Mientras caminaba, Waylander relajó los músculos de los hombros. Panagyn era un hombre corpulento, y el sable de caballería había sido forjado a su medida. Era más pesado que los normales y unas seis pulgadas más largo. Supuso que atacaría con una descarga repentina, confiando en vencerlo mediante la fuerza bruta. Waylander se sorprendió a sí mismo al aceptar el duelo. En general, los códigos caballerescos eran asunto de los narradores y juglares que relataban los combates. A los enemigos había que abatirlos con el mínimo esfuerzo; era algo que había aprendido de la forma más difícil durante casi cuarenta años de combates y peligros.
Se preguntó por qué lo hacía, mientras Panagyn también destensaba los músculos de los hombros, haciendo oscilar el sable de un lado a otro.
Entonces lo entendió. Era necesario que existieran aquellos códigos; el mundo sería un lugar peor si los jóvenes como Niallad dejaban de creer en ellos. Tal vez, con el tiempo, el adolescente llegaría a convertir en realidad el código caballeresco en las tierras de Káidor. Aunque Waylander lo dudaba.
«Te estás haciendo viejo y te estás ablandando», se dijo.
Panagyn cargó. En vez de esquivarlo, Waylander saltó hacia él, detuvo el golpe y dio al noble un cabezazo en la cara, aplastándole la nariz. Panagyn se tambaleó hacia atrás. Waylander atacó; su adversario lo bloqueó a la desesperada y retrocedió unos pasos. Waylander caminó en círculo en torno a Panagyn. Éste sacó un puñal y se lo lanzó. Cuando Waylander se agachó para esquivarlo, el aristócrata se arrojó sobre él. Waylander se tiró al suelo y pateó, alcanzando a Panagyn bajo la rodilla izquierda justo cuando el noble cargaba su peso en ella. Panagyn cayó de bruces. Waylander se puso en pie y lanzó un golpe cortante que rozó la cabeza de su adversario, rasgándole la piel. Con un grito de rabia y dolor, Panagyn volvió a cargar. Entonces, Waylander se desplazó hacia la izquierda y esquivó el golpe, al tiempo que hundía la espada corta en el vientre del otro hombre. Sujetó la empuñadura con las dos manos, inclinó la hoja y empujó hasta atravesarle el corazón. El noble sin vida se mantuvo en pie un instante, sostenido por la espada.
—Esto ha sido por Matze Chai —dijo Waylander—. Ahora, púdrete en el infierno.
Panagyn cayó al suelo. Waylander apoyó el pie en el pecho del cadáver, extrajo su espada y limpió la hoja en la túnica de Panagyn.
Se apartó y se volvió hacia los caballos. Entonces se detuvo en seco.
Niallad, inmóvil, lo apuntaba con la ballesta.
—Se ha dirigido a vos por un nombre, Hombre Gris —dijo el muchacho, con el semblante pálido—. Es un término que se empleaba en la antigüedad para referirse a los extranjeros errantes. Decidme que lo ha empleado con ese sentido. Decidme que no sois el traidor que asesinó a mi tío.
—Apartad esa arma, jovencito —dijo Emrin—. Es el hombre que os ha salvado la vida.
—¡Decídmelo! —gritó Niallad.
—¿Qué es lo que queréis oír? —preguntó Waylander.
—Quiero la verdad.
—¿La verdad? Bien; os diré la verdad. Sí; soy Waylander el Destructor, y sí; maté al rey. Lo maté por dinero. Es una acción de la que me he arrepentido toda mi vida. No hay forma de enmendar las cosas cuando se mata al hombre equivocado. Por tanto, si deseáis usar esa arma contra mí, hacedlo. Estáis en vuestro derecho.
Waylander permaneció inmóvil, contemplando la ballesta que sujetaba el muchacho. Era el arma que había utilizado para matar al rey, y con la que había provocado muchas más muertes. En aquel instante en que el tiempo pareció detenerse, Waylander pensó que resultaría adecuado morir por aquella arma, disparada por el único pariente del rey inocente cuya muerte había sumido el mundo en el caos. Se relajó y esperó.
En aquel momento cambió el viento. Ustarte se había acercado; el caballo de Niallad captó su olor y se encabritó. Con el movimiento, Niallad apretó sin querer el gatillo de bronce de la ballesta. La flecha se hundió en el pecho de Waylander. El impacto lo hizo ladearse, dio tres pasos tambaleándose y cayó en la hierba, cerca del cadáver de Panagyn.
Ustarte fue la primera en llegar a él. Lo colocó boca arriba y extrajo la flecha.
—¡No pretendía disparar! —dijo Niallad.
Kiva y Emrin desmontaron y corrieron junto al hombre caído. Ustarte les indicó que se apartaran, con un gesto.
—Dejadme a mí —dijo.
Tomó en brazos al inconsciente Waylander, lo levantó con facilidad y desapareció con él en el bosque.
Cuando abrió los ojos, Waylander estaba tendido en un lecho de hojas. Ustarte se encontraba en cuclillas junto a él. Se llevó la mano al pecho.
—Creía que me había matado —dijo.
—Y estáis en lo cierto —respondió Ustarte, con la voz cargada de tristeza.
Kaisumu contempló las ruinas de Kuan Hador. El sol se estaba poniendo, y la llanura que se extendía a sus pies tenía un aspecto inmensamente pacífico. Se apartó de los guerreros riai nor, se agachó y desenvainó la espada. Una gran tristeza pesaba como una losa en su corazón.
Recordó a su maestro Mu Cheng, el Ojo del Huracán, y los largos años de entrenamiento. Mu Cheng se había esforzado, con gran paciencia, por enseñarle los secretos del camino de la espada; la manera de abandonar el control del pensamiento y convertirse en un arma viviente. La espada, decía Mu Cheng, no era una extensión del hombre; el hombre debía convertirse en una extensión de la espada. Sin emociones, sin miedos, sin ansiedad. Tranquilo y en armonía, el rainí cumplía con su deber, a cualquier precio. Kaisumu lo había intentado. Había luchado con todas las fibras de su ser por dominar la técnica. Su destreza con la espada era mucho más que excelente, pero no lograba alcanzar la sublime habilidad de que hacía gala Mu Cheng.
—Te llegará un día —le decía su maestro—. Y ese día te convertirás en el rainí perfecto.
Dos años después, Kaisumu había aceptado un empleo como guardaespaldas del mercader Lu Fang. No tardó mucho en descubrir el motivo por el que Lu Fang necesitaba la protección de un rainí: la ausencia de moral en aquel hombre rayaba en la perversidad. Sus negocios incluían la prostitución forzada, el tráfico de esclavos y la distribución de narcóticos letales. Cuando se enteró, Kaisumu subió a los aposentos de Lu Fang y le comunicó que no podía seguir siendo su guardaespaldas.
—Pero me diste tu palabra, rainí —había protestado—. ¿Y ahora me vas a dejar sin protección?
—Me quedaré hasta mañana a mediodía —respondió Kaisumu—. Por la mañana, enviad a vuestros sirvientes a buscar otros protectores. Después me marcharé.
Lu Fang lo había maldecido, pero las maldiciones eran palabras vacías a oídos del joven rainí. No había nada de honorable en defender a un hombre como aquél. Caminó hasta el balcón. Dos figuras enmascaradas subían sigilosamente por la escalera. Kaisumu se colocó ante ellas, con la espada desenvainada. Los dos hombres dudaron.
—Marchaos ahora —les dijo— y viviréis.
Los hombres se miraron entre sí. Los dos llevaban puñales de hoja estrecha, pero ninguno portaba espada. Bajaron por la escalera sin dejar de mirar al rainí. Cuando llegaron al final, dieron la vuelta y huyeron.
Entonces apareció otra figura.
Era Mu Cheng.
Mientras contemplaba la llanura de Eiden y las ruinas fantasmagóricas de la antigua ciudad, recordó la conmoción que había sentido al ver a su antiguo maestro. Mu Cheng tenía los ojos enrojecidos, igual que las mejillas. Sus ropas estaban sucias, pero la espada que blandía estaba limpia y brillaba a la luz de las lámparas.
—Échate a un lado, discípulo —dijo Mu Cheng—. El villano morirá esta noche.
—Le he dicho que no puedo seguir a su servicio —dijo Kaisumu—. Me marcharé mañana a mediodía.
—He prometido que morirá esta noche. Échate a un lado.
—No puedo, maestro. Lo sabéis. Hasta el mediodía, soy su rainí.
—Entonces no puedo salvarte —dijo Mu Cheng.
El ataque fue increíblemente rápido. Kaisumu apenas tuvo tiempo de bloquearlo. Los dos espadachines entablaron un combate frenético. Kaisumu no recordaba exactamente cuándo había ocurrido, pero en algún momento, mientras luchaba contra su maestro, había descubierto el camino de la espada. Cedió el control al arma, que empezó a moverse cada vez más deprisa, trazando dibujos de luz en el aire. Mu Cheng se vio obligado a retroceder hasta que, al final, la espada de Kaisumu se clavó en su pecho. El Ojo del Huracán había muerto sin decir una palabra. Su espada cayó al suelo y se deshizo en un centenar de fragmentos.
Kaisumu se quedó mirando el rostro sin vida del hombre al que había venerado.
La voz de Lu Fang llegó desde el balcón, por encima.
—¿Están muertos? ¿Ya no están?
—Ya no están —respondió Kaisumu, apartándose de la casa.
Dos días después, Lu Fang había muerto apuñalado en la plaza del mercado.
Volviendo la vista atrás, Kaisumu se preguntaba por qué había deseado tanto hacerse rainí. A su alrededor podía oír el rudo y gutural idioma de los riai nor. «Qué estúpido he sido —pensó—. Todo lo que me enseñaron se basaba en mentiras. He pasado toda mi vida intentando igualarme a los héroes legendarios, y ahora me encuentro con que eran hombres bestia sin honor».
Yu Yu Liang se acercó y se agachó junto a él.
—¿Crees que vendrán los demonios? —preguntó.
—Vendrán.
—¿Sigues triste?
Kaisumu asintió.
—He estado pensando en tus palabras —dijo Yu Yu—. Creo que te equivocas.
—¿Que me equivoco? —Kaisumu señaló a los guerreros con un gesto—. ¿Te parecen grandes héroes místicos?
—No lo sé. Pero he estado hablando con Song Xiu, y me ha explicado que la fusión afecta al cuerpo de varias formas. Una de ellas es que ningún riai nor puede engendrar hijos.
—¿Adonde quieres llegar? —preguntó Kaisumu con impaciencia.
—Da igual lo que pienses de ellos; el caso es que derrotaron al enemigo. Pero después de que todos hubieran muerto, de viejos o de lo que fuera, ¿quién habría podido sustituirlos? Los hombres normales no tienen suficiente fuerza y velocidad. Así que los antiguos tuvieron que encontrar hombres especiales. Hombres como tú, Kaisumu. No se trata de un engaño ni de un truco. Da igual que los guerreros originales fueran Mezclados. La orden de los rainíes siempre ha sido… pura. Por eso ha inspirado a los nuestros durante siglos. Ya sabes que no me explico bien. Hablar no es lo mío. Creías en historias sobre grandes guerreros. Pues bien; son grandes guerreros. Lucharon y murieron por nosotros. Después te educaron para que creyeras en el código rainí. Es un buen código. No maldices, no mientes, no robas, no haces trampas… Luchas por aquello en lo que crees, y nunca cedes al mal. ¿Qué tiene eso de malo?
—No tiene nada de malo. Sencillamente, no se basa en la verdad.
Yu Yu suspiró y se puso en pie. Song Xiu y Ren Tang se acercaron a ellos.
—El portal está a una hora de aquí —dijo Song Xiu—. Estará custodiado. Uno de nuestros exploradores ha encontrado la pista de un grupo de kriaz nor. Creo que han percibido nuestra llegada y se la han comunicado a sus amos.
—En esas ruinas habrá demonios —dijo Yu Yu—. Llegarán en forma de niebla. Grandes sabuesos de color negro, y criaturas parecidas a osos y serpientes de color blanco.
—Ya hemos luchado contra ellos —dijo Ren Tang.
—Yo también, y no me apetece repetir la experiencia —dijo Yu Yu.
—Y no deberías —dijo Kaisumu con suavidad—. Ya has desempeñado tu papel. Fuiste elegido para encontrar a los Hombres de Barro, y lo has conseguido. A partir de este momento harán falta otras habilidades. Deberías volver a la costa.
—No puedo marcharme ahora —dijo Yu Yu.
—Aquí no hay nada más que puedas hacer. No te ofendas, pero no dominas el manejo de la espada. No eres rainí. Muchos de nosotros, tal vez todos, moriremos en esa llanura. Para eso nos entrenaron. Eres muy valiente, Yu Yu, pero ahora son otras cualidades las que se necesitan. ¿Lo entiendes? Quiero que vivas. Quiero que… vayas a casa y te busques una esposa. Que tengas una familia.
Yu Yu guardó silencio, y después negó con la cabeza.
—Tal vez no sea espadachín —dijo con dignidad—, pero soy el pria shaz. Yo he traído aquí a estos hombres, y los guiaré a la puerta.
—¡Ja! —dijo Ren Tang—. Me caes bien, humano. —Rodeó los hombros de Yu Yu con el brazo y lo besó en la mejilla—. Quédate cerca de mí. Yo te enseñaré a usar el ensartador de demonios.
—Tenemos que partir —dijo Song Xiu.
Yu Yu Liang, el picapedrero chiatze, condujo a los luchadores riai nor a la llanura de Eiden.
Cuando alcanzaron las ruinas, una niebla empezó a formarse delante de ellos.
Norda estaba casi segura de que se trataba de un sueño. Al principio estaba asustada, pero después se tranquilizó y se preguntó qué ocurriría a continuación. Esperaba que Yu Yu Liang apareciera en su sueño.
La primera parte había sido muy realista. Eldicar Manushan la había mandado llamar y le había dicho que Beric necesitaba que alguien le hiciera compañía, ya que él tenía otras cosas que hacer. No le importaba, puesto que Beric era un niño encantador. Se había extrañado cuando le dijeron que la esperaba en la biblioteca de la torre norte. Se estaba haciendo tarde, y según la experiencia de Norda, a los niños no les gustaban los lugares oscuros y fríos.
Subió por la escalera de caracol y se sorprendió al ver a cuatro espadachines vestidos de negro en la biblioteca. Se detuvo, invadida por un temor repentino. Hacía varios días que en el palacio se hablaba de aquellas criaturas de ojos de felino y modales altaneros.
El primero de ellos se inclinó para saludarla y le dedicó una sonrisa de dientes puntiagudos. Le hizo un gesto con la mano, invitándola a terminar de subir la escalera.
En aquel momento Norda no sabía aún que se trataba de un sueño. Subió la escalera hasta llegar a la torre y se encontró a Beric tumbado en un sillón. Sólo llevaba una túnica blanca sujeta con un cinturón. Por el balcón abierto entraba una brisa fresca. Norda se estremeció.
—¿No tienes frío? —le preguntó al muchacho.
—Sí, Norda —respondió con dulzura.
Sintió deseos de abrazarlo, y cruzó la habitación para sentarse junto a él. El niño se acurrucó contra su cuerpo. Fue entonces cuando Norda se dio cuenta de que estaba soñando. Al sentir el contacto del muchacho se vio invadida por una sensación intensísima de amor y satisfacción. Bajó la vista al adorable rostro del niño y vio que estaba hinchado en las sienes; grandes venas azules latían en su frente. Sus ojos se reducían y sus cejas se espesaban; el azul del iris se convertía poco a poco en un marrón rojizo. Parecía estar sonriendo, pero Norda vio que, en realidad, tenía los labios estirados hasta las mejillas, y sus dientes se hacían más largos y felinos. Miraba su rostro muy de cerca. Seguía sintiendo un profundo amor por el niño, aunque era evidente que había dejado de ser un niño. Se arrepintió de haber cenado pan y queso, regados con una copa de vino; aquella combinación siempre le provocaba sueños turbadores. Pero le parecía extraño que apareciera Beric. Normalmente soñaba con hombres hechos y derechos; hombres como Yu Yu Liang y Emrin. Incluso el Hombre Gris había aparecido en los más eróticos.
—No eres tan guapo como antes, Beric —le dijo, mientras alargaba una mano para acariciar la pálida piel grisácea de su rostro. Le rozó con los dedos el pelo, que ahora era oscuro. Tenía el tacto de la piel de un animal.
Beric le puso en el hombro una mano con forma de zarpa. Norda bajó la vista y se dio cuenta de que el muchacho tenía la piel del brazo cubierta de escamas grises.
Algo le rozó la pierna. Norda vio que era una cola larga cubierta de escamas, con lo que parecía una uña afilada en el extremo. Se echó a reír.
—¿Qué es lo que te parece tan gracioso, querida? —preguntó la criatura.
—Tu cola —dijo—. Colas largas. —Volvió a reír—. Emrin tiene la cola larga. La de Yu Yu es más corta y gruesa. Pero no tienen uñas en la punta. Desde luego, nunca volveré a probar el vino lentriano.
—Desde luego que no —dijo la criatura.
La cola subió por el vientre de Norda; la uña le arañaba la piel.
—Eso duele —dijo la mujer, sorprendida—. Nunca había sentido dolor en un sueño.
—Nunca volverás a sentirlo —dijo Deresh Karany.
La uña se hundió en el cuerpo de Norda.
Eldicar Manushan subió la escalera y llamó a la puerta. Cuando entró, echó un vistazo al amasijo informe que unos momentos antes era una mujer joven y llena de vida. El cadáver destrozado estaba tirado en una esquina.
Deresh Karany se hallaba en el balcón, contemplando la noche.
La forma del Mezclado era repugnante; Eldicar se dio cuenta de que su amo había abandonado el hechizo de cordialidad.
—¿Habéis terminado vuestro refrigerio, mi señor? —preguntó Eldicar.
Deresh se volvió lentamente. Tenía las piernas retorcidas, con las rodillas dobladas hacia atrás y los dedos de los pies muy separados. Se equilibraba sobre la cola, que descansaba en la alfombra del suelo.
—Ha sido vigorizante; su esencia era muy poderosa. Me ha proporcionado una visión: Panagyn y Aric han muerto, y el Hombre Gris viene de camino con intención de matamos.
—¿Y el portal, mi señor?
—Los riai nor están combatiendo con intención de alcanzarlo. —Deresh Karany avanzó con torpeza hacia el sillón. Las uñas de un pie se engancharon en la alfombra y estuvo a punto de caer—. Cómo detesto esta forma —dijo entre dientes—. Cuando se abra el portal y esta tierra sea nuestra, encontraré la manera de deshacer esta… esta inmundicia.
Eldicar no dijo nada. Deresh Karany se había obsesionado con la fusión y la capacidad de cambiar de forma a voluntad. En opinión de Eldicar, lo había conseguido de manera admirable. Podría adoptar el cuerpo de un niño perfecto de cabellos dorados o el de aquella poderosa monstruosidad, parte lagarto, parte león. La segunda de las formas encajaba como un guante en su personalidad.
—¿En qué piensas, Eldicar? —preguntó Deresh Karany de repente.
—En los problemas de la fusión —respondió Eldicar—. Habéis dominado el cambio de forma. Estoy seguro de que encontraréis la manera de hacer que la segunda resulte más… atractiva a la vista.
—Sí; lo conseguiré. ¿Has dispuesto a los guardias?
—Sí, mi señor. Tres Espadas y su grupo patrullarán los puntos de acceso inferiores, y los soldados de Panagyn vigilan los terrenos y las otras entradas. Si Waylander viene aquí, será capturado o muerto. Pero no es ninguna amenaza para nosotros. No puede matarnos.
—Podría matarte a ti, Eldicar —dijo Deresh—. Yo podría decidir no revivirte. Dime, ¿qué sentiste cuando los demonios de Anharat te arrancaron el brazo?
—Un dolor insoportable, mi señor.
—Y es por eso, mi querido Eldicar, por lo que no quiero que Waylander llegue hasta mí. No puede matarme, pero puede causarme dolor. No me gusta el dolor.
«Excepto si lo sufren los demás», pensó Eldicar, recordando los agudos dolores de los numerosos vínculos, y la poca importancia que daba Deresh Karany al sufrimiento de su loachái. Deresh siempre prefería el vínculo a la conversación; afirmaba que no quería arriesgarse a que alguien los escuchara. Pero también lo realizaba en muchas ocasiones en que no había nadie suficientemente cerca para oírlos. Una parte de él disfrutaba causando dolor a Eldicar.
«Te odio», pensó. En aquel momento se sintió invadido por una sensación de bienestar. Miró los deformes rasgos de su amo y sonrió. Sabía que era el hechizo de cordialidad que actuaba de nuevo, pero era incapaz de resistirse a su poder. Deresh Karany era su amigo. Amaba a Deresh Karany, y moriría por él.
—Hasta Waylander sería incapaz de resistirse al hechizo —dijo Eldicar—. Os amará como yo os amo.
—Tal vez, pero se lo entregaremos a Anharat, de todas formas.
—¿Queréis decir a uno de sus demonios, mi señor? —preguntó Eldicar, incapaz de ocultar el miedo de su voz.
—No. Me ayudarás a realizar los preparativos para invocarlo.
A pesar de la sensación de bienestar que provocaba el hechizo de cordialidad, Eldicar sintió que su miedo se acrecentaba.
—Mi señor, no necesitáis a Anharat para matar a un mortal. ¿No se ofenderá si lo invocáis para realizar una tarea tan nimia?
—Es posible —convino Deresh—. Pero, por otro lado, hasta al Señor de los Demonios le gustará comer de vez en cuando. Y tiene la ventaja adicional de recordarle a Anharat quién es el amo y quién el sirviente. —Observó el terror de Eldicar y rió, con un sonido desagradable—. No tengas miedo, Eldicar; hay un buen motivo para utilizar a Anharat. Waylander va acompañado de Ustarte, que conoce varios hechizos de protección. Estoy seguro de que le lanzará alguno. Si invocara a un demonio menor y el hechizo fuera eficaz, el demonio se volvería contra mí, o mejor dicho, contra ti, mi loachái. No hay ningún hechizo de protección que supere los poderes de Anharat. Cuando es enviado contra una víctima, no hay nada que lo detenga.
Eldicar sabía que aquello era cierto. Aun así, haría falta mucho poder para invocar al demonio. Se sintió abatido al pensar en lo que le esperaba.
—Elige a diez criados —dijo Deresh Karany—. Que sean jóvenes y, a ser posible, mujeres. Tráelos de dos en dos.
—Sí, mi señor.
Cuando salió de la torre, Eldicar Manushan intentó pensar en lagos y en barcos de vela. Pero no le sirvió de consuelo.
Yu Yu tropezó justo cuando una criatura de pelaje blanco avanzaba hacia él. Song Xiu se interpuso en su camino y lanzó un golpe certero, alcanzando en el cuello a la bestia, que rugió y se lanzó a atacar. Song Xiu levantó a Yu Yu por la ropa y lo lanzó fuera del alcance del demonio. Ren Tang y Kaisumu se unieron al ataque, hasta que la bestia cayó al suelo retorciéndose de dolor. Más demonios salieron por la abertura. Yu Yu clavó la espada en el cuello de una serpiente. Kaisumu decapitó a un negro kraloz que saltaba hacia su garganta.
Cuando se disipó la niebla, los riai nor se reagruparon. Yu Yu miró a su alrededor. Habían perdido aproximadamente cuarenta hombres, y apenas habían avanzado media milla. Los riai nor luchaban con una fiereza increíble. No había gritos de guerra, exhortaciones ni gemidos de dolor de los heridos y moribundos. Sólo había cegadores destellos de luz azul procedente de las espadas místicas, mientras desgarraban la carne del ejército demoníaco que se enfrentaba a ellos.
Kaisumu tenía razón. Aquél no era lugar para Yu Yu. Ahora se daba cuenta. Sólo era un humano torpe y lento. Varios riai nor habían muerto para protegerlo, y tanto Song Xiu como Ren Tang lo vigilaban constantemente.
—Gracias —murmuró Yu Yu, aprovechando la breve calma.
Ren Tang lo miró sonriente.
—Proteger al pria shaz es nuestro deber.
—Me siento idiota —confesó Yu Yu.
Song Xiu se acercó.
—No eres ningún idiota, Yu Yu Liang. Eres un hombre valiente y un buen luchador. Con un poco de fusión, podrías ser muy bueno.
—Ya vienen otra vez —dijo Kaisumu.
—Pues no los hagamos esperar —dijo Ren Tang.
Los riai nor se adelantaron, mientras la niebla los rodeaba. Sobre ellos aparecieron criaturas aladas, que disparaban dardos dentados a los combatientes. Los riai nor sacaron puñales arrojadizos y los lanzaron contra los demonios voladores. Cada vez que uno caía, lo remataban con las espadas. Un guerrero se arrancó un dardo del hombro, saltó y agarró a una criatura por el tobillo. Sus grandes alas negras se agitaron con furia, pero cayó al suelo. El riai nor le clavó el dardo en el huesudo pecho. Mientras se debatía, el demonio sajó con una garra la garganta del riai nor. Salió un chorro de sangre, que empapó a Yu Yu. Se volvió y decapitó al demonio.
Ren Tang cayó al suelo. Yu Yu saltó sobre su cuerpo y lanzó un poderoso golpe contra el pecho de la criatura, parecida a un oso, que lo había derribado. La hoja se hundió profundamente. La criatura aulló de dolor y se derrumbó. Ren Tang se puso en pie; tenía el rostro manchado de sangre y le colgaba un jirón de piel de la sien.
El combate era enconado. Los demonios los rodeaban por todas partes, pero aun así, los riai nor conseguían abrirse paso entre ellos.
Más de la mitad de los Hombres de Barro habían muerto, pero las hordas demoníacas también habían sufrido bajas considerables.
Yu Yu estaba agotado. Su jubón de piel de lobo estaba cubierto de hielo. Tropezó y cayó encima de un riai nor muerto. Kaisumu lo ayudó a incorporarse.
La niebla se disipó; una brisa cálida sopló entre las ruinas.
Los demonios se desvanecieron.
Song Xiu rodeó con el brazo los hombros de Yu Yu y señaló una línea de acantilados.
—Ahí está el portal —dijo.
Yu Yu entrecerró los ojos para escudriñar. Podía ver un resplandor azul intermitente contra la piedra gris. Pero no fue aquello lo que llamó su atención.
Fueron los doscientos guerreros kriaz nor, vestidos de negro, que se desplegaban ante el portal formando una línea defensiva.
Yu Yu dejó escapar un juramento.
—Después de lo que hemos pasado, ya nos tocaba tener un poco de suerte —murmuró.
—Esto es tener suerte —contestó Ren Tang—. Los corazones de los demonios no se pueden comer.
Yu Yu lo miró, pero no contestó. A pesar del desenfado de su tono, Ren Tang parecía agotado. Song Xiu se apoyó en la espada y contempló a los guerreros que seguían con vida. Yu Yu hizo lo mismo. Sólo quedaba un centenar de riai nor en pie, y muchos de ellos estaban heridos.
—¿Podemos vencerlos? —preguntó.
—No es necesario —contestó Song Xiu—. Basta con que nos abramos paso entre ellos y alcancemos el portal.
—Pero lo conseguiremos, ¿no?
—A eso hemos venido —dijo Song Xiu.
—Vamos allá —dijo Ren Tang—. Y después quiero ir a una población a buscar una taberna y una mujer de carnes abundantes. O quizá dos.
—¿Mujeres o tabernas? —preguntó otro guerrero.
—Tabernas —reconoció Ren Tang—. Estoy un poco cansado para ocuparme de más de una mujer.
Dejó la espada a un lado, se colocó la piel de la sien y se apretó la herida con la mano.
Song Xiu se acercó a él, sacando una aguja curvada de una bolsa que llevaba colgada del cinto. Cosió la herida cuidadosamente.
—Bueno —dijo—, si no puedes con las dos mujeres, yo me quedaré con una.
—De acuerdo —dijo Ren Tang con una sonrisa—. En fin; no perdamos más tiempo. Vamos a acabar con esas ratas y después a emborrachamos.
—Bien —convino Song Xiu. Respiró profundamente y se volvió hacia Yu Yu—. He oído lo que te ha dicho antes tu amigo. Entonces se equivocaba, pero ahora son ciertas sus palabras. No puedes acompañarnos a la última batalla. No podremos protegerte. Y, cuando lleguemos al portal, no podremos protegemos.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando nuestras espadas toquen el portal, dejarán de existir. El hechizo las absorberá.
—Entonces moriréis todos —dijo Yu Yu.
—Pero el portal quedará cerrado —señaló el riai nor.
—No voy a quedarme atrás —insistió Yu Yu.
—Escucha —intervino Ren Tang—. Aunque los odio a muerte, debo reconocer que esos kriaz nor son grandes guerreros. No podemos enfrentarnos a ellos y, a la vez, velar por tu seguridad. ¿Entiendes nuestra situación? Tu presencia reduciría nuestras probabilidades de conseguirlo.
—No te entristezcas, Yu Yu —dijo Song Xiu—. Quin Chong, los que estamos aquí y los otros riai nor renunciamos a la humanidad para proteger a las personas como tú. Me alegro de que estés aquí, porque eso me demuestra que no tomé este camino en vano. Tu amigo Kaisumu puede venir con nosotros; él representará a los humanos en esta batalla. Es lo que desea. No siente verdadero amor por la vida. No conoce el miedo, como no conoce la alegría. Por eso nunca podrá ser el héroe que eres tú. Y es por eso, amigo mío, por lo que tú eres el pria shaz. No puede haber valor sin miedo. Has combatido a nuestro lado, picapedrero, y estamos orgullosos de haberte conocido. —Le tendió la mano; Yu Yu contuvo las lágrimas mientras se la estrechaba—. Ahora debemos cumplir nuestro destino —concluyó Song Xiu.
Los riai nor formaron una línea ofensiva, con Ren Tang, Song Xiu y Kaisumu en el centro.
Yu Yu se quedó donde estaba, contemplándolos en su lento avance hacia el antiguo enemigo.
Waylander miró los ojos dorados de Ustarte.
—¿Queréis decir que me estoy muriendo? Me encuentro bien. No me duele nada.
—Y tampoco os late el corazón —dijo Ustarte con tristeza.
Waylander se incorporó e intentó tomarse el pulso. La sacerdotisa tenía razón.
—No lo entiendo.
—Es un talento que descubrí que tenía después de cruzar el portal. Una de mis acompañantes, una muchacha encantadora llamada Shiza, fue apuñalada. También a ella dejó de latirle el corazón. Le curé la herida, como os la he curado a vos, y usé la magia para hacer que le siguiera circulando la sangre. Vivió unas horas, pero cuando se disipó el hechizo, la joven murió. Sólo os quedan unas horas de vida, Waylander. Lo siento mucho.
Kiva salió de entre los árboles.
—Tiene que haber algo que podáis hacer —dijo, arrodillándose junto al Hombre Gris.
—¿Cuántas horas me quedan? —preguntó Waylander.
—Diez. Tal vez doce, como mucho —respondió Ustarte.
—El chico no debe enterarse —dijo Waylander, poniéndose en pie.
Caminó entre los árboles hasta llegar al sendero. Emrin y Niallad esperaban sentados en una roca.
Cuando lo vio, Niallad se puso en pie de un salto.
—No pretendía disparar —dijo.
—Ya lo sé. Ha sido una herida superficial. Venid; caminad conmigo.
Niallad se quedó inmóvil, con el miedo reflejado en el semblante.
—No voy a haceros daño, Niallad —dijo Waylander—. Tenemos que hablar.
Llevó al joven hasta un grupo de rocas, junto a un arroyo, y se sentaron allí. El sol se ponía entre las montañas.
—El mal puede apoderarse de un hombre —dijo Waylander—. Emprende una misión que considera justa y, cada vez que mata, su alma se oscurece un poco más. No vive ni en el día ni en la noche. Y al final este hombre del crepúsculo, este… Hombre Gris… acaba por adentrarse en la oscuridad. Cuando era joven, intentaba llevar una vida decente. Un día, cuando llegué a casa, me encontré con que habían asesinado a mi familia. Tanya, mi mujer; mi hijo; mis dos hijas. Me propuse dar caza a los diecinueve hombres que habían tomado parte en la matanza. Tardé casi veinte años en encontrarlos a todos. Maté hasta al último de ellos. Los hice sufrir, igual que Tanya había sufrido. Todos murieron entre horribles dolores. Entonces observé al torturador en que me había convertido y apenas reconocí al hombre que era antes. Tenía el corazón de piedra. Había renunciado a todo lo que tenía algo de valor. No puedo explicarte ahora por qué aquel hombre… por qué yo acepté el contrato para matar al rey. Los motivos ya no tienen importancia. El caso es que acepté, y lo maté. Y al darle muerte me convertí en una criatura tan vil como los hombres que habían asesinado a mi familia. No os lo digo para disculparme ni para pedir perdón. No es a vos a quien corresponde perdonarme.
»Tenéis miedo de ser débil; veo ese miedo en vos. Pero no sois débil, Niallad. Uno de los hombres que asesinaron a vuestros padres estaba a vuestra merced, y os atuvisteis al código caballeresco. Ésa es una clase de fortaleza que yo no he poseído nunca. Aferraos a ella, Niallad.
Aferraos a la luz. Mantened ese código en el corazón con cada decisión que toméis. Y cuando, un día, os enfrentéis a un rival o a un enemigo, aseguraos de no hacer nada de lo que podáis avergonzaros.
Dicho aquello, Waylander se levantó y los dos hombres volvieron a los caballos. Waylander recogió la ballesta y la cargó. Llamó a los cuatro prisioneros, que se acercaron atemorizados.
—Podéis marcharos —dijo—. Si volvéis a cruzaros en mi camino, moriréis. Ahora, fuera de mi vista.
Los cuatro hombres miraron a su alrededor, desconcertados. Uno de ellos se adentró en el bosque; los demás esperaron a ver si Waylander disparaba. Al ver que no era así, lo siguieron. Waylander se acercó a Emrin.
—No nos seguirán. Sus caballos están muy lejos. Ve por el sendero más alto y lleva a Niallad y a Kiva a la capital. Si el muchacho tiene suficiente fuerza, prevalecerá sobre los otros nobles y será nombrado duque. Quiero que le prestes todo tu apoyo.
—Así lo haré, mi señor. ¿Adonde vais?
—A un lugar al que no podéis seguirme, Emrin.
—Pero yo sí que puedo —intervino Kiva.
Waylander se volvió hacia ella.
—Me dijiste que no tenías deseo de convertirte en una asesina. Eso merece mi respeto, Kiva Taliana. Si vienes conmigo ahora, tendrás que usar esa ballesta.
—Ahora no hay tiempo para discursos —dijo Kiva, sombría—. Iré contigo a detener al mago. Sólo en caso de que, por algún motivo, no lo puedas detener tú mismo.
—Que así sea —dijo Waylander—. Ahora debemos partir. Tenemos un largo camino por delante.
—No es necesario que cabalguéis hasta allí —dijo Ustarte—. Venid a mi lado y os llevaré adonde queráis ir.
Waylander y Kiva se colocaron junto a la sacerdotisa.
Niallad se volvió para mirarlos.
—Si os sirve de algo, Hombre Gris, tenéis mi perdón. Y os doy las gracias por lo que habéis hecho por mí.
Ustarte alzó las manos, y el aire pareció oscilar delante de ella. Dio un paso y desapareció. Waylander y Kiva la siguieron.