Kaisumu se incorporó hasta quedar de rodillas. Le salía sangre de la nariz. Ahora, el ruido era tan ensordecedor que lo captaba con todo el cuerpo. Le dolía todo: los ojos, los oídos, las puntas de los dedos, el vientre… Todas sus articulaciones temblaban, doloridas. Se obligó a ponerse en pie y se apoyó a duras penas contra la repisa de piedra, donde seguía vibrando la campana. El espadachín alargó el brazo y cerró la mano alrededor del pequeño objeto. El tañido cesó al instante. Kaisumu se tambaleó y cayó al suelo. Apenas podía respirar; el polvo lo cubría todo, como una niebla. Se levantó el cuello de la túnica para cubrirse la boca con él. Aún sentía el martilleo en los oídos, y le temblaban las manos.
De repente reparó en las resplandecientes luces que brillaban entre las grietas que recorrían las estatuas. Parpadeó e intentó enfocar la vista. Era como si el propio sol estuviera atrapado en la arcilla. Las grietas de luz se ensancharon, a medida que la arcilla caía, resquebrajada. El polvo se fue asentando y Kaisumu se dio cuenta de que la mayoría de las estatuas estaban bañadas en una luz dorada. La Sala de la Cúpula se inundó de un brillo cegador. Kaisumu cerró los ojos para protegerse; momentos atrás se tapaba los oídos con las manos; ahora se cubrió la cara con ellas. Esperó unos instantes y entreabrió los dedos. Seguía notando la luz en los párpados cerrados; esperó un poco más. Por fin, el brillo fue disminuyendo. Kaisumu se apartó las manos del rostro y abrió los ojos.
Los Hombres de Barro habían desaparecido. De pie, en la sala, había varios cientos de riai nor de carne y hueso.
Kaisumu se levantó y se acercó a ellos. Aguardaban en silencio. El hombre hizo una profunda reverencia.
—Me llamo Kaisumu —dijo en chiatze ceremonial—. ¿Se encuentra Quin Chong entre vosotros?
Un joven dio un paso al frente. Llevaba una túnica larga de satén plateado, y la espada sujeta a la cintura por un cinturón de seda negra. Se quitó el casco y no se inclinó ante Kaisumu.
—Quin Chong no ha sobrevivido a la transformación.
Kaisumu miró los ojos del hombre; sus pupilas eran dos ranuras verticales negras, rodeadas de un iris dorado. En aquel momento sintió que una punzada le atravesaba el alma. Se le encogió el corazón; no eran hombres quienes se alzaban ante él, sino criaturas como los kriaz nor.
—Me llamo Ren Tang —dijo el guerrero—. ¿Eres el pria shaz?
—No —respondió Kaisumu, girando para apartarse—. La campana lo ha dejado inconsciente.
Ren Tang caminó hasta el lugar en el que yacía Yu Yu. Otros guerreros se agruparon en silencio a su alrededor. Después, Ren Tang empujó el cuerpo inconsciente con el pie.
—Observad al grandioso pria shaz —dijo—. Hemos viajado a través de los siglos para ayudar a un humano con pinta de mono envuelto en piel de lobo.
Algunos de los hombres rieron. Kaisumu se arrodilló junto a Yu Yu y vio que a él también le había salido sangre de la nariz. Lo colocó boca arriba. Yu Yu gimió, y Kaisumu lo ayudó a incorporarse.
—Estoy mareado —murmuró Yu Yu.
Abrió los ojos y se encogió al ver a los guerreros que lo rodeaban. Profirió una maldición.
—Eres tú quien lo ha conseguido, Yu Yu —dijo Kaisumu—. Has devuelto a la vida a los Hombres de Barro.
—No se necesita demasiada inteligencia para hacer sonar una campana —dijo Ren Tang con sorna.
—Conocí a Quin Chong —dijo Kaisumu con frialdad—. Era un hombre de gran poder y fortaleza. También sabía lo que era la cortesía, y sus modales eran exquisitos.
Los ojos felinos de Ren Tang se clavaron en el rostro de Kaisumu.
—En primer lugar, humano, Quin Chong no era un hombre. Era un riai nor, igual que nosotros. En segundo lugar, lo que opines no me interesa. Echamos a suertes quiénes de nosotros lucharíamos por vosotros, humanos, cuando el hechizo del portal comenzase a desvanecerse. Ya es bastante que vayamos a defenderos; no esperes nada más.
—No tiene importancia —dijo Yu Yu mientras se ponía en pie—. Me da igual que me traten con respeto o sin él. Quin Chong los ha enviado a combatir; pues que combatan. —Miró a Ren Tang a los ojos—. ¿Sabéis contra quién tenéis que luchar, y dónde?
—Tú eres el pria shaz —repuso Ren Tang, con la voz cargada de desprecio—. Esperamos tus órdenes.
—Muy bien —dijo Yu Yu—. ¿Por qué no sales con unos cuantos de tus combatientes? Antes había guerreros enemigos por aquí.
Ren Tang se puso el casco y se lo abrochó bajo la barbilla. Avanzó por el túnel, seguido de varios guerreros, y volvió unos momentos después.
—No podemos salir —dijo—. La puerta de piedra no cede.
—¿Eso es todo? ¿Tienes el cerebro en el culo? —dijo Yu Yu—. ¿Se te da una orden sencilla y no eres capaz de cumplirla?
Durante un momento, Ren Tang se quedó inmóvil. Después, su espada relampagueó en el aire y se detuvo con la punta dirigida a la garganta de Yu Yu.
—¿Cómo te atreves a insultarme?
—¿Insultarte? —se mofó Yu Yu—. Esperas durante cientos de años y lo primero que haces es empuñar la espada contra la única persona que puede sacarte de esta tumba. ¿Con qué animal te fundieron? ¿Con una cabra?
Ren Tang rugió. Fue a clavar la espada, pero la hoja de Kaisumu detuvo el golpe.
Un gruñido grave salió de la garganta de Ren Tang, y sus ojos brillaron a la luz de la lámpara.
—No puedes vencerme, humano —dijo—. Podría cortarte el cuello antes de que llegaras a moverte.
—Demuéstramelo —dijo Kaisumu con tranquilidad.
Otro guerrero salió de entre las filas.
—Ya basta. Aparta la espada, Ren Tang. Tú también, humano.
Era más alto que la mayoría de los riai nor y tenía los hombros ligeramente redondeados. Su armadura era como las demás; un casco repujado y un peto de monedas de oro, pero su túnica, que le llegaba por el tobillo, era de gruesa seda carmesí.
—Me llamo Song Xiu —dijo, inclinándose con respeto ante Kaisumu y Yu Yu. Lanzó una mirada a Ren Tang, que dio un paso atrás y envainó la espada.
—¿Por qué estás tan enfadado? —preguntó Yu Yu a Ren Tang.
El guerrero se apartó de él y volvió a las filas de riai nor. Song Xiu contestó por él.
—Está enfadado porque ayer, o el día que fue ayer para nosotros, alcanzamos una gran victoria, después de muchos años de luchas y sufrimiento. Creíamos que todo había terminado y que por fin tendríamos la oportunidad de conocer la paz, de descansar y tumbarnos al sol, de refocilarnos con las mujeres y de emborracharnos. Fue un día glorioso. Pero entonces el necromante nos dijo que el hechizo acabaría por deshacerse, y Quin Chong nos pidió que hiciéramos un sorteo para ver quiénes de nosotros dejábamos el mundo que conocíamos y entrábamos en el largo sueño. Y aquí estamos, listos para volver a combatir y morir por una causa que no es la nuestra. Ren Tang no es el único que se siente molesto, humano. Si aceptamos fue porque Quin Chong dijo que nos guiaría. Pero no está aquí. Se abrió paso, combatiendo, a través de dos continentes, enfrentándose y escapando a peligros que no podríais concebir. Todo eso para morir aplastado por una roca desprendida del techo de una colina hueca. ¿Cómo esperas que no estemos enfadados?
Yu Yu se encogió de hombros.
—Vosotros no queríais estar aquí. Yo no quería estar aquí. Pero aquí estamos. Así que vamos a salir de este lugar. Necesito respirar aire fresco.
Yu Yu caminó por el túnel, en dirección a la puerta de piedra, y alargó la mano. En vez de atravesarla, sus dedos toparon contra la roca maciza.
—Y esto no deja de mejorar —murmuró Yu Yu. Dio una patada a la piedra; las grietas empezaron a extenderse desde el lugar del golpe, hasta que la puerta se estremeció y se desmoronó; los fragmentos rodaron por el pasillo. Yu Yu sonrió orgulloso y se volvió hacia Kaisumu.
Y nadie me había dicho cómo hacerlo. Me ha salido solo. No ha estado mal, ¿eh?
Salió a la luz. Kaisumu lo siguió, y después avanzaron los riai nor. Los guerreros miraron a su alrededor y se volvieron hacia el sol. Dos de ellos se acercaron al cadáver del kriaz nor. Uno se arrodilló y hundió un dedo en la herida que el guerrero tenía en el cuello. A continuación se llevó la mano a los labios y lamió la sangre.
—Lleva muerto poco tiempo. —Arrancó un trozo de carne, se lo llevó a la boca y lo masticó. Después lo escupió—. Sabe a miedo —dijo.
Kaisumu se apartó del grupo y se detuvo un poco más allá, con la mirada perdida en la distancia. Yu Yu caminó junto a él.
—¿Qué te pasa, rainí?
—Míralos, Yu Yu. He soñado toda mi vida con ser tan grande como ellos, pero ¿qué son? Medio humanos, medio animales, y tan despreciables como aquéllos contra los que luchamos. Esperaba encontrar grandes héroes, y en vez de eso… —Su voz se quebró.
—Están aquí —dijo Yu Yu—. Han soportado un hechizo que los ha mantenido muertos durante siglos, para poder proteger a una generación futura. ¿Eso no los convierte en héroes?
—No podrías entenderlo —espetó Kaisumu.
—¿Porque soy picapedrero, quieres decir?
—No, no. —Kaisumu alargó un brazo y apoyó la mano en el hombro del otro chiatze—. Eso no tiene nada de deshonroso. Lo que quiero decir es que me he apartado de los placeres toda mi vida. He renunciado a las buenas comidas, a las bebidas fuertes, a las mujeres y al juego. Lo único que poseo son mis ropas, mi espada y mis sandalias. Lo hice porque creía en la orden de los rainíes. Mi vida tenía un noble propósito. Pero todo se basaba en una falsedad. Nuestros ancestros se limitaron a imitar al enemigo para ganar la guerra. No actuaban movidos por el honor ni respetaban unos principios. ¿En qué convierte eso mi vida?
—Tienes honor y principios —dijo Yu Yu—. Eres un gran hombre. El pasado no tiene importancia; eres quien eres por ti mismo, no por lo que ocurriera hace siglos. Una vez que me dediqué a cavar los cimientos de unas casas nos dijeron que debían tener cuatro pies de profundidad. En cuanto se desató el primer terremoto, todos nuestros nuevos edificios se desmoronaron. Los cimientos deberían haber tenido seis pies de profundidad, ¿sabes? Tanto cavar, y todo para construir una casa insegura. Pero eso no significa que fuese malo en mi trabajo. Era muy bueno. Soy toda una leyenda entre los picapedreros.
En aquel momento, Song Xiu y Ren Tang se acercaron a ellos.
—¿Cuáles son tus órdenes, pria shaz? —preguntó el guerrero vestido de carmesí.
—¿Sabéis cómo hacer que el portal permanezca cerrado? —preguntó Yu Yu.
—Por supuesto. Para lanzar el hechizo se utilizó el poder de las espadas riai nor —dijo Song Xiu—. Debemos reunimos en el portal y mantener nuestras espadas sobre él.
—¿Eso es todo lo que hay que hacer? —dijo Yu Yu, atónito—. ¿Basta con ir al portal y colocarle una espada encima? Podríamos haberlo hecho nosotros.
—No basta con dos espadas —dijo Ren Tang.
—¿Cuántas hacen falta? —preguntó Kaisumu.
Song Xiu se encogió de hombros.
—Diez, veinte, todas… No lo sé. Pero no servirá de nada si el portal está abierto por completo. Tenemos que llegar a él antes de que eso ocurra, cuando aún sea de color azul.
—¿Azul? —preguntó Yu Yu.
—Vi cómo se lanzaba el primer hechizo —dijo Song Xiu—. Empezó con lo que parecía un relámpago blanco que recorría la abertura. Después el color se fue haciendo más intenso; al principio era azul claro, como un cielo de verano, y después más oscuro, como la hoja de una espada. Luego se desvaneció la luz, el plateado se convirtió en gris y nos encontramos ante un muro de piedra maciza. Tras haber sido elegidos los Hombres de Barro, nos dijeron que a medida que se degradase el hechizo iría adquiriendo los mismos colores, por orden inverso. Si alcanza el blanco, el hechizo habrá terminado. Si podemos devolverle el color azul plateado, el portal se sellará.
—Entonces será mejor que empecemos —dijo Yu Yu.
Eldicar Manushan se sentía enfermo. El vínculo había resultado más doloroso que de costumbre, aunque era cierto que se había prolongado casi más allá del límite. Pero la forma que había tenido Deresh Karany de torturar a Matze Chai le había revuelto al estómago. El anciano había sido mucho más resistente de lo que nadie podría esperar, sobre todo teniendo en cuenta su acomodado estilo de vida. Ni las pústulas que se formaron en su carne ni las heridas abiertas que la surcaron habían hecho flaquear la voluntad del chiatze. Pero el cegador dolor de cabeza había minado su resolución, y los gruesos gusanos que mordían sus heridas lo habían acercado al límite más aún. Había sido la lepra la que al fin lo había sometido al poder de Deresh Karany. El anciano era aprensivo hasta la obsesión, y la idea de que se le pudriese la carne y se le cayera la piel a tiras había sido insoportable para él.
—Ha estado bien que le dieras esos veinte años adicionales, Eldicar. Sin ellos, no habría sobrevivido al dolor.
—Desde luego que no, mi señor.
—Parecéis estar sufriendo.
—El vínculo siempre es doloroso.
—Bueno; ¿crees que podemos sacar más información del comerciante?
—No lo creo, mi señor.
—No importa; ya sabemos bastante. El Hombre Gris es un asesino al que en otro tiempo se conoció como Waylander. Casi resulta divertido. Niallad se ha pasado toda su vida aterrorizado ante la idea de encontrarse con ese hombre, y ahora está viajando con él.
Eldicar tenía la impresión de que le iba a estallar la cabeza. Se apoyó en la pared de la bodega.
—Deberías intentar ser más duro, Eldicar. Fíjate en el maravilloso ejemplo que ha dado el chiatze. Está bien; te dejo.
La liberación del vínculo resultó un alivio tal que Eldicar dejó escapar un grito. Cayó de rodillas. La bodega estaba fría. Se sentó, con la espalda apoyada en la pared. Cerca, atado a una silla, estaba el inconsciente Matze Chai. Se encontraba desnudo, y su cuerpo era una masa de heridas supurantes, con las manchas blancas de la lepra en la piel. Los gusanos se arrastraban por sus muslos huesudos.
«Yo quería ser sanador», pensó Eldicar. Con un suspiro, se puso en pie y caminó hasta la puerta. Se volvió para contemplar al prisionero moribundo. Estaba a solas con él y no había ningún guardia vigilando la puerta abierta. Deresh Karany ya no tenía ningún interés por aquel hombre. Eldicar se volvió y se acercó a Matze Chai. Respiró profundamente y le puso las manos en la cara cubierta de sangre reseca. Los hechizos de Deresh Karany eran poderosos, y vencer a la lepra resultó muy difícil; estaba bien arraigada. Eldicar trabajó en silencio, concentrado. Empezó por matar a los gusanos y curar las heridas. El comerciante gimió y empezó a despertarse. Eldicar lo sumió en un sueño profundo y continuó. Concentrando todo su poder en las manos, hizo que la energía vital fluyera por las venas de Matze Chai. Con los ojos cerrados, buscó todas las manifestaciones de la enfermedad y las fue erradicando lentamente.
Se preguntó por qué hacía aquello y no halló ninguna respuesta racional. Tal vez, pensó, añadiría una flor fragante al pútrido estanque de su vida. Se apartó y contempló al hombre dormido. Su piel resplandecía de salud.
—No has salido tan mal parado de esto, Matze Chai —dijo—. Aún tienes tus veinte años.
Eldicar cerró la puerta a sus espaldas y subió por la escalera hasta llegar al primer nivel. En la sala del roble, Beric estaba sentado en un sillón, junto a la ventana más alejada. Aric estaba recostado cerca, en una tumbona.
—¿Dónde está Panagyn? —preguntó Eldicar.
—Se está preparando para partir en busca del Hombre Gris —respondió Aric—. Creo que está emocionado ante la perspectiva de la persecución. ¿Habéis averiguado algo del ojos rasgados?
—Sí. El Hombre Gris es un asesino llamado Waylander.
—He oído hablar de él —dijo Aric—. Me habría gustado que me dejarais presenciar la tortura.
—¿Por qué? —preguntó Eldicar con voz cansina.
—Habría sido entretenido. Me aburro.
—Siento oír eso, amigo mío —dijo Eldicar—. Tal vez podríais visitar a la dama Lalitia.
—Si; buena idea —dijo Aric, notando que su humor mejoraba al instante.
El reducido grupo había acampado en un claro del bosque, cerca de la cima de una colina que daba a la llanura de Eiden. Waylander estaba de pie, a solas, contemplando las ruinas de Kuan Hador. La sacerdotisa Ustarte dormía detrás de él. Emrin y Niallad estaban desollando tres liebres que Kiva había cazado por la mañana.
—Todo tiene un aspecto tan pacífico a la luz de la luna… —dijo Kiva. Waylander asintió—. Pareces cansado —añadió la mujer.
—Estoy cansado. —Forzó una sonrisa—. Ya estoy viejo para estas cosas.
—Nunca he entendido las guerras —dijo Kiva—. ¿Para qué sirven?
—Para nada que valga la pena. Casi siempre, todo se reduce a la mortalidad y al temor a la muerte.
—¿El temor a la muerte hace que los hombres se maten entre sí? Eso está más allá de mi comprensión.
—No los soldados, sino los hombres que quieren el poder. Cuando más poderosos se sienten, más se parecen a los dioses ante sus propios ojos. La fama se convierte en una especie de inmortalidad. El gobernante no puede morir; su nombre se repetirá durante siglos. Todo es una tontería; en cualquier caso mueren y se convierten en polvo.
—Sí que estás cansado —comentó Kiva, consciente del agotado desprecio que impregnaba las palabras del hombre—. ¿Por qué no te echas un poco?
Ustarte se levantó y los llamó. Waylander caminó hasta la sacerdotisa. Kiva lo siguió.
—¿Cómo os encontráis? —preguntó Waylander.
—Voy recuperando las fuerzas —contestó con una sonrisa—, y no sólo gracias al sueño. Yu Yu Liang ha encontrado a los Hombres de Barro.
—¿Y qué ha ocurrido?
—Los riai nor han regresado. Ya marchan hacia el portal. Trescientos de ellos. Cuando lo alcancen, el poder de sus espadas lo sellará durante un milenio. —Su sonrisa se desvaneció—. Pero no será fácil. El ipsissimus lleva varios días lanzando un conjuro de dispersión sobre el portal. Si tiene éxito y el hechizo que contiene el portal queda roto, no habrá fuerza en este mundo que lo haga volver.
—Vos tenéis magia —dijo Emrin, acercándose—. ¿No podéis lanzar otro hechizo que contrarreste el del mago?
—Tengo muy pocos hechizos, Emrin. Poseo el talento de la visión profunda, y en otro tiempo podía desplazarme libremente entre los mundos. Ese poder ya casi ha desaparecido. Creo que formaba parte de la magia de fusión con la que me crearon, y esa magia se está desvaneciendo. No puedo luchar contra el ipsissimus. Sólo podemos albergar la esperanza de que los riai nor nos salven.
Se puso en pie a duras penas y tomó a Waylander por el brazo.
—Venid. Caminad conmigo.
Se alejaron del grupo. Kiva encendió una hoguera, y Emrin y ella se quedaron sentados en silencio a su lado, preparando las liebres. Niallad se levantó y se adentró en el bosque.
—Han torturado a Matze Chai —dijo Ustarte a Waylander—. Sólo he alcanzado a ver atisbos. Ha sido extraordinariamente valiente.
—¿Atisbos?
—El mago y su loachái se protegen con un sortilegio de ocultación. No puedo ver lo que ocurre a su alrededor. Pero me he ligado a los pensamientos de Matze Chai.
—¿Sigue con vida? —preguntó Waylander en voz baja.
—Sí; está vivo. Hay algo más. El loachái lo ha curado cuando estaba a punto de morir.
—¿Para que su amo pueda volver a torturarlo?
—No lo creo. Ha sido como si el hechizo de ocultación hubiera desaparecido durante un instante, y he podido percibir sus pensamientos; en realidad, un simple eco de sus emociones. Se sentía entristecido y asqueado por la tortura. Ha curado a Matze Chai en un pequeño acto de rebeldía. Ha sido extraño, y tengo la impresión de que hay algo que hemos pasado por alto. Algo muy importante. Es más una sensación que una idea concreta.
—Yo tengo la misma sensación —dijo Waylander—. Me ha estado acosando desde la batalla contra los demonios. Vi que partían al mago por la mitad. Pero justo antes lo vi vacilar. Su hechizo funcionaba; la niebla se estaba retirando. Pero de repente pareció perder la confianza, se le trabó la voz y la niebla lo rodeó. Sin embargo, poco después su voz volvía a resonar, y venció a los demonios.
—Un ipsissimus tiene un gran poder —dijo Ustarte.
—Entonces, ¿cómo es que pareció perderlo durante unos instantes? ¿Y por qué no iba acompañado de su loachái? Esto no encaja en lo que me habéis contado sobre el vínculo que establecen con los canales de su poder. El niño debería servirle de escudo.
—En aquel momento, el niño estaba con Kiva y Yu Yu. Es posible que, cuando los demonios los atacaron, Eldicar se diera cuenta de que estaba en peligro. Tal vez perdiera la concentración por ese motivo.
—Sigue sin tener sentido —insistió Waylander—. ¿Deja atrás su escudo y, cuando ese escudo está en peligro, a él lo parten por la mitad? No. Si el loachái hubiera sido enviado tras los demonios y su amo se viera amenazado, sería comprensible. Me dijisteis que el amo es quien tiene el verdadero poder, y que lo canaliza a través del loachái. Por ello, si el amo estuviera amenazado, el vínculo con su sirviente se interrumpiría, lo que dejaría al loachái indefenso. Pero eso no fue lo que ocurrió. Fue Eldicar quien luchó contra los demonios.
Ustarte consideró aquellas palabras.
—Eldicar Manushan no puede ser el loachái —dijo—. Tengo entendido que su paje ronda los ocho años. Ningún niño, por grandes que fueran sus dotes, podría canalizar el poder de un ipsissimus. Tampoco creo que un chiquillo de esa edad pudiera ser capaz de una maldad tan profunda.
—Beric es un buen chico —dijo Niallad, saliendo de entre las sombras—. Lo aprecio mucho. No hay ni un atisbo de maldad en él.
—Yo también lo aprecio —dijo Waylander—, pero aquí hay algo que no encaja. Eldicar me dijo que él no había convocado a los demonios que atacaron mi casa. Lo creo. Me habló de Deresh Karany.
—Conozco a ese hombre —dijo Ustarte; el tono de su voz se había endurecido—. Su maldad sobrepasa lo imaginable. Pero es un hombre adulto. Si hubiera más de un ipsissimus, me habría dado cuenta. —Se volvió hacia Niallad—. Debéis perdonar mi intrusión, pero estoy leyendo vuestros pensamientos: necesito ver los hechos a través de vuestros recuerdos. Recordad la noche en la que asesinaron a vuestros padres.
—No quiero pensar en eso —dijo Niallad, apartándose.
—Lo siento, pero es imprescindible. Por favor, Niallad.
El joven se quedó inmóvil. Respiró profundamente, y Waylander se dio cuenta de que estaba haciendo acopio de fuerzas. Después, Niallad hizo un gesto a Ustarte y cerró los ojos.
—Ahora lo veo —susurró Ustarte—. El niño está ahí. Vos podéis verlo. Está al lado del mago.
—Sí; lo recuerdo. ¿Adonde queréis llegar?
—Pensad en ello. ¿Qué impresión os dio?
—Simplemente estaba ahí de pie, mirando.
—¿Contemplando la matanza?
—Supongo.
—Su rostro no revelaba emociones. Ni conmoción ni sorpresa ni horror.
—Sólo es un niño —dijo Niallad—, y probablemente no entendía lo que estaba ocurriendo. Es un chico maravilloso.
Ustarte giró en redondo y miró a Kiva y a Emrin.
—Todos estáis hechizados por el niño. Incluso Matze Chai, mientras soportaba la tortura, sólo podía pensar cosas buenas de Beric. Esto no es natural, Hombre Gris. —Volvió la vista hacia Niallad—. Pensad en todas las veces que habéis estado con Beric. Necesito ver los hechos por mí misma.
—No lo he visto mucho —dijo Niallad—. La primera vez fue en el palacio del Hombre Gris. Nos fuimos juntos a la playa.
—¿Qué hicisteis allí?
—Yo estuve nadando, y Beric se quedó sentado en la arena.
—¿No se bañó?
Niallad sonrió.
—No. Bromeé con él y amenacé con arrastrarlo al agua. Intenté tirar de él, pero se agarró a una roca y no pude moverlo.
—No veo ninguna roca en tu recuerdo —dijo Ustarte.
—Estoy seguro de que las había. Casi me deslomé intentando levantarlo.
Ustarte tomó a Niallad por el brazo.
—Visualizad su cara tan bien como podáis. Examinadla atentamente. ¡Necesito verla con todo detalle!
Se quedó muy quieta y Waylander observó que se sacudía como si hubiera recibido un pinchazo. Se apartó de Niallad con los ojos abiertos desmesuradamente y el terror reflejado en ellos.
—No es un niño —susurró—. Es una criatura producto de la fusión.
Waylander acudió junto a ella.
—Explicaos.
—Vuestras sospechas eran correctas, Hombre Gris. Eldicar Manushan es el loachái. Quien se presenta con el aspecto de un niño es Deresh Karany, el ipsissimus.
—No es posible —susurró Niallad—. Os equivocáis.
—No. Irradia un hechizo de cordialidad que afecta a todos los que se acercan a él. Es una protección excelente. ¿Quién sospecharía de un encantador niño de rizos dorados?
Ustarte se alejó, abrumada por pavorosos recuerdos. Había cruzado un portal entre dos mundos para huir de la maldad de Deresh Karany y, de repente, él estaba allí. Todas sus esperanzas de victoria le parecieron repentinamente frágiles, tan insustanciales como el humo.
Debería haber imaginado que el hechicero llegaría hasta allí. También debería haber imaginado que adoptaría una forma distinta. Deresh Karany se había obsesionado con la misteriosa magia de la fusión. Lo ocurrido con Ustarte le había demostrado que las posibilidades llegaban mucho más allá de los atributos físicos. El equilibrio correcto podría aumentar el poder de la mente. Ya era prácticamente inmortal, pero quería más. Siguió realizando experimentos cada vez más crueles con sus desventurados cautivos, buscando la clave que revelara los secretos de la fusión.
Ustarte se había convertido en su pasión. Se estremeció al recordarlo. Trabajaba en ella interminablemente, buscando el origen de su capacidad para cambiar de forma. Un día la ató a una mesa, le abrió la carne con un cuchillo afilado y le extrajo un riñón, para cambiarlo por otro, cargado de hechizos, procedente de una fusión fallida. El dolor había sido indescriptible, y si había logrado salvarse de la locura era gracias a su excepcional fortaleza. Mientras se recuperaba en su celda podía sentir que el órgano se agitaba en su interior, como si tuviera vida propia. De él crecieron finos brotes que se adentraron en los músculos de su espalda y en sus pulmones. Ustarte sufría terribles espasmos; sentía que la vida la abandonaba y, presa del pánico, cambió de forma. Aplastó a la criatura que había en su interior, pero uno de los brotes se separó y se le introdujo en el cráneo, en la base del cerebro. Allí murió, destilando un veneno que la abrasaba. Ustarte, con la forma de un tigre, rugió furiosa y descargó las enormes garras contra las paredes de la celda, desprendiendo grandes trozos de escayola. Después, como había hecho con el primer veneno que le habían administrado, lo absorbió y lo descompuso hasta hacerlo inofensivo. Ya no podía matarla, pero la cambió.
Cuando Ustarte se despertó, de nuevo con su propio cuerpo, se sentía distinta. Mareada y con náuseas, se sentó en el suelo, entre los restos de los muebles que había destrozado con la forma del tigre. De súbito, su mente se abrió, y pudo oír los pensamientos de todos los hombres y bestias de la prisión. Todos llegaron a la vez. Dejó escapar un grito, pero no se oyó a sí misma; su mente seguía bullendo. Luchó contra el pánico; intentó concentrarse y cerrar al tumulto partes de su mente, pero no logró acallar el más poderoso de los pensamientos que la alcanzaban, pues era fruto del dolor.
Procedía de Prial. Dos de los ayudantes de Deresh Karany estaban realizando experimentos con él.
La cólera recorrio su cuerpo, y en su interior empezó a formarse una ira ciega. Se puso en pie, se concentró en los hombres y sintió como si su cuerpo se extendiese. El aire pareció temblar y dividirse. Un instante después se encontró junto a los torturadores, en una de las salas de fusión del otro lado de la fortaleza. La garra de Ustarte destrozó la garganta del primero de los hombres. El segundo intentó huir, pero ella saltó sobre su espalda y lo aplastó contra el suelo. Las baldosas de piedra le destrozaron los huesos de la cara.
Ustarte liberó a Prial.
—¿Cómo habéis conseguido…? —murmuró éste—. Habéis… habéis salido de la nada.
Tenía el pelaje manchado de sangre, y varios instrumentos seguían incrustados en su carne. Ustarte los retiró con delicadeza.
—Nos vamos —le dijo.
—¿Ha llegado el momento?
—Sí.
Cerró los ojos y envió un mensaje a todas las criaturas de fusión aprisionadas. Después desapareció.
Las estancias de Deresh Karany estaban vacías, y Ustarte recordó que había ido a la ciudad a reunirse con el Consejo de los Siete. Tenía planes de abrir un portal entre dos mundos para volver a invadir un antiguo reino que los había derrotado muchos años atrás.
Desde fuera llegó el sonido de las vigas que se resquebrajaban y los hombres que gritaban. Ustarte se acercó a la ventana y vio a las criaturas de fusión, que recorrían el patio de ejercicio. Los guardias huían, presas del pánico. No llegaban muy lejos.
Una hora después, Ustarte guió a los ciento setenta prisioneros al campo a una zona de bosques montañosos.
—Vendrán tras nosotros —dijo Prial—. No tenemos ningún lugar al que huir.
Sus palabras resultaron ser ciertas en unos días, cuando las tropas de kriaz nor y los sabuesos empezaron a peinar los bosques. Los fugitivos lucharon con valentía, y durante cierto tiempo cosecharon pequeñas victorias. Pero su número se reducía poco a poco, y se veían empujados hacia la cima de las montañas. Unos cuantos prisioneros se separaron del resto y se dirigieron a las cumbres nevadas; Ustarte mandó a otros, por grupos, a buscar la libertad al este o al sur. Les advirtió que, a causa de su aspecto desfigurado, deberían evitar los asentamientos humanos.
La última mañana, mientras varios centenares de kriaz nor subían hacia su campamento, Ustarte reunió a los veinte seguidores que quedaban a su lado.
—No os alejéis de mí —les ordenó—, y seguidme cuando avance.
Imaginó un portal como los que había visto en los pensamientos de Deresh Karany. El aire pareció oscilar. Ustarte extendió los brazos.
—¡Ahora! —gritó, justo cuando los kriaz nor llegaban al campamento.
Ustarte dio un paso adelante. Durante un momento estuvo rodeada de luces de colores. Cuando se desvanecieron, se encontró en un claro verde, a la sombra de una serie de altos acantilados. El sol brillaba en el despejado cielo azul. Sólo nueve de sus seguidores habían conseguido llegar hasta allí. Cerca había un grupo de guerreros kriaz nor desconcertados. Delante se alzaba un gran arco de roca excavado en el acantilado. Debajo, la piedra resplandecía, recorrida por relámpagos azules. Los kriaz nor corrieron hacia los fugitivos; Ustarte se dirigió al arco. Prial, Menias, Corvidal y Shiza, una joven con la piel escamosa de un lagarto, corrieron con ella. Los demás cargaron contra los kriaz nor.
Ustarte extendió los brazos e hizo acopio de todo su poder. Durante un instante, la roca se deshizo delante de ella, y le pareció ver la luz de la luna reflejada en unas ruinas fantasmagóricas. Cuando empezó a desvanecerse, pasó acompañada de los que quedaban entre sus seguidores.
El portal se cerró tras ellos; sólo quedó la roca desnuda.
Shiza tropezó y cayo. Ustarte vio que tenía un cuchillo clavado en la espalda. La muchacha estaba inconsciente; Ustarte retiró el arma y le puso las manos sobre la herida, hasta cerrarla. Pero el corazón de Shiza había dejado de latir. Ustarte concentró su poder en conseguir que su sangre fluyera. Shiza abrió los ojos.
—Creía que me habían alcanzado —dijo con su voz sibilante—. Pero no me duele. ¿Estamos a salvo?
—Estamos a salvo —respondió Ustarte.
Le buscó el pulso, pero no tenía. Su sangre sólo fluía gracias a la magia. En realidad, ya estaba muerta.
Divisaron un lago en la distancia. El reducido grupo se encaminó a él. Corvidal fue a nadar con Shiza. La muchacha se movía en el agua con la facilidad de un delfín. Cuando salió, estaba riendo. Se sentó en la orilla y salpicó a Menias, que corrió y la agarró; los dos cayeron al agua.
Ustarte se apartó de los demás. Prial se acercó y se sentó a su lado.
—Es posible que alguno de los demás haya huido —dijo. Ustarte no respondió; estaba mirando a Shiza—. No sabía que también fuerais sanadora.
—No lo soy. Shiza se muere. Tiene el corazón perforado.
—Pero está nadando —objetó Prial.
—Cuando la magia se desvanezca, morirá. Le quedan unas horas. Un día. No sé.
—Oh, mi señora, ¿por qué somos víctimas de esta maldición? ¿Tan terribles fueron los pecados que cometimos en la vida anterior?
Aquella noche, Ustarte se sentó junto a Shiza. La sacerdotisa podía percibir cómo se desvanecía la magia. Intentó reforzar el hechizo, pero fue inútil. Shiza se sintió soñolienta y se tumbó.
—¿Qué vamos a hacer en este mundo, mi señora? —preguntó Shiza.
—Vamos a salvarlo —dijo Ustarte—. No permitiremos que se cumplan los planes de Deresh Karany.
—¿Me aceptarán las gentes de este lugar?
—Cuando te conozcan te querrán, igual que te queremos nosotros.
Shiza sonrió y se quedó dormida. Más avanzada la noche, con Ustarte tendida a su lado, la muchacha lagarto murió definitivamente.
Perdida en aquellos pensamientos, Ustarte no se dio cuenta de que Waylander caminaba hacia ella hasta que éste le puso una mano en el hombro.
—Fui muy arrogante al pensar que podría enfrentarme a Deresh Karany y a los Siete —dijo la mujer—. Arrogante y estúpida.
—Yo diría que fuisteis valiente y altruista —corrigió Waylander—. Pero no os juzguéis aún. Mañana, Emrin y Kiva se llevarán al muchacho por el sendero de montaña e intentarán llegar a la capital. Cuando estén a salvo, en el camino, pondré a prueba la inmortalidad de vuestro mago.
—No podéis actuar contra él, Hombre Gris.
—No tengo elección.
—Todos tenemos elecciones. ¿Por qué vais a sacrificaros sin necesidad? No puede morir.
—No se trata de él, Ustarte. Esos hombres han matado a los míos y han torturado a mi amigo. ¿Qué clase de hombre sería si no me enfrentase a ellos?
—No quiero veros morir. Ya he presenciado demasiada muerte.
—He tenido una larga vida, Ustarte. Tal vez demasiado larga. Muchos hombres mejores que yo yacen ahora bajo tierra. La muerte no me asusta. Pero aunque estuviera dispuesto a aceptar lo que decís sobre lo inútil que será enfrentarse a Deresh Karany, hay una cosa que no puedo pasar por alto. Matze Chai sigue siendo su prisionero, y yo no abandono a mis amigos.