CATORCE

Aric de Kilraiz se recostó en el carruaje y contempló por la ventanilla las casas que flanqueaban la avenida de los Pinos. Había poca gente en las calles de Carlis. La masacre del duque y sus seguidores ya era bastante estremecedora, pero el saber que habían muerto a manos de demonios había aterrorizado a la población. Casi todos estaban encerrados a cal y canto, redescubriendo los placeres de la oración. Varios cientos de familias se habían congregado en el templo, con la creencia de que sus muros podrían protegerlas contra los espíritus malignos. Esperaban que apareciera Chardyn, pero el sacerdote había tenido el buen sentido de ocultarse.

El carruaje siguió avanzando por la ciudad desierta.

Aric no se sentía de buen humor. Como le había dicho a Eldicar Manushan, se aburría. El mago había sido muy descortés al impedirle presenciar la tortura del chiatze. En los gritos de dolor había algo que aliviaba el malestar que Aric sufría desde hacía cierto tiempo.

Se animó un poco cuando pensó en Lalitia, recordando a la delgada muchacha de pelo rojo que había descubierto en la cárcel. Estaba llena de valor y ambición, y tenía un cuerpo que había aprendido a usar muy rápidamente. Aquélla, pensó, había sido una época agradable.

Entonces era el señor de las tierras de la Media Luna, y disfrutaba de una vida acomodada gracias a los impuestos que recibía de los campesinos y los pescadores. Pero no tan acomodada como la de otros aristócratas, y en especial Ruall, cuyos ingresos superaban diez veces los de Aric. Una noche, en el palacio que tenía el antiguo duque en Masyn, Aric había participado en un juego con apuestas altas, y había ganado veinte mil monedas de oro. Ruall había sido el mayor perdedor. Aric, que se consideraba moderadamente adinerado, se convirtió en rico, al menos a sus propios ojos. Empezó a gastar como si tuviera agujeros en los bolsillos, y en el plazo de un año, sus deudas ascendían a la cantidad que había ganado. Volvió a apostar, pero aquella vez sufrió grandes pérdidas. Cuanto más perdía, más jugaba.

Se había salvado de la quiebra gracias a la muerte del viejo duque y al nombramiento de Elfons, que le había permitido convertirse en el señor de Kilraiz. Con los nuevos ingresos de los impuestos fue capaz de abonar al menos los intereses de las deudas.

La llegada del Hombre Gris había sido su salvación. Le había arrendado las tierras de la Media Luna, a cambio de diez años de impuestos. Aquello debería ser suficiente para liberarlo de las deudas. Y habría bastado si no hubiera aceptado la apuesta de Ruall de cuarenta mil monedas de oro en una sola carrera de caballos. Aric estaba encantado, ya que, aunque los caballos estaban igualados, había sobornado a un mozo de cuadra para que suministrara al purasangre de Ruall una pócima que reduciría notablemente su resistencia. La pócima había funcionado demasiado bien: el caballo había muerto durante la noche. De modo que Ruall lo había sustituido por otro animal de carreras. Aric no había podido aducir ninguna objeción, y el nuevo caballo había derrotado al suyo por media vuelta.

El recuerdo seguía enfureciéndolo, aunque se aplacaba ligeramente cuando pensaba en la muerte de Ruall, en el gesto de sorpresa que había puesto cuando la negra hoja se hundía en su carne y en la expresión de dolor que marcaba sus rasgos mientras la vida escapaba de su cuerpo.

Aric recordó la noche en que Eldicar Manushan había aparecido en su puerta, acompañado del encantador niño. Era casi medianoche. Aric estaba algo bebido y le dolía la cabeza. Insultó al criado que anunció a los visitantes y le lanzó la copa, fallando por más de un metro. El mago de barba oscura había entrado en la sala alargada, se había inclinado y después se había acercado al noble de ojos nublados.

—Veo que estáis sufriendo, mi señor —dijo—. Permitid que os alivie.

Alargó la mano y le tocó la frente. Fue como si una brisa fresca recorriera su cabeza. Aric se sintió maravillosamente, mejor que en muchos años.

El niño se quedó dormido en un sillón, y Aric y Eldicar hablaron durante toda la noche.

Ya era de madrugada cuando el mago mencionó por primera vez la inmortalidad. Aric se había mostrado escéptico; era lógico. Eldicar se había inclinado hacia delante y le había preguntado si quería pruebas.

—Si podéis presentármelas, por supuesto que sí.

—¿Es valioso para vos el criado al que habéis arrojado la copa?

—¿Por qué lo preguntáis?

—¿Os ocasionaría algún perjuicio el que muriese?

—¿Por qué iba a morir?

—No es un hombre joven. Morirá cuando le robe lo que le queda de vida para entregároslo a vos —dijo Eldicar.

—¿Bromeáis?

—En absoluto. Puedo convertiros en un hombre joven y fuerte en cuestión de minutos. Pero la fuerza vital que os confiera debe proceder de algún sitio.

Pasado el tiempo, Aric no podía comprender por qué había dudado. ¿Qué diferencia supondría para el mundo la muerte de un criado? Y sin embargo, recordaba haberse preguntado si aquel hombre tendría familia. Increíble. Al amanecer, Eldicar se acercó a una cómoda y cogió un espejo de mano muy adornado que se encontraba encima. Se acercó a Aric y sujetó el espejo ante su cara.

—Miraos. Observad vuestro aspecto actual.

Aric vio el rostro demacrado, los ojos hundidos y todos los signos de la edad y la vida disipada.

—Ahora, observad el aspecto que podríais tener —añadió Eldicar.

La imagen del espejo osciló y se modificó. Aric suspiró al ver el rostro del hombre que había sido, de rasgos duros pero agraciados y mirada penetrante.

—¿Es valioso para vos ese criado? —susurró Eldicar.

—No.

Una hora después, la juventud y la vitalidad prometidas se convirtieron en realidad. El criado había muerto mientras dormía.

—No tenía muchos años por delante —dijo Eldicar—. Tendremos que encontrar pronto a otra persona.

Aric se había ocupado de ello con entusiasmo.

El carruaje giró y entró en la plaza del Comercio. Aric vio el letrero de la taberna Luz de Estrellas, un cartel colgante de colores vivos que mostraba la cabeza de una mujer rodeada de astros. Recordó la primera vez que había visto a Rena allí. Le había gustado lo que vio cuando se inclinó para servirle la comida. No era una mujer muy inteligente, recordó, pero era buena en la cama, y lo amaba. Se la había llevado de ama de llaves a una cómoda mansión que tenía en las afueras de Carlis, a orillas del lago de los Sauces. Le había dado una hija, una niña deliciosa, de pelo ondulado y talante vivaz, que se sentaba en su regazo y le pedía que le relatara historias de tiempos pasados, de hadas y magia.

El carruaje redujo la velocidad cuando ascendió por la colina. El cochero restalló el látigo y los dos caballos se colocaron sobre las huellas dejadas por el paso de otros vehículos. Aric se hundió en el asiento de cuero relleno de pelo de caballo.

El último día, Rena estaba llorando por algo. Aric no conseguía recordar el motivo. Durante los últimos meses lloraba cada vez con más frecuencia. Las mujeres, pensó Aric, podían ser muy egoístas. Debería haberse dado cuenta de que, ahora que él había recuperado la juventud y el vigor, necesitaría otros esparcimientos. La oronda y dócil Rena era completamente adecuada para el hombre cansado de mediana edad que Aric era antes, pero no tenía lo necesario para pasarse toda la noche bailando con un traje de satén, ni para asistir a los banquetes y actos públicos en los que el nuevo Aric pasaba tanto tiempo. A fin de cuentas, sólo era un ama de llaves de baja cuna. De repente, Aric recordó el motivo por el que lloraba la mujer. Había estado intentando explicarle aquello. Ella le había recordado sus promesas de matrimonio; debería haberse dado cuenta de que no podía esperar que el hombre joven y poderoso en que se había convertido cumpliera las promesas realizadas por un noble arruinado que sentía el peso de los años. Cuando le hizo aquella promesa, Aric era un hombre distinto. Pero ella se negaba a entenderlo y no dejaba de sollozar. Aric le rogaba que se callara; ella no hacía caso. De modo que la estranguló. Fue una experiencia muy gratificante. Recordándola, sentía no haberla prolongado un poco más.

Si las circunstancias hubieran sido distintas, Aric se habría encargado de criar a la niña, pero los planes para asesinar al duque no le dejaban tiempo. En cualquier caso, Eldicar Manushan le había hecho notar que la fuerza vital de la pequeña resultaría mucho más eficaz que la del criado que le permitió probar la inmortalidad. «Al ser de vuestra sangre, os proporcionará muchos años de juventud y salud», le había dicho.

Aric no dudaba que fuera cierto. Se encontraba en la habitación de la niña, que dormía, y sintió un enorme estallido de vitalidad cuando ésta murió.

El carruaje se detuvo, y Aric se apeó. Se dirigió a la puerta de la casa y llamó. Una corpulenta mujer de mediana edad abrió, lo saludó con una reverencia y lo condujo a una habitación bellamente amueblada. Lalitia, ataviada con un sencillo vestido de seda verde, estaba sentada bajo una lámpara, leyendo.

—Trae vino para nuestro invitado —le dijo a la criada.

Aric cruzó la estancia, besó a Lalitia en la mano y se sentó en un sillón, delante de ella.

Mientras la miraba, observando la blancura de su cuello y la exquisita curva de su pecho, se sorprendió preguntándose cómo se sentiría si rasgara con un puñal aquel vestido verde. Se imaginó la sangre empapando la seda, surgiendo como una flor. Eldicar debería haberle permitido presenciar la tortura del chiatze. Se había pasado todo el día pensando en la música de los gritos. Además, Lalitia había dejado de serle de utilidad; por tanto, no había ningún motivo por el que no debiera matarla.

—Parecéis de buen humor, mi señor —dijo Lalitia.

—Así es, querida mía. Me siento… inmortal.

Algo en la actitud de Aric hizo estremecerse a la cortesana, aunque no conseguía identificar la causa. El aristócrata parecía relajado, pero en sus ojos había un brillo extraño.

—Me alegré mucho al enterarme de que habías sobrevivido a la masacre. Debió de ser una experiencia aterradora.

—No —respondió él—. Fue muy estimulante. Ver morir a tantos enemigos a la vez… Me gustaría poder hacer que se repitiera.

Lalitia sintió que su miedo se intensificaba.

—Así que vas a ser el nuevo duque —dijo.

—Durante cierto tiempo —dijo Aric, mientras se levantaba y sacaba el puñal.

Lalitia se quedó inmóvil en el asiento.

—Me aburro mucho, Roja —dijo en tono de charla—. Últimamente hay muy pocas cosas que despierten mi interés. ¿Me harías el favor de gritar un poco?

—Ni por ti ni por ningún otro hombre —contestó Lalitia.

Aric se acercó. Lalitia giró, apartándose de él, hundió la mano entre los cojines y sacó un cuchillo de hoja fina.

—Ah, Roja, siempre has sido una delicia. Ahora no me aburro nada en absoluto.

—Acércate más y nunca volverás a aburrirte.

Se abrió una puerta a espaldas de Lalitia y entró Chardyn, el sacerdote de la Fuente. Aric sonrió al verlo.

—Así que era aquí donde te escondías. Quién lo iba a pensar. Mis hombres han estado registrando las casas de tus fieles, pero no se les había ocurrido buscar en los lupanares.

El sacerdote lo observó en silencio durante un momento.

—¿En qué os habéis convertido, Aric? —preguntó al fin.

—¿Que en qué me he convertido? Qué pregunta más ridícula. Soy más joven, más fuerte e inmortal.

—El año pasado os visité en el lago de los Sauces. Parecíais satisfecho. Recuerdo que estabais jugando con una niña.

—Mi hija. Una criatura encantadora.

—No sabía que tuvierais una hija. ¿Dónde está ahora?

—Murió.

—¿Guardasteis luto por ella? —preguntó Chardyn en voz baja e intensa.

—¿Quieres decir que si lo sentí? Supongo que sí.

—¿Guardasteis luto por ella? —insistió Chardyn.

Aric parpadeó. La voz del sacerdote era casi hipnótica.

—¿Cómo te atreves a cuestionarme? —estalló—. Eres un delincuente perseguido. ¡Sí, un traidor!

—¿Por qué no guardasteis luto, Aric?

—¡Basta! —gritó el noble, dando un paso atrás.

—¿Qué os han hecho, hijo mío? Os vi con esa niña. Era evidente que la queríais.

—¿Que la quería? —Aric estaba desconcertado. Les dio la espalda, olvidando el puñal—. Sí… Me parece recordar que sentía…

—¿Qué sentíais?

Aric se volvió para encararlo.

—No quiero hablar de eso, sacerdote. Márchate y no informaré de que te he visto. Pero vete. Necesito… hablar con Roja.

—Necesitáis hablar conmigo, Aric —dijo Chardyn. Aric miró al corpulento sacerdote y se descubrió con la vista clavada en sus profundos ojos oscuros. No podía apartar la mirada; Chardyn parecía tenerlo atrapado—. Habladme de la niña. ¿Por qué no guardasteis luto?

—No lo sé —reconoció Aric—. Le pregunté a Eldicar… la noche en que murieron. No podía entender mis propias reacciones. No sentía… nada. Le pregunté que si me había quitado algo cuando me había devuelto la… la juventud.

—¿Qué respondió?

—Me dijo que no había perdido nada. No; no dijo eso exactamente. Me dijo que no había perdido nada que necesitara para servir a Kuan Hador.

—¿Y ahora deseáis matar a Lalitia?

—Sí. Eso me animaría.

—Reflexionad, Aric. Pensad en el hombre que jugaba con la niña junto al lago. ¿Él se habría animado matando a Lalitia?

Aric apartó la mirada del sacerdote y se sentó, con la vista clavada en el puñal que tenía en la mano.

—Me estás confundiendo, Chardyn —dijo, repentinamente consciente del dolor que se formaba en su cabeza. Dejó el puñal en la mesa y se llevó las manos a las sienes.

—¿Cómo se llamaba vuestra hija?

—Zarea.

—¿Dónde está su madre?

—También murió.

—¿Cómo murió?

—La estrangulé. Es que no dejaba de llorar…

—¿También fuisteis vos quien mató a vuestra hija?

—No. Fue Eldicar. La pequeña tenía mucha fuerza vital. Aumentó enormemente mi juventud y mi energía. Sin duda, te habrás fijado en lo saludable que es mi aspecto.

—Me he fijado en mucho más que eso —dijo Chardyn.

Aric levantó la mirada y vio a Lalitia con los ojos clavados en él y la repugnancia reflejada en el rostro. Chardyn se acercó y se sentó junto a él.

—En una ocasión me dijisteis que Aldania había sido amable con vos —continuó el sacerdote—. ¿Lo recordáis?

—Sí. Mi madre había muerto, y ella me invitó al castillo de Masyn. Me abrazó mientras lloraba.

—¿Por qué llorabais?

—Porque mi madre había muerto.

—Vuestra hija también ha muerto. ¿Habéis llorado por ella?

—No.

—¿Recordáis cómo os sentisteis cuando murió vuestra madre? —preguntó Chardyn.

Aric miró en su interior. Podía ver al hombre que había sido tiempo atrás; podía ver las lágrimas que recorrían sus mejillas. Pero ya no tenía ni idea de por qué estaba llorando. Resultaba muy extraño.

—Teníais razón, Aric —dijo Chardyn en voz baja—. Perdisteis algo. O, mejor dicho, Eldicar Manushan os lo robó. Habéis perdido la comprensión de la humanidad, la compasión, el afecto y el amor. Ya no sois humano. Matasteis a la mujer que os amaba y aprobasteis la muerte de una niña a la que adorabais. Tomasteis parte en una espantosa masacre en la que Aldania, que era amable con vos, fue cruelmente asesinada.

—Ahora soy inmortal —dijo Aric—. Eso es lo que importa.

—Sí; sois inmortal. Y estáis aburrido. No os aburríais aquel día, en el lago. Estabais riendo. Era un sonido agradable. Os sentíais feliz, y nadie tenía que morir para animaros. ¿No os dais cuenta de que habéis caído en una trampa? Han prolongado vuestra vida, pero os han privado de todas las emociones que necesitaríais para poder disfrutarla.

Aric sentía que su cabeza estaba a punto de estallar. Se apretó las sienes con fuerza.

—Basta, Chardyn. Esto me está matando. Me arde la cabeza.

—Quiero que penséis en Zarea, y en aquel día, a la orilla del lago —dijo Chardyn—. Quiero que lo rememoréis, que sintáis sus pequeños brazos alrededor del cuello y oigáis el sonido de su alegre risa infantil. ¿Podéis oírlo, Aric? ¿Podéis?

—Puedo oírlo.

—Antes de que entráramos en la casa os estaba abrazando. Os dijo algo. ¿Lo recordáis?

—Sí.

—Repetidlo.

—No quiero.

—Repetid lo que os dijo, Aric.

—Dijo: «Te quiero, papá».

—¿Y qué le contestasteis?

—Que yo también la quería a ella. —Aric gimió y echó la cabeza hacia atrás, con los ojos firmemente cerrados—. No puedo pensar. Me duele…

—Es el hechizo del que sois presa, Aric. Intenta impedir que recordéis. ¿Queréis recordar lo que sentíais cuando erais humano?

—¡Sí!

Chardyn se desabotonó la camisa y se quitó la gargantilla dorada. De ella colgaba un talismán, un trozo de jade en forma de lágrima, con runas talladas.

—Fue bendecido por el abad Dardalion —dijo Chardyn—. Se dice que disipa los hechizos y cura las enfermedades. En realidad, no sé si posee algo de magia o es una simple baratija. Pero, si lo deseáis, os lo pondré al cuello.

Aric se quedó mirando la piedra. Parte de él quería apartarla y hundir el puñal en la garganta del sacerdote. Otra parte quería recordar cómo se sentía cuando su hija le decía que lo quería. Permaneció un momento en silencio y después miró a Chardyn a los ojos.

—¡Ayúdame! —rogó.

Chardyn le puso la gargantilla alrededor del cuello.

No ocurrió nada. El dolor volvió, tan intenso que resultaba cegador, y Aric gritó. Sintió que Chardyn le tomaba la mano y se la subía a la lágrima de jade.

—Aferradla —le dijo—, y pensad en Zarea.

«Te quiero, papá».

El dolor fue apartado por una fuerte emoción que inundó su mente. Volvió a sentir los brazos de su hija alrededor del cuello y su suave pelo acariciándole la mejilla. Durante un momento se sintió invadido por la felicidad en estado puro. Después se vio de pie junto a la cama de la niña, regocijándose con el robo de su fuerza vital. Gritó y empezó a llorar. Lalitia y Chardyn se quedaron mirándolo, en silencio. Poco a poco, los sollozos fueron cediendo. Aric gimió, cogió el puñal y lo apuntó hacia su cuello.

Chardyn lo sujetó rápidamente por la muñeca.

—¡No! —gritó el sacerdote—. ¡Así no, Aric! Es cierto que fuisteis débil por desear esos dones. Pero no fuisteis vos quien mató a la mujer. No fue vuestro verdadero yo. Erais presa de un hechizo, ¿no os dais cuenta? Os utilizaron.

—Me reí mientras moría Aldania —dijo Aric con voz temblorosa—. Me sentí radiante al contemplar la carnicería. Y maté a Rena y a Zarea.

—No fuisteis vos, Aric —repitió Chardyn—. El mago es el verdadero ser maligno. Dejad ese puñal y ayudadnos a acabar con él.

Aric se relajó, y Chardyn le soltó la mano. El señor de Kilraiz se puso en pie lentamente y se volvió hacia Lalitia.

—Lo siento mucho, Roja —le dijo—. Por lo menos, a ti puedo pedirte perdón. Nunca podré disculparme ante los demás. —Miró a Chardyn—. Os doy las gracias, sacerdote, por haberme devuelto lo que me robaron. Pero no puedo ayudaros; la culpa es demasiado poderosa. —Chardyn iba a hablar, pero Aric lo detuvo con un gesto—. He escuchado lo que decíais sobre Eldicar, y hay verdad en vuestras palabras. Pero yo tomé la decisión. Yo le permití que matara a un hombre para satisfacer mi vanidad. Si hubiera sido más fuerte, mi Rena y mi pequeña Zarea seguirían con vida. No puedo vivir con esto.

Pasó junto a ellos, llegó hasta la puerta y la abrió. Sin volver la vista atrás, salió a la calle. Subió al carruaje y le pidió al cochero que lo llevara al lago de los Sauces.

Una vez allí, le dijo al hombre que se marchara. Pasó junto a la casa desierta y llegó hasta la orilla del lago, iluminada por la luna. Se sentó en el embarcadero y recordó una vez más los gloriosos días en que jugaba con su hija bajo el sol.

Después se cortó la garganta.

Panagyn siempre se había considerado inmune al miedo. Había librado batallas y se había enfrentado a enemigos durante toda su vida adulta. Opinaba que el miedo era propio de los débiles. Fue por ello por lo que al principio no reconoció el temblor de su abdomen ni las primeras punzadas de pánico que atravesaron su mente.

Corrió a toda velocidad a través del bosque, apartando la vegetación con los brazos, haciendo caso omiso de las ramas que lo golpeaban en la cara. Se detuvo junto a un roble retorcido, para recuperar el aliento. El sudor le empapaba el rostro, y su pelo corto, gris como el acero, estaba pegado al cráneo. Miró a su alrededor; no sabía exactamente dónde se encontraba el sendero. Pero no tenía importancia en aquel momento. Lo único importante era seguir con vida. No estaba acostumbrado a correr, por lo que tenía las piernas cansadas y doloridas. Se puso en cuclillas. La funda de su sable se enganchó en una raíz, y la empuñadura del arma le golpeó las costillas. Panagyn gimió de dolor y se inclinó a un lado para liberar la vaina.

Una brisa fresca se filtraba entre los árboles. Se preguntó si alguno de sus hombres habría sobrevivido. Había visto correr a algunos de ellos, deshaciéndose de las ballestas e intentando llegar a los acantilados. Era imposible que Waylander los hubiera matado a todos. Era humanamente imposible; un solo hombre no podía abatir a doce guerreros bien entrenados.

—No os toméis a este hombre a la ligera —le había advertido Eldicar Manushan—. Es un experto asesino. Según Matze Chai, es el mejor asesino que ha visto este mundo.

—¿Queréis que os lo traiga vivo o muerto? —había preguntado Panagyn.

—Limitaos a matarlo —contestó Eldicar—. Pero debéis saber que va en compañía de una mujer que tiene el talento de la visión profunda. Os rodearé a vuestros hombres y a vos con un hechizo de ocultación que le impedirá sentir vuestra presencia, pero esto no impedirá a Waylander, ni a ninguno de los demás, veros con los ojos. ¿Lo entendéis?

—Por supuesto. No soy idiota.

—Lamentablemente, la experiencia me dice que ésa es la frase favorita de los idiotas. En lo que respecta a la sacerdotisa, preferiríamos que la trajerais con vida, pero tal vez no sea posible. Es una Mezclada, un híbrido de bestia y mujer. Se puede convertir en tigre. Si adopta esa forma, tendréis que matarla. Si lográis capturarla con su forma semihumana, atadle muñecas y tobillos, y vendadle los ojos.

—¿Qué hacemos con los demás?

—Matadlos a todos. Carecen de utilidad.

Panagyn había seleccionado cuidadosamente a sus doce hombres. Todos ellos habían combatido a su lado en infinidad de batallas. Eran hombres fríos y curtidos que no se dejarían llevar por el pánico ni huirían. Tampoco tendrían reparos a la hora de matar a los cautivos.

No entendía qué era lo que había salido mal.

No se había equivocado al suponer que Waylander intentaría huir por los senderos más elevados, y había conducido a sus hombres, a gran velocidad, hasta una zona conocida como Rocas Parsitas. Allí habían dejado los caballos y habían trepado por un despeñadero, hasta situarse por encima de los fugitivos. Desde allí atravesaron el bosque, se apostaron a los lados del camino y prepararon las ballestas. Panagyn vio al grupo a lo lejos, más abajo, y divisó la cabeza afeitada de la sacerdotisa, que cerraba la marcha. Ordenó a sus hombres que disparasen alto, para matar a los jinetes y dejar con vida a la mujer, que iba a pie.

El propio Panagyn se había acurrucado junto a uno de los ballesteros, a la izquierda del camino, y los dos hombres aguardaron ocultos tras un espeso arbusto. Permanecían en silencio, escuchando el sonido de los cascos de los caballos en el camino de tierra. Pasaba el tiempo; una gota de sudor resbaló por la mejilla de Panagyn. No se movió para apartarla; no quería arriesgarse a que lo oyeran. Las pisadas de los caballos se iban acercando. Miró al ballestero, que se llevó el arma al hombro.

En ese instante sonó un chasquido al otro lado del camino. Se oyó un grito, que fue ahogado bruscamente. Después se hizo el silencio. Panagyn se arriesgó a echar una ojeada. Uno de sus hombres salió corriendo de entre los arbustos. Panagyn vio que sujetaba la ballesta en alto, apuntando. Súbitamente, una flecha negra apareció en su frente. Se tambaleó y disparó mientras caía hacia atrás. Su saeta se perdió en el aire. Después se derrumbó; su cuerpo se contorsionó durante unos segundos.

A la derecha de Panagyn, un hombre gritó y se levantó de un salto, mientras intentaba arrancarse la flecha que tenía clavada en el cuello. El guerrero que estaba a su lado giró y apuntó con la ballesta. Panagyn vio algo que surcaba el aire. El ballestero cayó hacia la derecha; su jefe no alcanzó a ver dónde se había clavado la flecha. Presos del pánico a causa del asesino al que no podían ver, varios de los hombres de Panagyn salieron de sus escondites, disparando a las sombras. Otro hombre cayó, con una flecha en el ojo. Los demás tiraron las ballestas y huyeron.

Panagyn se puso en pie y se adentró corriendo entre los árboles, abriéndose paso entre las ramas. Subió a trompicones por la ladera, rodó por una pendiente y siguió avanzando hasta que sintió que se ahogaba.

Ahora, sentado junto al árbol, empezaba a recuperar el control. Si pudiera volver al despeñadero y bajar adonde estaban los caballos…

Se puso en pie y empezó a girarse. Tropezó contra una rama y cayó; aquello le salvó la vida. Una flecha negra se clavó en el tronco. Panagyn se lanzó a un lado y corrió entre los árboles. Subió una pendiente, bajó por el otro lado y llegó al camino. Había varios jinetes inmóviles sobre sus monturas, y Panagyn vio a la sacerdotisa de la cabeza afeitada. Nadie se movió.

Panagyn se echó hacia atrás, desenvainando la espada.

Entonces apareció una figura vestida de negro, con el largo pelo entrecano sujeto con una cinta de cuero. En la mano llevaba una pequeña ballesta doble. Por el otro lado del camino aparecieron cuatro de sus hombres, con los brazos en alto. Una mujer de pelo oscuro caminaba tras ellos. También ella llevaba una ballesta pequeña.

Panagyn volvió a mirar a Waylander. El hombre lo observaba con determinación, y el noble pudo ver la inminencia de su propia muerte en los ojos del asesino.

—¡Enfréntate a mí como un hombre! —desafió, desesperado.

—No —respondió Waylander, levantando la ballesta.

—¡No disparéis! —ordenó Niallad.

Panagyn miró de reojo al joven, que se había aproximado con el caballo.

—Esto no es ningún juego, Niallad —dijo Waylander—. Este hombre es un traidor que tomó parte en el asesinato de vuestros padres. Merece morir.

—Lo sé —respondió Niallad—, pero es un señor de Káidor, y no podéis abatirlo como si fuera un vulgar bandido. ¿Es que no conocéis el código caballeresco? Os ha retado.

—¿El código caballeresco? ¿Acaso lo utilizó cuando llegaron los demonios? ¿Creéis que sus asesinos y él se ocultaron en el camino para retarnos a duelo?

—No —dijo Niallad—. Ya lo sé. Y acepto que Panagyn es la vergüenza de la aristocracia. Pero yo no quiero participar de esta vergüenza. Si no queréis aceptar su reto, permitid que yo me enfrente a él.

Waylander sonrió compungido.

—Muy bien… mi señor. Se hará como decís. Lo mataré al estilo caballeresco.

Entregó la ballesta a Niallad, salió al espacio abierto y desenvainó una de sus espadas cortas.

Panagyn sonrió.

—Bien, Waylander —dijo—. Se os da bien disparar emboscado. Veamos ahora si sois igualmente diestro cuando os enfrentáis a un duelista de Angostin.