Mientras hablaba, cuatro guerreros vestidos de negro salieron de entre las sombras y se dirigieron al claro, empuñando las oscuras espadas curvadas. Kaisumu se levantó y desenvainó la suya.
Quin Chong, en el cuerpo de Yu Yu Liang, caminó al centro del claro con movimientos tranquilos. Iba arrastrando la espada, dejando una marca en el suelo.
Kaisumu relajó su cuerpo, como enseñaba el camino de la espada, hasta alcanzar el gran vacío en el que el miedo y la euforia desaparecían y sólo quedaba una sensación de tranquila armonía. Los cuatro guerreros se desplegaron. Kaisumu observó sus movimientos, perfectamente equilibrados. Percibía su gran fuerza y supo que podían ser muy rápidos. Irradiaban confianza.
No se apresuraron, y Kaisumu se dio cuenta de que esperaban al mayor de los guerreros. Su túnica de seda negra, recogida en la cintura, estaba adornada con un broche de plata en forma de garra de león. Tal vez fuera un símbolo de mando entre los kriaz nor, pensó. El jefe se enfrentó a Quin Chong, que seguía de pie en silencio, con la punta de la espada apoyada en el suelo.
El kriaz nor saltó hacia delante con una velocidad increíble. Kaisumu parpadeó y estuvo a punto de perder la concentración. Ningún ser humano podía moverse tan deprisa. La espada negra se lanzó hacia el rostro de Quin Chong; éste detuvo el golpe y los dos luchadores entablaron combate, girando y girando. El kriaz nor atacaba una y otra vez; las dos espadas entrechocaban repetidamente, con un sonido discordante que, sin embargo, se extendía por el claro con un ritmo casi musical. De las hojas saltaban chispas. Kaisumu no había visto semejante maestría en toda su vida: era como si los dos guerreros hubieran coreografiado cada movimiento y hubieran practicado durante años. Las espadas brillaban a la luz de la luna y se movían más deprisa de lo que alcanzaban a distinguir los ojos de Kaisumu. Los luchadores se apartaron durante un instante. El jubón de piel de lobo de Quin Chong estaba manchado de sangre. Entonces, las espadas volvieron a cruzarse en un aullante remolino de acero. Ninguno de los espadachines había pronunciado una palabra, y la lucha continuó con renovada fiereza. Kaisumu vio la sangre brotar de la cara del kriaz nor cuando la espada de Quin Chong le rasgó la piel de la mejilla. El kriaz nor se echó hacia atrás.
—Será para mí un honor comerme tu corazón —dijo—. Lo mereces.
Quin Chong no contestó. El kriaz nor volvió a atacar. Quin Chong saltó a la derecha y la espada de Yu Yu Liang trazó un arco relampagueante. El kriaz nor dio unos pasos tambaleantes y se giró; tenía un tajo en el abdomen por el que caían sus entrañas. Lanzó un grito ahogado e intentó cargar por última vez, pero Quin Chong detuvo la estocada y le asestó un golpe en el cuello. El enorme guerrero cayó al suelo, casi decapitado.
Durante un rato, reinó el silencio. Kaisumu contempló a los otros tres guerreros. Parecían inseguros sin su jefe, y habían perdido la confianza. De repente, uno de ellos lanzó un grito de guerra y corrió hacia Kaisumu. El pequeño rainí no esperó a que llegara la carga, sino que atacó a su vez. La hoja del kriaz nor cayó con fuerza. Kaisumu la esquivó mientras lanzaba un tajo hacia el brazo con el que el kriaz nor empuñaba la espada. Ésta salió volando por los aires, con la mano amputada aferrada a la empuñadura. El guerrero sacó un puñal dentado y saltó hacia Kaisumu, que le hundió la espada en el pecho, arrancándole un grito de sorpresa y dolor. Kaisumu miró los ojos dorados de pupila vertical y observó cómo los abandonaba la luz. Después desclavó la espada del pecho del kriaz nor y se puso junto a Quin Chong. Los otros dos guerreros desaparecieron en el bosque.
—Pronto vendrán más —dijo Quin Chong—. Vámonos.
Envainó la espada y corrió hacia los caballos, seguido por Kaisumu. Ensillaron rápidamente las monturas y salieron del claro. Forzaron a los animales durante varias millas, hasta que llegaron a un valle. Quin Chong se apartó del camino y desmontó. Kaisumu se unió a él. El riai nor condujo a los caballos al sendero y les palmeó las ancas; los animales se marcharon en dirección al sur.
Quin Chong se adentró entre los árboles e indicó a Kaisumu que lo siguiera. Bajaron a toda prisa una cuesta arbolada, hasta llegar a un arroyo de aguas rápidas. Lo vadearon a lo largo de un cuarto de milla, hasta que Quin Chong se detuvo a la altura de un viejo roble. Una rama cruzaba sobre el arroyo, a diez pies por encima. Quin Chong se quitó el cinto y la espada, los lanzó a la otra orilla y se volvió hacia Kaisumu.
—Junta las manos —le ordenó.
Kaisumu obedeció. Quin Chong apoyó el pie derecho en las manos del otro hombre y se lanzó hacia arriba. Se agarró a la rama y se encaramó a ella, se colgó por las rodillas, sujetándose al tronco con los pies, y tendió las manos a Kaisumu. El rainí lanzó su espada a la orilla opuesta, tal como acababa de hacer Quin Chong, saltó para sujetarse a las muñecas de éste y se impulsó para alcanzar la rama.
Una vez en tierra firme, al otro lado del arroyo, recogieron las espadas y se dirigieron al sudeste, siempre ascendiendo, hasta que llegaron a una pequeña cueva formada por un saliente de la montaña. Aún salía sangre de la herida superficial del pecho del riai nor.
—El pria shaz tenía razón —dijo Quin Chong—. Sabes usar la espada. Pero ha sido una suerte que tu adversario fuera presa del pánico.
—Nunca había visto guerreros que se movieran a semejante velocidad —reconoció Kaisumu.
—Es una de las ventajas de la fusión —repuso Quin Chong.
—¿Cómo has conseguido que el cuerpo de Yu Yu los igualara?
—Los músculos de todos los animales trabajan en armonía rítmica, compartiendo la carga. Cuando un hombre se lleva una copa a los labios no usa toda su fuerza; sólo le hacen falta unos cuantos músculos del brazo y el torso. Para levantar una piedra utiliza más. Imagina que un músculo está compuesto, por ejemplo, por veinte hombres. Si hay que levantar la piedra diez veces, la primera vez lo hacen dos hombres; la segunda, otros dos, y así sucesivamente. Pero es posible, aunque no es prudente, ponerlos a todos a trabajar al mismo tiempo. Eso es lo que he hecho, aunque Yu Yu no me lo agradecerá cuando despierte —sonrió—. Ah, pero he disfrutado con este último momento de vida carnal, con el olor del bosque y la sensación del aire fresco en los pulmones.
—Volverás a sentirlo cuando encontremos a los Hombres de Barro. Volverás para ayudamos.
—No volveré, Kaisumu. Ésta es mi última visita al mundo físico.
—Hay tantas cosas que me gustaría preguntarte…
—Sólo hay una pregunta que te atenaza el corazón, espadachín. Por qué no fuiste tú el elegido para ser el pria shaz.
—¿Conoces la respuesta?
—Será mejor que la descubras tú mismo. Hasta siempre, Kaisumu.
Quin Chong cerró los ojos y desapareció.
Niallad soñaba con su padre. Estaban cazando con halcón en las montañas, cerca del castillo. El ave de su padre, la legendaria Eera, había llevado tres liebres. La de Niallad, joven y recién entrenada, había volado a un árbol cercano y no acudía a su llamada.
—Debes tener paciencia —dijo su padre, sentándose a su lado—. Ave y hombre no establecen nunca una amistad. Es una asociación. Mientras le des de comer, seguirá contigo. Pero no te ofrecerá lealtad ni amistad.
—Creía que nos llevábamos bien. Se pone a dar saltos siempre que me acerco.
—Ya veremos.
Habían esperado durante varias horas, y después, el halcón había salido volando para no volver.
Niallad se despertó. Durante un momento sintió la calidez y la seguridad del amor de su padre. Después, con terrible fiereza, la realidad lo golpeó. Dejó escapar un gemido y se incorporó, con el corazón en un puño. Emrin estaba tumbado en el suelo, cerca de él. El Hombre Gris estaba sentado en una roca, junto a los caballos. No se volvió para mirar. Su silueta se recortaba contra el cielo, y Niallad suponía que estaba contemplando la pradera iluminada por la luna, en busca de indicios de perseguidores. Se había reunido con ellos unas horas antes para conducirlos a aquel apartado lugar, en la linde del bosque. No había hablado mucho con él.
El joven se levantó de la manta y caminó hasta el Hombre Gris.
—¿Puedo haceros compañía?
El Hombre Gris asintió. Niallad se sentó a su lado, en la superficie plana de la roca.
—Siento lo que he dicho antes —le dijo a Waylander—. He sido un desagradecido. De no ser por vos, me habría matado un hombre en el que confiaba. Y Emrin estaría muerto.
—Estabais en lo cierto —dijo el Hombre Gris—. Soy un asesino. ¿Habéis tenido una pesadilla?
—No; casi ha sido un buen sueño.
—Ah, son los peores. Pueden hacer más daño en el alma que el fuego.
—No me puedo creer que mi padre haya muerto —dijo Niallad—. Creía que viviría para siempre o que moriría enfrentándose en combate a sus enemigos.
—La muerte, cuando llega, suele cogemos por sorpresa —repuso Waylander.
Permanecieron un rato sentados en silencio. Niallad se sentía tranquilo en compañía del Hombre Gris.
—Confiaba en Gaspir —dijo el joven al final—. Tenía la habilidad de hacerme perder el miedo. Era fuerte, y parecía tan leal… Jamás volveré a confiar en nadie.
—Ni se os ocurra pensar eso —le advirtió el Hombre Gris—. Hay muchas personas merecedoras de confianza. Si empezáis a desconfiar de todo el mundo, nunca tendréis verdaderos amigos.
—¿Vos tenéis amigos?
El Hombre Gris lo miró y sonrió.
—No. Así que hablo por experiencia.
—¿Qué creéis que ocurrirá ahora?
—Tendrán más cuidado al elegir a quiénes mandan tras nosotros. Hombres duros, expertos en seguir pistas, montañeros…
—¿Demonios? —preguntó el muchacho, intentando disimular el miedo.
—Sí; también demonios —convino el Hombre Gris.
—Estamos acabados, ¿verdad? Panagyn y Aric tienen miles de hombres. Yo no tengo nada. Si lograra llegar a la capital, no sabría adonde ir.
—Los ejércitos no significan nada sin hombres que los dirijan. Cuando os ponga a salvo volveré, y ya veremos qué ocurre.
—¿Vais a volver a Carlis? ¿Por qué?
El Hombre Gris no respondió. Señaló la llanura que se extendía ante ellos. A lo lejos, Niallad distinguió una hilera de jinetes.
—Despertad a Emrin —le ordenó el Hombre Gris—. Ha llegado el momento de ponerse en marcha.
Yu Yu gimió cuando se despertó. Se sentía como si una manada de bueyes hubiera pasado la noche pisoteándolo. Con un gruñido de dolor, se esforzó para incorporarse. Kaisumu estaba en la boca de la cueva, con la espada en el regazo.
—No quiero ser un héroe —murmuró Yu Yu.
—Llevas varias horas dormido —dijo Kaisumu, cansado.
El rainí se puso en pie y se alejó de la cueva. Yu Yu se puso de rodillas y volvió a gruñir. Miró hacia abajo y vio los puntos recientes en la herida del hombro.
—Siempre que lucho me hieren —dijo, aunque Kaisumu no estaba a la vista—. Siempre. Y cuando un gran héroe usa mi cuerpo, lo hieren a él. Estoy harto de tener heridas. Cuando encontremos a los Hombres de Barro me iré a casa. Quiero volver a la cantera. —Meditó sobre ello un momento, recordando la amenaza del hombre con el que se había peleado en el pueblo—. No; primero entraré en casa de Shi Da sin que nadie me vea y le cortaré la garganta. Después volveré a la cantera.
—Estás hablando solo —dijo Kaisumu, entrando en la cueva con las manos llenas de bayas.
Se las tendió a Yu Yu, que se sentó en el suelo y comió, agradecido. Apenas le mataron un poco el hambre.
—He hablado con Quin Chong —dijo Kaisumu.
—Ya lo sé. Estaba ahí. Aquí. Bueno; donde sea. Me alabó la fuerza y la velocidad. Luchamos bien, ¿eh? Le cortamos la cabeza a ese bastardo.
—Luchasteis bien —asintió Kaisumu—. Pero ahora nos siguen otros seis kriaz nor.
—¿Seis? Son demasiados —protestó Yu Yu—. No sé si podría matar a seis.
—No podrías matar a uno —dijo Kaisumu, con la voz teñida de irritación.
—Sé por qué estás enfadado. Quin Chong no quiso decirte por qué no eres el pria shaz.
—Tienes razón. Toda mi vida me he esforzado por ser el rainí perfecto, por ser digno del título y vivir conforme a los criterios establecidos por los hombres como Quin Chong. Podría haber sido rico; el dueño de un castillo; el señor de una provincia. Podría haberme casado con Estrella de Jazmín.
—¿Estrella de Jazmín? —preguntó Yu Yu.
—No tiene importancia. He renunciado a toda la riqueza y siempre he sido un humilde espadachín. ¿Qué más podría haber hecho para ser digno?
—No lo sé —contestó Yu Yu—. Yo no he hecho nada de eso. Claro que tampoco quería ser el pria shaz.
Salió de la cueva a buscar más bayas, y encontró un arbusto a unos sesenta pies. No estaban maduras del todo, pero su sabor era delicioso. No alcanzaba a comprender por qué Kaisumu tenía tanto interés en ser el pria shaz. ¿Qué veía de interesante a pasar hambre y ser perseguido continuamente por asesinos? A él, desde luego, le habría gustado que Kaisumu fuera el pria shaz. Yu Yu se volvió después de pelar el arbusto y se detuvo en seco. La cueva estaba a un lado de una colina en forma de cúpula. Se quedó mirándola, recordando sus viajes espirituales con Quin Chong. Volvió a la cueva tan deprisa como se lo permitieron las doloridas piernas.
—Estamos aquí —le dijo a Kaisumu—. Es esto. Ésta es la colina de los Hombres de Barro.
—¿Estás seguro?
—Completamente.
Los dos hombres salieron de la cueva y examinaron la ladera de la colina.
—¿Cómo se entra? —preguntó el rainí.
—No lo sé.
Rodearon la colina lentamente. No crecía ningún árbol en su ladera y no había ninguna abertura, con excepción de la cueva en la que habían descansado. Kaisumu subió hasta la cima, examinando detenidamente la tierra que lo rodeaba. Después volvió adonde esperaba Yu Yu.
—No veo ni rastro de una entrada —dijo.
Volvieron a la cueva y Kaisumu empezó a examinar las paredes de roca gris. No tenían ni una grieta. Yu Yu esperaba fuera. Él también estaba confuso. En su sueño había visto a los riai nor caminando hacia la colina y desapareciendo en su interior. No recordaba que hubiera una cueva, ni un saliente de roca como el que tenía sobre la cabeza, que sobresalía como un toldo.
Volvió al arbusto de bayas y contempló el saliente y la tierra que se extendía por debajo. Durante la mayor parte de su vida adulta había sido albañil y picapedrero, y sabía algo sobre los corrimientos de tierras. Era posible que la zona que rodeaba la entrada de la cueva se hubiera erosionado, dejando la roca a la vista.
Kaisumu se acercó a él.
—No encuentro nada —informó.
Yu Yu le hizo caso omiso y caminó hasta la roca, justo a la izquierda de la entrada de la cueva. Aún le dolía el cuerpo, pero levantó la mano, encontró un lugar donde agarrarse y empezó a escalar lentamente. Si no hubiera estado tan dolorido, subir habría resultado fácil; en su estado, gemía de dolor cuando se colocó sobre el saliente.
—¡Ven aquí! —gritó a Kaisumu.
El rainí escaló la roca sin dificultad. Había un bloque de piedra, de unos seis pies de alto por cuatro de ancho, colocado en vertical contra la colina.
—Parece una puerta —dijo Kaisumu.
Empujó, pero no se movió.
Yu Yu no contestó. Estaba mirando hacia la línea de los árboles, de donde acababan de salir seis guerreros.
Kaisumu también los vio.
—Por lo menos no llevan arcos —murmuró—. Igual consigo matarlos mientras suben.
Yu Yu se acercó a la puerta de piedra y extendió la mano. Cuando sus dedos rozaron la roca, ésta se estremeció, y de ella salieron ondas, como si fuera de agua. Yu Yu se quedó mirándolas y se adelantó. Su brazo atravesó la puerta como si fuera una niebla fría. Le hizo un gesto a Kaisumu, que observaba el avance de los kriaz nor.
—He encontrado la forma de entrar —dijo, señalando la piedra.
—¿De qué hablas?
Yu Yu se giró y se encontró con que la entrada volvía a ser sólida.
—Cógeme de la mano —le dijo a Kaisumu.
—¡Os tenemos, hombrecillos!
Un kriaz nor corrió hacia ellos. Kaisumu desenvainó la espada. Yu Yu volvió a tocar la piedra y, cuando comenzaron a formarse las ondas, tomó a Kaisumu por el brazo y lo arrastró a través de la niebla.
Al otro lado se encontraron sumidos en la oscuridad.
—Vaya, esto es maravilloso —dijo Yu Yu—. Y ahora, ¿qué?
En aquel momento se encendió una hilera de linternas. Kaisumu entrecerró los ojos, protegiéndose contra el brillo repentino. Cuando se le acostumbró la vista se dio cuenta de que estaban en un corto túnel que conducía a una gran sala de techo abovedado. Dentro, en perfecta formación, había varios centenares de figuras de arcilla de tamaño natural. Cada una de ellas representaba a un espadachín riai nor, esculpido con todo detalle. En la primera fila del ejército silencioso había tres estatuas rotas. Un trozo de roca desprendido del techo las había aplastado. Kaisumu cogió un fragmento, perteneciente a una cabeza, y lo examinó. Nunca había visto un trabajo de semejante calidad. Lo colocó en el suelo con reverencia y caminó entre las filas fantasmagóricas, observando las caras. Rezumaban nobleza y humanidad. Estaba conmocionado. Podía apreciar el heroísmo y la modestia en todos los rostros. Aquéllos eran los hombres que se habían enfrentado a un enemigo temible para proteger a la humanidad. Sentía que observar sus rasgos era todo un privilegio.
Yu Yu se sentó, apoyó la espalda en la pared y cerró los ojos. Al cabo de un rato, Kaisumu volvió y se sentó a su lado.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó.
—Tú puedes hacer lo que quieras —contestó Yu Yu—. Yo necesito descansar.
Se tendió, apoyo la cabeza en un brazo y se quedó dormido.
Kaisumu se levantó. No podía apartar la mirada de los solemnes Hombres de Barro. Cada cara era distinta, aunque todos llevaban la misma armadura, el mismo casco repujado que bajaba para proteger el cuello y el mismo peto que parecía hecho de monedas, perfectamente redondas y sujetas entre sí con anillas. Debajo, todos los guerreros llevaban una túnica larga, dividida por delante y por detrás hasta la cintura. Sus espadas también eran como las de los rainíes, largas y ligeramente curvadas. Volvió a recorrer las filas, preguntándose cuál de aquellos hombres sería Quin Chong.
Las lámparas brillaban con fuerza. Kaisumu examinó una de ellas y vio que no tenía aceite ni combustible de ningún tipo. Un globo blanco descansaba en un soporte, y del centro salía luz.
Recorrió lentamente la sala redonda. A un lado había un montón de objetos dorados, dispuestos sobre una repisa tallada en la roca. Algunos eran anillos; otros, broches o pulseras, y todos estaban amontonados. Había colgantes, adornos y pequeños amuletos con forma de animal: perros, gatos, e incluso una cabeza de oso. Confuso, Kaisumu volvió adonde dormía Yu Yu. No intentó despertarlo; estaba agotado.
Unos golpes amortiguados resonaron en la sala. Kaisumu supuso que los kriaz nor habían subido al saliente de la roca y buscaban la forma de entrar. Sabía que no lograrían mover la roca, pero más tarde o más temprano, Yu Yu y él tendrían que abandonar aquel lugar y enfrentarse a ellos.
Volvió a mirar a los Hombres de Barro.
—Bueno; os hemos encontrado, hermanos míos —dijo—. Pero ¿qué hacemos ahora?
Matze Chai estaba sentado en silencio, esperando a que empezara el interrogatorio. Le habían llegado noticias de la masacre del Palacio de Invierno, y sabia que Waylander era, una vez más, un fugitivo. Lo que no sabía era por qué lo habían llamado a la sala del roble de la casa de su amigo.
El joven Liu, el capitán de su guardia, estaba a la derecha de su amo. Enfrente se encontraba el mago Eldicar Manushan, acompañado de dos hombres que le habían sido presentados como Aric y Panagyn. Descubrió al instante que no le gustaba ninguno de los dos. Aric tenía el aspecto de una comadreja pagada de sí misma, mientras que las facciones de Panagyn eran insulsas y brutescas. Junto al mago había un delgado chiquillo de pelo rubio. A su pesar, Matze Chai sintió una simpatía instantánea por él, lo que resultaba curioso si tenía en cuenta que odiaba a los niños.
El silencio creció. Al final, Eldicar Manushan tomó la palabra.
—Tengo entendido que el individuo conocido como el Hombre Gris es uno de vuestros clientes.
Matze Chai no contestó; se limitó a sostener la mirada del mago, con una expresión de gélido desdén.
—¿Acaso no tenéis intención de contestar a ninguna de mis preguntas? —dijo el mago.
—No me había dado cuenta de que fuera una pregunta —respondió el comerciante—. Me ha parecido una afirmación. El motivo de mi visita no es ningún secreto. Gestiono los intereses crematísticos que tiene el Hombre Gris, como lo llamáis, en el territorio chiatze.
—Disculpadme, Matze Chai —dijo Eldicar con una sonrisa—. ¿Por qué nombre conocéis vos a este hombre?
—Lo conozco como Dakeyras.
—¿De dónde procede?
—De algún territorio del sudoeste, lejos de aquí. Drenan o Vagria, creo. No tengo por costumbre investigar demasiado el pasado de mis clientes. Me limito a hacer que crezca su capital. Ése es mi talento.
—¿Sois consciente de que vuestro cliente y una vil hechicera provocaron la muerte de más de cien personas, entre las que se encontraban el duque y su dama?
—Si vos lo decís… —Matze Chai se sacó un pañuelo perfumado de la manga y se lo llevó a la nariz con delicadeza.
—Claro que lo decimos, zurullo de ojos rasgados —espetó Panagyn.
El comerciante no se dignó dirigirle una mirada; siguió con los ojos firmemente clavados en los del mago.
—Vuestro cliente también ha secuestrado al heredero del ducado. Lo sacó del palacio en mitad de la matanza.
—Es un hombre muy hábil, sin duda —dijo Matze Chai—. Aunque, al parecer, no muy inteligente.
—¿A qué se debe esa apreciación? —preguntó Eldicar.
—Convoca a unos demonios para que borren de la faz de la tierra al duque y a todos sus seguidores y, sin embargo, deja en paz a varios de los señores más poderosos. En vez de darles muerte, algo que podría haber hecho con facilidad, decide secuestrar al hijo del duque y, con la carga de un rehén, desaparece y deja a sus enemigos con vida y en posesión de su palacio, sus tierras y una buena porción de sus riquezas. Me cuesta trabajo imaginar qué pretendería conseguir con ello. Todo parece de una estupidez notable.
—¿Qué insinúas? —preguntó Aric.
—¿No os parece evidente? —respondió Matze Chai—. Mi cliente, como sabéis muy bien, no fue responsable de los asesinatos. No tenía ningún motivo para matar al duque y, evidentemente, no invocaría demonios ni aunque fuera capaz. Así que os ruego que dejéis los juegos. Me da igual quién gobierne este reino y quién haya invocado a los demonios. Esos asuntos me traen sin cuidado. Soy comerciante, y ése es mi único interés.
—Muy bien, Matze Chai —dijo Eldicar con suavidad—. Dejemos de lado el asunto de la culpabilidad y la inocencia. Necesitamos encontrar al Hombre Gris, y necesitamos que nos digáis todo lo que sabéis sobre él.
—Mis clientes me solicitan una discreción considerable. No me dedico a cotillear sobre sus asuntos.
—No estoy seguro de que seáis consciente de lo delicado de vuestra situación —dijo Eldicar con dureza—. El Hombre Gris es nuestro enemigo y debemos encontrarlo. Cuanto más sepamos sobre él, más fácil nos resultará. Será mejor que habléis libremente, pero os arrancaremos las palabras si es necesario. Y creedme; tengo suficiente poder para arrancároslas entre gritos de dolor. —Sonrió y se inclinó hacia delante—. Sin embargo, dejemos de lado estas cosas, por el momento, y examinemos la posibilidad de que reconsideréis vuestra postura y nos hagamos amigos.
—La amistad siempre es bienvenida —respondió Matze Chai.
—Sois un hombre anciano, a las puertas de la muerte. ¿Os gustaría ser joven de nuevo?
—¿A quién no le gustaría?
—Entonces os haré una pequeña demostración, como gesto de buena voluntad.
Eldicar levantó la mano. Apareció una esfera de brillante humo azul, del tamaño de un puño. Se desprendió de su mano y se introdujo por la nariz y la boca del sorprendido Liu. El guardia chiatze cayó de rodillas, asfixiándose. De sus pulmones salía humo azul, mientras se esforzaba por respirar. El humo se arremolinó alrededor de Matze Chai; el mercader intentó contener la respiración, pero al final no tuvo más remedio que inhalar. Una sensación de hormigueo recorrió su cuerpo. Sintió que su corazón latía más deprisa y que sus músculos se henchían con nueva vida. La energía crecía en su interior; volvía a sentirse fuerte. Se le aclaró la vista, y se dio cuenta de que veía mejor que en muchos años. Se volvió hacia Liu. El joven capitán había vuelto a ponerse en pie. La expresión del comerciante se endureció cuando vio sus sienes plateadas.
—¿Cómo os sentís? —preguntó Eldicar Manushan.
—Muy bien —contestó Matze Chai con frialdad—. Sin embargo, habría sido de buena educación que preguntarais a mi capitán si deseaba perder algo de su juventud.
—Os he dado veinte años, comerciante. Os puedo dar veinte más. Podéis recuperar la juventud y la virilidad. Podréis gozar de vuestras riquezas de una forma que os ha estado negada durante decenios. Ahora, ¿deseáis ser amigo mío?
Matze Chai respiró profundamente.
—Mi cliente tiene un don único, hechicero. Algunos hombres están dotados para la pintura o la escultura; otros son capaces de cultivar cualquier tipo de planta, con cualquier clima. Es evidente que vos domináis las artes de la magia. Pero las dotes de mi cliente son extraordinarias. El suyo es un talento terrible: es un asesino. En toda mi larga y, hasta el momento, aburrida vida, nunca he oído hablar de nadie que pudiera compararse con él. Se ha enfrentado a demonios, magos y hombres bestia.
Y sigue con vida. —Sonrió tímidamente—. Aunque creo que ya os habéis dado cuenta. Debería haber muerto en vuestra masacre, pero no fue así. Ahora creéis que vais a darle caza. Estáis equivocado: él os está dando caza a vos. Ya sois hombres muertos. Y no deseo la amistad de hombres muertos.
Eldicar lo contempló en silencio.
—Ha llegado el momento de que conozcáis el dolor, Matze Chai.
Levantó la mano y señaló a Liu. El puñal del oficial salió despedido por los aires, giró y se clavó en el ojo del jefe de la guardia. Cayó sin emitir un sonido.
Matze Chai lo contempló en silencio, con las manos en el regazo, mientras los guardias se le acercaban.
Tres Espadas se apartó de la puerta de roca. Brazo de Hierro seguía golpeando la piedra con la empuñadura de la espada.
—Basta —dijo Tres Espadas—. No cede.
—Entonces, ¿cómo han podido entrar?
—No lo sé. Pero he inspeccionado la colina y no hay otra salida. Así que esperaremos.
Los dos kriaz nor bajaron a reunirse con los demás. Paso Veloz estaba sentado en la entrada de la cueva, junto a Cuarta Piedra. Los dos supervivientes del grupo de Garra Listada permanecían a cierta distancia. Tres Espadas los llamó. Los dos acababan de salir de los corrales y Garra Listada había cometido una estupidez al elegirlos para aquella misión, aunque había sido algo propio de él. Le gustaba impresionar, y los jóvenes recién salidos de los corrales se impresionaban más fácilmente que los guerreros curtidos.
—Relatadme la pelea —les dijo.
Uno de los kriaz nor empezó a hablar.
—Garra Listada nos dijo que nos quedáramos a un lado mientras acababa con el enemigo. Entonces luchó contra el que va vestido con piel de lobo. Era muy rápido. El humano se movía como un kriaz nor, a gran velocidad. Entonces, Garra Listada cayó. Reiniku Seis atacó al segundo hombre, y murió.
—¿Y vosotros dos salisteis corriendo?
—Sí, mi señor.
Tres Espadas se apartó de la pareja y sacó una espada. Con un movimiento rápido, decapitó al que había hablado. El segundo guerrero se volvió y salió corriendo, pero el veterano lo alcanzó a los pocos pasos y le rebanó la garganta limpiamente. Giró y caminó hasta Brazo de Hierro.
—Carne fresca —dijo—. Pero deja los corazones. No quiero que la sangre de cobardes fluya por mis venas.
En aquel momento, el suelo empezó a vibrar. Tres Espadas estuvo a punto de perder el equilibrio.
—¡Un terremoto! —gritó Cuarta Piedra.
Un estruendo grave, como el de un trueno lejano, resonó en el claro. Una roca pasó rodando junto a ellos.
—Procede del interior de la colina —dijo Brazo de hierro.
Otra roca se desplazó. Cayó en el saliente, rodó y se estrelló contra el suelo.
—Vamos a los árboles —ordenó Tres Espadas.
Brazo de Hierro agarró uno de los cadáveres y lo arrastró tras él, siguiendo a sus compañeros hasta la seguridad del bosque.
Cuando se despertó, Yu Yu se sentía más fuerte y ya no le dolía todo el cuerpo. Kaisumu estaba sentado junto a él, con las piernas cruzadas y los ojos cerrados, sumido en el trance de la meditación. Yu Yu se levantó y contempló las blancas filas del ejército fantasmal.
Caminó entre las figuras de barro observando sus caras, en busca de Quin Chong, pero no lo vio por ningún lado. Al final dio con las figuras rotas. Se arrodilló y unió los fragmentos de las cabezas. La tristeza lo invadió cuando la segunda quedó completa. En sus manos tenía el rostro del riai nor del que se había hecho amigo en sueños.
—¿Qué hago ahora? —susurró—. Estoy aquí.
No hubo respuesta. Yu Yu dejó los trozos rotos en el suelo y se sentó. Kaisumu debería haber sido el pria shaz. Él era el que había sido entrenado como rainí.
Volvió junto a su amigo y esperó a que saliera del trance. Al cabo de unos minutos, Kaisumu abrió los ojos.
—¿Ya te has repuesto? —preguntó el espadachín.
—Sí —contestó Yu Yu, abatido.
—¿Te ha visitado Quin Chong mientras dormías?
—No.
—¿Tienes idea de qué hacer ahora?
—¡No! —gritó Yu Yu—. No sé cómo pueden ayudarnos unas estatuas.
Se puso en pie y se apartó, intentando evitar más preguntas. Nunca se había sentido tan inútil. Recorrió el perímetro de la sala y al final llegó a una repisa en la que se acumulaba un montón de adornos dorados. Se imaginó a los guerreros acercándose en fila y dejando objetos en la superficie. Cogió un anillo de oro y volvió a dejarlo en su sitio. En su visión, los guerreros entraban en la colina. Ahora sólo había estatuas. No sabía dónde estaban los guerreros; ¿se encontrarían cubiertos de arcilla? La cabeza rota de la estatua de Quin Chong estaba hueca y no tenía huesos ni restos de cabello, por lo que no le parecía probable. Por tanto, ¿cuál era la finalidad de aquellas estatuas? Meditó sobre ello hasta que le dolió la cabeza.
«Tienes que despertar a los Hombres de Barro», le había dicho Quin Chong.
—¡Despertad! —gritó Yu Yu.
—¿Qué haces? —preguntó Kaisumu.
Yu Yu no contestó. Incapaz de dar con una respuesta, se volvió hacia la repisa de roca. Una varilla de oro trenzado, de unas tres pulgadas de longitud, llamó su atención. A su lado había una pieza circular, con un agujero en el centro. Yu Yu introdujo la varilla en el agujero y la giró hasta que quedó encajada. En la parte superior de la pieza circular había un gancho en forma de cayado.
—¿Qué haces? —repitió Kaisumu, que había acudido a su lado.
—Nada —respondió—. Tonterías. Se ve que de aquí debería colgar algo.
—Tenemos cosas más importantes que hacer.
—Ya lo sé. —Yu Yu siguió examinando los objetos. Encontró una pequeña campana dorada, con una anilla en la parte superior—. Es esto —dijo, colocándola en el gancho—. Qué bonito.
—Sí; precioso —dijo Kaisumu con un suspiro de exasperación.
Yu Yu golpeó la campana. Sonó un ligero tañido. La campana siguió oscilando, y el segundo tañido fue más fuerte que el primero. El sonido empezó a reverberar en la Sala de la Cúpula, cada vez más fuerte. La pared de piedra empezó a vibrar; las lámparas y los adornos caían al suelo. Kaisumu intentó decir algo, pero Yu Yu no lo oía. Se apretaba las orejas con las manos.
Empezó a caer polvo del techo abovedado, y las paredes se estaban agrietando. Ahora, el sonido de la campana era más intenso que un trueno. Yu Yu estaba mareado. Se tambaleó y cayó de rodillas. Kaisumu también se cubría las orejas y se agachaba, con una expresión de intenso dolor.
Las estatuas de arcilla estaban temblando. Yu Yu vio que en la más cercana empezaban a aparecer diminutas grietas, que se extendían como una telaraña. El terrible tañido de la campana no se detuvo. La cabeza de Yu Yu estallaba de dolor.
Cayó inconsciente.