ONCE

Niallad estaba sentado en la cornisa, con la espalda apoyada en la pared del acantilado. Un centenar de pies más abajo, el oleaje se estrellaba contra las rocas. El Hombre Gris también estaba sentado, inmóvil y con aspecto relajado, a poca distancia. Hacía algún tiempo que el sol había salido, y las ropas de Niallad se habían secado.

El joven reproducía en su mente los acontecimientos de la noche anterior. La muerte de sus padres; la traición de Gaspir; el rescate llevado a cabo por el Hombre Gris. Todo parecía irreal. ¿Cómo podía estar muerto su padre? Era el hombre más robusto y lleno de vitalidad de todo el país. Niallad volvió a ver la imagen de su madre tendida en el suelo. Sintió un vacío espantoso y las lágrimas humedecieron sus ojos.

El Hombre Gris le tocó el brazo; Niallad parpadeó y miró en su dirección. El Hombre Gris se llevó un dedo a los labios y negó con la cabeza. Silencio. Niallad asintió y alzó la mirada. A unos diez pies por encima de ellos había un saliente rocoso. Desde el otro lado llegó el sonido de la conversación entre los guardias situados fuera de los aposentos del Hombre Gris.

—Esto es una estupidez —oyó decir a uno de los guardias—. No va a volver aquí, ¿verdad? Quiero decir; hemos registrado todo el lugar. Hay armas y ropas viejas. Nada por lo que merezca la pena arriesgar la vida.

Niallad no pudo evitar estar de acuerdo. No era capaz de comprender el motivo por el que habían ido allí. Después de que Aric cayese por el balcón, en el Palacio de Invierno, el Hombre Gris había guiado a Niallad hasta la playa. Los soldados que buscaban por la bahía habían dejado algunos botes varados en la arena. Niallad había ayudado al Hombre Gris a arrastrar uno hasta el agua, se habían montado en él y habían comenzado a remar, atravesando la bahía. A unas ciento cincuenta brazas de la playa que se extendía bajo el Palacio Blanco, el Hombre Gris se había lanzado al agua y había comenzado a nadar, seguido por Niallad.

Cuando llegaron a la orilla, el Hombre Gris ordenó a Niallad que guardara silencio y ambos treparon hasta el lugar en que se encontraban ahora. Hasta aquel instante, todos los actos del hombre indicaban que tenía un propósito en mente; pero desde que llegaron a aquella cornisa no habían hecho nada más que esperar sentados viendo pasar las horas. Niallad no tenía ni idea de qué era lo que estaban esperando.

El tiempo transcurrió. Niallad sintió un calambre y estiró la pierna. Oyó hablar a los guardias.

—Ya era hora —dijo uno—. Creía que os habíais olvidado de nosotros.

—Gren ha estado charlando con una criada. Rubia y buena moza; muy apetitosa.

—Hablando de apetitos, espero que quede algo para desayunar.

—¿Se sabe algo de las fugitivas? —preguntó otro.

—Vaya que sí. Aquí abajo os habéis perdido toda la acción, chicos. Un grupo que salió tras ellas fue atacado por una fiera que mató a tres hombres e hirió a otros cinco.

—¿Alguno de los nuestros?

—Sólo uno, el viejo Pikka; la bestia le rompió la cabeza. Los otros eran de la casa Rishell. Han llegado noticias de la ciudad; se dice que el duque y muchos de los suyos han muerto. Brujería —añadió, bajando la voz.

—¿Quién ha matado al duque?

—Dicen que unos demonios. Aparecieron en el salón, en la fiesta, y mataron a todo el mundo. Parece ser que los convocó el Hombre Gris, pero han ordenado no hablar de ello. Aric será nombrado duque en cuanto aparezca el cadáver del hijo de Elfons.

—¿El Hombre Gris? Eso es lo que pasa cuando se permite que vengan los extranjeros y se pongan a actuar como señores.

—Siempre fue un bastardo raro —dijo otra voz—. Y anoche estuvo a punto de matar a Aric. Le hizo un corte en toda la mandíbula; no le rebanó el cuello por un pelo. Ahora están interrogando al mayordomo. Parece un tipo duro, pero estoy seguro de que no tardaremos mucho en oírlo gritar. Mejor que desayunéis ya, o los gritos os quitarán las ganas.

Niallad oyó alejarse a los dos primeros guardias. Los otros guardaron silencio durante un rato.

—Seguro que esa Norda será buena en la cama —dijo uno de ellos.

—Seguro que sí, Gren. Hasta que Marja se entere y te la corte.

—No bromees con eso —dijo el primero—. Sería capaz de hacerlo, ya la conoces.

Niallad se giró hacia el Hombre Gris, pero éste había desaparecido. El joven se sorprendió y miró a su alrededor. No había oído nada, ni siquiera el roce de la tela contra las rocas. Se quedó sentado, preguntándose qué hacer. De repente oyó un gruñido por encima, seguido de un golpe apagado. Miró hacia arriba y vio al Hombre Gris asomándose por el saliente.

—Id hacia la izquierda y trepad —dijo.

Niallad lo hizo así y alcanzó el reborde. Los dos guardias estaban muertos. El Hombre Gris arrastraba uno de los cadáveres al interior de un edificio toscamente construido. Niallad se limitó a quedarse donde estaba. Un momento antes, los dos soldados estaban hablando de una mujer; ahora no volverían a hablar de nada. Niallad cayó en la cuenta de que el Hombre Gris había estado esperando el relevo de la guardia, para asegurarse de que cuando se encargase de los soldados no los descubrirían durante un tiempo. Era un hombre escalofriante.

Niallad siempre había creído que Gaspir era el hombre más duro que conocería jamás; pero no era más que una hoja, arrancada del árbol por la furia de la tormenta que era el Hombre Gris. Ahora seguían cayendo hojas. Niallad aún podía escuchar, en la mente, las voces de los guardias; hombres corrientes con sueños corrientes.

El Hombre Gris escondió el segundo cadáver, regresó con un cubo de agua y lo arrojó sobre la sangre del suelo para hacerla desaparecer.

—Pasad adentro —dijo, con tono glacial.

Niallad cruzó la puerta con las piernas aún temblorosas. Los dos cuerpos estaban en el suelo, a la derecha. El Hombre Gris cerró la puerta y guió a Niallad hasta una sala alargada sin ventanas. Encendió dos lámparas y las colgó del muro; Niallad vio que la sala estaba llena de armas y había dianas colocadas aquí y allá; algunas redondas, como las usadas para tirar con arco, y otras con forma de hombre.

—Creen que sois el responsable de la matanza —dijo Niallad.

—No me sorprende. El asesinato y las mentiras suelen ir de la mano.

—Creía que habíais matado a Aric.

—Yo también, chico. La alfombra resbaló bajo mis pies cuando me lancé sobre él. Quizá me esté haciendo viejo.

El Hombre Gris se quitó el jubón de seda y el resto de las ropas que se había puesto para la fiesta, y las amontonó en un banco. Luego sacó de un arcón ropas de cuero y botas de caza, se vistió rápidamente y se puso un cinturón del que colgaba una espada enfundada y un tahalí con siete puñales arrojadizos. Al acabar se volvió hacia Niallad.

—Quitaos la ropa.

Rebuscó en el arcón, sacó un jubón de cuero oscuro y se lo arrojó al joven.

—¿Por qué me habéis salvado? —preguntó Niallad.

El Hombre Gris guardó silencio, pensativo; al final respondió:

—Para pagar una deuda, chico.

—Mi nombre es Niallad. Os agradecería que lo usaseis.

—De acuerdo, Niallad. Cambiaos de ropa y buscad un arma que os vaya bien. Os aconsejaría una espada corta, pero también hay sables. Coged también un cuchillo de caza.

—¿Una deuda con quién?

—Ahora no hay tiempo para preguntas.

—Soy el hijo del duque… —Niallad vaciló, al recordar la imagen de su padre muerto—. Soy el duque de Káidor —continuó, con voz temblorosa—. Os he visto matar a cuatro hombres esta noche. Quiero saber por qué estoy aquí y cuáles son vuestras intenciones.

El Hombre Gris se sentó en un banco y se pasó la mano por el rostro. Niallad se dio cuenta de lo cansado que estaba; ya no era un hombre joven y había ojeras oscuras bajo sus ojos.

—Tenía la intención —dijo el Hombre Gris— de embarcar, dejar estas tierras y encontrar un lugar donde no hubiera guerras, asesinatos, políticos intrigantes ni codicia. Ésa era mi intención. En vez de eso, vuelvo a ser un fugitivo. ¿Que por qué os he salvado? Porque un fantasma se le apareció a una amiga. Porque sois joven y sabía que teníais miedo de ser asesinado. Porque soy un idiota y conservo en mi interior una pizca de honor. Escoged lo que queráis. ¿Mis intenciones hacia vos? Ninguna. Y ahora, haced el favor de elegir un arma y dejar las preguntas para cuando estemos lejos de aquí.

—¿Quién era el fantasma? —insistió Niallad.

—Vuestro abuelo. Orien, el rey guerrero.

—¿Por qué acudió a vos?

—No acudió a mí. Como ya he dicho, se apareció ante mi amiga.

El Hombre Gris apoyó la mano en el hombro de Niallad.

—Sé que ha sido una noche terrible para vos, pero creedme; puede ser peor aún. No tenemos tiempo para hablar ahora. Más tarde, cuando estemos lejos de aquí, responderé a vuestras preguntas. ¿De acuerdo?

El Hombre Gris se alejó. Niallad se quitó la túnica y se puso el jubón de cuero. Era un poco grande, pero le resultaba cómodo. Caminó por la sala y examinó las armas. Por fin eligió un sable de hoja azulada y guardapuños de latón tintado de negro. Estaba perfectamente equilibrado. Encontró un cinturón y una funda, pero el cinturón le quedaba demasiado grande.

—Tomad esto —dijo el Hombre Gris, arrojándole un tahalí.

Niallad se lo puso y enfundó el sable.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó.

—Viviremos o moriremos —respondió el Hombre Gris.

Emrin dejó caer la cabeza hacia delante. La sangre goteaba desde su boca, y la parte superior de su cuerpo se había convertido en un mar de dolor.

—No me apetece escuchar más comentarios ingeniosos —dijo Shad.

El hombre estrelló el puño contra la cabeza de Emrin. La silla en la que estaba atado se tambaleó y cayó al suelo junto a su ocupante.

—Levantadlo —ordenó Shad.

Unas manos ásperas aferraron a Emrin, que sintió un mareo al ser separado del suelo. Shad lo agarró por el pelo y le echó la cabeza hacia atrás.

—¿Quieres volver a decir algo divertido, Emrin? —preguntó.

El ojo izquierdo de Emrin estaba hinchado y cerrado, pero devolvió la mirada a Shad y guardó silencio. Había intentado reunir valor suficiente para escupir otro insulto, pero ya no le quedaba más.

—Ya veis, muchachos, no era tan duro.

—No… sé… nada —susurró Emrin.

El puño de Shad le dio en la cara e hizo que su cabeza rebotase hacia atrás. Emrin escupió un diente y se inclinó hacia delante una vez más. Shad volvió a levantarle la cabeza.

—No me importa lo que sepas, Emrin. Siempre me caíste mal, ¿lo sabías? Pavoneándote por ahí, bien vestido, con el dinero del Hombre Gris en los bolsillos. Quedándote con las chicas guapas y mirándonos de arriba abajo a nosotros, los soldados corrientes. Así que ¿sabes lo que voy a hacer? Darte una paliza de muerte. Veré cómo te ahogas con tu propia sangre. ¿Qué te parece?

—Tranquilo, Shad —dijo otro soldado—; esto no es necesario.

—¡Cierra el pico! Si eres demasiado delicado para ver esto, espera fuera.

El corazón de Emrin dio un vuelco cuando oyó el roce del pestillo de la puerta.

—Y ahora… ¿Qué haremos para distraerte, Emrin? —preguntó Shad—. Quizá podríamos cortarte los dedos. O quizá…

Emrin sintió el contacto del puñal en la entrepierna y gritó por primera vez. El sonido desprendió ecos en la bóveda de la sala del roble. Emrin se lanzó hacia atrás y cayó al suelo, sacudiendo furiosamente sus ligaduras.

—Levantadlo —dijo Shad. Los dos guardias presentes se acercaron a la silla.

Desde donde estaba, Emrin vio la puerta abierta. El Hombre Gris entró, empuñando la ballesta doble.

—Soltadlo —dijo— y os dejaré vivir.

La voz del Hombre Gris era tranquila, con tono de conversación normal. Los tres soldados que había en la sala retrocedieron y desenfundaron las armas. Shad fue el primero en hablar.

—Muy valiente —dijo—, pero sólo tienes dos flechas, y nosotros somos tres.

El Hombre Gris extendió el brazo; una flecha atravesó el aire y se clavó en la garganta de Shad. El hombre se tambaleó y cayó de rodillas, ahogándose con su propia sangre.

—Ahora sois dos —dijo el Hombre Gris—. Soltadlo.

Los dos guardias echaron miradas nerviosas al agonizante Shad. Uno desenvainó un puñal y cortó las cuerdas que sujetaban a Emrin. Después soltó el arma y retrocedió, seguido por el otro hombre. El Hombre Gris pasó frente a Emrin y se acercó a Shad, quien, mortalmente herido, intentaba torpemente sacarse la saeta de la garganta. El Hombre Gris la arrancó de un tirón, y la sangre brotó de la herida. Shad rodó por el suelo, atragantándose y tosiendo. Sus piernas dieron una sacudida y murió.

Emrin se arrodilló con esfuerzo e intentó levantarse, pero perdió el equilibrio. El Hombre Gris lo sostuvo.

—Calma, Emrin, respira hondo. Necesito que seas capaz de cabalgar.

—Sí, mi señor —musitó Emrin.

Un joven se situó junto a Emrin, que reconoció en él al hijo del duque.

—Dejadme que os ayude —dijo el joven. Emrin se apoyó en él.

—Id al establo —dijo el Hombre Gris—. Ensillad mi caballo y otros dos. Me reuniré con vosotros en un momento.

Emrin se dirigió a la salida, con ayuda de Niallad. El cuerpo del guardia que había abandonado la estancia yacía sobre la alfombra, con la garganta cortada. Niallad y Emrin prosiguieron su camino y salieron al exterior. El aire fresco despejó al oficial, y cuando llegaron a los establos ya era capaz de caminar sin ayuda.

Norda esperaba allí, con varios sacos de provisiones. La mujer corrió hacia Emrin.

—Oh, mi pobre querido —dijo, acariciando el vapuleado rostro del hombre.

—No… tengo buen aspecto, ¿eh?

—Para mí sí —respondió la mujer—. Pero será mejor que te encargues de las monturas. El Caballero quiere que ensillemos el caballo gris.

Norda tomó la mano de Emrin.

—Escúchame. El Caballero es un buen hombre, pero tiene muchos enemigos. Cuida de él.

Emrin no pudo contener una carcajada, a pesar del dolor.

—¿Yo? ¿Cuidar de él? ¡Ah, Norda, vaya idea!

El Hombre Gris salió del palacio y se acercó por el sendero de grava. Norda se inclinó ante él. Emrin se percató de su expresión adusta.

—¿Puedes cabalgar? —dijo el Hombre Gris.

—Sí, mi señor.

Niallad salió de los establos guiando a tres caballos ensillados: dos ruanos y el plateado del Hombre Gris. Éste montó y se dirigió a Norda.

—Gracias, muchacha. Y dile a Matze Chai que regrese a su casa.

—Así lo haré, mi señor.

Emrin se acercó a uno de los ruanos y montó con esfuerzo. Después, siguió al Hombre Gris y al joven en dirección al bosque.

Los tres hombres llevaban cerca de una hora cabalgando en silencio cuando Emrin oyó decir al joven:

—Los guardias darán la alarma. ¿Pasará mucho tiempo antes de que nos sigan?

—Tenemos algo de margen —respondió el Hombre Gris.

—Los habéis matado, ¿no es así?

—En efecto.

—Pero les habíais dicho que los dejaríais vivir si soltaban a Emrin. ¿Qué clase de hombre sois?

Emrin parpadeó al oír la pregunta. El Hombre Gris no respondió. Hizo girar a su caballo y se acercó a Emrin.

—Id hacia el oeste a través del bosque, dejando las ruinas al sur. Si veis niebla, alejaos de ella. Os alcanzaré antes de la puesta de sol.

—Sí, mi señor. Y gracias.

El Hombre Gris cabalgó de vuelta por el sendero. Emrin se adelantó hasta alcanzar al joven.

Niallad estaba furioso.

—No le preocupa la vida humana —dijo.

—Le preocupan la vuestra y la mía —replicó Emrin—. Eso me basta.

—¿Aprobáis lo que ha hecho?

Emrin tiró de las riendas y detuvo a su montura. Se giró e hizo frente al joven noble.

—¡Miradme! —dijo, intentando controlar su ira—. Esos hombres iban a matarme a golpes. ¿Creéis que me importa que hayan muerto? Hace años, cuando era joven, un grupo de amigos y yo pensamos que sería estupendo cazar un ciervo. La mayoría teníamos jabalinas; un par llevaba arcos. Éramos siete en total. Fuimos a las montañas y no tardamos en encontrar huellas. Seguimos la pista y nos adentramos en la maleza. De repente surgió de la nada un oso enorme. Uno de mis amigos, un imbécil llamado Steff, le lanzó una flecha. Sólo dos de nosotros regresamos con vida de la montaña.

—¿Qué tiene que ver eso con el Hombre Gris? —preguntó Niallad.

—Si alguien hace enfadar a un oso, no debería sorprenderse de que le saque las tripas —replicó Emrin.

Tres Espadas tenía calor. El sol caía a plomo sobre su cabeza y no soplaba la más mínima brisa. Estaba de pie, en silencio, con las manos apoyadas en las empuñaduras de los sables que llevaba a los costados. Llevaba la tercera espada a la espalda, colgada del hombro, y había sujetado su casco a la empuñadura. El kriaz nor escrutó el claro, lo cruzó rápidamente y se metió entre los árboles, seguido de cerca por sus tres acompañantes.

Ya a la sombra, Tres Espadas se detuvo, disfrutando del respiro que representaba quedar a cubierto del sol. Sus ojos dorados estudiaron la senda mientras notaba crecer el enfado en su interior. Deberían haberles dado un sabueso, ya que, pese a sus habilidades de rastreo, habían perdido la pista en tres ocasiones. Era irritante. Deresh Karany le había dado tres días para matar a los portadores de espadas, y ya habían transcurrido dos. Si fracasaban a la hora de cumplir la tarea en el tiempo ordenado, seguramente ejecutarían a uno de los cuatro. Tres Espadas sabía que era poco probable que le tocase a él, pero con Deresh Karany nunca se sabía.

Observó a su grupo. Lo lógico sería que el seleccionado fuese Cuarta Piedra, pensó. Acababa de salir de los Corrales de Piedra, donde se adiestraban los kriaz nor, y aún no se había ganado el derecho a un nombre de batalla. Tenía talento, como demostraba su nombre de aprendiz; había quedado en cuarto lugar entre los cincuenta que se habían entrenado aquel año en los Corrales.

Tres Espadas ordenó a sus acompañantes que no se moviesen y se adelantó a explorar la senda que se dirigía hacia el sur. El terreno estaba seco y endurecido. Un poco más adelante oyó el sonido del agua saltando entre las rocas, y se abrió paso por la maleza. El suelo era más blando en las cercanías del arroyo, y pudo descubrir pisadas. Ya junto al agua vio la huella profunda dejada por una bota.

Llamó a sus soldados y esperó a que llegasen junto a él.

—Nos llevan medio día de ventaja; quizá, menos —dijo, escrutando la huella—. Los bordes empiezan a secarse.

El hercúleo Brazo de Hierro se adelantó sin prisa, se sacó la espada envainada de la faja que le rodeaba la cintura, se arrodilló y olfateó la huella. Cerró los ojos y descartó los olores de sus tres compañeros. Un zorro macho había orinado en unos arbustos cercanos, pero el tufo almizcleño no ocultaba por completo el discreto resto de olor dejado por los humanos. Abrió los ojos y se dirigió a su capitán.

—Uno está muy cansado —dijo—. El que tiene heridas que sangran. El otro, el riai nor, está fuerte.

—No es un riai nor —dijo Tres Espadas—. Su orden ha desaparecido. Lo que queda ahora son pálidas imitaciones que se llaman a sí mismos rainíes. Se han ablandado al permanecer en este mundo. Suele ocurrir.

—No a nosotros —dijo Cuarta Piedra.

Tres Espadas miró al joven guerrero.

—Hasta que los idiotas empiezan a pensar eso —dijo.

Cuarta Piedra emitió un gruñido apagado y se encorvó. Tres Espadas se acercó al iracundo kriaz nor.

—¿Crees que puedes hacerme frente? ¿Te crees lo bastante hábil? ¡Haz el desafío, montón de mierda! Hazlo y te arrancaré la cabeza y me comeré tu corazón.

Durante un momento, pareció que Cuarta Piedra estaba dispuesto a desenvainar la espada. Apretó los nudillos sobre la empuñadura. Después se relajó.

—Inteligente —dijo Tres Espadas—. Vivirás bastante para conseguir un nombre.

—Deberíamos alcanzarlos al anochecer —dijo Brazo de Hierro—. Si nos apresuramos.

—Sería mejor alcanzarlos a medianoche —dijo Paso Veloz, el más alto de los cuatro—. Estarán durmiendo.

—Prefiero matarlos en combate —dijo Cuarta Piedra.

—Eso es porque eres joven —replicó Paso Veloz, amigablemente—. Saben mejor si mueren mientras están relajados. ¿Verdad, Tres Espadas?

—Es verdad. La rabia y el miedo endurecen los músculos, no sé por qué. Sea a medianoche, pues. Descansaremos aquí una hora.

Tres Espadas se sentó junto al arroyo. El poderoso Brazo de Hierro se le unió.

—No hay señales del grupo de Garra Listada. Probablemente estarán tan cerca como nosotros.

—Quizá más cerca aún —dijo Tres Espadas. Puso las manos en cuenco y las hundió en el arroyo; después se las llevó a los labios y bebió.

Brazo de Hierro bajó la voz.

—Entonces, ¿por qué vamos a esperar a medianoche? ¿Quieres que Garra Listada llegue el primero?

Tres Espadas sonrió.

—No me gusta Garra Listada; tiene demasiado de gato. Un día de éstos le arrancaré el corazón. Aunque estoy seguro de que tendrá mal sabor.

—¿Por qué cederle la gloria de la matanza, entonces?

—Todas las historias hablan de la gran habilidad de los riai nor y de lo letales que son sus espadas encantadas. Si Garra Listada es capaz de superar un arma así y arranca el corazón del guerrero que la empuña, me sentiré decepcionado, pero puedo vivir con ello.

—¿Crees que no podrá?

Tres Espadas sopesó la pregunta.

—Garra Listada, a pesar de ser un espadachín condenadamente bueno, es imprudente y temerario. Ni me sorprendería ni me rompería el corazón enterarme de que un riai nor lo ha partido por la mitad.

—¡Dijiste que esos guerreros no eran más que imitaciones!

—He dicho lo que me han contado, pero prefiero reservarme la opinión hasta que lo vea con mis propios ojos.

Tres Espadas se sacó las armas de la faja que le rodeaba la cintura, las dejó en el suelo junto a él, se recostó y cerró los ojos.

Efectivamente, Garra Listada podría llegar el primero. Atacaría a toda velocidad y se enfrentaría a los humanos sin tener ni idea de su capacidad, confiando ciegamente en su propia habilidad. Con suerte, sufriría por ello. Entonces, sus hombres se encargarían de los humanos, y Tres Espadas y su grupo podrían unirse a ellos para el festín ritual. No era una mala idea.

Tres Espadas siguió tumbado en silencio, permitiendo que su cuerpo se relajase.

Era bueno caminar por aquellas tierras. Tres Espadas había viajado con el ejército durante nueve años, rodeado de compañeros kriaz nor, durmiendo junto a otros nueve en una tienda atestada, marchando en formación y atacando ciudades. En aquella tierra, el cielo parecía más grande y Tres Espadas disfrutaba de la libertad que le proporcionaba la misión.

Dormitó durante un rato antes de darse cuenta de que estaba soñando. Podía verse junto a una cabaña, frente a un arroyo, y a sus hijos jugando cerca de los árboles. Se sentó y maldijo para sus adentros. Se preguntó de dónde salía semejante estupidez.

—¿Pesadillas? —preguntó Brazo de Hierro.

—No.

Tres Espadas se levantó la manga de la túnica y contempló el pelaje lobuno que cubría su antebrazo.

—Tengo ganas de que llegue nuestro ejército —dijo—. Echo de menos las campañas. ¿Tú no?

Brazo de Hierro se encogió de hombros.

—No añoro los ronquidos de Puñal en el Cielo, ni el olor de los pies de Nueve Árboles.

Tres Espadas se levantó y se colocó las armas en la faja.

—Me he cansado de este sitio —dijo—. No esperaremos a medianoche.

Kaisumu ató los caballos y les dio la avena que quedaba. El sol comenzaba a ocultarse. Regresó al campamento y encendió una fogata. Yu Yu estaba ya dormido, con la cabeza apoyada en la capa enrollada y las rodillas encogidas como un niño. Kaisumu contempló los árboles, cuyos troncos parecían brillar a la luz del sol poniente, y deseó haber llevado pergamino y carboncillo. Cerró los ojos y se preparó para la meditación. Yu Yu rodó hasta ponerse de espaldas y comenzó a roncar.

Kaisumu suspiró. Por primera vez desde hacía muchos años se sentía ligeramente perdido, como desplazado de su centro. No alcanzaría el estado adecuado para meditar. Un insecto zumbó delante de su cara y el guerrero lo ahuyentó de un manotazo. Kaisumu sabía qué era lo que fallaba y cuál había sido el preciso instante en el que se habían sembrado las semillas de su desasosiego. Pero el conocimiento no hacía que fuera más fácil de aceptar. Kaisumu recordó sus años de entrenamiento, pero sus pensamientos se desviaron a Estrella de Jazmín y a la Noche de la Amarga Dulzura.

La Noche de la Amarga Dulzura era un misterio del que todos los estudiantes habían oído hablar, pero ninguno sabía qué significaba. Los rainíes que realizaban el rito juraban guardar silencio sobre él.

Kaisumu había entrado en el templo a los trece años, con la firme intención de convertirse en el rainí más grande de todos. Trabajó sin descanso; estudió día y noche; absorbió las enseñanzas y soportó las privaciones. Ni una vez se quejó del frío de su celda en invierno ni del agobiante calor en verano. A los dieciséis fue enviado a trabajar a una granja miserable durante todo un año, para que asimilase la vida de los trabajadores más humildes. Durante toda la temporada había trabajado el árido suelo quince horas al día, recibiendo como recompensa un bol de sopa aguada y un trozo de pan; su lecho era un montón de paja en un cobertizo. Sufrió disentería. Su cuerpo se cubrió de llagas y se le aflojaron los dientes. Pero resistió.

Su mentor estaba satisfecho con él. Mu Cheng, conocido como el Ojo del Huracán, era una leyenda entre los rainíes. Había abandonado el servicio al emperador para servir durante diez años como maestro en el templo. Cada vez que Kaisumu pensaba que no podría seguir adelante, le bastaba con pensar en la mirada de decepción que aparecería en los ojos de Mu Cheng para encontrar el valor necesario para perseverar. Fue Mu Cheng quien inició a Kaisumu en el camino de la espada. Aquélla fue la lección más dura, pues Kaisumu había pasado años aprendiendo a controlarse, curtiendo su cuerpo y empujándolo más allá de sus límites. Pero tal control le impedía llegar a ser el espadachín que deseaba. En combate, le había dicho Mu Cheng, el camino de la espada consistía en alcanzar el vacío y rendirse. No en rendirse ante el enemigo, sino en abandonar el control, de forma que el cuerpo adiestrado pudiera reaccionar al instante sin la intervención del pensamiento. Sin miedo, sin ira, sin imaginación. Mu Cheng le enseñó que la espada no era una extensión del hombre. Era el hombre quien debía convertirse en una extensión de la espada.

A continuación llegaron dos años más de entrenamiento físico intensivo. Al final, Kaisumu era veloz, y su trabajo con la espada, deslumbrante. Mu Cheng le dijo que estaba satisfecho, pero señaló que aún tenía mucho que aprender.

Entonces llegó la Noche de la Amarga Dulzura.

Mu Cheng llevó a Kaisumu a un palacete, en las colinas que dominaban el Gran Río. Era una hermosa construcción, con torres delicadamente decoradas, adornada con elegantes estatuas. Los muros del lugar estaban pintados de rojo y dorado; por los inmaculados jardines discurrían senderos que terminaban ante fuentes esplendorosas rodeadas de setos y flores. El aroma de las rosas, los jazmines y las madreselvas impregnaba el ambiente.

Mu Cheng guió al desconcertado Kaisumu hasta el interior. En una gran sala se hallaba dispuesta una mesa cubierta por los más variados manjares. Los dos hombres se sentaron en sillones tapizados en tela dorada con cojines satinados. Durante seis años, el estudiante se había alimentado a base de trigo, pescado hervido, pan duro y galletas. En algunas ocasiones, aunque pocas, había probado la miel. En la mesa que había ante él se extendían montones de pasteles, carnes asadas, quesos y otras delicadezas indescriptibles. Kaisumu miró a su mentor. Mu Cheng extrajo un frasquito de su bolsillo y vertió el contenido en una copa.

—Bebe —dijo.

Kaisumu hizo lo que le indicaban. Al principio, nada ocurrió. Pero poco a poco, una sensación increíblemente placentera recorrió el cuerpo de Kaisumu, que se echó a reír.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Un preparado de aceites y extractos. ¿Cómo te sientes?

La voz de Mu Cheng sonaba extraña, como si las palabras flotasen alrededor de la cabeza de Kaisumu, ascendiendo y apagándose.

—Me siento… bien.

—Ésa es la intención —oyó decir a Mu Cheng—. Come.

Kaisumu probó uno de los pasteles. Resultó sabrosísimo, y su cuerpo pareció gritar de gozo. Comió otro, y otro más. Nunca en su vida había experimentado nada semejante. Mu Cheng le sirvió una copa de vino. Conforme avanzaba la velada, Kaisumu creyó que moriría de placer. Tal era su éxtasis que no se percató de que Mu Cheng no comía, y sólo bebía agua.

Con la llegada del crepúsculo entraron dos muchachas portando sendas lámparas, que colgaron de ganchos de latón. Kaisumu las observó y se fijó en que las túnicas de seda que vestían se les adherían al cuerpo.

Las mujeres se marcharon y entró otra joven de cabello negro, sujeto con una fina redecilla de hilos plateados. Sus ojos eran grandes y brillantes. Se sentó al lado de Kaisumu y le pasó los dedos por los cabellos. Kaisumu se estremeció al sentir el contacto y se giró para observar el rostro de la joven. La piel era pálida e inmaculada, y los labios, rojos y turgentes. Lo tomó de la mano y lo ayudó a ponerse en pie.

—Ve con ella —dijo Mu Cheng.

Kaisumu siguió a la muchacha hasta una cámara circular en la cual había una gran cama cubierta de sábanas de satén. Las varas de incienso llenaban el lugar de un aroma embriagador. La mujer se detuvo ante Kaisumu y se llevó la mano hasta un broche, en el hombro. Cuando lo retiró, la túnica cayó, resbalando sobre el cuerpo de la muchacha como si fuese líquida. Kaisumu contempló a la muchacha con indisimulado asombro. Ella le cogió las manos y las guió hasta sus pechos. Kaisumu gimió y sintió que le temblaban las piernas.

—¿Quién eres? —preguntó ansioso.

—Me llamo Estrella de Jazmín —contestó la joven. Fueron las únicas palabras que le oiría decir.

Durante las horas que siguieron, y antes de hundirse en un sueño satisfecho, el joven rainí descubrió el auténtico significado del éxtasis.

Kaisumu se despertó al amanecer, con el canto de los pájaros que entraba por la ventana. Sentía el cuerpo dolorido, y la cabeza le estallaba. Se sentó y gruñó. Recordó lo sucedido la noche anterior y la sensación de dicha le mitigó el dolor de cabeza. Miró a su alrededor, buscando a la joven, pero ésta había desaparecido.

Se levantó de la cama, se vistió y caminó por el palacio hasta llegar a la sala del banquete. Mu Cheng estaba allí. En la mesa había un cuenco con agua y un trozo de pan negro.

—Ven a desayunar conmigo —dijo Mu Cheng.

Kaisumu se sentó.

—¿Van a traer más comida?

—Ésta es nuestra comida.

—¿Vendrá Estrella de Jazmín?

—Se ha ido.

—¿Se ha ido? ¿Adonde?

—Ha vuelto al mundo, Kaisumu.

—No lo entiendo.

—Tienes ante ti dos alternativas: ser un rainí o ser un guerrero vagabundo, alquilar tu espada y vivir entre los hombres.

—¿Por qué me habéis hecho esto?

—Es muy fácil rechazar los placeres que nunca se han experimentado, estudiante. Para eso no hace falta fuerza alguna. Pero ahora ya sabes lo que el mundo te puede ofrecer; el recuerdo de esta noche estará siempre contigo, oscuro y seductor, minando tu determinación. En cierto modo, ésta es la prueba definitiva que has de superar como rainí. Por eso se llama «la Noche de la Amarga Dulzura».

Mu Cheng tenía razón. En los años posteriores, Kaisumu soñó a menudo con Estrella de Jazmín y su piel perfecta, pero resistió la tentación de ir tras ella o de buscar a otra como ella. Lo hizo para ser el rainí más grande de todos.

Y ahora estaba allí, sentado, incapaz de comunicarse con el espíritu del rainí más poderoso que había caminado por el mundo. En vez de dirigirse a él, aquel espíritu había preferido visitar a un picapedrero lascivo que llevaba una espada robada.

Aquello era lo que impedía a Kaisumu alcanzar el nivel de concentración preciso para meditar: el dolor de la humillación.

Yu Yu Liang se sentó, se estiró y se alzó. Ante la sorpresa de Kaisumu, comenzó a realizar una serie de ejercicios de relajación muscular.

—¿Dónde has aprendido eso? —preguntó Kaisumu.

Yu Yu no le hizo caso y continuó ejercitándose. El rainí miró, sentado en silencio, mientras el picapedrero desarrollaba los elaborados pasos de la garza y el leopardo, una serie de movimientos rituales entre los que se intercalaban momentos de inmovilidad absoluta. Al acabar, Yu Yu desenvainó la espada y dio comienzo a una segunda serie de ejercicios, golpes, bloqueos, saltos y giros. La sorpresa de Kaisumu se convirtió en asombro absoluto. Yu Yu comenzó a moverse cada vez con más agilidad, aumentando la velocidad hasta que la espada se convirtió en un borrón de luz.

Cuando terminó, enfundó la espada, se dirigió hacia Kaisumu y se agachó frente a él.

—¿Sabes quién soy? —dijo la voz de Yu Yu Liang.

—Quin Chong, el primer rainí.

—Ése soy.

—Intenté hablaros. No me oísteis.

—Te oí. Pero necesitaba toda mi energía para comunicarme con el pria shaz. Me dijo que eres bueno con esa espada. Quiera la Fuente que eso sea una verdad repujada en oro, porque el enemigo acaba de llegar.