querida mía —replicó Ustarte—. Sólo se ha ido de este mundo, pero Waylander nunca morirá realmente. Los hombres como él son eternos. En algún lugar, en este momento, hay otro Hombre Gris preparándose para enfrentarse a su destino.
Kiva observó a los dos guerreros y volvió a mirar a la sacerdotisa.
—¿Y qué hay de vos? ¿Adonde iréis?
—Éste no es nuestro lugar, Kiva. Ahora que ya no empleo casi todo mi poder en combatir a Deresh Karany, tengo suficiente energía para ir a mi mundo.
—¿Vais a volver a la tierra de Deresh Karany?
—La guerra ha terminado para vosotros, pero no para mí. No puedo descansar mientras siga existiendo el mal que desató Deresh Karany.
Kiva se volvió hacia los guerreros.
—¿Y vosotros vais a ayudarla?
—Creo que sí —contestó Tres Espadas.