DIEZ

Waylander se acercó al lecho. Los ojos dorados de Ustarte estaban abiertos, y se sentó junto a ella.

—No está bien que hagáis eso —dijo la sacerdotisa. Su voz era apenas un suspiro.

—La he dejado escoger.

—No es cierto. La joven os debe la vida y se siente obligada a hacer lo que le pidáis.

—Tenéis razón —reconoció Waylander—, pero yo tampoco tengo muchas alternativas.

—Podíais haberos unido a Kuan Hador —le recordó.

Él negó con la cabeza.

—Habría permanecido neutral, pero esa gente trajo la muerte hasta mi casa y mi gente. Es algo que no puedo perdonar.

—Es más que eso —dijo Ustarte.

Waylander se echó a reír.

—Había olvidado durante un momento que sois capaz de leer los pensamientos.

—Y de hablar con los espíritus.

La sonrisa de Waylander se desvaneció. La primera noche que estuvo velando a Ustarte, la sacerdotisa se había despertado y le había dicho que el espíritu de Orien, el rey guerrero de Drenai, se le había aparecido. La noticia había conmocionado a Waylander, ya que aquel mismo espíritu se le había aparecido años antes, para ofrecerle la oportunidad de redimirse mediante la búsqueda de la Armadura de Bronce.

—¿Se os ha aparecido Orien de nuevo?

—No. Y quiere que sepáis que no os guarda rencor.

—Debería guardármelo. Maté a su hijo.

—Lo sé —dijo Ustarte con tristeza—. En aquel tiempo erais un hombre distinto, y casi más allá de cualquier posibilidad de redención. Pero el bien que está en vuestro interior luchó por salir. Orien os ha perdonado.

—Es algo que resulta más difícil de creer que el odio —dijo Waylander.

—Eso es debido a que vos mismo no os perdonáis.

—¿Podéis leer la mente de los espíritus?

—No, pero me pareció un buen hombre.

—Fue un rey —explicó Waylander—, un gran rey. Salvó a los drenai y forjó una nación. Cuando envejeció y le empezó a fallar la vista, abdicó y cedió el trono a su hijo Niallad.

—Lo sé; lo he visto en vuestros recuerdos. Escondió la Armadura de Bronce y vos la encontrasteis.

—Él me pidió que lo hiciera. ¿Cómo podía rehusar?

—Algunos lo habrían hecho. Y ahora os pide otro favor.

—No tiene sentido. Cuando encontré la Armadura de Bronce, ayudé a los drenai a combatir contra un poderoso enemigo. Pero, ¿ir a una fiesta? ¿Por qué le preocupa una fiesta a un rey muerto?

—No lo dijo, pero creo que correréis peligro si acudís. ¿Lo sabéis?

—Lo sé.

Kiva salió de la armería y se detuvo frente a la puerta. Waylander se volvió a mirarla; la joven vestía el jubón de caza, las calzas de cuero y unas botas de montar. Sobre las caderas lucía el cinturón, del que colgaba el puñal. Se había apartado de la cara el largo cabello oscuro y lo llevaba atado en una coleta. Waylander se puso en pie.

—Te sientan bien las ropas —dijo.

Pasó al lado de la joven y se dirigió a un armario situado al fondo de la armería. Lo abrió y sacó una pequeña ballesta de doble tiro. Llamó a Kiva y dejó el arma en un banco. A la luz de las lámparas, examinó la ballesta y aceitó ligeramente las ranuras de las saetas. Cuando Kiva llegó a su lado la tendió el arma.

—La construí para Miriel, mi hija —dijo—, pero ella prefería el arco de caza tradicional. Es mucho más ligera que la ballesta que uso yo, y su alcance no supera unos quince pasos.

Kiva alzó la ballesta. Tenía forma de T, tanto en vertical como en horizontal, y la empuñadura salía del centro del arma. La parte trasera se había tallado de manera que encajaba cómodamente contra la muñeca. En lugar de gatillos de bronce tenía dos clavos negros sujetos a la empuñadura.

Waylander ofreció dos saetas negras a la joven.

—Carga primero la ranura de abajo —indicó.

Kiva no sabía cómo hacerlo. El centro de la cuerda inferior estaba oculto dentro del mecanismo.

—Te enseñaré —dijo Waylander.

En la parte inferior de la ballesta había un pequeño gancho. Waylander tiró de él y descubrió la cuerda. Sujetó el gancho con los dedos y montó el arma, tras lo cual deslizó una saeta en el lugar dispuesto. Dio un golpe en el gancho y le ofreció el arma a Kiva. La joven extendió el brazo y disparó la flecha a uno de los blancos cercanos. Waylander observó mientras la joven recargaba, aún falta de práctica con el mecanismo.

—No dejes la flecha cargada mucho tiempo o se debilitarán las cuerdas. Cuando tengas un rato, practica la carga y la descarga; con el tiempo te resultará más fácil.

—No quiero que me resulte más fácil —respondió la joven—. Pienso llevar a Ustarte adonde me digas, pero después te devolveré la ballesta. Una vez te dije que no quería ser asesina, y sigo teniendo esa intención.

—Te comprendo, y te lo agradezco. Te veré mañana por la tarde. Y después de esto estarás libre de cualquier obligación hacia mí.

Waylander cogió un carboncillo y un trozo de pergamino y dibujó dos cuadrados. Uno de ellos estaba cruzado por una diagonal que bajaba de izquierda a derecha; la del segundo bajaba de derecha a izquierda.

—Bordea las ruinas de Kuan Hador por el sudoeste y dirígete hacia las montañas. Sigue el camino principal durante una milla y llegarás a una bifurcación. Continúa por la senda de la izquierda hasta que te encuentres un árbol partido por un rayo. A partir de ahí sigue cabalgando y observa los troncos de los árboles; cada vez que veas uno de estos símbolos cambia de dirección siguiendo la de la línea que corta el cuadrado, de izquierda a derecha o de derecha a izquierda. Llegarás a la base de un acantilado y, si has seguido las señales correctamente, estarás cerca de una grieta en las rocas. Desmonta y guía a los caballos por la grieta; en el interior encontrarás una cueva profunda con un estanque de agua fresca. Allí hay provisiones para vosotras y para los caballos.

Kiva retiró las saetas de la ballesta y aflojó las cuerdas.

—He oído decir a la sacerdotisa que correrás peligro durante la fiesta. ¿Por qué vas a asistir?

—¿Por qué no?

—Será mejor que tengas cuidado.

—Tengo cuidado. Siempre.

Niallad, hijo del poderoso duque Elfons y heredero por vía materna del desaparecido trono de Drenan, estaba de pie, desnudo ante un espejo de cuerpo entero, y no le gustaba lo que veía. El rostro delgado, los grandes ojos azules y los labios anchos le parecían más propios de una muchacha. Aún no había rastro de barba. Los hombros y los brazos eran delgados, a pesar del esfuerzo físico que se había obligado a realizar durante varios meses. El pecho, también lampiño, apenas tenía músculo, y se le notaban todas las costillas. No veía la menor señal de la energía que parecía emanar de su padre.

Y los miedos que lo acompañaban no habían desaparecido con el tiempo. Cuando se hallaba rodeado de gente comenzaba a sudar, las palmas de las manos se le humedecían y el corazón le latía desbocadamente. Siempre soñaba con un laberinto de pasillos desconocidos y oscuros en los que oía los pasos sigilosos de un asesino que nunca alcanzaba a ver.

Se apartó del espejo y fue hasta el arcón que había junto a la ventana; lo abrió y extrajo una túnica gris y unas calzas oscuras. Se vistió, y se puso unas botas de montar de media caña y un cinturón del que colgaba una daga. Entonces sonaron unos golpes en la puerta.

—Adelante —dijo.

Gaspir, el guardaespaldas, entró en la habitación. Señaló el cinturón del que pendía un puñal.

—Sin armas, joven señor —dijo—. Órdenes de vuestro padre.

—Por supuesto. Un salón lleno de enemigos y nada de armas.

—Sólo han sido invitados los amigos del duque —dijo Gaspir.

—Panagyn no es ningún amigo, y no confío en Aric.

El guardaespaldas encogió sus anchos hombros.

—Incluso siendo un enemigo, Panagyn tendría que estar loco para intentar cometer un asesinato dentro de una sala llena de seguidores del duque. Tranquilizaos, mi señor; lo de esta noche es una fiesta.

—¿Hay mucha gente? —preguntó Niallad, intentando no mostrar su temor.

—Sólo un centenar de personas, pero aún llegarán algunas más.

—Ya debería estar abajo —dijo Niallad—. ¿Se han dispuesto las viandas?

—Sí, mi señor. Todo tiene un aspecto muy apetitoso.

—Entonces baja a comer, Gaspir. Me reuniré contigo dentro de un momento.

El guardaespaldas negó con la cabeza.

—Estáis a mi cargo, mi señor. Os esperaré fuera.

—Creo que habéis dicho que no hay peligro.

El hombre permaneció en silencio unos instantes; después asintió.

—Será como ordenáis —respondió—, pero estaré atento a vuestra llegada. No tardéis mucho, mi señor.

Otra vez solo y a salvo en el refugio de sus habitaciones, Niallad sintió cómo el pánico crecía en su interior. No se trataba de que esperase un ataque; si se paraba a pensarlo, se daba cuenta de que era altamente improbable. Pero, aun así, no podía evitar el miedo. Su tío estaba en su propio jardín cuando Waylander, el asesino, le había clavado una flecha en la espalda. ¡En su propio jardín! Con el rey muerto y el país a punto de sumirse en la anarquía, el ejército vagriano había atravesado las fronteras; había arrasado las ciudades y masacrado a miles de personas.

Niallad se sentó en la cama, cerró los ojos y respiró profundamente.

«Aguantaré —pensó—. Me levantaré y caminaré lentamente hacia la galería. No miraré hacia abajo, hacia la gente reunida. Giraré a la izquierda y bajaré las escaleras…

»Hasta la multitud».

El corazón de Niallad se aceleró una vez más, pero en aquella ocasión, la sensación que lo acompañó fue la ira hacia sí mismo. «No me dejaré dominar por el miedo», se prometió. Se puso en pie, cruzó la habitación y abrió la puerta. Al instante llegaron hasta él los ruidos procedentes del piso inferior. Las conversaciones, las risas, los sonidos de los cubiertos contra los platos; todo mezclado creaba un bullicio discordante y ligeramente amenazador. Niallad caminó hasta la balaustrada y miró hacia abajo. Debía de haber unas ciento cincuenta personas. Sus padres estaban sentados justo debajo de él, en asientos dispuestos sobre una tarima circular. Aric estaba cerca, y también el mago, Eldicar Manushan, que iba acompañado del pequeño Beric. El chiquillo miró hacia arriba y vio a Niallad, que le dedicó una sonrisa. Los hombres que rodeaban al duque también levantaron la vista; Niallad los saludó con una inclinación de cabeza y dio un paso atrás, apartándose de la barandilla. En una esquina alejada vio cómo Chardyn, el corpulento sacerdote, conversaba con un grupo de mujeres. Y más allá, junto al arco de la terraza, estaba el Hombre Gris, de pie y solo. Vestía un jubón sin mangas de seda gris sobre una blusa negra. Mantenía el cabello oscuro sujeto con una cinta negra, y no lucía adornos ni joyas. El Hombre Gris levantó la mirada como si hubiera sentido que los ojos de Niallad lo observaban, y alzó la copa, saludándolo. Niallad descendió las escaleras con la intención de acercarse a él. No conocía bien a aquel hombre, pero había espacio libre a su alrededor, y la terraza abierta le ofrecía seguridad.

El arco del extremo inferior de la escalinata había sido cerrado con dos puertas. Un guardia permanecía en la entrada, y saludó con una reverencia a Niallad cuando éste se acercó. Las puertas amortiguaban en parte el ruido del salón, y Niallad pensó durante un momento en detenerse y entablar conversación con el guardia, para retrasar el temido momento en el que tendría que entrar y hacer frente a la muchedumbre. Pero el hombre descorrió el cerrojo y abrió las puertas. Niallad pasó bajo el arco y se dirigió al lugar donde estaba el Hombre Gris.

—Buenas noches —saludó cortésmente Niallad—. Confío en que estéis disfrutando de la fiesta de mi padre.

—Ha sido muy amable al invitarme —dijo el Hombre Gris, extendiendo la mano. Niallad la estrechó.

Ya a corta distancia, Niallad se percató de que las ropas del Hombre Gris no estaban desprovistas por completo de adornos. El cinturón lucía una hermosa y poco corriente hebilla en forma de punta de flecha, de hierro pulido. El mismo diseño se repetía en el borde de las botas de media caña.

Niallad se volvió al oír a sus espaldas el roce de metal contra metal. En una mesa cercana, un criado afilaba un cuchillo de trinchar. Niallad sintió un amago de pánico. El Hombre Gris se dirigió a él.

—No me gustan las multitudes —dijo en voz baja—. Me hacen sentir incómodo.

Niallad luchó por mantener la calma. Se preguntó si aquel hombre se estaría burlando de él.

—¿Cómo es eso? —se oyó decir.

—Probablemente porque paso la mayor parte del tiempo en mi propia compañía, cabalgando por mis tierras. Me gusta la paz que encuentro allí. La charla sin sentido habitual en estas fiestas me saca de quicio. ¿Os apetecería salir a tomar el aire en la terraza?

—Sí, por supuesto —dijo Niallad, agradecido.

Los dos hombres salieron a la terraza pavimentada. La noche era fresca y el cielo estaba despejado. Niallad podía oler el mar. Sintió cómo se relajaba poco a poco.

—Supongo —dijo— que el problema de no soportar las multitudes va desapareciendo con la costumbre.

—Es lo que suele ocurrir con la mayoría de los problemas de este tipo —convino el Hombre Gris—. El truco está en no acostumbrarse demasiado.

—No os sigo.

—Si os encontraseis frente a un perro que os gruñe, ¿qué haríais?

—Permanecer muy quieto —respondió Niallad.

—¿Y si os atacara?

—Si estuviera armado, intentaría matarlo. Si no, gritaría y lo patearía.

—¿Qué ocurriría si dieseis la vuelta y echaseis a correr?

—Me perseguiría y me mordería. Es lo que pasa con los perros.

—Es también lo que pasa con el miedo —dijo el Hombre Gris—. No se puede huir de él; os seguirá y os morderá los talones. La mayoría de los miedos retroceden cuando se les hace frente.

Un criado salió a la terraza sosteniendo una bandeja en la que había copas de cristal llenas de vino. Niallad cogió una y dio las gracias al hombre, que hizo una reverencia y se alejó.

—Es raro ver a un noble dando las gracias a un criado —dijo el Hombre Gris.

—¿Es una crítica?

—No; es un cumplido. ¿Pensáis estar mucho tiempo en Carlis?

—Unas cuantas semanas. Mi padre desea entrevistarse con los señores de las cuatro casas. Intenta evitar otra guerra.

—Esperemos que tenga éxito.

Gaspir salió a la terraza en aquel momento. Hizo una reverencia ante Niallad.

—Vuestro padre os llama, joven señor —dijo.

Niallad estrechó la mano del Hombre Gris.

—Gracias por vuestra compañía —dijo Niallad. El Hombre Gris se inclinó.

Niallad se dirigió hacia el salón. Por algún motivo, la conversación con el Hombre Gris le había calmado los nervios, pero el corazón volvió a acelerársele cuando se encontró de nuevo entre la gente.

«Enfréntate a ello —se dijo—. Sólo es un perro que gruñe, y tú eres un hombre. Sólo tendrás que estar aquí un rato; luego podrás volver a tu habitación».

Niallad siguió caminando con determinación.

Waylander observó al joven mientras éste se abría paso por el salón, seguido de cerca por el guardaespaldas. Miró a Eldicar Manushan, que se desplazaba de grupo en grupo, sonriendo y charlando con la gente. Waylander se fijó en que la túnica del mago parecía brillar y cambiar de color según se movía. La primera vez que la había visto era de un tono gris plateado, pero iba cambiando a tonos suaves de rojo, amarillo y dorado. Waylander dejó que su mirada recorriese el salón. Algunos detalles habían cambiado desde la última vez que había estado allí. Las escaleras estaban ahora cubiertas, y las arcadas que llevaban a la biblioteca habían sido cerradas con pesadas puertas de roble. Le gustaba más antes; resultaba más amplio y acogedor.

Un criado le ofreció una bebida; la rechazó y entró en el salón. Vio al joven Niallad hablando con su padre y el alto y delgado Ruall. El muchacho parecía incómodo de nuevo, y Waylander pudo distinguir el brillo del sudor en su rostro.

Waylander llegó hasta la puerta de la biblioteca e intentó abrirla, pero estaba cerrada por el otro lado. Eldicar Manushan se acercó a él.

—Lleváis una indumentaria muy elegante, mi señor —dijo—. Vuestra ausencia de adornos hace que la mayoría de los presentes parezcan pavos reales. Yo incluido —añadió con una sonrisa.

—La vuestra es una túnica poco común —observó Waylander.

—Es mi favorita —respondió Eldicar—. Está tejida con la seda de un gusano muy raro, y la luz y la temperatura hacen que cambie de color. A la luz del sol es completamente dorada.

El mago se acercó más y bajó la voz.

—¿Habéis meditado sobre lo que hablamos?

—He pensado en ello.

—¿Seréis amigo de Kuan Hador?

—Creo que no.

—Oh, es una lástima. Pero también es algo de lo que habrá que preocuparse otro día. Disfrutad la fiesta de hoy.

La mano del mago se apoyó suavemente en la espalda de Waylander. En aquel momento, el Hombre Gris sintió un escalofrío. Sus sentidos se afinaron y su corazón latió más deprisa. Eldicar se alejó entre la gente.

Waylander pensó que debía abandonar aquel lugar.

Se dirigió a la terraza. Alcanzó a ver a Niallad, que subía las escaleras. El joven se movía lentamente, como si estuviese tranquilo, pero Waylander percibió la tensión que lo invadía. Niallad llegó a la galería, giró a la derecha y entró en su habitación. Waylander sintió lástima de él.

—Tenéis una expresión muy adusta para una fiesta tan animada —le dijo Chardyn.

—Estaba pensando en el pasado —respondió Waylander.

—No parecía tratarse de un pasado placentero, me temo.

Waylander se encogió de hombros.

—Si un hombre vive lo bastante reunirá unos cuantos recuerdos desdichados, además de los buenos.

—Eso es cierto, amigo mío, aunque algunos son peores que otros. Vale la pena recordar que la Fuente siempre es comprensiva.

Waylander se echó a reír.

—Estamos solos, sacerdote, y nadie puede oírnos. No creéis en la Fuente.

—¿Qué os hace pensar eso? —preguntó Chardyn, bajando la voz.

—Os mantuvisteis firme ante los demonios y eso acredita vuestro valor, pero no disponíais de conjuros ni de la creencia en que vuestro dios era más poderoso que la maldad que se nos acercaba. Una vez conocí a un sacerdote de la Fuente que tenía fe. Es algo que puedo reconocer cuando lo veo.

—¿Y vos, mi señor? —preguntó Chardyn—. ¿Vos tenéis fe?

—Oh, yo creo, sacerdote. Preferiría no creer, pero creo.

—Entonces, ¿por qué la Fuente no golpeó a los demonios? Yo rezaba para que lo hiciera.

Waylander sonrió.

—¿Quién ha dicho que no lo hizo?

—Los destruyó Eldicar Manushan, y aunque yo no sea precisamente un hombre santo, puedo darme cuenta de si otro lo es o no.

—¿Creéis que la Fuente sólo usa a los buenos para llevar a cabo sus propósitos? Yo me he dado cuenta de que no es exactamente así. Una vez conocí a un hombre; un ladrón y un asesino. A todos los efectos poseía el sentido moral de una rata de cloaca, pero dio su vida por mí y, antes de ello, ayudó a salvar un reino.

Chardyn sonrió.

—¿Quién puede asegurar que lo hizo inspirado por la Fuente? ¿Hubo portentos? ¿Luces en el cielo? ¿Ángeles resplandecientes?

Waylander se encogió de hombros.

—Una vez, mi padre me contó la historia de un hombre que vivía en el valle. Hubo una gran tormenta y el río se desbordó, inundándolo todo. Un jinete se acercó a la casa de ese hombre y le dijo: «Sube al caballo; la casa va a quedar cubierta por el agua». El hombre le contestó que no necesitaba ayuda y que la Fuente lo salvaría. Las aguas continuaron su ascenso y el hombre se refugió en el tejado. Dos hombres se acercaron a nado y le dijeron: «Salta al agua; te ayudaremos a llegar a terreno seco». El hombre volvió a negarse y a asegurar que la Fuente se ocuparía de él. Al final tuvo que subirse a lo alto de la chimenea, y ahí estaba cuando se acercó un bote. El remero lo invitó a embarcar y el hombre se negó por tercera vez. Poco después, las aguas lo arrastraron y se ahogó.

—¿Y cuál es la moraleja de esta historia? —preguntó Chardyn.

—El espíritu del hombre acudió ante la Fuente, muy enfadado. «Yo creía en Ti —dijo— y no me salvaste». La Fuente lo miró y respondió: «Pero, hijo mío, te envié un jinete, dos nadadores y un barquero. ¿Qué más querías?».

—Me gusta esa historia. La usaré en alguno de mis sermones —dijo Chardyn, sonriendo.

En el salón, Eldicar Manushan, Aric y Panagyn caminaban en dirección a las puertas de la escalinata. Un guardia las abrió y los tres hombres la atravesaron. Mirase adonde mirase, Waylander se percató de que muchos de los invitados abandonaban discretamente la estancia. La mayoría eran seguidores de Panagyn. La expresión de Waylander se endureció; su corazón empezó a latir aceleradamente y una sensación de peligro inminente creció en su interior. Se acercó a las puertas de la terraza y vio un pelotón de soldados que se acercaba por el jardín.

Cinco hombres subieron las escaleras exteriores que llevaban a la terraza. Waylander sujetó a Chardyn por un brazo y arrastró al sorprendido sacerdote hacia la oscuridad del exterior. Los soldados hicieron caso omiso de ellos, cerraron las sólidas puertas y las atrancaron antes de marcharse.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Chardyn—. ¿Cómo volveremos a entrar?

—Confiad en mí, sacerdote; no queréis volver a entrar. —Waylander se acercó al hombre—. No doy consejos a menudo, pero yo en vuestro lugar me largaría de aquí de inmediato.

—No entiendo.

—Han bloqueado todas las salidas del salón y han sellado las escaleras. Creo que eso ha dejado de ser la sala del banquete y se ha convertido en un matadero.

Sin una palabra más, Waylander desapareció en las sombras.

Waylander alcanzó la puerta trasera, se detuvo y contempló la silueta del palacio recortada contra el cielo nocturno. Reprimió la sensación de furia que lo invadía; todos los presentes en aquel salón iban a morir como ganado.

«¿Es aquí donde querías que estuviera, Orien? —pensó—. ¿Para que muriera por haber asesinado a tu hijo?».

Apartó el pensamiento tan pronto como apareció. No había malicia en las acciones del anciano rey. Waylander había matado a su hijo y, a pesar de aquello, el anciano le había ofrecido la oportunidad de encontrar la Armadura de Bronce y redimirse, al menos en parte, de sus pecados anteriores. ¿Por qué se había aparecido ante Ustarte? Ahora no había que hallar ninguna armadura mística ni emprender una búsqueda peligrosa. Waylander había acudido a la fiesta, tal como se le había solicitado.

«¿Por qué querías que estuviera aquí?».

Entonces, la imagen de un joven asustado apareció en su mente; un muchacho que temía las aglomeraciones y vivía acosado por el miedo a ser asesinado. El nieto de Orien.

Waylander maldijo en voz baja y corrió en dirección al palacio.

Una trompeta sonó en el salón y todas las conversaciones cesaron. Aric y Eldicar Manushan aparecieron en la galería norte, por encima de la multitud.

—Queridos amigos —dijo Aric—, ha llegado el momento que esperabais con tanta impaciencia como yo. Nuestro amigo Eldicar Manushan os divertirá con maravillas indescriptibles.

Un aplauso atronador ascendió desde la sala. El mago alzó las manos.

Con todas las puertas cerradas, la temperatura de la sala había empezado a subir. Tal como había hecho en el palacio de Waylander, el mago formó burbujas de niebla que flotaron sobre los espectadores, refrescando el aire y provocando más aplausos.

En el centro de la sala apareció un enorme león de melena oscura que trotó entre los presentes. Se oyeron algunos gritos, seguidos de risas cuando el león se transformó en una bandada de pájaros azules que revolotearon y ascendieron hasta el techo. El público aplaudió. Los pájaros dieron vueltas en lo alto del salón y, por último, se apiñaron y se mezclaron entre sí hasta tomar la forma de un pequeño dragón de escamas doradas y largo hocico. El dragón descendió sobre la gente y lanzó unas llamaradas que fueron a parar a los espectadores situados junto al muro oeste. Sonaron más gritos, seguidos de risas y aplausos cuando las supuestas víctimas se percataron de que ni siquiera tenían una brizna de ceniza en los ropajes.

El duque Elfons aplaudió cortésmente desde la tarima, se volvió a un lado y tomó la mano de su esposa, Aldania, sentada junto a él. Un hombre alto y delgado, situado a la izquierda del duque, se inclinó junto a su señor y le susurró algo al oído. Elfons sonrió y asintió.

En aquel momento se oyó la voz de Eldicar Manushan.

—Queridos amigos, os agradezco vuestros aplausos. Ahora quiero ofreceros el clímax del espectáculo de esta noche. Os aseguro que hará que, por comparación, cuanto habéis visto hasta el momento os parezca trivial.

En el centro de la sala comenzaron a formarse unas oscuras columnas de humo, que se retorcieron y se unieron entre sí como serpientes. La trenza de humo se dividió en una docena de nubes y de ellas surgieron enormes sabuesos oscuros, que resoplaron y mostraron enormes colmillos de los que chorreaba el veneno. Una de las nubes de humo flotaba junto a los asientos del duque y su esposa. Se extendió ante la pareja y tomó la forma de un portal oscuro, del cual salió un guerrero. Llevaba un casco de tiras de metal negro, y una túnica de seda negra abierta en el pecho. Portaba dos espadas largas y curvadas, de hoja tan oscura como el cielo nocturno. Una tercera espada, envainada, colgaba del cinturón de seda negra que rodeaba sus caderas.

El hombre dio un paso al frente y saludó al duque con una reverencia. Después lanzó al aire una de las espadas, luego la otra, y desenvainó la tercera y la hizo volar también, al tiempo que la primera volvía a su mano. Comenzó a saltar y a dar vueltas mientras hacía malabarismos con las hojas. Entretanto, los doce sabuesos negros se acercaron silenciosamente hacia los espectadores.

El hombre hizo volar las espadas cada vez más deprisa.

Lo que ocurrió a continuación fue tan rápido que pocos alcanzaron a verlo con claridad. La mano del malabarista se sacudió como un látigo y una de las espadas voló directamente hacia el pecho de Ruall. La segunda espada surcó el aire hacia la garganta del duque, y la tercera atravesó el corazón de la dama Aldania.

Hubo un instante de silencio absoluto en el salón.

Entonces, uno de los sabuesos saltó y desgarró con los colmillos la garganta de uno de los espectadores.

—¡Disfrutad de un poco de magia verdadera! —gritó Aric.

Se formó otra nube de humo, y una veintena de kraloz surgió del interior. La multitud, presa del pánico, intentó abrirse paso hacia las puertas atrancadas. Hubo más humo, y la horda de sabuesos demoníacos alcanzó el medio centenar.

Los perros saltaron sobre el gentío; los largos colmillos desgarraban sedas y carne. Aric observaba desde lo alto de la galería con los ojos brillantes. El espectáculo era increíble. Un joven atravesó corriendo la sala e intentó pasar por encima de la baranda de la escalera. Un kraloz saltó y le cerró las mandíbulas sobre la pierna. El aristócrata se aferró a la barandilla desesperadamente, pero el kraloz dio un tirón y volvió al centro de la sala llevándose la pierna en las fauces. Aric dio un golpecito en la espalda de Panagyn y señaló la escena. La sangre goteaba del miembro amputado mientras el noble conseguía alzarse hasta la escalera. Aric hizo un gesto a Gaspir, que estaba a su lado, y el guardaespaldas se abrió paso por la galería y bajó las escaleras. El noble creía haber alcanzado la seguridad; Gaspir llegó a su lado y el joven lo miró en muda petición de ayuda. El guardaespaldas lo alzó y lo arrojó de nuevo al interior del salón. Al tiempo que el cuerpo del hombre golpeaba el suelo, un kraloz cayó sobre él y le arrancó la cabeza de un bocado.

Por todo el lugar podían contemplarse escenas similares. Aric se regodeaba. Giró para hacer un comentario a Eldicar Manushan y vio que el mago se había alejado del borde de la galería y descansaba sentado en un banco, junto al pequeño paje. Parecía perdido en sus pensamientos.

Aric volvió la mirada hacia el cadáver del duque. Lo único que lamentaba era que el hombre hubiese muerto tan rápidamente. «¡Bastardo pomposo!», pensó. Debería haberlo obligado a presenciar los gritos y la muerte de sus seguidores.

Aric notó un movimiento en la galería este. El joven Niallad había salido de su habitación y estaba asomado a la barandilla, contemplando aterrorizado la matanza que se desplegaba a sus pies. Aric buscó con la mirada a Gaspir. El guardaespaldas permanecía erguido junto a uno de los hombres de Panagyn; ambos habían visto también al joven. Gaspir miró a Aric solicitando confirmación. Aric asintió. Gaspir desenvainó el puñal.

La cabeza de Niallad dio vueltas a causa de lo que veía y del sonido de los gritos que llenaba sus oídos. El salón estaba cubierto de sangre y cadáveres. Un brazo arrancado descansaba en una de las mesas de comida, chorreando sangre. Enormes sabuesos negros saltaban sobre los aterrorizados supervivientes. Niallad contempló cómo un hombre golpeaba las puertas y gritaba rogando que le dejasen salir. Un sabueso saltó sobre su espalda y los largos colmillos se hundieron en su cráneo.

Niallad alcanzó a ver a sus padres, muertos en los asientos. Un espadachín vestido de negro se acercó al cuerpo del duque y retiró la espada que lo atravesaba. El cadáver de Elfons cayó hacia delante.

—¡Asesino! —gritó Niallad. El guerrero alzó la vista y, después, se volvió y miró a Eldicar Manushan, que estaba apoyado en la baranda de la galería norte y contemplaba la carnicería. Junto al mago estaban Aric y Panagyn.

Niallad no entendía por qué aquellos hombres permanecían ahí arriba, sin intervenir. Se sintió mareado y enfermo, a punto de perder el sentido de la realidad. Entonces vio que Gaspir y otro hombre se le acercaban.

—Han matado a mi padre, Gaspir —dijo.

—También os van a matar a vos —respondió el guardaespaldas.

Niallad vio los puñales en las manos de los dos hombres y regresó corriendo a su habitación. Le temblaban las piernas. Toda la vida había estado esperando aquel momento, y ya había llegado. Curiosamente, la sensación de terror se había desvanecido, reemplazada por una fría furia. Las piernas habían dejado de temblarle y corrió junto a la cama, donde estaba el puñal que había tenido que abandonar antes. Sus dedos rodearon la empuñadura de ébano; desenvainó el arma y se volvió para enfrentarse a los dos hombres.

—Creía que eras mi amigo, Gaspir —dijo. Sintió una punzada de orgullo al comprobar que no le temblaba la voz.

—Era vuestro amigo —replicó Gaspir—, pero sirvo a Aric. Moriréis sin dolor. No os arrojaré a las bestias.

Gaspir se acercó. El otro hombre se movió hacia la derecha.

—¿Por qué haces esto? —preguntó Niallad.

—Ésa es una pregunta inútil —dijo el Hombre Gris, mientras entraba por el balcón—. También podríais preguntar a una rata por qué contagia enfermedades. Lo hace porque es una rata y no sabe hacer otra cosa.

Los dos asesinos vacilaron. Gaspir miró al Hombre Gris, que permanecía de pie, desarmado, con los pulgares apoyados en el cinturón.

—Mata al chico —dijo a su acompañante, y avanzó hacia el Hombre Gris.

Su supuesta víctima no retrocedió, sino que se llevó la mano derecha a la hebilla adornada. En una fracción de segundo, Gaspir vio con toda claridad el extremo en punta de flecha en que terminaba el cinturón. La mano del Hombre Gris se movió como un látigo y un relámpago de luz blanca estalló en el ojo de Gaspir, lanzando fuego dentro de su cabeza. El guardaespaldas se tambaleó hacia atrás.

Niallad vio cómo el Hombre Gris daba un paso, agarraba el brazo armado de Gaspir y lo retorcía con violencia. El puñal del guardaespaldas cayó. El Hombre Gris lo atrapó al vuelo y lo hizo girar. Su brazo se alzó y bajó como un relámpago, y Niallad oyó un gruñido ahogado a la izquierda. El segundo asesino se tambaleaba, con el puñal de Gaspir clavado en el cuello. El hombre alcanzó a apuntar con su arma a Niallad, pero el joven avanzó un paso, sin pensarlo, y clavó el puñal en el pecho del asesino, atravesándole el corazón. El hombre cayó sin emitir ni un sonido.

Gaspir estaba arrodillado, gimiendo, con la mano en la herida sangrante del ojo. El Hombre Gris le apartó la mano de un golpe brusco y extrajo el puñal arrojadizo. Gaspir lanzó un grito de dolor y cayó de espaldas. El Hombre Gris pasó la hoja por la garganta del guardaespaldas. Después, haciendo caso omiso del moribundo, se acercó a Niallad.

—Mis padres han muerto —dijo el joven.

—Lo sé.

El Hombre Gris cerró la puerta y se volvió hacia el joven.

—Respirad despacio —dijo—. Miradme a los ojos.

Niallad lo hizo así.

—Y ahora, escuchadme. Si queréis sobrevivir es importante que comprendáis vuestra situación. Ya no sois el hijo del hombre más poderoso del reino. En este momento sois un fugitivo. Os darán caza e intentarán mataros. Sois sólo un hombre y debéis pensar como tal. Enfundad el puñal y seguidme.

Shastar de Bakard, con los ropajes desgarrados y sangrando por la espalda herida, se sentó apoyado contra el muro oeste y vio cómo los sabuesos negros devoraban los cuerpos caídos, algunos de ellos aún con vida.

Shastar se mantuvo absolutamente quieto, dándose cuenta de que el menor movimiento por su parte alertaría a las criaturas. Frente a sí podía ver los cadáveres del duque y su esposa y, un poco más lejos, el de Ruall.

El guerrero vestido de negro que los había matado permanecía en pie, silencioso, con los brazos cruzados sobre el pecho.

Uno de los sabuesos se acercó hacia donde yacía Shastar, que siguió sin moverse. El hocico de la bestia se arrugó. La enorme cabeza estaba tan cerca de la de Shastar que el hombre podía oler su fétido aliento. Shastar cerró los ojos y aguardó la llegada de los colmillos que lo destrozarían. En aquel momento, una mujer agonizante dejó escapar un gemido y el sabueso saltó sobre ella. Shastar oyó el crujir de los huesos al romperse.

Oyó voces cerca de él. Abrió los ojos y vio al mago caminando entre los cuerpos. Cuando llegaba junto a un sabueso lo tocaba suavemente; con cada toque hacía desaparecer a una de las criaturas, hasta que al final el salón quedó en silencio.

—Dioses, vaya desastre —oyó decir a alguien.

Shastar miró a la derecha y vio a Aric cruzando el salón, pisando con cuidado para evitar los charcos de sangre y los miembros arrancados. Shastar siguió mirando, como en un sueño; apenas podía creerse lo que acababa de ocurrir. ¿Cómo podía un hombre instruido, como Aric, ser responsable de aquella masacre? Conocía a Aric desde hacía años. Habían salido a cazar juntos; habían charlado de arte y de poesía. Nunca había mostrado indicios de que semejante monstruo se escondiese en su interior.

Shastar vio cómo el mago seguía paseando por el salón y observaba los cadáveres, hasta que llegó a las escaleras que daban a la galería oriental. Aric se aproximó al cadáver del duque Elfons y lo levantó del ornamentado sillón de alto respaldo. El señor de la casa Kilraiz cogió la capa que cubría los hombros del duque y limpió la sangre del asiento antes de dejarse caer en él para contemplar el salón. Eldicar Manushan acudió a su lado.

—No hay rastro del Hombre Gris —dijo el mago.

—¿Qué? Debería estar aquí.

Una sombra pasó por delante de Shastar, que levantó la mirada y vio ante sí al guerrero vestido de negro que había matado al duque. El hombre tenía rasgos chiatze, pero sus ojos eran dorados. Cuando se le acercó, Shastar vio que tenía las pupilas alargadas, como las de un gato.

—Éste está vivo —dijo el guerrero.

El hombre se agachó y cogió del brazo a Shastar, obligándolo a ponerse en pie. La fuerza del hombre sorprendió a Shastar; el guerrero era delgado y no muy alto, pero había alzado sin el menor esfuerzo al corpulento señor de la casa Bakard.

—Bien, bien —dijo Eldicar Manushan, acercándose—. Los caprichos de la guerra nunca dejarán de sorprenderme.

El mago se detuvo frente al noble.

—¿Tenéis la menor idea de la probabilidad de sobrevivir a un ataque de tantos kraloz? Una entre millones.

El mago se acercó más y observó las heridas de la espalda de Shastar.

—Apenas unos rasguños. Aunque es cierto que las heridas serán fatales si no se tratan adecuadamente.

—¿Por qué habéis hecho esto? —preguntó Shastar.

—Puedo aseguraros que no ha sido por placer —respondió el mago—. Estas cosas no me divierten. Pero, ¿sabéis? Sólo hay dos formas de tratar a los enemigos potenciales: convertirlos en aliados o matarlos. No tuve suficiente tiempo para buscar muchas alianzas. Sin embargo, ya que habéis tenido la fortuna de escapar de la muerte, me siento obligado a ofreceros la oportunidad de uniros a mi causa. Puedo sanar vuestras heridas, devolveros la juventud y prometeros que viviréis durante siglos.

—¡No lo necesitamos! —espetó Aric.

—Yo decidiré a quién necesitamos, mortal —replicó Eldicar Manushan entre dientes—. ¿Qué me respondéis, Shastar?

—Si aliarme con vos significa unir mis fuerzas a las de un gusano como Aric, me temo que he de declinar la oferta —respondió el noble.

—De verdad, deberíais reconsiderarlo —dijo Eldicar con amabilidad—. La muerte es un final terrible.

Shastar sonrió y, de repente, embistió contra el mago. Con la mano derecha tomó la daga de Eldicar Manushan, la desenvainó de un tirón y se la clavó en el pecho. Eldicar dio un paso hacia atrás, cogió la empuñadura del arma y se la desclavó lentamente. La sangre goteó de la hoja. Eldicar Manushan sostuvo la daga ante sí y la soltó. En lugar de caer, el arma quedó flotando en el aire.

—Eso ha dolido —dijo con expresión ofendida—, pero entiendo que estuvieseis enfadado. Descansad en paz.

La daga salió disparada y se hundió en el pecho de Shastar, pasó entre las costillas y le atravesó el corazón. Shastar emitió un gruñido y cayó de rodillas. Intentó desclavar el arma, pero le fallaron las fuerzas y cayó de bruces.

—Es una pena —dijo el mago—. Me gustaba este hombre; era honorable y valiente. En fin… ¿De qué hablábamos? Ah, sí, del Hombre Gris.

Eldicar miró hacia la galería oriental.

—Vuestros hombres están tardando mucho en cumplir una tarea sencilla, Aric.

Aric se levantó del sillón del duque y ordenó a dos de los guardias que fuesen a buscar a Gaspir. Momentos después, uno de ellos llamó desde la galería.

—Mi señor, Gaspir y Valik están muertos. No hay señales del muchacho; debe de haber escapado por los jardines.

—¡Encontradlo! —gritó Aric.

—Buena idea —dijo Eldicar Manushan—. Sería muy aconsejable que lo encontraseis… antes de que él os encuentre a vos.

El mago se agachó junto al cadáver de Shastar, recuperó su daga y la limpió con los restos del ropaje del noble. Enfundó el arma y se percató de que el dobladillo de la túnica se le había manchado de sangre. Suspiró, se abrió paso por el salón sembrado de cadáveres y abrió la puerta que daba a las escaleras. Subió hasta la galería y encontró a Beric, aún sentado en el banco. Tomó al muchacho de la mano y ambos fueron a los aposentos del mago.

—Es hora de realizar el vínculo —dijo Beric.

—Lo sé.

Eldicar se sentó en un ancho sillón y el chico se colocó junto a él. Sin soltar la mano de Beric, el mago cerró los ojos e intentó relajarse. El vínculo no fue fácil de establecer, ya que primero tuvo que desprenderse de las emociones que sentía. Eldicar no había deseado aquella masacre; creía que era innecesaria. La mayoría de los invitados a la fiesta no habrían supuesto amenaza alguna para los planes de Kuan Hador, y podía haberlo organizado todo de forma que sólo hubiesen muerto el duque y sus aliados más incondicionales. No quería que aquellos pensamientos flotasen en su mente en el momento en que se estableciese el vínculo. Deresh Karany no encajaba bien las críticas.

Eldicar Manushan se concentró en su infancia, y recordó el pequeño bote que su padre le había construido para navegar por el lago. Pensó en los buenos tiempos en los que el Talento aún no se había definido en él y soñaba con convertirse en sanador.

El mago sintió un tirón en su mente. Era doloroso en extremo, como si una garra se le hundiese en el cerebro.

No ha sido un gran éxito, Eldicar Manushan —dijo la voz de Deresh Karany.

Tampoco un fracaso, mi señor. El duque y sus aliados están muertos.

El Hombre Gris sigue vivo, al igual que los dos portadores de espadas.

He enviado a ocho kriaz nor con la misión de interceptar a los portadores. Cuatro, comandados por Tres Espadas; los otros cuatro, por Garra Listada.

Comunícate con los dos grupos. Diles que tienen tres días.

Sí, mi señor.

—¿Qué hay de la traidora, Ustarte?

Creo que está viva y escondida en el palacio del Hombre Gris. Un grupo de soldados de Aric está de camino.

Me gustaría que la capturasen con vida.

Esas son las instrucciones que tienen. Me sentiría más tranquilo si pudiera disponer de más kriaz nor.

Acudirán más cuando el portal se abra por completo. Hasta entonces deberás emplear a las criaturas de Anharat. Y dime, ¿por qué ofreciste a Shastar mantenerlo con vida?

Tenía valor.

Era un enemigo potencial. Eres demasiado compasivo, Eldicar. No permitas que eso interfiera con las órdenes que has recibido. Somos poderosos porque obedecemos; no cuestionamos las órdenes.

Entiendo, mi señor.

Espero que así sea. Arriesgué mi reputación hablando a tu favor después del desastre de Parsha Nur. Me sentiría muy dolido si demostrases ser indigno de mi confianza. Comunícate conmigo cuando hayas encontrado a la sacerdotisa.

Lo haré, mi señor.

Eldicar gimió cuando se rompió el vínculo.

—Estáis sangrando por la nariz, tío —dijo Beric.

Eldicar se sacó un pañuelo de un bolsillo de la túnica y restañó la sangre. Le palpitaban las sienes.

—Deberíais acostaros —dijo Beric.

—Eso haré.

El mago se levantó y se dirigió al dormitorio. Una vez tumbado sobre la colcha de satén de la cama, con la cabeza reposando en las blandas almohadas, pensó en el desastre de Parsha Nur.

Eldicar había dado un día extra a los enemigos para que considerasen la rendición. ¡Un día entero! Pero habían rehusado y Deresh Karany se presentó en el campo de batalla. Ordenó a un demonio de primer nivel que arrancase el corazón del rey enemigo, y envió una hueste de kraloz con el objeto de aterrorizar a los defensores de la ciudad. Entonces se rindieron sin demora, recordó. Cuando finalmente se abrieron las puertas de la ciudad, Deresh Karany ordenó dar muerte a veintiséis mil ciudadanos; una tercera parte de los defensores. Otros diez mil fueron enviados a Kuan Hador para ser fundidos.

El día extra que había ofrecido Eldicar Manushan lo había hecho caer en desgracia ante los Siete. Sólo la petición de clemencia de Deresh Karany había evitado que el mago fuese empalado.

La sangre de la nariz había dejado de manar.

Eldicar cerró los ojos y soñó con barcos.

—Un buen trabajo, después de todo —dijo Panagyn, mientras se quitaba el parche plateado y observaba el salón cubierto de sangre—. Ruall, Shastar y Elfons han muerto, junto a la mayoría de sus oficiales y seguidores.

Miró el cadáver de Aldania.

—Lo siento por la mujer; siempre la había admirado.

Aric llamó a dos de los guardias y dio órdenes de organizar la retirada de los cadáveres. No se sentía muy contento. Panagyn le dio una palmada en el hombro.

—¿A qué viene esa cara, primo? De acuerdo; el chico ha escapado. Pero no irá muy lejos.

—No es el chico quien me preocupa —respondió Aric—. Es el Hombre Gris.

—He oído hablar de él. Un rico comerciante, y tu principal acreedor. —Panagyn soltó una risita—. Siempre te ha gustado vivir por encima de tus posibilidades, primo.

—Es un hombre peligroso. Mató a Vanis; entró en la casa rodeada de guardias y le cortó la garganta.

—Oí decir que había sido un suicidio.

—Te informaron mal.

—Bueno; tienes cincuenta hombres peinando la ciudad en su búsqueda, así que relájate y disfruta de la victoria.

Aric caminó por el salón y pasó junto al silencioso guerrero vestido de negro que había matado al duque. El hombre estaba sentado en las escaleras, en silencio, con los brazos cruzados y los ojos cerrados. No levantó la vista cuando Aric pasó a su lado.

Aric subió las escaleras y fue hasta la habitación de Niallad. Panagyn fue tras él. Aric se arrodilló junto al cuerpo de Gaspir.

—Un ojo reventado y la garganta cortada —dijo Panagyn.

A Aric no podía haberle importado menos. Se acercó al balcón y miró al fondo del jardín bañado por la luz de la luna, al portón de hierro forjado que daba a la playa privada. Desde donde se encontraba podía ver las lámparas y las antorchas de los hombres que buscaban a los fugitivos. No había botes en la playa, de modo que tenían que haber huido a nado; no había otra vía de escape, ya que la parte delantera del palacio estaba llena de guardias y el Hombre Gris no había sido visto allí.

—Echa un vistazo a esto —dijo Panagyn.

Aric se volvió y vio al señor de la casa Rishell arrodillado junto al segundo cadáver. Panagyn señaló la empuñadura de marfil del puñal clavado en su garganta.

—¿No es el puñal de Gaspir?

—Sí —dijo Aric, confuso.

Panagyn pasó la vista al cuerpo del guardaespaldas.

—Así pues, el Hombre Gris mató a Gaspir, le arrebató el arma y se la clavó a mi sobrino en el cuello antes de que éste pudiese alcanzar al chico… No; eso habría sido muy lento. Cogió el puñal y lo lanzó. —Panagyn sonrió—. Ya veo por qué dices que es un hombre peligroso. Tengo que reconocer que admiro su habilidad.

—Sobrellevas muy bien la muerte de tu pariente —dijo Aric, irritado—. He de elogiar lo bien que ocultas tu pena.

Panagyn revolvió el cabello del muerto.

—Era un buen chico, aunque no muy listo —dijo. Se incorporó, fue hasta una mesa cercana y se sirvió una copa de vino—. Pero me resulta difícil estar triste en una noche en la que han muerto casi todos mis enemigos.

—Bien; algunos de los míos siguen con vida —dijo Aric.

—Nunca estarán muertos todos los enemigos, primo. Es el precio de ser gobernante. —Panagyn bebió el vino—. Creo que me iré a dormir —prosiguió—. Ha sido una noche larga y fructífera. Deberías descansar un poco tú también; mañana tendremos mucho que hacer.

—Descansaré cuando hayan encontrado al Hombre Gris —dijo Aric.

De vuelta en el salón comprobó que los cadáveres habían sido retirados. Aric bajó las escaleras y salió al exterior. Una hilera de hombres con antorchas volvía de la playa. Aric esperó mientras se acercaba el capitán, un hombre alto de rostro afilado llamado Shad. Éste hizo una ligera inclinación.

—No hay señales de ellos en la playa, mi señor. He enviado barcos a explorar la bahía y he ordenado que unos cuantos jinetes exploren la orilla opuesta. También he organizado una búsqueda casa por casa en la ciudad.

—No pueden haber llegado al Palacio Blanco en tan poco tiempo —dijo Aric—. ¿Estás seguro de que ningún invitado abandonó el salón?

—Uno, mi señor; el sacerdote Chardyn. Los guardias supusieron que su nombre había sido borrado de la lista por algún motivo.

—El sacerdote no me preocupa.

—No salió nadie más, mi señor. El segundo pelotón informó de que había otro hombre junto al sacerdote cuando cerraron las puertas. Por la descripción, podía tratarse del Hombre Gris. Debió de rodear el palacio y trepar hasta la habitación del muchacho.

—Eso ya lo sabemos —dijo Aric—. Lo que quiero averiguar es qué ocurrió después.

—Debieron de ir hacia la playa, mi señor. La marea estaba alta, de modo que no pudieron caminar hasta los acantilados. Los encontraremos. Pronto será de día; si están cruzando la bahía a nado, los botes darán con ellos. ¿Deseáis que sean capturados con vida?

—No. Matadlos en cuanto los encontréis, pero traedme sus cabezas.

—Así se hará, mi señor.

Aric regresó al interior del palacio. El salón apestaba, pero el olor se fue haciendo más soportable según subía las escaleras. Se detuvo en lo alto y contempló el salón, recordando los gritos de los moribundos. Le sorprendió el placer que había experimentado entonces. Pensándolo bien, la alegría que había sentido lo desconcertaba. Nunca se había considerado un hombre especialmente cruel; por el contrario, cuando era joven odiaba salir de caza. Era extraño.

Panagyn había mencionado la muerte de Aldania. Aric siempre había apreciado a la esposa del duque, y ella siempre había sido amable con él. ¿Por qué, entonces, no sentía nada al saberla muerta? Ni siquiera la más ínfima mota de culpa o arrepentimiento.

«Sólo estoy cansado —se dijo—. No me pasa nada raro».

Aric abrió la puerta de sus aposentos. El interior estaba oscuro; los criados no habían encendido las lámparas. Se sintió irritado un momento, hasta que recordó que los sirvientes habían recibido órdenes de abandonar la zona antes de la exhibición de Eldicar. Después, tras el caos que había seguido a la matanza, no era de extrañar que hubieran olvidado sus obligaciones.

Aric cruzó la habitación principal, se acercó al balcón y contempló una vez más los jardines y la playa, en la distancia. Había varios botes amarrados, y vio cómo algunos de los barcos de pesca requisados regresaban a sus embarcaderos. Era evidente que el Hombre Gris y el chico no habían huido a nado. ¿Dónde estaban, entonces?

En aquel momento oyó un silbido detrás de él. Cuando se volvió descubrió una figura oscura que se alzaba entre las sombras. Algo centelleante pasó ante su rostro, y el noble se echó hacia atrás. Las piernas de Aric chocaron contra el balcón; trastabilló y se golpeó la cabeza contra un saliente de piedra.

La oscuridad lo rodeó.

Aric recuperó la consciencia y notó el regusto de la sangre en la boca. Intentó moverse, pero algo lo sujetaba por un brazo. Abrió los ojos. Tenía el rostro contra el suelo y su brazo izquierdo estaba atascado entre las ramas de un arbusto. Se liberó y emitió un gemido al notar un dolor en el costado. Permaneció tumbado unos instantes, intentando ordenar las ideas.

Alguien había entrado en su habitación y lo había atacado, y él había caído los veinte pies que separaban su balcón del jardín. El arbusto había refrenado la caída, pero tenía la impresión de que se había roto una costilla. Se arrodilló y vio una mancha de sangre en la tierra, frente a él. Asustado, se buscó signos de heridas. Una gota de sangre le cayó en la mano, desde la cara. Alzó los dedos y se tanteó cuidadosamente la mandíbula; estaba húmeda y dolorida. Recordó el centelleo que había pasado ante su rostro y se figuró que algo lo había golpeado. Tenía un corte que iba desde la oreja hasta el mentón.

Con un gruñido de dolor, Aric se puso en pie y caminó por el sendero hasta la parte delantera del palacio. Allí había dos guardias, que en cuanto lo vieron corrieron hacia él y lo ayudaron a entrar.

Unos minutos más tarde estaba de nuevo en sus aposentos. Eldicar Manushan acudió y examinó las heridas.

—Tenéis dos costillas rotas y la muñeca izquierda dislocada —dijo.

—¿Qué hay de mi cara? ¿Está muy mal?

—Ahora me ocuparé de ella. ¿Qué ha ocurrido?

—Me han atacado. En esta misma habitación.

Eldicar se aproximó al balcón y luego regresó junto a Aric.

—Hay una cornisa que va desde vuestro balcón hasta el del hijo del duque —dijo—. El Hombre Gris no ha huido del palacio; se ha escondido en vuestros aposentos a esperar a que se interrumpiera la búsqueda.

—Podría haberme matado —susurró Aric.

—Ha estado a punto. Si el golpe hubiera acertado una pulgada más abajo os habría segado la yugular. Es un enemigo temible. Se escondió donde a nadie se le habría ocurrido buscar, justo en el corazón de la fortaleza enemiga.

Eldicar Manushan suspiró.

—Es una lástima que no se haya unido a nosotros —añadió.

Aric se recostó en el lecho; sentía nauseas. Eldicar volvió a hablar.

—Habéis tenido mucha suerte, Aric. Las mejoras que hice en vuestro organismo os han permitido reaccionar con más rapidez de la normal en un hombre. Gracias a eso no tenéis la garganta cortada. También han ayudado a vuestro cuerpo a soportar el impacto de la caída.

—¿Qué más han hecho esas… mejoras, Eldicar?

—¿A qué os referís?

—Creo que he… cambiado. De otras maneras. Como si hubiera… perdido algo.

—No habéis perdido nada que necesitéis para servir a Kuan Hador. Ahora, permitidme que arregle ese corte.

La tensión de Kiva crecía conforme iban cabalgando. Al principio se había dado cuenta de que no iba a ser un trabajo fácil. La mayoría de los caballos se apartaban de Ustarte, resoplaban y pegaban las orejas a la cabeza. Había algo en el olor de la sacerdotisa que los asustaba. Al final, Emrin había llevado una vieja yegua, casi ciega, que había permitido que Ustarte se le acercase. Emrin descolgó una silla de montar de un soporte cercano.

—No puedo cabalgar del modo normal —dijo Ustarte. Emrin se detuvo, confuso—. Tengo las piernas… deformadas —añadió la mujer, con expresión avergonzada.

—Quizá sea adecuada una silla ligera —ofreció Emrin—. Tenemos algunas, aunque no son demasiado cómodas cuando el viaje se prolonga. Pero os permitiría sentaros de lado sobre la vieja Grimtail. ¿Servirá, Dama?

—Creo que sí. Agradezco vuestra amabilidad, y lamento causaros estas molestias.

—No es molestia, os lo aseguro.

Emrin se fue hasta el fondo del establo, regresó con una silla ligera de piel de leopardo y la aseguró con correas en torno al cuello y el vientre de la yegua. Al acabar se volvió hacia Kiva, que ya estaba a lomos de un corcel marrón.

—He preparado provisiones para unos tres días, y un par de sacos de avena para las monturas.

—Hemos de salir deprisa —dijo Ustarte repentinamente—. Unos jinetes se dirigen hacia aquí.

Emrin intentó levantar a Ustarte para ayudarla a subir a la yegua, pero no lo consiguió.

—Vuestros… ropajes deben de ser muy pesados —dijo.

El soldado entró en el granero y regresó con un taburete. Ustarte lo usó de escalón y se sentó con cuidado en el lomo de la yegua.

—Sosteneos con las crines, mi señora. Kiva llevará las riendas. Y sería conveniente que os llevaseis el taburete para cuando tengáis que montar de nuevo.

Kiva se acercó, se inclinó hacia delante y cogió las riendas de la yegua, que no se movió. Emrin dio al animal una palmada en el anca y las dos monturas echaron a andar por el terreno iluminado por la luna. Kiva alcanzo a ver, a lo lejos, cómo un grupo de jinetes superaba una colina a apenas media milla de distancia.

Una hora más tarde, las dos mujeres habían avanzado muy poco. La yegua se detenía a menudo y permanecía así, testarudamente, durante varios minutos, con los oscuros costados bañados de sudor. Ustarte no parecía intranquila.

—Aún no nos siguen —dijo—. Están registrando el palacio.

—Un cojo con muletas ya nos habría dado alcance —dijo Kiva.

—La jaca es vieja y está cansada. Creo que caminaré durante un rato.

Ustarte bajó de la espalda de la yegua. Kiva desmontó a su vez, y las dos mujeres echaron a andar en la oscuridad del bosque.

Caminaron en silencio durante una hora; entonces, Ustarte se detuvo. Kiva la oyó suspirar y vio que las lágrimas corrían por el rostro de la sacerdotisa.

—¿Qué os ocurre? —preguntó.

—La matanza ha comenzado.

—¿En el palacio?

—No. En la fiesta del duque. El ipsissimus ha convocado a los demonios y la gente está siendo masacrada en el salón de la fiesta. Es algo vil.

—¿Y el Hombre Gris? —preguntó Kiva, con un nudo en la garganta.

—No está allí. Pero está cerca.

Ustarte descolgó el taburete que llevaban y se sentó.

—Ha escalado el muro trasero del palacio y ha entrado en una habitación. Ahora espera.

—¿Qué hay de los jinetes que os buscaban en el palacio?

—Están preparando las monturas y se disponen a seguimos. Uno de los criados les ha dicho que nos había visto en los establos.

—Debemos seguir. Si llevan buenos caballos, nos alcanzarán en menos de una hora.

Ustarte montó en la yegua y se pusieron en marcha de nuevo. El viejo animal parecía haber recuperado algunas fuerzas, y durante un rato avanzaron con facilidad. Pero en cuanto llegaron a las cuestas, ante las ruinas de Kuan Hador, el animal vaciló. Ustarte desmontó y apoyó la cabeza en el costado de la yegua.

—Su corazón está trabajando demasiado; no podrá llevarme mucho más lejos.

—No podemos huir a pie —dijo Kiva—. Todavía queda mucho camino.

—Lo sé —dijo Ustarte, en voz baja.

La sacerdotisa se quitó los guantes grises; luego se desvistió lentamente. La luz de la luna cayó sobre la piel listada de su espalda y sus costados. Ustarte tendió a Kiva los guantes, las ropas y las botas de suave piel.

—Cabalga —le dijo—. Me reuniré contigo en la bifurcación del camino de la montaña.

—No puedo dejaros aquí —protestó Kiva—. He hecho una promesa al Hombre Gris.

—Debes —dijo Ustarte—. Me encargaré de los hombres que nos siguen y luego iré por el camino hasta alcanzarte. Vete ya; he de prepararme. ¡Vete!

Kiva se inclinó y cogió las riendas de la yegua.

—Déjala —dijo Ustarte—. Aún ha de servirme una vez más.

Kiva se dispuso a discutir, pero Ustarte se acercó al potro castaño y éste se asustó, retrocedió y salió al galope colina abajo.

Ustarte se acercó a la vieja yegua.

—Lo siento muchísimo, querida —dijo—. No mereces lo que te va a ocurrir.

Las garras de la sacerdotisa desgarraron la garganta del animal. La sangre brotó. La yegua intentó retroceder, pero Ustarte sujetaba las riendas con firmeza. A medida que la sangre saltaba desde la arteria cortada, las patas delanteras del animal empezaron a doblarse. Ustarte se arrodilló, empujó la cabeza de la yegua contra el suelo y comenzó a beber.

El cuerpo de la sacerdotisa se estremeció. Sus músculos empezaron a hincharse.

Aunque no era una amazona experta, Kiva no se asustó cuando su montura empezó a descender al galope. Se sostuvo firmemente con una mano en las riendas y la otra en el pomo de la silla de montar. El caballo, momentáneamente espantado por el olor de la piel de la sacerdotisa, se fue calmando poco a poco. Cuando alcanzaron la primera curva del camino ya había aflojado el paso e iban al trote. Kiva tiró de las riendas y detuvo al animal. Dio unas palmadas en el cuello de la montura y habló suavemente; después, giró en la silla y miró hacia arriba, al principio de la cuesta.

Se sentía furiosa. El Hombre Gris le había pedido que cuidase de Ustarte y la apartase del peligro, y ahora la sacerdotisa se había quedado atrás, sola, para enfrentarse al enemigo. Kiva hizo dar la vuelta al caballo y comenzó a ascender por la colina, para volver adonde había visto a Ustarte por última vez.

Le llevó algún tiempo, ya que la subida era algo abrupta. Cuando llegó al lugar, no había señales de la mujer bestia. La yegua estaba muerta junto al sendero, con el cuello cortado, y la sangre manchaba las piedras. Kiva oyó un horrible rugido a cierta distancia. El caballo se puso en tensión y la mujer le palmeó el cuello. El rugido se oyó de nuevo, y en aquella ocasión llegó acompañado de los relinchos aterrorizados de otros caballos.

Kiva se sentó muy erguida; un escalofrío le recorrió la espalda. Una parte de ella quería cabalgar en ayuda de la sacerdotisa, pero la sensación predominante era el deseo de salir al galope en dirección contraria y alejarse cuanto fuera posible de los terribles sonidos que oía. Supo que no había solución al dilema. Si cabalgaba con intención de rescatar a Ustarte y la atrapaban, no sería capaz de cumplir la promesa que había hecho al Hombre Gris. Si seguía las instrucciones de Ustarte y se alejaba, abandonándola a su suerte, estaría traicionando la confianza que el Hombre Gris había depositado en ella. Luchando por conservar la calma, Kiva recordó las últimas palabras de la sacerdotisa:

—Me encargaré de los hombres que nos siguen y luego iré por el camino hasta alcanzarte. Vete ya; he de prepararme. ¡Vete!

No había dicho que intentaría encargarse de los jinetes, sino que iba a hacerlo. Kiva contemplo a la yegua muerta. Ustarte había dicho que tenía que prepararse, y parte de aquella preparación había consistido en matar al animal. Kiva desmontó y se arrodilló junto al cadáver. La sangre había salpicado hasta el camino. Un poco más lejos, Kiva vio una huella de sangre en las piedras; una garra enorme. Se acercó y comprobó que era de un gigantesco felino.

Se había hecho el silencio. No había más gritos en la distancia, ni de terror ni de otro tipo.

Kiva volvió junto al potro castaño y montó. Guió al caballo en el descenso de la colina y a través de la llanura; rodeó las ruinas de Kuan Hador y, tras ellas, el lago que reflejaba la luz de la luna.

Dos horas más tarde, poco antes del amanecer, se detuvo ante una bifurcación del camino de la montaña. Desmontó e introdujo su montura entre los árboles. Ató al caballo, regresó junto al sendero y se sentó en una roca. Desde donde se encontraba podía ver el valle cubierto de sombras. Las nubes se desplazaban por el cielo nocturno y sus sombras dibujaban formas en el suelo del valle. Kiva percibió un movimiento en la llanura y concentró la vista en él. Algo se desplazaba a toda velocidad. ¿Un lobo, quizá?

Sólo había podido vislumbrarlo durante unos instantes, pero sabía que no se trataba de un lobo. Las nubes ocultaron la luna y Kiva permaneció sentada en silencio, esperando a que se apartasen de nuevo. Oyó un ruido ante ella, en el sendero, y durante una fracción de segundo entrevió la figura de una gran bestia rayada que abandonaba el camino y desaparecía entre los árboles. El caballo relinchó aterrorizado cuando el viento le llevó el olor de la criatura. Kiva fue corriendo hasta el animal, cogió la pequeña ballesta que había dejado colgada del pomo de la silla y la cargó rápidamente.

Un gruñido surgió de entre la maleza. Un sonido profundo, que parecía salir de unos inmensos pulmones. Kiva apuntó con la ballesta hacia el origen del sonido.

Se hizo el silencio.

La luz del amanecer se filtró entre las copas de los árboles. La maleza se abrió.

Y apareció Ustarte. La sangre le manchaba el rostro y los brazos. Kiva bajó la ballesta y extrajo las dos saetas; después corrió hacia la sacerdotisa.

—¿Estáis herida? —preguntó.

—Sólo en el alma —dijo Ustarte con tristeza—. No te preocupes, Kiva; la sangre no es mía.

Ustarte caminó entre los árboles, permaneciendo a contraviento de la asustada montura y siguiendo el sonido del agua. Kiva fue a su lado y vio que las lágrimas corrían por el rostro de la sacerdotisa. Cuando llegaron junto al riachuelo, Ustarte se introdujo en la corriente y dejó que su retorcido cuerpo se relajase. Salió cuando quedó lavada toda la sangre, y se sentó en la orilla. Se miró las deformadas manos y comenzó a sollozar. Kiva se sentó a su lado, en silencio.

—Quería —dijo Ustarte al cabo de un rato— mantener este mundo libre de la maldad de Kuan Hador, pero ahora la he aumentado yo misma. Los míos han muerto… y yo he matado.

—Nos perseguían —dijo Kiva.

—Sólo obedecían las órdenes de su señor. Me encantaría creer que los que han muerto bajo mis garras eran hombres malvados, pero sentí sus pensamientos cuando caí sobre ellos. Eran hombres casados que pensaban en las esposas e hijos que ya no volverán a verlos. Ésa es la naturaleza del mal, Kiva. Nos corrompe. Es imposible luchar y mantener la pureza.

Kiva fue hasta donde estaba atado el caballo, recogió la túnica de seda roja de Ustarte y la ayudó a vestirse.

—Hemos de encontrar la cueva —dijo Kiva.

La joven caminó guiando a la montura; la sacerdotisa los seguía unos pasos por detrás. Kiva se abrió paso entre los árboles y buscó las señales dejadas por el Hombre Gris.

Siguieron ascendiendo durante una hora y llegaron hasta la pared del desfiladero, donde encontraron la grieta que les había descrito el Hombre Gris. En el interior había una cámara bastante amplia en la que se apilaban varias cajas. Sobre ellas había dos lámparas que aún no haría falta usar, ya que la cueva estaba iluminada por la luz que entraba por una hendidura del techo.

Kiva desensilló, cepilló al caballo y le dio de comer parte de la avena que Emrin les había dado. Al fondo de la cueva había un pequeño manantial cuya agua llenaba un pequeño estanque antes de desaparecer por una fisura del suelo. Cuando el caballo terminó de comer, Kiva lo guió hasta el estanque y lo sujetó allí, de forma que pudiese beber cuando quisiera.

Ustarte se había tendido en el suelo y estaba dormida.

Kiva salió a la luz de la mañana. La senda que llevaba hasta allí era de piedra, y no pudo encontrar señales de su paso por ella un rato antes. Se sentó con la espalda apoyada contra la pared del acantilado y contempló cómo la brisa movía las hojas de los árboles, haciéndolas susurrar. Un par de palomas torcaces revoloteaban sobre las copas. Kiva miró hacia el cielo y sonrió, sintiendo cómo parte de la tensión acumulada escapaba de su cuerpo.

De repente, un halcón rojo surgió de lo alto y clavó sus garras en una de las palomas, que dobló las alas y cayó entre las rocas. El halcón aterrizó junto al cuerpo convulso, lo sostuvo con las garras y clavó su pico curvo en la carne palpitante.

La fatiga invadió a Kiva, que echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Dormitó un rato bajo la luz del sol y soñó con su tío. En el sueño, ella tenía nueve años, y la gente del pueblo había atado a la vieja bruja a una estaca, en el centro de la plaza del mercado. Kiva había ido a comprar manzanas por encargo de su tío, que planeaba preparar una tarta. Había visto cómo la multitud insultaba a la bruja, y cómo algunos se adelantaban a escupirla y golpearla. Por la cara de la mujer corría la sangre.

La habían arrastrado a la estaca, la habían atado con fuerza y habían arrojado montones de leña a sus pies. La rociaron con aceite y prendieron fuego a la leña. La mujer gritaba horriblemente.

Kiva dejó caer las manzanas y echó a correr hasta su casa. Su tío la abrazó y le acarició el pelo.

—Era una mujer malvada —le había dicho—. Envenenó a toda su familia para quedarse con la herencia.

—Pero se estaban riendo mientras ardía.

—Sí; supongo que sí. Ésa es la naturaleza del mal, Kiva; se expande. Nace en cada pensamiento odioso, en cada palabra ofensiva, en cada deseo egoísta. La gente odiaba a esa mujer, y al odiarla dejó entrar en su interior una semilla de maldad. En algunos se agostará, pero en otros encontrará un terreno donde germinar.

La pequeña Kiva no lo había entendido del todo, pero no lo olvidó.

Kiva abrió los ojos y vio que era casi mediodía. Se puso en pie y se estiró.

Dentro de la cueva encontró a Ustarte ya despierta, sentada en silencio en las sombras.

—¿Nos persiguen aún? —preguntó Kiva.

—No. Algunos han regresado a Carlis, con los muertos y los heridos. Otros están esperando en el Palacio Blanco, para arrestar al Hombre Gris. Pero volverán a perseguimos.

—El Hombre Gris… ¿sabe que están esperándolo?

—Sí.

Kiva suspiró.

—Bien. Entonces no se acercará.

—Ya lo ha hecho, Kiva —dijo Ustarte—. Ya está allí. Está furioso, pero mantiene la cabeza fría.

Ustarte cerró los ojos.

—Los cazadores están tras la pista de los portadores de las espadas —añadió.

—¿Os referís a Yu Yu y su amigo?

—Sí. Dos grupos de kriaz nor les están dando caza. Uno va desde el norte; el otro, desde el sur.

—¿Qué son los kriaz nor?

—Criaturas como yo. Mezclados. Más rápidos, más fuertes y mucho más letales que casi cualquier ser humano.

—¿Casi?

Una leve sonrisa apareció en el rostro de Ustarte.

—Nada que camine y respire es más letal que el Hombre Gris.

Kiva vio cómo las lágrimas mojaban de nuevo el rostro de la sacerdotisa.

—¿Eso os entristece?

—Por supuesto. En el fondo de la oscuridad del alma del Hombre Gris hay una pequeña luz; es todo lo que queda de un hombre bueno y amable. Le pedí que luchase a nuestro lado, y eso hará. Pero si esa luz se apaga del todo será por mi culpa.

—No se apagará —dijo Kiva, y posó la mano en el hombro de Ustarte—. Es un héroe. Mi tío me dijo una vez que los héroes tienen almas distintas de las de los demás, bendecidas por la Fuente. Mi tío era un hombre sabio.

Ustarte sonrió.

—Esperemos que tu tío tuviera razón.